Acto 3: Capítulo 5
Carcosa, 15 de marzo de 1912
Cuando Jean se despertó por la mañana, Elise ya no estaba en su cama. Mucho menos en su habitación.
Se levantó desesperado, agarró su bastón, caminó lo más rápido que podía hacia la puerta—gruñendo cada vez que su pie hinchado tocaba el suelo—, revisó todas las habitaciones del pasillo, todas las esquinas y sombras, pero no la encontró en ningún lado. Volvió a sus aposentos y revisó si había dejado alguna pertenencia atrás, sin hallar nada. De pronto, un pánico disparatado se apoderó de él. No podía perderla, no otra vez. No podía dejar que nada le pasara.
Bajó las escaleras corriendo, pese al escollo que estoy implicaba. Revisó la sala, revisó el comedor y fue entonces cuando la encontró, de pie al lado de la mesa, organizando el desayuno.
—Mira quién al fin despertó... —Elise lo saludó con cariño, desocupando sus manos para abrazarlo.
Aliviado, Jean recibió su afecto con gratitud. En seguida, apoyó todo su peso en su pierna sana, dejando la otra descansar. Aún le dolía, pero gracias al masaje que ella le había dado la noche anterior, los calambres habían parado. Bendita fuera aquella mujer.
—Buenos días —contestó al fin, más tranquilo.
—Lo siento por haberte dejado solo allá arriba, pero sabes que no me gusta dormir hasta tarde. —se excusó con un beso, apartándose para terminar de arreglar la mesa.
No soportando la lejanía, él caminó hacia ella, ayudándola con la tarea.
—Sí, lo sé... y no hay ningún problema.
Al terminar de traer los platos, levantó la mirada, y no pudo evitar ser hipnotizado por la belleza de su acompañante, quién aún se movía de un lado a otro, totalmente concentrada en sus quehaceres. Por la hora del día, tenía el cabello más desordenado que de costumbre, recogido con una cinta negra de seda. Sus ojos castaños todavía albergaban un leve cansancio matinal, pero estaban bien abiertos y atentos, pese a su mirada aletargada. Su ropa de dormir, que había él apreciado de reojo durante la noche, cubierta por una bata emblanquecida que le llegaba hasta los pies, moldeando su figura a la perfección, sin dejar nada comprometedor a la vista.
Jean siempre afirmaría que aquella visión doméstica y simple, le resultaba mucho más atrayente que cualquier cuadro ostentoso, maquillado y emperifollado, que cualquier desnudez excitante. Su hermosura lograba brillar de ambas formas, claro, pero había algo sobre su apariencia natural, algo desarreglada, casual, que lo fascinaba profundamente.
Una vista así era común para cualquier hombre casado de su edad, pero él, habiendo pasado décadas soltero, manteniendo sus sentimientos reprimidos dentro del cofre de su corazón, era un regalo divino.
—Te ves preciosa por las mañanas —dijo sin pensarlo, inclinando la cabeza a un lado, absorto por la vista.
—Tienes que verme cuando acabo de despertar, cambiarías de opinión en un segundo —ella se rio, juguetona.
—No, no lo haría.
—Mi aliento te convencería.
—No lo creo.
Enseguida, fue el momento de Elise de admirarlo, sorprendida por su expresión enamorada. Sus ojos verdes, iluminados por los rayos del sol, se veían más claros, de un color lima. Su cabello castaño, bien sacudido y despeinado, revelaba un centenar de canas, normalmente escondidas por los largos mechones superiores de su cabeza. Notó que arriba de sus orejas, la decoloración era mayor. Según lo comentado por varios integrantes de la familia Chassier, era algo normal en sus hombres, el problema de la canicie prematura.
—Me gusta tu cabello así —comentó en medio a sus observaciones, corriendo sus dedos por su pelo—. Ese toque de blanco y gris le cae bien.
—¿Tú crees? —él preguntó, derritiéndose bajo su toque, apreciando la atención.
