Acto 3: Capítulo 1
Carcosa, 13 de marzo de 1912
—André... no puedo continuar —respiró Claude, alzando su mano hacia su cabeza, esperando de alguna forma detener todas las memorias que le revolcaban la mente.
—¿Estás bien? —le preguntó su hijo, alarmado por su destemple.
—Sí... solo mareado.
Era más que obvio que el ministro no estaba mareado, sino cansado, achacado por su propia culpa.
—Es mejor si descansas un poco —asintió el escritor, levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Volveré en unos minutos más y ahí podremos continuar.
Antes que diera el primer paso al exterior, la voz de su padre lo detuvo.
—De hecho... —esperó a que el joven se volteara para continuar—. Creo que sería mejor si continuáramos mañana. Marcus me llevará a casa más tarde y lo único que querré hacer es dormir.
—De acuerdo —accedió André con un suspiro frustrado, y pocos segundos antes de que cerrara la puerta, agregó:—Pero volveremos a hablar. Quiero que me digas la verdad. Toda la verdad.
—La conocerás —afirmó su padre, fingiendo una sonrisa—. Te lo prometo.
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—Dime que no lo hiciste —rogó el jefe del departamento de policía, a tiempo de que el ministro se levantara de la cama—. Dime que realmente no lo hiciste...
—No pude Marcus, no pude continuar —alegó el hombre, saliendo exasperado de la habitación, siendo seguido de cerca por Pettra.
—¡Claude! ¡Tienes que decirle la verdad a tu hijo, maldita sea!
—¡Y lo hice! —se defendió, cruzando el angosto pasillo del hospital con prisa que su pierna lisiada le permitía tener.
—¡Pero no toda! —el otro atacó, jalando al ministro por el brazo y obligándolo a detenerse. No lo dejaría huir de sus problemas otra vez—. Jean... él está vivo, lo quieras o no. ¿Qué versión de la historia quieres que tu hijo escuche primero? ¡¿La tuya o la de tu hermano?!
Marcus parecía estar al borde de un desmayo. Su cara, enrojecida y sudorosa por el estrés, se retorcía en una mueca de reproche. Sus manos parecían pinzas, lo retenían como si aún fuera un niño travieso al que tenía que educar.
—¡Puede que tengas razón! ¡Me corrijo, tienes razón! ¡Pero el pasado duele! ¡Revivir todos mis peores errores al frente de André duele! ¡Es una maldita tortura!... ¡Pensar en ella!...
—¡YA SE HAN PASADO VEINTE AÑOS DESDE QUE ELISE MURIÓ!
—¡¿Y HACE CUÁNTOS FUE LA MUERTE DE TU HIJO?! —el ministro rugió de vuelta, soltándose de las garras del oficial—. ¡NO TE ATREVAS A DEMANDARME QUE SUPERE MI PÉRDIDA, MARCUS! —al ver pasar a unas cuantas enfermeras, claramente indignadas por el volumen de la conversación, respiró hondo, e intentó recobrar su calma—. ¿Me dirás que aún no sufres por eso? ¿Me dirás que no te acuerdas de tus errores todos los días? ¡¿Me dirás que no sientes tu corazón rompiéndose, cada vez que lo mencionas?!
—Si te hace feliz, ¡sí, lo admito! ¡me duele hablar sobre mi hijo! ¡Pero al menos no intento enterrar el pasado al igual que tú! —alegó, golpeando con su dedo índice su pecho, sin la mínima pizca de paciencia—. Porque si algo he aprendido en todos estos años es que cuando intentas enterrar tu pasado, te estás enterrando junto a él —se apartó, irritado—. Y si no tienes el valor de decirle a André todo lo que ocurrió, si no tienes el coraje de hacer frente a tus equívocos, dime, ¿cómo esperas que él te perdone? ¿cómo esperas que él esté de tu lado, cuando Jean aparezca? ¡Te verá como un villano! ¡Como un hipócrita! ¡Cuestionará todos los valores que le has enseñado! ¡No tendrá la mínima fe en ti!
Claude reconocía que el anciano tenía argumentos sólidos, pero él tan solo era un humano. No podía ignorar sus emociones en un momento tan delicado como aquel y por ello, dejó que su razón fuera apaleada por su rabia. En un momento de suma arrogancia y orgullo, lo pasó de largo, terminando la conversación con palabras cortas, casi indiferentes:
—Te veo más tarde.
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Después de la reminiscente conversación que habían tenido en el jardín, Jean y Elise se separaron, ambos retomando su rutina y dirigiéndose a diferentes rincones de la casa, a ocuparse de sus respectivos quehaceres y deberes.
La mujer en sí pasó la mayor parte de su tarde en la biblioteca, explorando cada polvoriento estante con la disciplina y el interés de una erudita. Luego de años corriendo de lugar en lugar, nunca descansando, nunca bajando la guardia, podía al fin darse el lujo de sublimar su mente y justamente eso hizo. Retomó su antiguo pasatiempo favorito, leer. Desde novedosos ensayos científicos a antologías, novelas y romances, todo lo que no había ojeado en sus años en fuga, se permitió admirar ahora.
Pero se sorprendió al darse cuenta que, lo que más la divirtió no fueron los textos en sí, sino los sorprendentes —y muchas veces irónicos— comentarios de Jean, anotados en los bordes de las hojas y en el espaciado entre los párrafos. Con cada línea que leía, se convencía más y más del valor de su intelecto, del filo de su ingenio y del peso de sus experiencias. Podía ver, en todos aquellos mensajes, lo mucho que él había madurado desde el día en que sus caminos se separaron —no por gusto, pero por haber sido forzado a crecer—. Esto la apenó tanto como la inspiró.
