Acto 3: Capítulo 3
Tal como lo habían combinado, después de llevarla a conocer las plantaciones de artemisia, la distribuidora de licores, el "arsenal", y un orfanato construido y mantenido por la Hermandad, Jean había traído Elise de vuelta al centro de Carcosa, para que visitaran su antiguo restaurante —que aún después de veintitrés años de lucha y tambaleo financieros, seguía elegante, popular y bien cuidado—.
—No puedo creer que siga abierto —la dama se rio, pasmada, observando sus alrededores con nostálgico asombro.
—Pues créelo. Y la nueva dueña es una señorita muy educada, buena para los negocios —él afirmó, caminando hacia una mesa de madera, cercana a las escaleras—. Mademoiselle Lavoie te caerá muy bien, te lo aseguro.
Ambos se sentaron con un exhalo, agotados.
—¿Y qué le ocurrió a la banda? —ella preguntó luego de un segundo de descanso, al notar la ausencia del palco.
—Según lo pude descubrir, Demian... —se detuvo, quitándose el sombrero—. Falleció hace algunos años, en un espantoso incendio que ocurrió en su casa.
—No tenía idea —contestó con tristeza—. Es una pena... ¿y Xavier? ¿Los demás?
—Yo y él nos reencontramos años atrás —Jean dijo con una pequeña sonrisa—. Pero la última vez que nos vimos en persona fue hace algunos meses, cuando viajé a Merchant para resolver unos asuntos de la Hermandad, y para atender a su boda.
—¿Se casó?
Él asintió.
—Con una señora llamada Nora Wheltz. Ahora vive en el sur junto a sus dos hijas. Es muy feliz, tiene su propia casa, sigue trabajando como pianista... —pausó, viendo el mozo acercarse—. Pero confieso que no tengo ni idea de dónde estarán los demás.
Elise recibió las noticias con una expresión entristecida, pero resignada. Sentía cierta pena por haber perdido contacto con sus antiguos funcionarios, pero sabía que su desaparición del lugar era algo natural; dos décadas se habían traspasado desde la última vez que había pisado en aquel restaurante. Muchas cosas habían cambiado desde entonces.
Mientras Jean se encargaba de conversar con el mozo, ella miró a sus alrededores con nostalgia, feliz de haber regresado, aunque fuera como una cliente más. No negaría que haber perdido la propiedad del lugar la incomodaba, pero saber que estaba siendo administrado por una aliada directa de su novio hacía el dolor ser menos intenso, menos cruel.
Sin querer incomodar su profunda meditación, el hombre en cuestión decidió ocuparse personalmente de la elección de su almuerzo. Eligió el que solía ser su plato favorito —una sopa de mariscos acompañada de pirón* de camarón—, y para sí mismo, un simple filete de carne de res y arroz. Decidió ser más ostentoso al seleccionar el vino, comprando el más caro de toda la carta, un pinot noir importado de Francia.
—No tengo sobre que reclamar con respecto a la comida —la mujer rompió su silencio al probar un poco de la sopa, preparándose para comer un camarón el doble del tamaño de su pulgar—. Está muy bien sazonada, cocida, preparada... Se nota que fue hecha con dedicación y con cariño.
—Deberías probar este filete, esto sí que está divino —le cortó un pedazo de la carne, ofreciéndole su tenedor.
Dejando cualquier noción de refinamiento o etiqueta a un lado, ella aceptó la proposición, llevando el cubierto a su boca, por poco gimiendo de deleite.
—Tienes toda la razón, está perfecto —enseguida cambió su plato por el de Jean, haciéndolo reír con los ojos, expresando una liviandad atípica. Lo devolvió un instante después, poniéndole un punto final a su chiste, pero a juzgar por lo alegre que estaba, no creía que él se hubiera importado con un intercambio permanente.
