Acto 2: Capítulo 2
Tal como lo alertado por el Inspector, su "apartamento" —o "departamento"— no era tan grande como aparentaba. Pero era acogedor y mantenía un techo sobre su cabeza mientras empezaba su carrera; para un músico forastero, era todo lo que necesitaba y más.
Después de dejar todas sus cosas en su diminuto complejo residencial —que se encontraba a dos cuadras de la Academia de Música— y de despedirse de Marcus, Jean decidió ir a conocer su nuevo local de trabajo.
Según le había contado Pettra, el restaurante quedaba a unas pocas cuadras de su casa y para llegar a él, uno debía salir del barrio inglés, pasar por la famosa Iglesia de Saint Joseph —más conocida por los habitantes de Carcosa como la Iglesia de Carbón— y caminar unas cuadras hacia el sur. Cruzando la arbolada avenida principal de su barrio, la Rue* Lumière, él logró divisar en la distancia el inmenso monumento.
Entre cientos de casas victorianas, templos góticos, y esculturas del período rococó y neoclásico, se asomaba la punta de la torre norte. Al verla levantarse más y más entre los edificios, Jean entendió el porqué de su peculiar nombre. La iglesia poseía la característica de ser hecha —en su mayor parte— de mármol negro, piedra pizarra, hierro y madera de palisandro. Parecía un recorte en el azul del cielo. Y lo único capaz de darle cierto color a esa fúnebre y depresiva casa de Dios eran los vitrales que esta poseía. Eran absolutamente hermosos, y estaban construidos para contrastar a la perfección con su entorno.
La fachada —a la que logró ver segundos después de llegar a la plaza central— contaba con un vitral circular con la imagen de San José, Jesús y María. En la parte trasera del edificio, justo arriba del altar y al lado del techo de la capilla, otro vitral igual de magnifico, con una representación de Dios. Por un minuto, Jean contempló caminar hacia una de sus tres puertas en arco y entrar a explorarla, pero decidió no hacerlo, debía llegar al restaurante con brevedad.
Así que pasó a la iglesia de lado, cruzó el puente que daba al otro lado de la ciudad —que estaba dividida por un río— y se dedicó a buscar el establecimiento. Luego de pasar algunos minutos caminando al sur, observando sus alrededores con ojos de turista perdido, él al fin lo encontró.
Cerca del grandioso Teatro de Carcosa, halló el enorme cartel negro con letras doradas que exhibía, con toda pompa y circunstancia, la palabra "Colonial" en su centro.
La fachada del edificio estaba cubierta con ventanas alargadas, que dejaban al transeúnte común husmear el ir y venir del interior lujoso del restaurante de dos pisos, así como ojear a sus engreídos clientes con miradas envidiosas y expresiones asombradas.
El estilo de la construcción en sí, como casi todos los edificios de la capital, había nacido de una extraña mezcla de movimientos artísticos europeos. La ornamentación y colorida apariencia era rococó. Algunas estatuas y pinturas en su interior parecían haber sido retiradas de un castillo neoclásico. La simetría y la policromía era Beaux Art. Las balaustradas y arcos de las ventanas eran neorrenacentistas. No había manera de definir su belleza, uno tan solo podía decir que existía.
En aquel verano de 1888, la puerta giratoria que vendría a caracterizar al restaurante en el futuro aún no había sido inventada. En su lugar, estaban las antiguas e imponentes puertas doradas, ubicadas justo debajo del cártel. Jean las cruzó con una expresión maravillada; eran realmente preciosas.
—Buenos días, ¿puedo ayudarlo? —preguntó un mesero, con cierta descortesía, ojeándolo de arriba abajo.
—Sí, de hecho —dijo al fin, dándose cuenta de cuánto tiempo había gastado observando al establecimiento—. Conoce usted a una madame llamada... —sacó de su bolsillo una nota que le había dado Marcus antes de que se fuera, con el nombre de la mujer a la que tenía que buscar —. ¿Elise Carrezio?
—Prefiero mademoiselle, si no es de mucho incómodo —respondió una nueva voz, a pocos pasos de distancia.
Mirando hacia adelante, Jean al fin la vio. Brillante y ondulado cabello castaño. Ojos achocolatados. Facciones suaves y joviales, contrarias a su expresión dominante y asertiva. Cuerpo curvilíneo, cubierto con telas caras y joyería fina. Una hermosa y lozana muchacha, cuya edad no podía ser muy lejana a la suya.
—Puede irse Rivail, yo me encargo de él —ella le dijo al mesero, que en seguida se retiró—. Placer en conocerlo monsieur...
—Jean-Luc Chassier. Y usted debe ser la madame... perdón, mademoiselle Carrezio, ¿verdad?
—Sí, esa sería yo —afirmó, sonriendo. Vaya que tenía una sonrisa preciosa—. Tengo entendido que monsieur Pettra lo mandó por el trabajo, ¿cierto?
—Sí... aunque debo confesar que no me dijo con exactitud de qué se trataba.
—Tranquilo, le explicaré todo. Sígame, por favor, es mejor si tenemos más privacidad para charlar.
La mujer se dio la vuelta para irse, pero fue tomada de sorpresa por una voz un tanto cuanto familiar, viniendo del exterior del restaurante. Al oírla, hizo una mueca de disgusto y caminó hacia la puerta, donde un un hombre —un poco corpulento, barbudo, con un pequeño claro en centro de su peluda cabeza— apareció, gritando su nombre a todo volumen. Algunos meseros corrieron hacia él, como si ya estuvieran entrenados para reaccionar ante su llegada, e intentaron escoltarlo a la salida, en vano.
