Acto 3: Capítulo 7

—¿Lista? —indagó Jean, deteniendo su automóvil frente a la imponente mansión de su hermano.

Su amada lo tomó de la mano y levantó la vista.

—Solo quiero decir que sea lo que sea que pase hoy, te agradezco por acompañarme.

—Ya lo dije, no tienes que agradecerme por nada, Elise. Es un honor estar aquí contigo —besó sus nudillos, antes de girar su cabeza hacia la propiedad, observándola con ansias—.¿Y entonces, estás lista?

Ella tragó en seco, exhaló sus temores y abrió la puerta del vehículo.

—Terminemos de una vez con esto.


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La casa estaba vacía.

Todas los empleados —incluyendo la señora Katrine y su chofer, Pierre—, ya se habían retirado.

Claude confrontó a su reflejo en el espejo del baño, contando los segundos para la apocalíptica llegada de su hermano. Llevaba puesto el mismísimo traje que había usado en su primera cita con Elise. Un antiguo blazer negro-turmalina sobre un chaleco avellana de rayas, pantalones oscuros y un corbatón verde musgo. Si por acaso moría aquella noche, lo haría recordando al amor que había perdido, gracias a su propia estupidez e impulsividad.

Abajo, en el primer piso, el jefe de los Ladrones al fin había logrado abrir la puerta de la mansión. Entró con el pie derecho, ajustándose su elegante sombrero de copa con una actitud prepotente, antes de ojear sus alrededores. No sabía si le daba rabia o lástima, ver que, en veintitrés años, casi nada había cambiado.

—Quiero que vayas al comedor. Escóndete ahí, entre las sombras; cuando te lo diga, únete a mi lado.

Si no estuviera tan desnortada por la realidad de la situación —que por décadas tan solo había podido imaginar—, Elise hubiera negado la proposición de inmediato; sabía que su único propósito era montar una gran sorpresa para entretener el dramatismo de su novio y causarle más dolor a su némesis. Pero, hipnotizada por una conmoción que no tenía cómo controlar, solo encontró en sí la energía para afirmar vagamente con la cabeza, aceptando el papel principal en su sádica obra sin ninguna queja, sin ningún rechazo. Al menos el guionista tuvo la decencia de abrazarla una última vez, antes de dejarla desvanecer como un espectro en la oscuridad.

Por el lado de Jean-Luc, el ánimo contrastaba. No lograba encontrar una sola gota de piedad en su alma, ni quería buscarla. Tampoco lograba contener su entusiasmo, su satisfacción; estaba exultante, eufórico, inundado de adrenalina. Su nerviosismo se basaba en una urgente necesidad de vindicar su reputación, nada más que eso. Ante el panorama de la noche, sonrió, emocionado. El momento de enfrentar al monstruo más atroz y cruel de su pasado había llegado. Un hombre que decía amarlo y que lo apuñaló por la espalda, múltiples veces. Un hombre al que consideraba un amigo, parte esencial de su familia... Su hermano.

—¡Claude Chassier! —sus roncas palabras rebotaron con júbilo por las paredes de la casa—. ¡Sale de dónde estés, maldito traidor!

Arriba, aún encarándose al espejo, el político se estremeció al escuchar su voz, sedienta de sangre. Cerró los ojos, respiró hondo y les dio adiós a los últimos vestigios de su paz. Su vida tranquila, acomodada, había caído en la ruina.

Abrió la puerta del baño, resignado a cumplir cualquier sentencia por el destino encomendada. En silencio, caminó como un preso encadenado, arrastrando sus pies hacia el cadalso. Llegó a las escaleras, se limpió las lágrimas de miedo con el reverso de la mano y comenzó su descenso hacia el infierno.

—Buenas noches... —respondió, aterrado—. Jean.

Mientras el hombre abandonaba las glamurosas luces del piso superior, bajando con una expresión atormentada a las tinieblas de la planta baja, Elise no pudo evitar observarlo.