Luego de la interacción, pasaron el resto de su almuerzo conversando sobre temas absurdos, llenos de humor y sarcasmo, intentando no caer en la tristeza que a todo tiempo los acechaba. Contaron historias sobre los veintitrés años que habían pasado separados —una más increíble e inesperada que la otra—. Jean explicó cómo pasó de ser un convicto inocente a ser el líder de la organización criminal más grande del país. Elise, le habló sobre su estadía en la prisión de Isla Negra, su escape, cómo se adhirió a otra organización criminal prominente en la nación —Las Asesinas de Merchant— y, por último, cómo logró regresar a Carcosa luego de tantos años en el sur.
Mientras su acompañante relataba cómo había cruzado los bosques sureños solo con una bolsa llena de provisiones y un caballo robado, él escuchó una voz bastante familiar a pocos metros de distancia. Sin que ella se diera cuenta —estaba muy ocupada reclamando del terrible frío que había experimentado en su viaje— bajó su copa y miró alrededor. Pronto se percató que la dueña del restaurante, Victorie, había llegado... Pero venía acompañada de alguien más.
—Elise, tenemos que irnos —afirmó, rápidamente limpiándose la boca con un pañuelo.
—¿Por qué? —detuvo su relato y preguntó, mientras la chica se acercaba a su ubicación.
—Hagas lo que hagas, no mires hacia atrás —él ordenó, pero siendo tan terca como siempre era, ella no lo obedeció.
Cambió su vista de dirección y lanzó sus ojos hacia atrás, volteándose. Vestido con un traje negro y una bufanda gris, estaba André-Jacques Chassier, parado como una estatua al lado de una doncella de cabello negro y ojos castaños – que asumió – debía ser su novia.
—¿Es... mi hijo? —murmuró para sí misma Elise, llevando una de sus manos a la boca en un intento de contener su conmoción.
André no era tan atlético como Claude, pero similar en tamaño, tal vez un poco más alto. Sus rasgos faciales, no obstante, eran idénticos. La nariz romana y la ceja inquisitiva de los Chassier se había traspasado a una generación más. Las únicas dos características que había heredado de su madre eran sus ojos y cabello castaño.
—Elise... —la trajo a la realidad Jean, con una voz preocupada.
Ella se volvió a girar y lo encaró, paralizada de miedo. Con una sola mirada le dijo todo lo que necesitaba saber. No estaba lista para confrontar a su hijo, aún no.
—Vámonos —él dijo, levantándose de la silla, dejando el dinero de la cuenta sobre la mesa.
En pleno escape, el destino volvió a interceder en su vida con crueldad. Desesperada por huir del lugar, Elise terminó chocando con André —quien se estaba volteando para llamar el mozo—. Ambos se miraron por unos segundos, perplejos.
—Lo siento, madame —el joven la ayudó a enderezarse de inmediato—. ¿Está usted bien?
—Sí... Lo estoy —ella afirmó, llorosa, sintiendo Jean acercarse por detrás.
—Elise, vámonos —la tomó de la mano—. Gracias—le dijo con brevedad a su confundido sobrino, antes de escabullirse a la calle.
Adentro, el escritor permaneció quieto, meditabundo. El rostro de la mujer con la que había colisionado le resultaba bastante familiar. No ayudaba que su fisionomía fuera idéntica a la descripción entregada por su padre sobre su fallecida madre. Parecía también tener la misma edad... ¡Y nombre! ¡Ambas compartían el mismo nombre!
—Victorie... ¿escuchaste lo mismo que yo? ¿esa señora se llamaba Elise? —André le preguntó a la muchacha, ligeramente perturbado.
—Sí... ¿por?
—Nada... Espérame aquí —sus ojos se abrieron como los de un lémur asustado—. ¡Ya vuelvo!...
—¿Adónde vas?... —el muchacho no alcanzó a oír el resto de sus indagaciones. Salió del establecimiento con apuro.
—¡Espere! —gritó André, antes de mirar a ambos lados de la calle, frustrado. No encontró a la pareja que buscaba por ningún lado—. No puede ser—se dijo a sí mismo, escuchando los crecientes pasos de su acompañante a su espalda, caminando hacia sí con vibrante desasosiego—. Debo estar loco.