—¡¿Muchacha ad-dónde estás?!
—¿Qué quieres ahora, Aurelio? —ella cruzó los brazos y lo confrontó, con un tono molesto, cansado y decepcionado.
Tono que Jean conocía muy bien y que no dejaría pasar desapercibido.
—¡Tú no me trates por mi nombre!
—Bueno, para ser honesta te podría tratar de ebrio, inculto, desgraciado...
—Escandaloso —a su lado, el músico añadió con irritación.
—¡MÁS RESPETO CONMIGO!... ¡S-SOY TU PADRE! —volvió a rugir el viejo, tirando los meseros que lo sujetaban a un lado y acercándose con rapidez a la dama.
Estaba a punto de pegarle un mamporro cuando Jean se metió entre ambos, protegiéndola con su alta silueta.
—Aléjate —en seguida le ordenó, de forma pacífica.
—¿Y quién eres tú para darme órdenes?
—Bueno, yo soy yo, ya quién es mi padre es otra cosa —el muchacho lo empujó hacia atrás—. ¿Acaso conoce usted a Peter Chassier? ¿O quiere que se lo presente?
En ese momento, todos en el restaurante se callaron. Algunos lo miraron con espanto, otros con respeto. Pero de Aurelio solo recibió una mirada de odio mortal. Percibiendo la tensión, Elise lo arrastró un poco hacia el lado, recuperando la atención del ebrio.
—Monsieur Jean-Luc es el nuevo violinista de la banda del restaurante, Aurelio. Tiene todo el derecho, así como cualquier otro funcionario, de echar a clientes ruidosos de aquí y concuerdo plenamente con él. Tienes que alejarte... No tan solo de mí, como también de mi propiedad. Así que vete. Ahora.
El gordo de Carrezio pestañeó un par de veces, algo aturdido, algo airado.
—¡Bien! —exclamó, sin perder su furia—. ¡Me voy! ¡Pero esto no quedará así! ¡Nuestra conversación del otro día quedó inacabada, Elise!... ¡Y con respeto a este mocoso!... —lo apuntó con el dedo—. Tu familia tiene una deuda conmigo... ¡Y la pagará!
Sin saber a lo que se estaba refiriendo el hombre y tampoco deseando saberlo, Jean lo miró a los ojos, desafiante.
—Algún día, pero no hoy. Ahora, por favor haga lo que dijo mademoiselle Carrezio y váyase. Creo que se debe haber confundido de lugar, esto es un restaurante, no un cabaret.
Ultrajado, Aurelio se tragó su indignación y se dio media vuelta, alejándose con pasos inciertos, llevando su maldito olor a cerveza consigo.
—Gracias... —Elise se volteó, aliviada—. Él me saca de quicio todas las veces que aparece por aquí.
—No se preocupe, la entiendo. Con mi padre me pasa algo similar.
—Pensé que el nombre había sido una coincidencia, pero usted es de hecho el hijo del teniente Chassier... Interesante.
—Si por interesante usted me dice que lo odia, entonces el sentimiento es mutuo.
—No, no es eso. Bueno, puede que no me agrade mucho la figura social del teniente coronel, pero aun así no lo puedo juzgar, no lo conozco —hizo una seña a Jean para que la siguiera —. Por interesante me refiero a que, siendo franca, usted fue un poco atrevido con sus respuestas... Ese coraje debe haber venido de él.
—¿Sobrepasé algún límite?
—No, por lo contrario —comentó, sonriendo—. Me agradó bastante ver a alguien confrontar a Aurelio... No mucha gente tiene el valor para hacerlo. Además, usted vio que se acercaba y de inmediato intervino, lo que demuestra que actúa rápido bajo situaciones de estrés. Eso es muy importante si quiere trabajar en un restaurante tan caótico como el Colonial. También fue educado aun siendo sarcástico, lo que es fundamental para tratar con clientes maleducados —se detuvo por un momento a estudiar la cara de Jean—. Todas esas cualidades lo convierten en el candidato perfecto para ser el nuevo miembro de nuestro equipo. Pero, aunque la decisión final es mía, tengo que tomar en cuenta la opinión de mis otros empleados... Puedo ser la dueña, pero este negocio no funciona sin ellos —el joven a su lado asintió con la cabeza—. Y es por eso que ahora lo llevaré a la sala de música, que está al lado de la cocina. Ahí se reúne la banda. Si deciden que usted tiene talento, se queda. Si no... Bueno, siempre hay vacantes para el puesto de mesero.
—Gracias —se rio, nervioso, ajustándose los lentes.
—Gracias a usted por salvarme de ser golpeada por ese bruto en frente de todos...
—¿Eso ya ha pasado antes?
—Más de lo que usted cree —exhaló con cansancio—. Pero dejemos a ese desgraciado atrás, hay cosas más importantes ahora. Por favor, venga conmigo.
Los dos entonces se desplazaron a la sala de música —una pequeña habitación al fondo de la planta baja—. El grupo de artistas presente ahí no era muy extenso, pero hablaban más que toda la clientela del Colonial combinada. Por lo que el novato pudo observar, estaría trabajando con un pianista, un violinista, un chelista, un guitarrista y un percusionista.