—Sí... Te hace más atractivo.
—¿Y la barba? ¿No te gusta? —inquirió de buen humor, moviendo sus labios, jugando con su bigote.
—No está tan mal. —contestó, intentando no herir sus sentimientos. —Creo que puedo acostumbrarme a ella.
—¿No te gusta, cierto?... Puedes ser honesta.
Un minuto de hesitación.
—Lo siento, pero no. — no pudo evitar carcajear—. ¡Insisto, te hace ver más viejo de lo que eres!
—¿Y mis canas no?
—¡Tus canas te hacen ver maduro! ¡Tu barba te hace ver viejo!
—Tengo cuarenta y siete años cariño, ya estoy viejo.
—¡Estás en el auge de tu juventud!
—Mi espalda no parece concordar con ello —se rio, señalando a la mesa, al fin completa. Ambos se sentaron en uno de sus rincones y empezaron a devorar el desayuno, hambrientos—. Mi juventud parece haberse ido hace mucho tiempo... me siento un anciano.
—Bueno, si te soy sincera, tampoco logro mantener el mismo nivel de energía de antes. Es imposible —se metió un trozo de pan a la boca—. Aun así, lo intento. No quiero volverme una típica dueña de casa Carcoseña, contenta con estar sentada en su sala de estar, tejiendo todo el día, sin salir a pasear, a trabajar, a ver el mundo...
—Lo sé... y jamás lo será. Eres una mujer dinámica, no te gusta estar quieta —contestó, limpiándose la boca con un pañuelo—. Siempre admiré eso en ti.
—¿En serio? —bebió un poco de jugo—. Pero mirando en retrospectiva, ¿no crees que era muy ansiosa? ¿Muy energética?
—Oh, definitivamente sí. Pero eso no es algo malo, para nada.
—¿No?
—Claro que no.
—Creo que eso es lo que piensas tú... Recuerdo que a muchos otros hombres les incomodaba mi ritmo acelerado y mandón.
—Primero que todo, quieres decir responsable y ordenada. Segundo, esos hombres claramente no tienen el mismo buen gusto que yo —respondió, compartiendo una sonrisa coqueta con Elise, quién apenas se rio y siguió conversando por algunos minutos más. De pronto, Jean miró alrededor, buscando algo, o mejor, a alguien—. ¿Dónde está mi empleada favorita y por qué aún no ha aparecido a desayunar?
—¿Lilian? —preguntó, sirviéndose un pedazo de torta—. Está durmiendo. Tenía un dolor de cabeza terrible ayer, así que le dije que tomara un descanso; yo serviría el desayuno y pondría el almuerzo en marcha.
—¿Está bien?
—Sí, sí... fui a su habitación a verla unos minutos atrás y dijo que en un par de horas se sentiría mejor —se le acercó—. Puede sonar algo cruel, pero me alegra que se sienta indispuesta. Hace tiempo que quería volver a cocinar, a solas.
—Lo sé. Pero tu tedio no durará mucho tiempo, te lo prometo.
—¿A qué te refieres?
—Solo espera —Jean sonrió y se levantó de la silla, estirando la espalda con un bostezo flojo.
—¿Qué vas a hacer?
—Voy a cambiarme de ropa, tengo que ir a trabajar. En seguida vuelvo...
—No, quiero saber a qué te refieres cuando dices que mi aburrimiento se acabará pronto.
—Relájate, en breve sabrás de qué estoy hablando —afirmó, camastrón.
Se dio la vuelta, subió las escaleras y se fue a vestir —o mejor, a disfrazar—, para enfrentar un nuevo día como Muriel Walbridge, el secretario del fallecido primer ministro. Mientras tanto, abajo, su amada cuestionaba las verdaderas intenciones detrás de sus palabras, confundida sobre su significado, curiosa por las expectativas que traían. Solo esperaba, con todo su corazón, que él no estuviera planeando nada muy maldadoso.