Viendo la hoja en el reloj de la pared, decidió ir a hacerle una breve visita, ya habían pasado bastante tiempo desde su charla.Gritó su nombre por los confines de la mansión para localizarlo y lo hizo, estaba en su despacho, sentado detrás de su escritorio, soterrado bajo pilas sustanciales de mapas, documentos, dinero, cheques, y otros papeles de vaga familiaridad. Estaba leyendo una hoja amarillenta, desgastada, a la que sujetaba con cariño y delicadeza. Elise, a modo de gata curiosa, se le acercó. Él subió la vista, deleitado con su reaparición.
—¿Te acuerdas de esto? —Jean extendió hacia ella el sobre que tenía entre los dedos.
Era un milagro que el documento aún existiera en lo absoluto. Su tinta estaba desgastada, su superficie seca y arrugada. Pero al ver la ostentosa caligrafía que lo cubría, Elise supo de inmediato de qué se trataba.
—Tu carta de admisión a la Orquesta de Merchant —se asombró, nostálgica—. Todavía me siento orgullosa de ti por haber logrado entrar.
—Y yo no dejo de sentirme orgulloso de ti por haber regresado —murmuró, poniendo el sobre encima de la pila de documentos viejos que revisaba, antes de levantarse de la silla.
Rodeó el escritorio con ayuda de su bastón y se detuvo frente a su único gran amor, sonriendo. Se le hacía imposible mirarla sin que sus ojos se pusieran vidriosos, sin que una poderosa nostalgia estremeciera su alma. Pero lo hacía de todas formas. Porque ser agraciado por su mera presencia era un privilegio que sabía apreciar.
—No sabes cómo te eché de menos —ella confesó, con voz débil y mirada encariñada.
Dos décadas añorando tenerlo cerca, imaginando la distante fantasía de su reencuentro, y ahora que había ocurrido, le costaba aceptarlo. Sentía que todos los momentos que pasaban juntos eran parte de un sueño cruel, del que a cualquier momento despertaría. Que su realidad no era nada más que un espejismo.
Aquella tarde había leído sobre una palabra portuguesa, de orígenes inciertos, que le tocó el alma con su significado. "Bien que se padece y mal que se disfruta", la había definido el autor. Una profunda necesidad de volver a tiempos pasados e inalcanzables, una nostalgia indescriptible y melancólica, el deseo más intenso de regresar al ser amado, la había entendido Elise. No había otro término capaz de sintetizar mejor su previa situación, decir que lo "había extrañado" era minimizar sus verdaderas emociones. Había anhelado por su presencia como el creyente anhela el encuentro con el creador, como el pájaro enjaulado anhela libertad. Había sentido una angustiosa, impaciente saudade de él, y todo lo que él representaba en su mundo. Y aunque ahora lo tuviera ahí, a su frente, en carne y hueso, de alguna forma, aún la sentía.
—Yo también te extrañé —él respondió, acariciándole la mejilla—. Pero conozco a alguien a quién extrañas mucho más que a mí.
—¿A quién?
—Tu hijo —corriendo una mano por el sedoso cabello de su amada, apartando algunos mechones rebeldes de su rostro, continuó:—Así que lo pensé, una y otra vez... Y creo que es tiempo de que vayas a hablar con él —tomó una pausa para examinar su reacción, viendo el pánico escalar en su mirada de manera progresiva—. Y sí, sé que para hablar con André tendrás que hablar primero con...
—¿Claude? —completó, molesta—. No... no hablaré con él, no después de todo lo que ha hecho.
—Escúchame... —antes de que él pudiera continuar, la mujer se volteó, hundida en lágrimas, y salió disparada de su despacho—. ¡Elise! —no contuvo su preocupada exclamación, persiguiéndola de inmediato al pasillo.
Su pierna le resultaba extremadamente irritante en momentos así. Volvió a llamar su nombre, en vano. Impotente e ignorado, la vio entrar a su habitación, acongojada, al borde de un colapso emocional. Notó su desespero en cerrar la puerta y huir de la conversación de una vez por todas, y decidió hacer lo impensable. Con agonizante esfuerzo físico, se obligó a apresurar sus pasos, logrando arruinar, a último minuto, su escape perfecto. Plantó su palma en la puerta, obligando la madera a retroceder.
—Jean, déjame sola —imploró, intentando prevenir su inminente entrada—. No me siento bien.
—Lo haré —prometió, gentil—. Pero hablemos primero, ¿sí?
—Jean...
—Por favor.
Con un exhalo cansado y un desconsuelo profundo, ella se limpió las lágrimas, contempló su oferta, y relajó el agarre de su mano sobre la manilla. Él a la vez dejó de empujar la puerta, llevando su mano hacia la pared, apoyando allí parte de significativa de su peso.
Al ceder a su instinto de correr, de huir de sus problemas, la dama se había olvidado de lo obvio, él jamás la dejaría de seguir. Cielo o infierno, frío o calor, tormenta o sequía, estaría allí. La apoyaría en lo que fuera y no la dejaría desamparada nunca. Su fidelidad era admirable, sin duda, pero también podría ser muy peligrosa. Y frente a sí, estaba la prueba concreta de ello.
Absorta en el pánico sobrenatural que azotó la mismísima esencia de su espíritu, Elise no se percató de lo rápido que había corrido. Jean, indispuesto a dejarla sola en aquel lamentable estado emocional, la había seguido, copiando su velocidad, agotando su débil pierna en el proceso.
Ella no lo negaría, se asustó cuando su consciencia absorbió, por primera vez, la gravedad de la lesión que él poseía. Su respiración entrecortada, la palidez de su rostro y su mueca rígida —todos indicios claros del terrible dolor que debería estar soportando—, eran preocupantes. Y todo para ayudarla, todo para asegurarse de que estaba bien.