—Buenas tardes, mademoiselle —uno de los hombres se levantó y pronto, los demás lo siguieron.
—Buenas tardes a todos... Lamento interrumpir su práctica, pero vengo a presentarles a monsieur Jean-Luc Chassier, el candidato a reemplazar a nuestro querido viejo violinista, que se marchó sin dar noticias unos meses atrás... —Elise señaló al muchacho, quien levantó con timidez la mano, en un nervioso saludo—. Él es un estudiante de música en la acamedia Berlioz, así que supongo que debe saber tocar algo —los miembros de la banda se rieron—. ¿Podría usted demostrar lo que sabe ahora mismo?
—Me temo que no traje mi violín —admitió con inseguridad, frotándose las palmas.
—No te preocupes, el desertor se olvidó del suyo —sonrió uno de los integrantes, pasándole el viejo y polvoriento instrumento que habían guardado, Dios sabría por qué.
—Bien... ¿puedo tocar algo de mi autoría, o debo tocar una composición más conocida?
—Te desafío a tocar Für Elise —dijo el mismo hombre que le había pasado el violín, con una expresión burlona.
—Es una composición relativamente simple —reclamó otro integrante, un negro alto y flacuchento—. Que toque algo más complejo, para demostrar su talento.
—No te metas, Xavier —contestó su colega, de mala gana, antes de mirar al recién llegado—. Solo toca.
Ante su actitud, Jean sonrió.
—Con todo el gusto —apoyó el violín en su hombro y respiró hondo, concentrándose por completo en la dulce melodía de la música.
El líder de la banda claramente creía que él no era más que un pobre amateur porteño, que había viajado a la capital en búsqueda de diversión y "nuevos aires creativos". El individuo no veía ningún potencial detrás de su apariencia desaliñada y postura desajustada. Tal vez fuera por todos los años de experiencia que tenía en el área, ya había conocido a una docena de jóvenes con sueños similares a los de Jean, que nunca había logrado alcanzarlos; sus expectativas eran bajas.
Lo que no sabía era que el muchacho tocaba bien y que era capaz de entregar, con cada singular nota, una pasión energética y vigorosa. Pero no fue la primera pieza, sin embargo, lo que lo hizo percatarse de su talento innato y sagaz. No, la verdadera epifanía le vino cuando él decidió, al final de su presentación, anexar a su repertorio una nueva composición, de un nivel de dificultad maestral.
Con una leve mueca de presunción, Jean-Luc deslumbró a su público con una rendición veloz del Caprice No.5 de Paganini, dejando boquiabierto no solo a sus desafiantes, sino también a la dueña del Colonial. Sus dedos saltaban de cuerda en cuerda con una fluidez inexplicable y la manera con la que alcanzaba las más complicadas notas agudas, sin ningún aparente impedimento, sin ningún indicio de tropiezo, era sublime.
—Creo que Beethoven y Paganini están revolcándose de envidia en su tumba —murmuró Xavier, sonriendo.
Cuando el espectáculo terminó, no quedaron dudas sobre su contratación. Era evidente que el joven era un músico ilustre. Bajando su violín, intercambió miradas con Elise, quién, en el transcurso de cinco minutos, ya se encontraba fascinada por su talento.
—Creo que todos debemos admitir que toca bien —concordó el hombre que lo había provocado, cruzando los brazos—. Yo digo que se quede.
—Bien... ¿todos piensan lo mismo? —la dueña del Colonial preguntó, mirando alrededor.
Nadie dijo nada, estando demasiado perplejos para siquiera compartir su opinión.
—Felicitaciones entonces —ella respondió, gentil—. Estás contratado.
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Luego de su reunión con la banda, la señorita le concedió algunos minutos de su tiempo para enseñarle los alrededores del restaurante y educarlo un poco sobre su historia. La conversación que tuvieron no fue ni demasiado amplia, ni excesivamente corta. No fue formal, pero tampoco impropia. Ambos lograron saber qué decir, cuándo hacerlo y por cuánto tiempo, sin cruzar límites y sin dejar que sus palabras cayeran en el aburrimiento. Lo que resultó interesante para ambos, es que su conexión no fue premeditada, mucho menos restringida por los parámetros de comportamientos de la sociedad que los rodeaba. Fue natural, espontánea, y reveló entre los dos parecidos inexplicables. En un intercambio que no debió sobrepasar una hora y media, lograron establecer el inicio de una amistad promisoria, auténtica y franca.
Cuando se despidieron, cada uno teniendo que regresar a sus actividades y obligaciones, ambos desearon poder continuar con la charla, sintiéndose encantados por la casualidad de haberse conocido.
Jean, con el paso de los días, reconoció en sí una atracción innata hacia la muchacha. No podía, sin embargo, afirmar cuándo se había originado, ni por qué había aparecido con tanta rapidez. Supuso que tal vez, nació en la manera cálida y amable con la que lo recibió, pese a que fuera un extraño, un forastero. O quizás, habrá sido en la mirada inequívoca de admiración que recibió de su parte, al terminar su pequeño recital. Incluso, podría haberse derivado de su intelecto incuestionable, que demostró al responder sus ponderaciones más complejas. O de su belleza, de su sonrisa, de su entusiasmada forma de ser. No lo sabría indicar con certeza. Pero de una cosa sí estaba seguro, algo indescriptible había en la señorita, que lo hacía querer arrodillarse a su merced sin el menor intento, o deseo, de resistencia.