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Cuando Claude llegó a la entrada de la sede del gobierno, observó con una mirada desencantada la enorme masa de trabajadores que ingresaba a sus confines. Se imaginó a la muchedumbre apresurada cruzando los pasillos que llevaban al fondo de Las Oficinas, donde otro enorme edificio de cuatro pisos, lleno de mesas, papeleo y escritorios, se anexaba. La mayoría de los empleados de ese sector eran empresarios y abogados, pero también trabajaban ahí tipógrafos, periodistas y algunos miembros de la policía, lo que hacía que las subdivisiones del gobierno de la ciudad parecieran aún más complicadas de lo que en verdad eran.
La sede del gobierno poseía dos partes: al frente el Complejo General de Ministerios —donde Claude trabajaba— divididos en los bloques, A y B; atrás el buró, dividido en las secciones de publicidad, investigaciones, operaciones y comunidad.
La sección de publicidad se encargaba del control periodístico y del intercambio de información con el pueblo. La sección de investigaciones era la encargada de mantener el orden nacional e internacional, con el apoyo del ejército y de la marina. La de operaciones, complementaba la de investigaciones, en el sentido armamentístico y de logística. Y la de comunidad, se basaba en la mejoría de la ciudad, de la cultura, turismo, pesca, minería, agricultura, etcétera.
El buró había surgido de una necesidad de expandir el espacio físico de las antiguas Oficinas —siempre amontonadas y calurosas—, pero no era una entidad separada; todas las construcciones eran dependientes una de la otra.
Lo que no había pensado el arquitecto, a la hora de organizar su plano, fue en construir una entrada especial para el nuevo edificio del buró y sus funcionarios. Lo que hacía que, todas las mañanas, la puerta principal —ubicada en el Complejo General de Ministerios— se convirtiera en un hormiguero humano. Claude, siendo tan claustrofóbico como era, se veía obligado a esperar a que la enorme concentración se disipara, para así al fin llegar a su despacho. Una hora completa podía pasar hasta que esto sucediera.
—Buenos días, señor Chassier.
Él identificó la voz de inmediato. Sus pelos se erizaron, su mente se fue a blanco. De pronto, le costaba respirar.
—Buenos días, señor Walbridge —respondió con una actitud flemática, pese a estar aterrorizado por dentro.
En un imprevisto instante, Walbridge se aproximó a su oído, susurrando como un alma en pena:
—Quiero que leas esto, Claude —le entregó un pequeño sobre, al que agarró con manos temblorosas—. Encuéntrame en el Colonial a la hora del almuerzo. No traigas a nadie.
El individuo se alejó con un último respiro y una sonrisa macabra, similar a la de un perro listo para el ataque, dejándolo en un angustiante estado de confusión.
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—Marcus —lo llamó desde la puerta de su despacho el ministro de justicia.
El jefe del departamento de policía trabajaba en la sección de investigaciones, en el segundo piso del buró. Su escritorio estaba al final del salón, en una habitación separada de los demás funcionarios, que trabajaban en cubículos individuales.
—¿Claude? ¿Tú aquí tan temprano? —el anciano cuestionó, por un minuto desviando la vista de los papeles que revisaba—. ¿Qué ocurrió?
—¿Por qué hablaste con mi hijo? ¿Por qué lo buscaste? —entró al cuarto, cerrando la puerta.
—Yo no lo busqué... él me buscó a mí —dijo sin prestarle mucha atención, firmando algunas líneas.
—¿Qué?
Marcus lo miró nuevamente, absorbiendo por primera vez su lamentable cara de resaca. Con actitud parental, apuntó hacia la silla paralela a su mesa. El ministro cayó sobre ella con un leve gemido, derrengado y dolorido. Mientras él se quejaba, el viejo policía se tomó su tiempo en mover algunas hojas alrededor, ordenándolas con velocidad sobre una alta pila de documentos a su derecha, antes de empezar a revisar los de la izquierda.