Si la dulzura de su voz no la había convencido a oírlo, el martirio por el que pasaba sí.
—Entra —contestó, visiblemente más receptiva y abierta al diálogo.
Antes de hacerlo, él cerró los ojos y respiró hondo, recuperando lo que podía de sus energías. El primer pasó que tomó luego de su descanso pareció ser uno hiriente, incómodo, pero no reclamó. Apenas crujió los dientes y apretó el mango de su bastón, frunciendo su ceño por un instante.
—Tú sabes cuánto odio al canalla de tu esposo, pero...
—Él no es mi esposo.
—Bien... ex esposo —se corrigió al ingresar al recinto, donde se volvió a apoyar en la pared —. Pero por más que odie a ese imbécil, tengo que tomar en cuenta que él es el padre de André, que lo cuidó por años. Merece ser reconocido como tal, pese a todo lo que hizo...
—¿Y acaso no pensaste en eso cuando iniciaste tu ridícula venganza? ¡Ibas a asesinar a Claude antes de que yo apareciera! ¿Por qué ahora quieres hablar con él?
—Mi plan nunca fue ese —la corrigió—. Lo que quería, y lo que quiero, es humillarlo de todas las maneras posibles... ¡Quitarle su paz de espíritu! ¡Su estabilidad laboral! ¡Exponer sus acciones y errores al frente de todos!...
—¡Jean, te he estado espiando a meses! ¡Sé que mientes! ¡Tu plan era matarlo!
—¡Al final de todo! ¡No ahora! —al oírlo, Elise soltó una risa áspera, molesta—. ¡Iba a desenmascararlo ante André primero! ¡Y eso es lo que te pido, hagamos juntos!
—¿Y luego qué? ¿Cuál era el paso a seguir? ¿Hacer que él falleciera en algún accidente inexplicable?
—¡Exacto! —su entusiasmo lo hizo ignorar a la irritación de la mujer, quien, al perder la paciencia, lo empujó de vuelta al pasillo.
—¡VETE!
La puerta se cerró con un porrazo estridente. La antigua dueña del Colonial se apoyó contra ella y dejó que su llanto regresara con el doble de violencia y decepción.
—¿Elise? —él la volvió a llamar, con voz baja, dócil, hasta un poco arrepentida—. Lo siento. No debería haber dicho lo que dije. Sé que no estás de acuerdo con mis metas o métodos. Pero al menos escúchame, por favor. Si no quieres ver a Claude, puedo acceder a eso. Pero tu hijo tiene que saber... tiene que conocer tu lado de la historia —reformuló sus argumentos, apoyando su tez contra de la madera—. Él tiene el derecho de saber que tú estás viva.
Adentro, la mujer luchaba por mantener su sanidad. Claro que quería volver a ver a su hijo. Claro que quería abrazarlo, besarlo, y tenerlo cerca, él era una parte irrefutable y esencial de ella misma, a la que nunca desistiría de proteger y reencontrar. Pero no estaba preparada para relatar, línea por línea, la gigantesca odisea por la que había pasado en los últimos veintitrés años. No estaba lista para aparecer en su vida, para solidificar su condición de espectro y hacerla real. Pero, sobre todo, no estaba lista para ver de nuevo al fantasma más asustador de su pasado, el ministro Chassier.
—Déjame pensar. Mañana te daré una respuesta —Elise imploró, cerrando los ojos.
—¡Podemos no tener hasta mañana!...
—Jean. Por favor.
El hombre fue de paciente y templado a frustrado e irritado en segundos. Golpeó la puerta con el puño para deshacerse de su desasosiego y adentro, Elise empezó a temblar, si su miedo era hacia él o hacia su futuro, no lo sabía.
—Estaré fuera de casa... por un tiempo —avisó, recomponiéndose—. No me busques y si quieres salir, ten mucho cuidado. Tengo enemigos que te haríancosas horribles si descubren algo sobre nuestra unión —hizo una pausa corta, sacudiendo la cabeza—. Y lo siento —ella mordió su labio inferior, intentando mantenerse lo más quieta que podía—. Lo siento por todo —añadió con una voz fragmentada, llena de rencor hacia el universo, hacia su familia, y sobretodo, hacia sí mismo.
Sin esperar por una respuesta, se dio la vuelta, bajó las escaleras y se marchó de la propiedad. Cuando Elise decidió abrir la puerta, desconcertada por el significado de sus palabras, ya era muy tarde, él había desaparecido.
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—¿Jean? —se sorprendió Eric, al ver a su jefe cruzando la fina llovizna que caía sobre el campo, caminando a paso lento por la tierra mojada, resignado a terminar empapado—. ¿Qué haces aquí? ¿No que pasarías el día en casa?
—Cambié de idea —se quitó su homburg* de la cabeza—. Además, supongo que hoy por la noche hay torneo de boxeo entre los muchachos, ¿no?... Quiero verlo.
—Sí, lo hay —respondió el joven, siguiéndolo con curiosidad hacia los interiores de la antigua fábrica, sede de la Hermandad de los Ladrones. Había estado fumando afuera, tomando un descanso de la constante conmoción del ambiente, cuando él apareció—. Oye, aprovechando que estás aquí... tengo que hablar contigo.
—¿Qué ocurrió? —preguntó con preocupación el más viejo, deteniendo su andar.
—Mi padre —Eric apoyó ambas manos en su cintura, hundiendo sus hombros, cabizbajo—. Él vino aquí... y charló conmigo.
—¿Y?...
El joven mordió sus labios, nervioso.
—No fue una conversación muy agradable. Si es posible, preferiría no verlo nunca más.
—¿Qué te dijo? —Jean indagó, ya enojado.