La dama, además, había conseguido ganar su respeto y admiración como persona, yendo más allá de un posible interés romántico, al comentar, con brevedad, sobre su responsabilidad y su dedicación hacia el restaurante que dirigía. Le había enseñado, sin ninguna obvia pretensión de hacerlo, su espíritu emprendedor, práctico y profesional; una característica femenina revolucionaria, tomando en cuenta su contexto social.
Elise era una empresaria de renombre, una comerciante, la dueña de uno de los más famosos establecimientos gastronómicos del país. Y era una mujer. Su labor era pionera, polémica en diversos aspectos. Pero, a diferencia de muchos de sus compañeros del mismo sexo, él no se sentía intimidado por su poder. Por lo contrario, se encontraba impresionado por él. Su brío, su determinación, eran admirables. Y estaba genuinamente feliz de haber conseguido el trabajo, porque sin duda quería testificar su progreso y tener el privilegio de aplaudir sus logros de cerca.
Pero aquella alegría no venía sin sus pormenores. Y había estudiado sus pensamientos lo suficiente como para reconocer la dicotomía de la situación en la que se hallaba.
Por una parte, ella ahora era su superior, debería intentar —hasta en sus sueños— no cruzar la barrera entre lo laboral y lo romántico. Sabía que mezclar ambas categorías no era una decisión sabia. Primero por la clara diferencia de estatus entre ambos, segundo por lo impropio que sus avances podrían ser considerados.
Pero, por otra parte, no estaba totalmente seguro de su desinterés y dudaba que la dama huiría de su cortejo si expresaba algún deseo de conocerla mejor. Al final, mientras conversaban, ella había insistido en coquetear con sutileza todas las veces que podía. No hubiera sido tan afable con él si no deseara algo a cambio.
Mirándose al diminuto espejo de baño, respiró hondo y decidió aceptar, para el bien de su paz mental, la presencia conspicua de dos hechos irrefutables. Primero que todo, se había enamorado de la mera esencia de la mujer. Segundo, si quería causar una buena impresión, y al menos hacer el intento de conquistar su corazón, necesitaba con urgencia de un cambio. De vestimenta, de apariencia, de personalidad, de todo. Al contrario de su hermano menor, él nunca había sido un galán natural, su limitada experiencia romántica lo comprobaba. Tenía claro que, si quería estar a par con el juego de coqueteo de la muchacha, debería al menos intentar seguir sus pasos y poner un poco de empeño, por más diminuto que fuera, en presentarse como un hombre más apuesto y deseable.
—¿Qué me está pasando?... sé que esto no es una buena idea—murmuró, secándose el rostro luego de una rápida afeitada—. ¿Porque me siento en la necesidad de llevarla a cabo, entonces?
Era algo extraño —pero que a estas alturas ya se había vuelto una costumbre—, eso de pensar en voz alta. Lo hacía con frecuencia en la casa de sus padres, para solucionar los problemas morales que ocasionalmente lo atormentaban. Había descubierto que el hábito le era muy útil, lo ayudaba a examinar sus opiniones y posibles decisiones con mayor claridad. Y ahora que vivía solo —visitado apenas por un gato negro que con frecuencia entraba y salía de su departamento, sin permiso de llegada u hora exacta de marcharse—, encontraba también cierta compañía en la resonancia de su voz. A veces, la monotonía y el silencio que lo rodeaban eran irritantes, al punto de la locura. Necesitaba algún sonido que lo distrajera del vacío a su entorno.
—Necesito mejorar mi cuerpo... Comer un poco más —añadió, mirando a su flacuchento ser, mientras el gato lo observaba desde el piso, inclinando su cabeza con curiosidad—. Ahora que lo pienso parezco enfermo... Quien sabe, tal vez lo esté... Pero no creo que a Elise le importe que yo sea tan debilucho, ¿o sí?... Puede que a las muchachas comunes les gustan los hombres fuertes, pero ella no es una muchacha común... Tal vez valore el intelecto más que el físico... O tal vez solo digo eso para apaciguar mi miedo a no ser apreciado —bufó, entrando a la bañera, donde el agua tibia y estancada lo aguardaba. El felino saltó hacia el borde de la tina, sentándose en un rincón, escuchándolo hablar—. Ella es tan interesante... Tan inteligente y bonita... No tiene miedo de valerse por sí misma... De ser rebelde —dejó que su cabeza se recostara contra la pared—. Pero no creo que tenga necesidad, o deseo alguno de tener a un pretendiente. Así que, si quiero ser uno, voy a tener que esforzarme... de verdad voy a tener que esforzarme... —miró al gato—. Y ¿tú que dices, Bigotes? —el animal maulló y él se rio—. Sí... Concuerdo contigo.
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Puerto de Levon, 22 de febrero de 1888
—¡SALUD! —exclamó Claude, mientras el alcohol, lenta pero progresivamente, empezaba a apoderarse de su cuerpo.
—Salud, excelentísimo secretario —dijo su acompañante, tomando un sorbo del vino antes de dejar su copa vacía en la mesa de noche.