Él no la veía, pero en la esquina, escondida en la entrada de un edificio de tres pisos, Elise se descomponía. Sus lágrimas disputaban carreras en su cara, sus dos manos sujetaban con fuerza a su cabeza. Se sentó en la pequeña escalera que daba hacia la entrada de la recepción y se deshizo como un trozo de papel en la lluvia.
—Cariño, no tenía idea de que esto pasaría —el criminal murmuró, sentándose con dificultad a su lado. Se sacó el sombrero y lo dejó arriba de su rodilla, mientras su mano izquierda, inquieta, jugaba con su bastón—. Lo siento—reafirmó, en un intento de calmarla.
—No f-fue tu culpa... —contestó entre sollozos—. No podías a-adivinar que él estaría a-allí.
—Pero debería haberlo hecho, porque, por lo que vi recién, tu hijo está cortejando a mademoiselle Lavoie... y al parecer, la historia se repite. Un artista se enamora de la dueña del Colonial —comentó, antes de inclinarse a un lado y abrazarla, percatándose de la incrementada fuerza de sus sollozos—. Hey... respira hondo. No estás sola, tu hijo está bien. Lo verás otra vez. Así que respira hondo mi amor, respira hondo... — él ojeó sus cercanías con recelo. Para la suerte de ambos, la esquina en la que se encontraban estaba vacía, nadie vendría a molestarlos, ni a juzgarlos con la mirada—. Elise... hoy por la noche lo verás otra vez —afirmó—. Hoy él va a saber quién eres y por qué tuviste que irte.
—No me perdonará... —dijo con voz frágil, mientras se agarraba a su traje con sumo desespero.
—Puede que no te perdone, pero te entenderá.
—Prométemelo —imploró, abriendo los ojos—. Prométeme que él lo va a entender.
—Lo hará Elise, lo hará —contestó, apoyando su barbilla contra la cabeza de su novia—. Ahora vámonos... Ven.
Al intentar levantarse sin alejarse de su amada, su maldita pierna le mandó un puntazo que lo cruzó como un rayo, de pies a cabeza. Dada la naturaleza imprevista de su lesión, no logró contenerse. Emitió un violento gruñido de dolor, que no pasó desapercibido. Volvió a sentarse en el peldaño, sin fuerzas para moverse.
—¿Estás bien? —ella le preguntó, limpiándose la cara con rapidez, preocupada por su mueca quejumbrosa.
—Sí... —balbuceó, pese a reconocer que sentía más dolor de lo normal.
—¿Seguro?
Jean respiró hondo, emocionado por el cariño en sus palabras. Le sorprendía ver que, aunque ella misma estuviera sufriendo y llorando, se sentía más interesada por el bienestar ajeno que el suyo. Poseía un nivel de altruismo que él solo soñaba con tener.
—Sí... Lo estoy —respondió, reuniendo sus fuerzas y levantándose al fin junto a la dama, que no le quitó los ojos de encima por siquiera un instante—. Caminemos al auto —apuntó a la calle trasera del restaurante, dónde lo había aparcado.
La calle Pompadour —o Rue Pompadour, dependiendo de quien la mencionara—, poseía un terreno bastante irregular, adoquinado en ciertas áreas, cubierto de tierra en otras. Desde esa calle, el barrio francés se dividía en dos: la parte rica, poblada en su mayoría por los funcionarios de Las Oficinas, Banco Nacional y del ejército; la pobre, habitada por los cocineros, artesanos y empleados de segunda categoría, como eran considerados los cocheros, los obreros, o las mucamas de Carcosa. Sus edificios en su mayoría eran viejos, desgastados, vestigios de la época Colonial. Ahora, su belleza y glamour se veían ofuscadas por la mundana sombra de hilos tendederos y el ladrido de perros mestizos.
—¿Estás seguro que estás bien? —volvió a preguntar Elise, viendo su pronunciada cojera empeorar.
—Sí, sí... solo dame un minuto —se detuvo al lado de un árbol, luego de dar unos pocos pasos.