—Prefiero no entrar en detalles... No necesitas oír lo que yo oí —sacudió la cabeza, decepcionado—. Antes de irse, me dijo que te entregara esto —sacó un pequeño sobre desde su desgastado abrigo café y se lo pasó a su comandante—. Son algunas fotografías e ilustraciones de la explosión de la iglesia y de la muerte de Levi. Al parecer el Denver quiere hacer un reportaje especial sobre lo que pasó.
—Las veré después, ¿qué te dijo? —reiteró su pregunta, guardando la carta dentro del bolsillo de su abrigo.
—Me quiere desheredar —su jefe sostuvo su aliento, ceñudo, mientras él proseguía—. Dijo que no le aporto nada como hijo. Que dejará todo lo que tiene a mi hermana... y que ya no soy más parte de la familia.
—¡Ese maldito bastardo!...
Jean estaba más que indignado, furioso. Conocía gran parte de la historia entre Eric y Antonio, era consciente de la repulsión que ambos se tenían. Pero, sabiendo también lo mucho que el joven se importaba por lo que restaba de su familia —ergo, su hermana—, había intentado intervenir en su nombre, no queriendo que las experiencias compartidas entre él y el señor Chassier se volvieran a repetir con un nuevo elenco. Había hecho de todo para que aquella riña terminara, para que aquella enemistad se disolviera, pero ahora veía que había intentado resolver un problema sin solución.
—No entiendo, hasta ahora, porque él te odia tanto —el mandamás dijo, contemplando con total seriedad darle una paliza al periodista—. Nunca le hiciste nada malo.
—Arruiné su reputación.
—¡Porquerías! ¡Cuando tienes hijos no te importa un bledo tu reputación! ¡Solo te importa ellos y su bienestar!
—Jean...
—Hablaré con él otra vez. Ya me está cansando que esté actuando así contigo. Es innecesario, es repugnante. ¡Que se trague sus opiniones o se las meta por donde el sol no brilla! Por último, si no quiere convivir contigo, ¡tiene que dejar que convivas con tu hermana! ¡y tiene que respetarte!... ¡Eres mi brazo derecho en la Hermandad, él es un mero peón!
—Él aún tiene derecho a conservar sus valores e ideales —el otro dijo, dirigiéndose junto a su jefe al antiguo salón de manufactura de la fábrica.
—¡Andaba compartiendo rumores sobre tu moralidad! ¡Intentando fracturar tu imagen! ¡Deberías estar furioso! ¡Indignado!
—No me servirá de nada.
—¡Pues difiero en pensamiento!
—¡Jean, no soy normal! —el muchacho explotó—. ¡Tiene todo el derecho de cuestionar mi moralidad, compartir rumores, decir lo que se le dé la puta gana y lo sabes!
El tono descontrolado y adolorido del joven no hizo más que reafirmar la postura hostil de Jean hacia Antonio.
—Escúchame, Eric —imploró, empático al tormento interior que lo hacía detestarse—. Si hay algo que aprendí en todos estos años, es que ser normal es imposible, porque la normalidad como tal, no existe. Es solo una palabra creada para hacernos creer que la perfección es posible, que la rutina y la estabilidad es obligatoria y necesaria. Una palabra usada por la sociedad y por el clero para manipular a las masas y hacernos creer que debemos encajar en un molde predeterminado, fácil de controlar... —pausó sus divagaciones, antes de contener su exaltación y continuar:— Todos somos normales en nuestra propia cabeza. Pero si lo piensas, eso es justo lo que nos hace anormales. Porque todos tenemos una idea de perfección distinta. Todos somos distintos. Y, por ende, no solo la normalidad debe variar, la moral también... ¡Tu padre se equivoca, así como todos esos desgraciados ahí afuera que le creen el cuento!...
Jean-Luc siguió hablando sobre sus introspectivos estudios sobre la conducta humana, sobre ética, sobre su inclinación al individualismo, por cerca de media hora, exponiendo su amplio conocimiento literario y filosófico con cada nueva cita y oración empleada.
Eric no lo interrumpió ni le dijo nada, tan solo lo escuchó con paciencia, tratando de aceptar su retórica y entenderla por completo.
De verdad agradecía sus intentos de persuasión y su charla motivacional, entregada con toda la bondad, comprensión y sensatez jamás transmitidas por Antonio. Aquella era una de las razones por las que adoraba conversar con su jefe, o simplemente dejarlo monologar por horas, el hombre no solo era culto, sino también elocuente, paciente, y más que abierto a escucharlo, aunque sus opiniones o posturas se opusieran. Sin hablar de lo mucho que aprendía con cada una de sus palabras, sentía que cada interacción era una clase en sofisticación y elevación intelectual.
Lo reconfortaba y lo distraía de su dolor. Tal vez por eso lo dejaba perderse en tangentes tan a menudo.
—... Nietzsche afirmó que "la modificación del gusto general es más importante que la de la opinión", porque la opinión es un simple producto del anterior. Planteaba que, si uno pretendía cambiar el gusto general, uno debería ser poderoso, influyente, un tipo de individuo que, al manifestar su juicio de gusto y asco de manera tiránica, sería escuchado por todos. Creía que, en algún punto, su postura sería adoptada de manera rutinaria por la muchedumbre, se convertiría en un menester. Aun así, advertía que el modo de vida de cada individuo en el colectivo sería el responsable de hacerlo interpretar o sentir el nuevo gusto general, y todos lo harían de manera diferente —explicó, a modo de catedrático—. O al menos eso fue lo que entendí al leer su texto, a lo mejor esté equivocado... Aun así, lo que él escribió resonó conmigo. Si queremos hacer un cambio sustancial a la sociedad y cambiarla, deberemos estar en una situación de poder... Hay que destruir las reglas sociales y su presente moralidad desde la cima de la pirámide de influencia.