La mujer era una rubia de ropas andrajosas —que, estando tan viejas y deshiladas, solo podrían ser comparadas a los traperos que adornaban el suelo de la cocina de su casa—. Su cabello reseco, estaba recogido en un desastroso tomate arriba de su cabeza. Su maquillaje, esparcido por su cara sin piedad. Sus dientes, maltratados por una carencia de higiene y de recursos, regalaban una sonrisa de entusiasmo falsa, pero muy bien actuada. Se acercó a él con ojos seductores, apartando la botella de su mano, obligándolo a que concentrara toda su atención en ella. Lo lanzó a la cama riéndose, en seguida subiendo al colchón, aprisionándolo entre sus piernas.
—Tanto vino, tanta comida... ¿y sigues sin estar satisfecha? —el joven indagó, explorando su cuerpo frágil y enjuto con los largos dedos de sus manos.
—Las únicas dos cosas que son capaces de satisfacerme de verdad monsieur, son el dinero... —comenzó a quitarle la camisa, tomándose su tiempo en abrirla botón por botón—. Y el calor de un hombre como usted —añadió, besando su cuello, quitándole el aliento por algunos segundos.
—El dinero es algo... que sin duda logrará conseguir en breve... Pero el calor de un hombre es algo que le daré ahora—invirtió sus posiciones como un lobo hambriento, situándose sobre ella con una volteada bruta.
La mujer soltó un aullido de sorpresa, pero no pareció incomodarse por sus artimañas. De hecho, se atrevió a reírse, siendo seguida por las carcajadas del muchacho.
—¿Es usted siempre así? —bromeó, jalando su cabeza hacia abajo, besándolo con fervor—. ¿Siempre tan apurado?
—Bueno... Confieso que la paciencia no es mi mayor virtud —llevó una de sus manos a su entrepierna, haciéndola estremecerse bajo su toque—. Y además... supongo que tenemos poco tiempo, si usted cobra por hora... tendré que ser un poco más rápido que de costumbre.
—Oh no... Si usted es tan bueno como lo dicen mis colegas, estoy más que dispuesta a darle unos cuantos minutos más... —balbuceó, corriendo su mano por el negro cabello de Claude Chassier.
El canalla sonrió, orgulloso de su fama.
—Entonces déjeme hacerla disfrutar cada segundo.
Descendió sobre su cuerpo como una serpiente, moviéndose sobre las dunas de su piel con sutileza, hasta adentrarse en el oasis que buscaba con lujurioso entusiasmo.
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Carcosa, 07 de marzo de 1888
Un mes había pasado desde la última vez que Jean-Luc había pisado en el Puerto de Levon. Podría decir, con confianza, que ya se había acostumbrado a su ocupada vida en la capital.
Todos los días se despertaba a las seis en punto. A las siete llegaba a la academia de música, saliendo de allí a las dos. Alrededor de las cuatro y treinta de tarde, entraba en el Colonial. Más o menos a las once cuarenta de la noche llegaba a su departamento, mientras la gran mayoría de los habitantes de la ciudad dormían, acurrucados y seguros en sus camas. El itinerario era bastante agotador, lo debía reconocer. Pero todo el estrés, cansancio y ansiedad valían la pena, cuando al cruzar las doradas puertas del restaurante, él la veía. Supervisando a los meseros, conversando con algunos de los clientes habituales, manteniendo el orden y correcto funcionamiento del local. Si bien su postura dentro de su trabajo era formal, dedicada —y según algunos, excesivamente estricta—, afuera, Elise comprobaba ser de la más agradable compañía.
Y Jean se sentía bastante afortunado, de haber logrado, en tan poco tiempo, concretar una de sus principales ambiciones: conocer más a la dama.
Al inicio, todos sus intercambios habían sido cortos y apenas hablaban sobre cosas tontas y simples; nunca parecían tener tiempo suficiente para desarrollar asuntos más complejos. Esta etapa, por suerte, no duró mucho. La muchacha, sintiéndose frustrada por la lentitud en la que su amistad progresaba, decidió, en un fugaz momento de atrevimiento y coraje, invitarlo a caminar después que practicara su repertorio con la banda —antes de que llegase la noche y tuviera que subir al palco para entretener a la clientela—. El encuentro, que debería haber sido único, especial, se volvió a repetir con cada nuevo día. Y la propuesta de hacer aquellas citas algo fijo en su itinerario —que no había sido sugerida por sí misma, pero por el violinista que la había encaprichado— se aprobó. Al fin ambos tenían un momento largo y quieto para conversar, a solas, sin ser interrumpidos por los demás funcionarios y clientes del Colonial. Pronto, el atardecer se había convertido, para ambos, en sinónimo de romance y felicidad.
Por eso, aquel día, la desaparición de la dama en su hora sagrada le resultó preocupante. Nunca se demoraba en cruzar la entrada de la sala de música. Siempre era puntual con su llegada, justo al inicio de su periodo de descanso.
Su aflicción no le duró mucho, sin embargo. Una ráfaga de aire a sus espaldas lo hizo bajar su violín —al que estaba tocando para pasar el tiempo mientras aguardaba a su llegada— y girar sobre su asiento, llevando su atención hacia la puerta.
—¿Elise, estás bien? —preguntó, confundido por su inusual y eufórica apariencia.
Pese a su dificultad inicial en aceptar la petición —y los siete días de hesitación y correcciones a su vocablo que la siguieron—, al fin había logrado hacerle caso a su empleadora. Ahora, se permitía a sí mismo referirse a la dama solo por su nombre y no como mademoiselle Carrezio. Le resultaba extraño, el nivel de informalidad que había surgido entre ambos en aquel corto lapso de tiempo, pero lo apreciaba.