La negrura abismal de su cabello había desaparecido; ahora sus mechones eran grisáceos, cenicientos. Su rostro, hace años radiante y seductor, joya rara entre la ordinaria juventud, era en el presente caracterizado por ojeras preocupantes y por una mirada melancólica, atribulada. Seguía siendo apuesto, no lo negaría. Pero su belleza había pasado de ser clásica, arquetípica, a ser poética, compatible con la aspereza de su existencia. En otras palabras, el antiguo Adonis estaba muerto; un cansado Geras había tomado su lugar.

Pero su vestimenta, sobretodo, fue lo que más destacó en la dantesca visión. Si su memoria no le fallaba —y casi nunca lo hacía—, él estaba usando el mismo atuendo de su primer paseo a solas, la calurosa tarde en que visitaron el café Cupido.

—Supongo que sabes porque estoy aquí.

Vengeance*—Claude le respondió a Jean sin pestañear, conformado con su destino—. Pues anda, eres libre de hacerlo —su voz tembló por un instante, pero él no se dejó afectar. En cambio, terminó de bajar al primer piso, deambulando hasta el centro de la sala—. Puedes matarme. A final, es por eso que me querías aquí, a solas, ¿o no?... No quieres testigos.

Sorprendido por su falta de resistencia, el criminal soltó una carcajada vil.

—¡Eso sería demasiado fácil! —se deslizó hacia él—. No... mo te mataré, porque lo que tú mereces es pagar en vida por lo que has hecho. Matarte sería demasiado placentero, créeme, pero quiero que agonices vivo.

—¿Entonces qué? ¿Me vas a secuestrar? ¿Torturar hasta que pierda la razón?

—Peor —sonrió, macabro, caminando alrededor del ministro como un lobo hambriento—. Lo que he venido aquí a hacer supera los límites morales de mi venganza. Será lo más cruel que he hecho hasta ahora —paralizado de miedo, su víctima no pudo hacer más que afirmar su agarre en el bastón—. Vengo a lanzarte una verdad indiscutible a la cara, solo para que sufras tanto cuanto yo lo hice y para que aceptes, de una vez por todas, que eres el villano de la historia... no yo.

—¿Y cuál verdad sería esa, Jean?

Su hermano se le acercó de pronto, susurrando en su oído como un espíritu en pena:

—¿Por qué no le preguntas a tu esposa? —se apartó, exclamando: —¡Puedes salir!

Con un exhalo de coraje y una expresión flemática, casi irreverente, Elise dejó atrás la penumbra del comedor, levantando su mano para prender las luces de la sala. En los ojos de su perplejo público, se veía poderosa, resoluta, dueña incuestionable de sus emociones y de su actitud. Pero, por debajo de la calculada máscara de apatía que vestía, la narrativa era otra. Una pugna de sentimientos la atormentaba, dejándola exhausta y pusilánime. La detestaba con vehemencia y se forzaba a ignorarla, pero con cada paso que tomaba, con cada respiro que daba, podía escuchar el ruido de la disputa aumentar; la ensordecedora cacofonía de sus pensamientos dejándola aturdida. Solo recobró algo de conciencia cuando el destello de la lámpara la reveló en su claridad, magnífica, tangible, real.

Cómo un fénix había regresado, años después de su combustión. Su rosado vestido le daba a su apariencia cierta cualidad atemporal, pero la definición de sus facciones era evidente, incuestionable. Había envejecido, pero estaba viva. Después de todos aquellos años siendo una mera sombra... Estaba viva.

—No... —balbuceó el ministro, pasmado, conmocionado, con los ojos vidriosos y párpados temblando—. ¿Elise?...