—Lo que dices encaja muy bien con el plan de Frankie para la Hermandad... Bueno, si uno lo aplica a la política y no a la ética.
—Desestabilizar el gobierno y la alta sociedad desde los interiores de la misma, exacto —sonrió Jean, asintiendo con la cabeza—. Aunque debo admitir que es una filosofía de doble hilo, al mismo tiempo que puede ser iluminadora, puede ser un arma mortal para la humanidad, si cae en las manos equivocadas.
—¿A qué te refieres?
—Übermensch... —especificó—. O superhombre. Una persona que dice, o cree tener, una moralidad interior superior a la del hombre común. Logra generar su propio sistema de valores, porque en teoría, sabe diferenciar lo bueno de lo malo gracias a su supuesta iluminación espiritual. Así mismo no cree en la religión o la supervivencia del alma después de la muerte. Es un ser que siente, pero prioriza la razón, solo cree en lo real y en lo que puede ver.
—Y eso es peligroso por...
—Porque es paradójico. Al creerte un ser iluminado, conocedor de todas las verdades de la vida y superior a tus compañeros, te conviertes en el mismísimo estereotipo de mesías al que las religiones tradicionales alaban —explicó, pensativo—. En teoría, el superhombre es un ermitaño que se controla solo a sí mismo, sus impulsos, sus placeres, sus vicios... Pero en el mundo real, dudo mucho que ese sujeto sería así de reservado... Imagínate mezclar este concepto con el anterior. Un superhombre, popular, poderoso y respetado, que dicte el gusto general.
—Sería un dictador...
—Peor, sería despótico —comentó con una risa seca—. En fin, caemos de nuevo al mismo problema. La moral social es falible, la opinión es individual difiere y la única cosa en la que todos concordamos es que vamos a morir.
—Tétrico.
—Pero cierto —respondió, mientras ambos caminaban a paso lento por los confines de la fábrica—. No lo sé... Es lamentable que la única manera de cambiar la mentalidad de la humanidad sea a través de posiciones privilegiadas de poder. Me hace sentir rabia, que las personas aún tengan esa mentalidad de rebaño y que sigan las órdenes de su pastor solo porque, bueno, son órdenes de su pastor... valga la redundancia.
—¿No crees que eso esté cambiando? O sea, ¿has visto la insurgencia del movimiento sufragista femenino? Dudo mucho que esas damas estén siguiendo órdenes de alguien.
—Concuerdo, es un movimiento poderoso —asintió —Pero otra vez, cae en el mismo problema. Un grupo determinado de mujeres alzaron la voz y la horda la siguió. No fue algo espontáneo en todas las mujeres del planeta, no... el levantamiento se inició con un grupo selecto. Nuevamente, entra al juego mi temor al superhombre, o en este caso, las superheroínas —complementó, antes de detenerse y mirar al joven—. Y luego viene el pensamiento que no ha salido de mi cabeza en meses... el plan de Frankie para restaurar el orden y la equidad en la república.
—¿Sí? ¿Qué tiene?
—Lo apoyo, por completo. Pero también me aterroriza. ¿Y, si para cambiar el gusto general, me vuelvo yo un tipo de superhombre tiránico? No es lo que quiero.
—Eso no va a pasar.
—Pero podría —teorizó, serio—. Me volvería entonces aquello mismo que he jurado destruir: un líder arrogante, demasiado apegado a su ideología, que piensa saber lo que es bueno para su pueblo sin siquiera consultarlo —pestañeó, preocupado—. Si en algún momento notas que he adoptado ese papel autocrático y absolutista, no dudes de dispararme a la cabeza.
—¡Jean! —exclamó, perplejo. —Siempre has hecho lo mejor para la Hermandad desde que asumiste su control, todos confían en ti y respetan tus decisiones. Sabemos que si en algún momento discrepamos contigo, podemos decirlo libremente, sin derecho a censura.
—Lo sé —suspiró, aún tenso—. Pero si en algún momento llega a pasar...
—Fuiste elegido nuestro líder por votación popular. Y sí, es cierto, la última palabra sobre si te quedabas o no con el puesto fue de Frankie, pero... tienes nuestro total apoyo. Te queremos como nuestro jefe, No eres un tirano, ni un dictador. Eres un revolucionario —el muchacho afirmó, volviendo a caminar junto a él.
—Gracias... Por lo que dijiste recién. Y por oírme, sé que me puedo poner muy tedioso a veces.
—Para nada. Aprendo mucho contigo —Eric lo tranquilizó y ambos siguieron conversando sobre otras cosas, mientras cruzaban a paso lento el amplio primer piso de la fábrica.
El lugar estaba seccionado en dos, así como el esquema de poder de la Hermandad de los Ladrones. De un lado, estaban los escritorios del personal de logística, de los supervisores administrativos y del equipo de estrategia y operaciones, mentes esenciales para organizar el papeleo y la burocracia de la Hermandad. Del otro, estaba el ring y el gimnasio donde los "agentes de campo" —los criminales más brutos y ágiles— entrenaban. Pese a las diferencias de las dos ramificaciones, ambas eran necesarias para el funcionamiento perfecto del organismo.
Algo que ambos grupos compartían, era la vestimenta. En específico, sus abrigos de gamuza con interiores de zalea. La gamuza era un material adaptable a casi cualquier clima, duradero, y a la larga, resultaba ser mucho más económico que la lana, el algodón, o gabardina —materiales comunes de la época, que constantemente tendrían que ser lavados y reparados, dada la hostilidad del oficio de sus dueños—. Por eso, era parte crucial del atuendo de cualquier Ladrón de respeto.
Otra cosa que los unía era su método de identificación, una escarapela negra, roja, y dorada, que enganchaban a las solapas de sus abrigos o a la tela de sus vestidos. Jean y Eric también las portaban, aunque mucho más viejas y desgastadas, ambas pruebas sólidas de su longevo vínculo con la hermandad.