Se sentó arriba del murete que lo protegía, agotado. Al remover su peso de encima de sus huesos, fue masacrado por otra ola de dolor, que por poco lo hizo gritar.
—Jean, déjame ver tu pierna —ella ordenó al observar su expresión agonizante, arrodillándose a su frente para auxiliarlo.
—¡NO! —se defendió, obligándola a apartar sus manos—. ¡No la toques!
—Mi amor, sé que te duele, pero tengo que ver si tu musculo está inflamado... A lo mejor hiciste algún movimiento que no debías y te lastimarte, solo quiero ayudarte...
—¡No, por favor!... por favor —respondió, caviloso.
—Jean...
—No —insistió —. No quiero que la veas.
—¿Por qué? —cuestionó, levantándose del suelo—. ¿Qué te pasa?
—Nada —contestó, con el pulso acelerado y la cabeza girando—. No me pasa nada.
Intentó levantarse de nuevo, pero su pierna volvió a torturarlo. De esta vez, no pudo evitar maldecir. El dolor que sentía era insoportable.
—No creo que eso sea nada —ella refutó, afligida—. Pero bien, si no quieres que vea tu pierna, al menos déjame llevarte hasta el automóvil...
—¡Estoy bien!
—¡No, no lo estás! —rugió, perdiendo la paciencia—. ¡Ahora, hazme caso y déjame llevarte al maldito automóvil, o te dejo aquí solo!
Jean la miró, asustado por su furia. Sabía, solo por su entonación, que no estaba exagerando en sus amenazas.
—Bien. Tú ganas —contestó, terco, apoyando su peso entre el torso de su amada y su bastón.
No lo admitiría jamás, pero aquella ayuda de verdad sirvió para amenizar su incómodo. Cuando llegaron al vehículo, Elise lo ayudó a entrar al asiento del pasajero, tomó una fina manivela de metal que residía debajo de la silla del conductor, y se dirigió hacia delante del capó, mientras él chequeaba si todo estaba bien adentro de la cabina. Con una agilidad sublime, se agachó frente a la máquina, encajó la manivela, y sujetando una mano en la carcasa, la giró con fuerza bruta, encendiendo el motor —una acción complicada hasta para el más fornido de los hombres—. Cuando regresó a su lado, ocupando el puesto de conductora, él alzó las cejas, impresionado por la fluidez de sus movimientos.
—¿Qué haces?
—Aprendí a manejar uno de estos hace un par de años —explicó, cerrando la puerta—. Debo admitir que fue bastante divertido.
—¿Y de dónde sacaste la fuerza para encender el motor?
—Ya no soy la misma muchacha debilucha de hace años —respondió con una sonrisa orgullosa, moviendo una palanca que surgía del piso—. Te irás dando cuenta de ello con el pasar del tiempo —usando el acelerador que residía atrás del volante, Elise puso el automóvil en marcha. Por su parte, el jefe de los Ladrones solo se rio y se ajustó en su asiento, pasando los siguientes minutos observando las calles que atravesaban con una mirada cansada, dolorida—. Jean... ¿te puedo preguntar algo? —ella volvió a romper el silencio, llamándolo de vuelta a la realidad.
—Sí, claro.
—¿Ya has ido a que te revisen esa pierna? —lo ojeó por un instante, antes de volver a mirar adelante.
—Una vez, sí... Pero el doctor dijo que no había nada por hacer. La herida fue muy grande, el impacto fue demasiado grave. Esta lesión no hay como sanar. Ya tuve suerte de no perder la pierna... de no perder la vida...
—¿Y hace cuánto tiempo fue eso?
—¿Por qué quieres saber?
—¿Curiosidad, tal vez? —murmuró, mientras su acompañante arrugaba el entrecejo, pensando críticamente en su respuesta.
—No lo sé... —se detuvo—. ¿Unos diez años?