En un gesto de derrota absoluta dejó ir a su bastón, desplomando al suelo de rodillas. Sentía un dolor inimaginable en el alma. Como si alguien lo hubiera fusilado con balas invisibles de vergüenza, arrepentimiento, odio y terror. Un caudal descendía por sus mejillas, cruzando su mandíbula caída, saltando por el vacío hasta colidir con su ropa. Estaba destruido. Su vida completa era una gran, perversa mentira.

—Claude —ella le dijo con simplicidad, no confiando en su capacidad de mantenerse calma por mucho tiempo—. Tanto tiempo.

—Tú estabas...

—Nunca lo estuvo —fue interrumpido por su hermano, que con plenitud sonreía, más que feliz de verlo arruinado.

Se estaba conteniendo para no alzar su bastón y darle una paliza allí mismo.

—Jean... —el tono inestable de la voz de Elise lo desconcentró.

Al ver la severidad de su mirada y las lágrimas que amenazaban con escapar de su control, él entendió el mensaje. Tenía que tranquilizarse, no por Claude, sino por ella. Lo necesitaba presente, estable.

—No puede ser... —el ministro detuvo su diálogo silencioso, avasallado por la revelación—. No puede...

—Pero lo es... —la mujer exhaló, esforzándose para no cruzar el borde de su sanidad—.Estoy viva. Siempre lo estuve. Y ahora que regresé, quiero hablar con nuestro hijo. Él merece saber todo lo que me pasó... merece saber todo lo que tú hiciste.

Con esas cortas palabras, el político presenció la total aniquilación de su mundo, de su fantasía. Todas las noches de angustia que había pasado en retumbante soledad, todos los años de penitencia que había atravesado, intentando expurgar sus vicios y pecados, intentando honrar la memoria de su amada, todo el sufrimiento que sintió al perderla, todo... había sido en vano.

¡Y su hijo! ¡Dios santo, cómo se sentiría su hijo! ¡Había crecido sin el amor de una madre! ¡Sin conocer el calor de su regazo! ¡Sin jamás oír su voz! ¡Sin contar con su apoyo o aprender de su reproche!...

—¿Papa*? — todas las cabezas giraron hacia André, quien estaba de pie en el umbral de la mansión, sujetando una llave aún atascada en el cerrojo de la puerta. La amenaza que Jean le había entregado por la tarde era verídica, en serio había invitado al joven a ser testigo de su pendencia. —Y ustedes... ¡los reconozco! ¡los vi en el Colonial! —él exclamó, soltando el instrumento de la cerradura y volteándose hacia el dúo, que en plena confrontación ni lo habían escuchado llegar—. ¿Quiénes son? ¿qué hacen aquí?

—Yo soy tu tío—. se apresuró en decir Jean, dejando su sombrero de copa arriba del sofá para extenderle la mano.

—Mi... ¿tío?

El muchacho retrocedió con cautela, examinándolo con recelo, tratando de deducir sus verdaderas intenciones.

—No me temas, no te haré nada. Lo juro. Lo que sea que tu padre te ha contado sobre mi es mentira —afirmó, apuntando con el dedo a Claude, quien todavía estaba arrodillado en el suelo, desconcertado e inmóvil —. A él le deberías tener miedo...

—No entiendo qué diablos está pasando aquí —admitió el joven, por completo confundido—. Si usted es mi tío, entonces... —se volteó a Elise—. ¿quién es usted?

La mujer sintió su sangre congelarse. Sus párpados se abrieron, aterrorizados y su labio inferior tembló, sin jamás dejarla hablar. Trató de hacerlo, pero no conseguía emitir un solo sonido; estaba plenamente anonadada.

—Tu madre —respondió el ministro, intentando levantarse—. Es... tu madre.

Nunca logró su cometido. Con un paso mal dado tambaleó hacia el lado, perdiendo su equilibrio, dignidad e imponencia. Cayó al piso inconsciente, por el impacto o por su estrés, nadie supo decir. Ambos Elise y André se apresuraron a ayudarlo, pero Jean no movió ni un pelo. Solo siguió sonriendo, apoyando ambas manos sobre su bastón mientras lo observaba.