Por eso mismo, al ver un grupo de quince hombres sin sus abrigos y escarapelas, el comandante alzó una ceja curiosa.
—¿Y estos sujetos?
—Novatos. Entraron a la Hermandad la semana pasada.
—¿Ya les hicieron un chequeo a sus pasados?
—Los del buró están trabajando en eso —Eric señaló al sector administrativo—. ¿Quieres que te pase un reporte cuando la investigación termine?
—Claro que sí. Necesito saber quiénes se quedan y ordenarle a Jonas que le encomiende abrigos a medida. No voy a dejar a mis hombres por ahí sin identificación alguna, vestidos con esos harapos.
—Entendido. Te repasaré la información así que esté disponible.
Siguieron caminando. Jean se detuvo cerca delring.
—El torneo de boxeo, ¿a qué hora empieza?
—A las siete, creo.
—Todavía falta tiempo entonces... —exhaló y enseguida señaló a las escaleras—. ¿Vayamos arriba? Mi pierna me está matando y quiero sentarme.
—Claro... —concordó el muchacho—. Pero, ¿Jean?
—¿Sí?
El joven cruzó sus brazos y bajó el mentón antes de responderle:
—Si quieres podría... —respiró hondo—Contarte la historia completa de porqué mi padre me detesta.
Jean por su parte enderezó su postura, mirándolo con el doble de interés.
—Obvio que puedes.
Aunque conocía la sinopsis general de lo que había ocurrido entre los dos, el hijo de Camellieri nunca le había contado, detalle por detalle, qué exactamente había pasado entre él y su padre. Que le estuviera extendiendo la oferta no solo era una señal de la profunda confianza que le tenía, pero también demostraba la evolución del muchacho, quien ahora no solo era capaz de encarar su pasado, sino también de compartirlo.
Ambos hicieron su camino hacia el despacho de Jean en absoluto silencio. No era incómodo, sino más bien frustrante. Ambos querían llegar de una vez a la privacidad del recinto, donde podrían hablar con libertad sobre el tema, sin restricciones.
Una vez adentro, el retirado violinista cerró la puerta con llave, al mismo que Eric, apurado, destapaba la licorera de vidrio que reposaba en el escritorio y se llenaba un vaso.
—¿Y bien? —su jefe preguntó, rodeando la mesa y cayéndose sin ceremonias sobre su silla.
—Como te dije, te contaría porque mi padre me detesta—el joven bajó el licor por su garganta con una mueca de desagrado—. ¡Y lo haré con todo el alcohol que pueda tomar!
—Mientras yo también pueda beber, eso está bien para mí —Jean agregó, pidiéndole indirectamente que le sirviera un poco.
No demoró mucho y en sus manos apareció un vaso corto de ginebra —su whiskey se le había acabado la semana anterior y decidió comprar otro licor, de una marca que jamás había probado, para ampliar su paladar—. Volteó el líquido con entusiasmo, enseguida crujiendo los dientes por el sabor, era horrible.
—Por tu súbita aparición aquí en la fábrica ya lo había supuesto, pero ahora que estamos a solas puedo preguntar... ¿mal día, jefe?
—Un muy terrible mal día —admitió, apoyando su bastón en contra del mueble a su frente, bajando el vaso con una apariencia miserable. Su aprendiz arrastró una silla hacia su lado y se sentó, cruzando las piernas con educación—. Después de que termines tu historia, te cuento todo lo que pasó. Ahora quiero oírte a ti.
—¿Algo ocurrió?
—Sí, pero... habla, después yo te cuento.
Eric pensó en refutar sus palabras, pero notó que Jean genuinamente estaba interesado en oír su historia, por más extraña e incómoda que fuera. Su mirada complaciente, amable, lo delataba. Así que, tomando coraje, decidió abrirse de una vez por todas con su fiel amigo y fiero protector.
—Bien... ¿Te acuerdas en qué año nos conocimos?
—Claro que sí... 1897 —sonrió, satisfecho con su memoria.
—Hace quince años... Me acuerdo de cuando todavía era joven e inocente. —el muchacho se rio con tristeza, cabizbajo—. Pena que el mundo no lo era también —cerró sus ojos, intentando mantener una postura formal, implacable. Pero tan solo pensar en su historia lo llevaba al borde de lágrimas, por más fuerte, rudo e impenetrable que aparentaba ser—. Unos meses antes a ese año, perdí a alguien que era muy importante para mí.
—¿Tu madre?
—No, mi madre murió un poco después —aclaró, mientras visualizaba a su fiel y querido compañero—. Su nombre era Émile —la revelación vino con una entonación fracturada, insegura—. Émile Rénard... Mi novio.
—Ah... y ¿cómo era él? —preguntó Jean, mientras él permanecía con los párpados cerrados, explorando la belleza efímera de sus recuerdos—. ¿Cómo era su apariencia? ¿Su carácter?...
Eric se sonrojó y en seguida, sonrió.
—Tenía los ojos claros, muy claros. Su cabello era anaranjado, rizado, y siempre estaba despeinado, ningún producto lo lograba mantener en su lugar. Su piel era blanca como la nieve, llena de pecas. Era el típico adolescente sureño, pobre pero alegre. Se reía de todo y tenía un sentido del humor demasiado perspicaz, que solo empeoraba cuando estaba cerca de nuestros otros amigos. A menudo nos metíamos en problemas por sus comentarios traviesos y desubicados... era divertido.
—¿Cómo lo conociste? —siguió el otro con el cuestionario, apoyando el codo sobre el escritorio, usando la mano para sostener su cabeza.