—¿Diez años? —repitió—. ¡¿Diez años?! ¡Jean, eso fue a inicio de siglo! ¡Con los avances de la medicina desde entonces, estoy segura que algo se puede hacer para ayudarte!... ¿Acaso no has oído sobre los estudios con Rayos X que están haciendo en el Hospital Privado? ¡Lograron salvar la vida de un policía que fue disparado en la cabeza!... Si los doctores lograron hacer algo así de milagroso con la tecnología que tienen ahora, estoy segura que pueden encontrar algún tratamiento o medicación que disminuya el dolor que sientes.
— Lo sé... Sé que podrían—soltó un suspiro—. Pero para serte honesto no quiero ver a ningún otro médico en mi vida, no si lo puedo evitar. Les tengo repugna.
—¿Por qué? —preguntó la mujer, subiendo la ladera que llevaba a la mansión.
Él se palideció, adoptando una apariencia casi enfermiza.
—Llegamos —decidió ignorarla por completo, huyendo de la conversación con poca sutileza—. Llamaré a Adolph para que se encargue del auto...
—¡Jean-Luc Chassier, no te irás a ningún lado! —lo regañó, agarrándolo de la manga de su abrigo antes de que pudiera abandonar la cabina.
—¿De verdad me quieres obligar a que te diga?
—Tú sabes que no quiero hacerlo, pero esto es serio —se excusó, preocupada, mientras él seguía sin hablar—. ¿Y bien? ¿Por qué le tienes tanto miedo a los doctores?
—¿Por qué quieres seguir hablando sobre esto?
—¡Porque tu salud está en juego! ¡No deberías tener que estar agonizando de dolor noche y día!
—¡¿Y crees que a mí me gusta?!
—¡Nunca dije eso! —alzó un dedo al aire, deteniendo su drama antes que empezara.
—¡No hay nada que se pueda hacer! —él alegó, sacudiendo la cabeza—. ¡¿Para qué voy a ir a una consulta, si ya sé cómo terminará?!
—¿Y cómo sabes cómo terminaría, si no has ido a una en diez años? —Elise no logró contener su sarcasmo.
Jean bufó, pero no tuvo el coraje o la perspicacia suficiente para darle una buena respuesta.
—No le tengo miedo a nadie, no voy a ir a un médico, y este asunto se termina aquí. —abrió en vano la puerta del vehículo, que en segundos fue cerrada por su insistente novia.
—¡Casi me matas en esa calle por intentar ayudarte, por tratar de revisar tu pierna! ¡Es obvio que a algo le tienes miedo! ¡Y no voy a sentarme a tu lado viéndote agonizar en vano por un segundo más! ¡No haré vista gorda a tu sufrimiento!
—... No digas eso —él murmuró, con voz casi imperceptible.
—¿Digas qué? —la dama indagó con cierta irritación, sin entender la gravedad de su acusación, pensando que su tono mortecino se debía meramente a su cobardía.
Ante sus palabras él miró hacia abajo, taciturno. Se mantuvo así por algunos minutos, observando sus brillantes zapatos de cuero como si tuvieran la respuesta del origen del universo. Tan concentrado y absorto en sus pensamientos estaba, que hasta logró torcer la incredulidad original de Elise, dejándola más preocupada que desconfiada. Abrió la boca un par de veces, moviéndola sin emitir sonido alguno. En lo que debió ser el tercer o cuarto intento, en una mínima ráfaga de aire emitida por sus labios, enunció la respuesta que ella tanto aguarda.
—No digas... Que casi te mato —abrió la puerta del automóvil por tercera vez, saliendo al mundo exterior con hombros hundidos, su rostro atormentado por una culpa que ni siquiera le correspondía.
En aquella ocasión, su acompañante no tuvo el coraje de detenerlo. Se quedó pegada a su asiento, paralizada por el pánico, mortificada por la imbecilidad de sus propias palabras. Tan solo alrededor del tercer o cuarto minuto de silencio, logró despabilar.
—Diablos —su primer instinto fue maldecirse a sí misma, el segundo fue salir del vehículo y correr hacia su amado—. ¡JEAN!