—Tu hijo me buscó ayer, preguntándome por qué lo estabas ignorando. No sabía qué responderle, así que solo le dije que te diera un tiempo, que dejara de cuestionarte y que tuviera cuidado con su tío —se explicó, añadiendo un sello del Departamento de Seguridad Nacional a una carta—. Eso fue todo.
—Sí, pero ahora él piensa que yo no le digo nada porque le tengo miedo a mi pasado —Claude lo confrontó, inclinándose hacia adelante con enojo.
Marcus dejó de escribir y se acomodó el monóculo de lectura.
—¿Y no es esa la verdad? —indagó, con un tono tan tranquilo, que hasta pareció sarcástico—. ¿Acaso no tienes miedo de ver lo que tus acciones ocasionaron? ¿Acaso no te arrepientes de nada?
—Me arrepiento de muchas cosas, pero... No les tengo miedo a mis acciones... ¿O sí?
—Esa pregunta te la tienes que hacer tú mismo, me temo.
Y con eso volvió a bajar la mirada, concentrándose en leer algún tipo de contrato que tenía entre las manos. El ministro permaneció en silencio por unos minutos, solo apreciando lo quieta que era su sala.
—Tengo que hacerlo, ¿no? —el ministro se preguntó en voz alta, tragando saliva—. Tengo que decirle la verdad.
—Deberías —concordó, apartando otra pila de documentos—. Deberías...
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—¡Claude Chassier! —exclamó "Walbridge", al verlo descender de la cabina de su automóvil—. Me alegra que haya aparecido...
—Terminemos con esto de una vez —lo interrumpió el político, corto de paciencia.
—¡Ooof!... alguien ha tenido una mala mañana.
—No... no una mala mañana. Unas malas dos décadas.
—Me pregunto quién fue responsable por eso —Jean sonrió, más falso que la barba postiza que llevaba sobre el rostro—. Oh, claro... Fuiste tú.
Perdiendo todo tipo de compostura, su hermano lo agarró del cuello y lo lanzó en contra de la pared, mientras los transeúntes se juntaban para ver de cerca la pelea.
—No te olvides... de los periodistas—remarcó envoz baja, y fue suelto con reluctancia—. Tenga cuidado, monsieur Chassier. Usted está en una situación muy delicada y un movimiento en falso podríaterminar de arruinar su reputación en esta ciudad. O peor, la desleal relación que tiene con su hijo.
—¡NO TE ACERQUES A MI HIJO! —rugió Claude, volviendo a ahorcarlo, enrojecido por su odio y su temor.
—Su reputación... —murmuró el otro, con actitud canalla. Las personas que estaban frente al Colonial miraban al ministro como si fuera una atracción de circo y con un graznido enojado él se apartó, dejando que su acompañante se arreglara la corbata—. Vayamos adentro, ¿sí?
—Bien —aceptó, sin otra alternativa—. Acabemos de vez con esto.
Entraron al restaurante sin ninguna otra palabra y se dirigieron a las antiguas mesas de vidrio que estaban al fondo. Tomaron asiento. Se miraron como dos quiltros a punto de morderse y arrancarse el pellejo ajeno.
—Sardinas guisadas para mí, por favor —le respondió el ministro al mesero que los atendió.
—Y para mí un atún asado. Traiga también pebre y la champaña más cara que tenga —ordenó el otro, poniéndose una servilleta por encima de la camisa, como todo un fanfarrón.
Claude observó a su hermano con una mirada asesina. Tenía una barba falsa atada a la cara con un cordel negro, el cual desaparecía en medio a su castaña y canosa melena. El ítem podría ser excusado con facilidad por una prótesis, ya que muchos veteranos del ejército usaban el método para disfrazar a sus heridas faciales, pero era obvio que, en aquel caso, la única meta era que nadie lo reconociera. Sus ojos verdes habían perdido la inocencia de antes, ahora eran impregnados con maldad, rencor e ira. Estaba visiblemente más musculoso de lo que solía ser, pese a su debilitante cojera. Pero, fijándose en los peculiares materiales de su bastón, dudaba mucho que se sintiera indefenso por la lesión. El objeto fácilmente podría servirle de garrote.