—Asistimos a la misma escuela durante gran partede mi adolescencia. Éramos de la misma clase —explicó, acordándose delprecario establecimiento en donde solía estudiar, de la sala diminuta yamontonada de estudiantes que lo recibía cada mañana, del polvo de la tiza y elpizarrón verde, de su profesora, Miss Addams, y su tono gentil, tan bajo que apenas se podía escuchar—. Fueron años maravillosos para mí. Nunca sentí semejante paz y alegría antes... Mientras vivía en Carcosa, mis padres no se llevaban bien. Papá estaba siempre lejos de casa trabajando, o divirtiéndose con una de sus amantes. Mamá estaba en un estado de melancolía permanente porque el dinero que teníamos era poco y ella nos criaba sola, sin el auxilio de ese desgraciado. Y las pocas veces en que todos estábamos juntos alguna discusión estallaba y él le terminaba dando una golpiza... o a mí y a mi hermanita. Así que sí, para resumir, mi infancia no fue agradable. Pero cuando nos fuimos a Merchant, las cosas cambiaron... mejoraron. Tanto, que hasta llegué apensar que me quedaría en esa ciudad para siempre, feliz en mi burbuja decomodidad, envejeciendo junto a mis colegas, viéndolos formar familias y tenersus propias casas, sus propios negocios. Pensé que tendría una vida normal. Pero cuando estaba a punto de graduarme mi padre destrozó mis ilusiones. Decidió que me mandaría de regreso a Carcosa a estudiar literatura, aunque a mí nunca me hubiese gustado la carrera, porque estaba pensando en lo que era "mejor para mí"... Tremenda mentira. Él me usó como excusa porque quería volver a la capital. Estaba desesperado por retomar su trabajo en el Times y volver a su vida de excesos. Pero yo no tenía poder de decisión. No pude oponerme a él. Mi madre en ese entonces ya estaba enferma y yo no tendría los medios de mantener a mi hogar funcionando, de alimentarla a ella, a mi hermana, y a mí... Tendríamos que irnos porque, queriéndolo o no, él era el sustento de nuestra familia en ese entonces. Pero el destino volcó mis planes otra vez. En lo que se suponía sería mi última semana en la ciudad, Émile se me declaró. Un acto arriesgado de su parte, sin lugara duda, pero uno al que yo admiro hasta hoy.
—¿Y qué pasó después? —Jean preguntó, algo inquieto, el relato lo tenía intrigado—. ¿Tu padre se enteró?
—No... En ese momento no. —Eric dijo con voz trémula—. A Émile... —intentó proseguir, pero las palabras le fallaron. Al pensar en el cruel destino recibido por el muchacho, su pecho se encogió. Abrió los ojos, sintiendo un par de lágrimas deslizarse por su mejilla. Tomó una larga bocanada de aire, exhaló y subió la vista. Su público aguardaba una respuesta—. A Émile lo m-mataron.
—¿Qué? —el comandante balbuceó, enderezando su postura e inclinándose hacia adelante, trastocado.
Él ya tenía conocimiento sobre la muerte del antiguo interés amoroso de Eric, pero nunca sospechó que el chico hubiese sido asesinado.
—La madre de Émile se enfermó un día, sin ninguna explicación. El pan empezó a faltar en la casa y aunque él y sus hermanos trabajaran, todo el dinero era consumido por sus medicamentos. Así que en vez de pedirme ayuda, o pedirle ayuda a cualquiera de nuestros amigos, él empezó a robar —explicó, apenas tragándose su dolor—. Lo encontraron asaltando un tenderete de la feria algunos policías y bueno... vivíamos en Merchant, los guardias de ahí... ya sabes.
—Son terribles.
Eric asintió.
—No tuvo suerte —prosiguió, conmovido—. Y lo peor... es que yo lo vi todo. Vi cómo el policía tomó su arma y la apuntó hacia su pecho... y supe, Dios, en ese momento supe... que Émile ya estaba muerto.
Volvió a cerrar los ojos y bajar la cabeza, peleando con todas sus ganas contra su deseo de sollozar.
—Lo siento, Eric... De verdad —lo alentó Jean, sabiendo muy bien cómo se sentía perder a un ser amado.
—Lo que pasó después, fue aún peor. Mi padre me vio, mientras trataba de despertarlo. Vio cómo los policías se reían de mí, patéticamente llorando frente al cadáver de un muchacho. —comentó, levantándose de la silla para caminar de un lado a otro, alterado—. La noche de su muerte fue la peor de mi vida. Volví a casa y me encontré con un escenario bélico. Luego de observar la tragedia de Émile y de ver mi llanto descontrolado, mi padre decidió que tenía que descubrir cuál era la verdadera naturaleza de nuestra relación... Así que entró a mi habitación, violó mi privacidad y encontró algunas cartas que él me había enviado, llenas de poemas de amor y mensajes de cariño. Eran preciosas... pero a monsieur Camellieri no le importó en lo absoluto la belleza de esas cartas. Tal como el resto de la sociedad, él no podía aceptarlo... y por ello las incendió, una por una.
— Hijo de perra.
—Después de eso, me dio una paliza. Perdí unos cuantos dientes, gané unos cuantos moretones... pero sobreviví. Sin nada a perder y sin nada a ganar, decidí irme de ahí. Para siempre —se limpió el rostro—. Dormí bajo puentes por algunos días. Viajé a pie por semanas, yendo de ciudad, a villa, a poblado, sin destino fijo. Hasta que encontré trabajo como aprendiz de herrero en un pueblo cercano a Brookmount, y por ahí me quedé.
—¿Caminaste de Merchant a Brookmount? —Jean no pudo evitar preguntar, indignado por la situación, y orgulloso de su resiliencia.