Sin embargo, pensar en ella de manera tan casual, fue el verdadero obstáculo. Había intentado suprimir la costumbre de referirse a la mujer como mademoiselle en su cabeza, pero el esfuerzo fue en vano. Simplemente, no conseguía parar de hacerlo. Sentía que, si mantenía la existencia de un tratamiento formal, al menos de su parte, sería capaz de manejar sus emociones de mejor manera. Al final, una cosa era perseguir un romance con una chica cualquiera, otra, perseguir un romance con una muchacha a la que ahora consideraba una amiga. Los nervios lo consumían con un hambre amplificada, en el último escenario. Y si quería conquistarla, debería ser valiente, estoico, no podía dejarse influenciar por sus ideales románticos sensacionalistas, al menos no aún.
—¡Jean, ven rápido! ¡Algo pasó, es urgente! —ella exigió antes de dar una media vuelta, saliendo de la habitación tan rápido como había llegado.
Intrigado, él la siguió. Luego de zigzaguear por los interiores del restaurante como una mosca frutera, la vio sentarse en una de las mesas más cercanas a la entrada, frente a frente con el violinista principal de la banda —el mismo que lo había desafiado a tocar su primera pieza en el Colonial—. El hombre tenía un gigantesco corte en la mano, de dónde un caudal rojo descendía, provocando un verdadero desastre en ambos su vestimenta y sus alrededores. A su lado, otro hombre —quién él intuyó, era un doctor— le examinaba la herida.
—Dios santo... ¿Demian que te ocurrió? —Jean cuestionó, examinando la lesión.
—Un mesero dejó caer una jarra en la mesa, por accidente. Su mano estaba justo al lado de dónde estalló y un pedazo de vidrio la cortó. —contestó en su lugar el pianista, Xavier, de pie detrás de él, con las ropas empapadas de sangre. —Intenté ayudarlo como podía, pero era obvio que necesitaba un doctor.
—Y por eso me alertó —Elise añadió, preocupada—. Por suerte, sabía que el doctor Marcel estaba por aquí, así que lo fui a buscar —señaló al rechoncho hombre que, concentrado, le hacía las curaciones al herido—. No tengo cómo agradecerle, de verdad.
—No hay de qué, mademoiselle —él respondió con una sonrisa educada, sin quitar los ojos de su paciente.
—Jean —otra vez, la dama se dirigió hacia él, con una inquietud notable—. Necesito tu ayuda. Hoy va a venir un invitado muy especial de Levon y pensaba en hacer con que la banda tocara. Pero con este accidente... —suspiró y siguió—. ¿Podrías, solo por esta noche, reemplazar al violinista principal? Sé que has practicado para ser el acompañante, pero... ¿crees que podrías tomar su lugar?
Él la miró, incrédulo. ¿Sería verdad lo que recién había escuchado? ¿O solo una dulce ilusión?
—Sí —confirmó con tranquilidad—. Lo haré. Hasta que Demian mejore, claro.
No se esperó lo que vino a seguir. Sin advertirle, Elise lo abrazó con fuerza, e hizo que su corazón se saltara un latido. Con su suave cuerpo rodeándolo, el violinista se sintió en las nubes. Pero, para su más profunda decepción, la interacción no duró nada más que meros segundos. Lo suficiente, debía mencionar, para evocar la mirada reprochadora de la clientela a su alrededor.
Completamente rojo, sonrió, observando como la mujer a su frente se marchaba, saliendo a la calle para llamarle un carruaje a su empleado herido. Él, por su parte, le deseó suerte a Demian, corrió hacia la sala de música y se dispuso a aprender, desde cero, el repertorio de la noche. Pero no porque quería impresionar al invitado de Levon. Su meta principal hoy sería encantar, nota por nota, a la fantástica, intensa, hermosa dueña del restaurante Colonial.
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—Ya estamos casi en la hora de la presentación —señaló Xavier, echándole una mirada a su viejísimo reloj de bolsillo—. ¿Chicos, están listos? —les preguntó a los demás integrantes de la banda, que le respondieron con una simple afirmación de sus cabezas—. ¿Jean?
—¿No? —contestó entre dientes, con una mirada desesperada.
El pianista se rio.
—Excelente. El arte siempre es mejor cuando viene de un alma angustiada.
—Ojalá estés en lo cierto —replicó, apoyando su violín en contra de su hombro—. Porque no quiero arruinar la noche.
—No lo harás, relájate —el otro replicó, estirando los dedos de la mano, poniendo en muestra una sonrisa deleitable, dirigida apenas para el público—. Solo confía en tu talento y todo estará bien.
En ese preciso momento, la cortina roja que escondía el palco se abrió. Había por lo menos unas cien personas conglomeradas en las mesas a su alrededor. Algunas cenando, otras conversando, pero la gran mayoría, observando el espectáculo. No lograba identificarlas a todas, pero algunos rostros familiares en la cercanía inmediatamente se destacaron. Y al tomar más atención a los invitados más reconocibles, su sangre se heló.
El misterioso invitado de Levon —que resultó ser nadie más, nadie menos que su propio padre, el teniente coronel Peter Chassier—, estaba en una de las mesas paralelas al palco, en la primera fila. En la silla a su izquierda, su hermano menor; en la derecha, su madre.