¡Papa! —lo sacudió su hijo, asustado.

—Sigue vivo —la antigua dueña del Colonial aclaró, sintiendo su pulso—. Solo está desmayado. Dame tu abrigo, por favor.

—¿Por qué? —preguntó, pero hizo lo indicado.

Atento, el joven la continuó mirando mientras actuaba. La mujer empleó la levita como una almohada provisional para las piernas del desacordado. En seguida, sus ágiles dedos deshicieron el nudo de su corbata, abriendo su camisa, dándole un poco de aire a su sudado cuerpo. Con una breve, casi imperceptible hesitación, tomó su cabeza entre sus palmas y la llevó a su regazo. Revisó su pulso otra vez, solo para asegurarse de que seguía estable.

Su velocidad y eficiencia lo impresionaron. Estaba seguro que una dueña de casa común no se hubiera comportado con tanta calma. Y de a poco, él fue absorbiendo más detalles sobre su apariencia que solo hicieron sus dudas triplicar. Como las sutiles cicatrices que circulaban ambas muñecas —que supuso, fueron causadas por esposas—, o la manera en la que algunos huesos de su mano estaban desalineados, como si se hubieran fracturado y luego sanado de manera irregular.

En la distancia, su elegancia disfrazaba por completo a la historia registrada por su cuerpo. Su belleza indiscutible distraía a cualquier ciudadano común de su mirada penetrante, sabia y endurecida. Pero André no era un hombre cualquiera. Luego de mirarla a los ojos, supo de inmediato que había pasado por padecimientos terribles e inimaginables. Hay ciertos instintos en la vida que son fuertes e inexplicables; este fue uno de ellos.

—¿Así que eres mi madre?

—Sí... lo soy —ella respondió, apenas logrando encararlo.

—Todavía me cuesta creer... O sea, ¿cómo sigues viva?... ¿y dónde estuviste por todo este tiempo? —su curiosidad de autor sobrepasó cualquier incómodo o conmoción despertado por el descubrimiento.

—Te prometo que tengo una explicación para todas tus preguntas —ella sintió el cuerpo de Claude sacudirse bajo su agarre—. Solo escúchame, por favor... —alcanzó a rogar, antes de que el ministro abriera sus ojos, ya llorando.

—¿Elise?... ¿eres tú?

—Sí... —exhaló—. Soy yo.

Al escuchar la afirmación, el hombre no logró razonar. Simplemente se levantó con el resto de energía que le quedaba y la besó. Pensó que sería retribuido, que su iniciativa era anhelada, pero sus expectativas y creencias fueron destrozadas al instante, cuando la mujer deslizó una mano arriba de su pecho y se apartó, de golpe.

—Claude... detente.

—Lo siento Lis, lo siento tanto —balbuceó, ignorando su demarcación de espacio y su clara molestia, abrazándola de todas formas.

Sin saber qué hacer o decir, Elise miró hacia Jean con una mueca incierta, dejando claro que por su parte no existían ganas de responder a dicho afecto. El criminal en sí parecía estar igual o incluso más disgustado que ella, pero se esforzaba en mantenerse neutro, por el bien común. Lo que no podía evitar, sin embargo, era su semblante ponzoñoso, hostil, dotado de una mirada asesina que hasta a ella terminó intimidando. 

Cuando su hermano al fin apartó a sus sucias garras de su novia, él retomó el diálogo, elocuente:

—Es tiempo de que discutamos algunos... asuntos pendientes.

—¿De qué hablan? —André indagó, desconfiado.

Jean inclinó la cabeza a un lado, examinando con ira a su mayor némesis, que lo observaba con repudia desde el piso.

—Al fin sabrás quien es el verdadero señor Chassier.



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"Vengeance": "Venganza" en francés.

"Papa": "Papá" en francés.

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