—Así es... y una vez ahí, reconstruí mi vida desde las cenizas. Pero no lograba superar la muerte de Émile. Así que traté de convencerme de que yo era una aberración, que ese fue el precio final de mis pecados. Después de haberme convencido lo suficiente, traté de probar mi suerte con las mujeres. El sexo era bueno, pero no genial —admitió, visiblemente incómodo—. Y por bueno, me refiero a repugnante... Pero, ¡estaba haciendo lo correcto! ¿no?... ¡Estaba siguiendo la fórmula de la felicidad que me vendían por todos lados! ¡Enamorarme, casarme, tener hijos! —su irritación no hacía más que escalar con cada palabra enunciada—. Todo iba de maravillas, hasta que un día, una mujer alegó que yo la había acosado ante un comisario, solo para que pudiera ganar un poco de dinero a costa mía. Pobre chica, si tan solo supiera que nunca estaría interesado en ella de esa forma... —rio—. En fin. Fui llevado a juicio. Perdí mi trabajo. Las noticias se esparcieron y por ende, arruinaron mi reputación y la carrera de mi padre. Me encerraron en la prisión de Brookmount y ahí te conocí.
Cuando terminó su narración, un pequeño silencio apareció, crudo, frío, doloroso. Jean negó con la cabeza, molesto.
—Todavía no entiendo por qué tu padre te odia. No hiciste nada mal. ¡Más bien, todo lo malo te lo hicieron a ti!
—Soy una perversión, por eso me odia.
—No puedes creer eso —el comandante bufó, inconforme.
—Lo soy.
—¡NO! ¡No lo eres! — el hombre más viejo rugió, golpeando la mesa con su palma—. ¡No puedes escoger a quien amas! ¡Pero él podía haber escogido defenderte!
—Jean...
—Chico, mírame. —ordenó, luego de levantarse de su silla y acercársele con una actitud paternal—. Lo que sea que Antonio te haya dicho hoy... Lo que sea que te haya dicho en cualquier otro momento, punto, es una mentira de mierda.
—¡¿Cómo estás tan seguro?! —estalló Eric—. ¡¿Cómo?!
—Siéntate. —Jean ordenó, pero el muchacho permaneció de pie, en la misma posición, estático. —Siéntate. —volvió a insistir con mayor seriedad. De esa vez, él lo acató. —Ahora escúchame. Hace años, mi padre rugió como un lobo hambriento, diciendo que yo era anormal por haber sido un bastardo... ¿tú crees que estaba en lo correcto? —preguntó, viendo su amigo negar con la cabeza—. Entonces ¿por qué crees que tu padre está en lo correcto entonces?... ¿Por una presión religiosa? ¿Por una Ley absurda que dice que gente como tú debería ser fusilada? ¿Por la sociedad?...
—Por todo —confesó, exhausto.
—Pues bien... —el comandante murmuró, antes de rodear su escritorio, sacar un lápiz y un papel, y ponerse a escribir—. Si le tienes más fe a un trozo de papel que a las palabras de alguien que te ama, lo acepto, seguiré tu lógica. Quiero que leas esto todas las veces que tengas alguna duda sobre quien eres, o sobre quien quieres ser.
—¿Qué haces?
—Lee —le entregó la nota.
—"2 Crónicas 20:15."... Esto es de antiguo testamento.
—Exacto. Ahora pégalo en tu biblia, porque sé que aún tienes una, y lee esto todas las noches. "No temáis ni os amedrentéis delante de esta multitud tan grande, porque no es vuestra la guerra, sino de Dios."... En otras palabras, tenle más fe al Padre que a los hombres. Porque por más poderosos que sean, jamás lograrán vencerlo a Él. Y su misericordia es tan grande que, aunque estuvieras en el "camino del mal" por amar a quien amas, te perdonaría.
—Lo que dices podría ser una blasfemia.
—La peor blasfemia es aquellos que usan el nombre de Dios para perpetuar el odio y no el amor. Soy un Ladrón, un asesino, y hasta yo entiendo eso —se acomodó en su silla y se inclinó hacia él—. Eric... Hay una razón por la cual tenemos libre albedrío. Y es para que nosotros y no otros, decidamos qué hacer con nuestras vidas. El amor es una decisión y antes de que me interrumpas, déjame decirte algo. Tal vez no puedas escoger a qué sexo amas, pero puedes escoger a que persona amas. Esa es tu decisión y no la de tu padre. Son tus sentimientos, no los de Antonio. No dejes que se meta en tu vida de nuevo, ni en tu cabeza. Si él no es capaz de amarte, Dios lo es. Y si intenta hacer algo para herirte, no dudes en llamarme. No tengo miedo de ponerlo en su lugar.
El muchacho, un poco más tranquilo, se frotó el rostro —ahuyentando su cansancio físico y emocional— y asintió. Las palabras lo habían tocado, pese a que no lograra demostrarlo con obviedad.
—Gracias... Por decir todo esto —murmuró, dando por finalizada la conversación.
Jean suspiró, aliviado, y miró a su reloj de bolsillo. Aún faltaban cuarenta minutos para el inicio del torneo de boxeo.
—De nada, pero después de una conversación así de intensa... —estiró su mano hacia adelante, recogiendo la licorera entre sus dedos—. Creo que necesito otro vaso.
—Por dos —el joven concordó, agotado—. Y a final de cuentas, ¿qué querías contarme?
—Ya no importa —afirmó su jefe—. Beber ahora es una mejor manera de pasar el tiempo. Después seguimos ponderando nuestra moralidad y la probabilidad de que nos vayamos al infierno.
Eric se rio.
—Me reconforta pensar que al menos no estaremos solos en nuestro tormento.
—Salud por eso.
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"Homburg": Sombrero de fieltro formal, caracterizado por una melladura única que recorre el centro de la corona.
"Miss": "Señorita" en inglés.
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