De pronto, el peso que sentía sobre sus hombros se triplicó. Tenía que ser perfecto en su desempeño. Sí se equivocaba en una nota, en una sola nota, el señor Chassier lo percibiría y su equilibrio mental sería destrozado. Porque sabía, luego de años de convivencia, que su progenitor haría trizas su confianza y su autoestima, compartiendo su decepción y descontento con sus palabras hirientes y su pérfido carácter. Y él no quería escuchar ningún comentario desagradable aquella noche. Mucho menos estando cerca de Elise.
—Mesdames et Messieurs*, les presento a nuestra querida banda del Colonial, abriendo la noche con "L'inverno", del compositor y genio, Antonio Vivaldi —anunció la mujer en sí, desde el otro lado del escenario.
Llevando el arco del violín hacia las apretadas cuerdas del instrumento, Jean cerró sus ojos y trató de olvidarse del mundo. Tenía que hacerlo, o perdería la cabeza antes de que pudiera alcanzar la primera nota. Respiró hondo y contó hasta diez. Luego, miró hacia sus propios dedos y se dispuso a tocar.
Mientras la música encantaba a los clientes del salón, trató de pensar en algunos buenos recuerdos, en un intento de ignorar las críticas miradas clavadas sobre él. Se acordó, por ejemplo, de cuando todavía era un niño y se ponía a jugar en el intimidante piano de cola que existía en el rincón de la sala de su antigua casa. Mientras luchaba por acertar algunas notas, y entender su funcionamiento, escuchó gritos de reproche, que demandaban su silencio. Al no obedecer, una botella vacía de vino estalló en la pared a sus espaldas.
"No, Jean. Para de pensar en él."
Volvió a concentrarse en encontrar otro recuerdo feliz. Se acordó de ese soleado día de verano en Levon, cuando salió con su hermano a jugar y ambos decidieron explorar el faro abandonado que había cerca de la casa. Era gigantesco, histórico, magnífico. Pasaron allí unas cuantas buenas horas, jugando, divirtiéndose, disfrutando su infancia, hasta que su padre los vino a buscar, cinturón colgando de la mano cómo un látigo.
"¡PARA DE PENSAR EN ÉL!"
La presentación alcanzó su punto más ilustre al llegar a la tercera sección del Concierto, "Allegro". Empezaba de manera templada, hacía una escalada rápida, volviéndose apurada e intensa y detonaba con fuerza, antes de ser apaciguada, y disolverse en una breve pausa. En ese momento —siguiendo la instrucción de Elise— Xavier y la banda pararon de tocar. Jean, por completo concentrado en su arte, ni se percató. Desarrolló la última parte del concierto solo, desatándose de toda su ira, miedo y frustración con rápidos movimientos de su dedo, ágiles movimientos de su arco, y la sinceridad de la música que creaba.
Cuando terminó, fue sorprendido por una oleada de aplausos, silbidos y felicitaciones, que resonaron en todos los rincones del establecimiento. Mirando alrededor por primera vez desde que había empezado a tocar, apenas logró entender qué estaba pasando. De pronto, empezó a cuestionarse: tanta gloria recibida, pero, ¿por qué?... ¿Por qué era su arte tan amada por el público si surgía del odio, del dolor, del sufrimiento? ¿Cómo era posible que esa gente apreciara su actuación, viendo lo adolorido y sentimental que estaba?
No tuvo tiempo para secar sus lágrimas, ni para encontrar las respuestas a su duda. Siguió con el repertorio, siempre dedicado a no cometer ningún error y a no mirar hacia su padre. Eventualmente, llegó la última presentación de la noche, que debería haber sido estrellada por Demian. Tragando en seco, miró hacia su cuaderno de partituras.
Paganini, Caprice 24.
Al leer el título, sintió una súbita necesidad de venganza. Decidió, al último minuto, hacer lo que había estado evitando toda la noche. Se levantó de su asiento, dejando las partituras a un lado. Caminó hacia el eje del escenario y encaró, con profunda ira, a los despreciables ojos de su padre. Alzó su arco y comenzó a tocar, sin perderlo de vista. No solo quería irritarlo con su talento, quería ver su envidia crecer mientras lo hacía.
Peter, por su parte, pareció entender sus intenciones, volviéndose más y más molesto a cada segundo transcurrido. Sonriendo, Jean alcanzó el apogeo de la composición, llegando a la cumbre de su mágica destreza y pasión. Apoyado por la banda, ejecutó entonces el final de concierto más aplaudido de la historia del restaurante Colonial —no apenas por haber sido una presentación técnicamente perfecta, pero por haber sido penetrante, violenta y apasionada, justo lo que la multitud no esperaba ver aquella noche—.
Antes de que las cortinas fueran cerradas, se curvó hacia su padre con sarcasmo; su última ofensa de la velada. Lo vio mostrarle los dientes y se sintió orgulloso de sí mismo, pues había logrado su cometido, irritarlo.
Una vez apartado del público, agradeció las felicitaciones de sus colegas, les devolvió la amabilidad y se retiró del escenario, desesperado por escapar de la propiedad lo más pronto posible. Para su infortunio, sus planes de fuga fueron detenidos por un choque repentino con Elise, quien se hallaba distraída, hablando con su madre, cerca de las escaleras que conducían al palco.