—¿Analizando el producto de tus acciones? —lo desconcentró el criminal, mascando un pedazo de atún.
Sus platos habían llegado y Claude ni se percató de ello.
—Entonces sí eres tú —murmuró y sacudió la cabeza, incrédulo—. ¿Cómo?...
—Te diré lo mismo que te dije en esa iglesia. Cuando le mientes a personas que quieren ser engañadas, ellas mismas te acaban ayudando a concretar la mentira...
—¿Qué quieres decir con eso?
Jean se rio, divirtiéndose con su frustración.
—Solo coma, señor Chassier. Su comida se enfriará.
—Dime —volvió a exigir el otro, aumentando el desespero en su voz.
—El atún está excelente —lo ignoró con templanza, mientras bebía un sorbo de champaña.
—¡DIME! —explotó el ministro, golpeando la mesa con las palmas extendidas, usando sus brazos como soporte para levantarse.
—Su reputación, monsieur Chassier...
—¡No me interesa mi maldita reputación, ya la arruiné hace tiempo! ¡Dime cómo lo hiciste! —rugió, mientras Jean se apoyaba en el respaldo de su silla, jactancioso.
—Hagamos esto, ¿sí? —ofreció, abriendo su billetera y dejando el dinero al lado de su plato—. Ya que quieres tanto saber cómo estoy vivo, iré a tu casa hoy por la noche y te contaré todo. Desde el detalle más insignificante, al más complejo y delicado. Todo —se paró sobre sus pies y miró a su hermano menor a los ojos, estremeciéndolo hasta la médula—. Aunque recomiendo que te prepares, porque tu hijo también vendrá y no le agradará ni un poco oír lo que me hiciste...
En cuestión de segundos —tan rápido que Jean no logró esquivarlo— Claude elevó su puño y lo estrelló en contra de su cara. En vez de gritar con el dolor, él soltó una carcajada histérica, sintiendo un gozo tremendo al ver la sangre gotear por piel y ropa. En seguida, un nuevo mesero apareció y lo levantó del suelo.
—¡NO TE ACERQUES A ANDRÉ! ¡¿ME OYES?! ¡¡¡QUÉDATE BIEN LEJOS DE ÉL!!!
—Monsieur, ¿está bien? —el mozo le preguntó al herido al mismo tiempo que otro empleado sujetaba a Claude y lo impedía de darle una paliza a su oponente.
—Sí... Yo el ilustrísimo solo tuvimos un pequeño mal entendido —el criminal en cuestión sonrió, tomando un pañuelo de su bolsillo y apretándolo en contra de su nariz.
El ministro se soltó a fuerza del agarre del mesero y recogió su bastón, caído sobre el suelo.
—Lo veo por la noche... Mister Walbridge.
Sin mirar atrás, salió del restaurante iracundo, con el orgullo herido por la pelea, por su estado físico y por la nube negra de pesimismo que flotaba sobre su cabeza. Mientras tanto, Jean se volvía a sentar en la mesa, dispuesto a terminar su almuerzo, aún cubierto de sangre. En aquel momento, no lograba sentir nada más que júbilo. Su hermano iba a pagar por todos sus pecados aquella noche. La justicia al fin sería hecha.
—¿Alguien me puede traer una botella nueva de champagne, por favor? Creo que el ministro Chassier acabó destrozando la mía con su pequeño berrinche —bromeó y vio a los meseros sonreír, antes de asentir con la cabeza y caminar de vuelta a la cocina.
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*"Pebre": Salsa del tipo adobo que puede contener tomate, cilantro, cebolla, ají, pimienta y varios otros condimentos.
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