Aunque intentara escapar de la confrontación, él sabía que no podía. Su propiedad era enorme, su velocidad era baja, sus fuerzas, casi inexistentes. Tan solo quería poder huir y esconderse en el rincón más oscuro y perdido de la tierra, pero gracias a la raíz de sus problemas, su maldita, lisiada, inútil pierna, no podía, se veía atrapado por su condición. Y Elise no solo lo sabía, también estaba determinada a aprovecharse de su desventaja.
—Lo siento, de verdad lo siento —ella imploró, jadeante, acercándose con notorio remordimiento—. ¿Jean?
Él siguió caminando, intentando ignorar la arrepentida voz de su musa, que lo invitaba a enfrentarla.
—Jean... Por favor, mírame.
Con todas las fibras de su ser intentó mantenerse firme a sus ideales, a no ceder a la tentación de voltearse y hacer lo comedido. Pero no podía correr, no podía alejarse; diablos, su voz era demasiado cautivante, desde el inicio sabía que no lograría resistir a sus plegarias.
—¡NO FUI YO! —rugió, girándose, lanzando su bastón con violencia al suelo. Ella dio un salto hacia atrás y cerró los ojos, sorprendida. En su cabeza, invocó un lamento que su boca no fue capaz de formular—. ¿Sabes cuánto tiempo pasé diciendo eso una y otra vez? —él preguntó en absoluta agonía—. ¡¿Sabes por cuánto tiempo me hicieron creer que lo había hecho?! ¡¿Qué te había matado?!
Le daba pena verlo tan herido, tan desesperado. En especial sabiendo que su culpa y sufrimiento provenía de un crimen que jamás cometió.
—Lo siento —volvió a decir, pues en este punto ya no sabía qué más podría hacer—. Lo siento... Por todo.
Jean subió la vista, desequilibrado. Sus ojos, antes bellas esmeraldas, ahora parecían rubíes. Gruesas y pesadas lágrimas corrían por el lado derecho de su cara, haciendo trazos incoherentes por su piel. Respiró hondo y se enderezó la espalda, tratando de reunir lo que le sobraba de dignidad. Cuando intentó agacharse y recuperar su bastón, otra puntada le llegó a la pierna, haciendo que sus nervios se hirvieran y que su cuerpo se estremeciera. Para su buena suerte, Elise actuó rápido y lo sujetó antes de que se cayera al suelo.
—Te tengo, te tengo —murmuró la mujer, ayudándolo a recobrar el equilibrio. En seguida se agachó y tomó el bastón entre sus dedos, ofreciéndole al hombre con cariño—. Ten.
—Gra... gracias —balbuceó, volviendo a sujetarlo.
Antes de que pudiera escabullirse otra vez, ella lo abrazó, soltando una pequeña colección de palabras reafirmantes en su oído.
—Tú no lo hiciste. Sé que no te acuerdas de lo que ocurrió, porque mi padre parece haber hecho un excelente trabajo lavándote el cerebro, pero Jean, te lo prometo... tú no lo hiciste. Eras inocente. Yo estoy viva, estoy aquí, y no me iré a ningún lado.
A él ciertamente le costó trabajo razonar sus palabras. Años de encierro, tortura y miseria no serían borrados de su mente en un pestañear de ojos. Pero su presencia sin duda lo ayudó a concentrarse en el presente, donde ninguna de las tétricas sombras de su pasado sería capaces de encontrarlo.
—Gracias —balbuceó otra vez, apoyando su rostro en contra de su hombro, escondiéndose del mundo entre sus brazos.
—De nada —respondió, sujetándolo con firmeza. Tenía que dejar claro que estaba allí con él, que todo era real, y que no estaba muerta en un cementerio cualquiera—. Ahora... vayamos adentro, por favor. Aún quiero ver esa pierna.
—Elise... —exhaló, apartándose con timidez—. No.
—Confía en mí —imploró, genuina—. Por favor.
Jean no le respondió, como era de esperarse. Pero, para su sorpresa, la tomó de la mano, dejándose llevar en absoluto silencio a la mansión.
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"Pirón" o "pirão": Plato indígena hecho a base de harina de yuca.
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