Su madre llevaba puesto un vestido azul de Prusia, decorado con un carísimo collar de perlas, preciosos guantes blancos, y un sombrero de plumas de pavo real. Su acompañante también lucía espléndida, pero en un vestido rojo carmesí, al que debería haberse cambiado en algún momento de la tarde.
—Jean! ¡Fuiste excelente hoy! ¡Justo venía a felicitarte y a saludarte!... Pero, ¿por qué esa cara larga? —preguntó Anne Chassier, con una expresión atascada entre preocupación y felicidad.
—Nada... —sacudió la cabeza y bajó el mentón—. Me alegra verte, maman.
La pelirroja, percibiendo que algo lo estaba molestando, puso una mano en su brazo.
—¿Estás bien?
—Sí. —murmuró—. Solo... Solo me quiero ir de aquí.
—¿Por qué?
—Sabes porqué... No quiero encontrarme con...
—¡Jean! ¡Hijo mío! —interrumpió su padre, brotando de entre la multitud como la peste—. Te equivocaste durante el Largo de L'Inverno... Pensé que estaba pagando para que te volvieras un músico experto, no un amador.
En la ocasión, Peter Chassier llevaba puesto un traje de gala militar —conformado por una casaca roja clara, epaulettes y botones dorados, acompañada por pantalones blancos—. En una mano, llevaba su típico bastón con mango de león. En la otra, sujetaba un quepis.
Un hecho interesante de las islas de Gainsboro, era que el color de los uniformes de las fuerzas armadas indicaba el rango, ocupación y área en la que trabajaban cada uno de los oficiales que la conformaban. Por regla general, los oficiales del ejército ocupaban uniformes rojos. Los guardias de Las Oficinas, gris. Los de la marina, celeste y blanco. Los guardias forestales, verde. Y los policías, azul marino —a excepción del comandante jefe, que se vestía de negro—. Y en cada sector, lo mismo se aplicaba: Cuanto más oscura la tonalidad del traje, más autoridad tenían.
El señor Chassier, pese a ser considerado una figura histórica en la guerra de independencia de 1862, nunca había oficialmente traspasado el cargo de teniente coronel. Debido a la alta tasa de deserción de la época y la gran cantidad de generales de alto cargo asesinados, él debió asumir el liderazgo de múltiples batallones, sin jamás progresar de rango. No existía tiempo para confeccionar nuevos uniformes, insignias, o para actualizar su estado de autoridad. Eso hizo que su casaca jamás se oscureciera. Él, como casi todos los veteranos de su edad, se había vuelto una excepción de formalidad en el actual código de vestimenta militar —lo que no le impedía alardear su anticuada casaca en todos los eventos sociales que asistía—.
—Peter... por el amor bendito de Dios, no digas o hagas nada estúpido —Anne advirtió con sutileza, ocultando el permanente desprecio que sentía hacia su esposo con una sonrisa teatral.
—Oh, nunca osaría —respondió, elevando su voz—. Pero claro que, como un amante de la música, debo criticar la obra de nuestro hijo, para que pueda mejorar.
—No lo escuches Jean, tu presentación fue espléndida.
—Espléndidamente mediocre...
—¡Peter!
—¿Qué? —él respondió con fraudulenta inocencia, cruel y burlona.
Mientras la pareja discutía, Elise no pudo evitar pero observar de reojo al violinista. Su desagrado e incomodidad eran notables. Su mandíbula, tensa con todas las profanidades que en su cabeza imploraban por ser dichas. Las venas de su tez, pulsando de odio. Y no lo culpaba por su alterado estado. A cada palabra que oía de parte del señor Chassier, se convencía más y más, todo lo que había leído sobre él en la prensa era verdad, su reputación de charlatán, ególatra y ser de arrogancia crítica era comprobable.
Ya no aguantando más presenciar el ridículo espectáculo a su frente, la mujer alzó la voz:
—¿Me darían unos minutos a solas con su hijo, por favor?
—De hecho... —quiso empezar una nueva discusión el hombre, antes de ser interrumpido por su esposa.
—De hecho, ya nos vamos. Es tarde. Muchas gracias por la hermosa velada, mademoiselle. Y felicitaciones por el espectáculo hijo, fue precioso —Anne intercedió, dándole un guiño a la dueña del restaurante como señal de agradecimiento. Peter, por completo ignorado, molesto y frustrado, se dio la vuelta y se marchó, sin ningún adiós o hasta luego. Una vez el hombre se había ido, la señora Chassier exhaló con cansancio, se acercó a su hijo y murmuró en su oído:—Volveré mañana. Le daré a tu padre su medicación para la jaqueca y vendré sola. Tu hermano dijo que seguiría aquí hasta tarde, así que hay una buena posibilidad de que choques con él en la salida —retrocedió algunos pasos y continuó: —Buenas noches a los dos... Y me disculpo en nombre de mi marido, a veces puede ser un poco... Temperamental.
—No necesita disculparse, madame —Elise aseguró—. Ojalá tengan un buen viaje y una buena noche.
—Muchas gracias, ustedes igual —sonrió, antes de despedirse de ambos, darse la vuelta y salir del restaurante, persiguiendo a su esposo entre la multitud.
Con su madre fuera de vista, Jean dejó que un agotado suspiro escapara de sus labios.
—Hey... ¿estás bien? —la muchacha indagó, aliviada de estar al fin a solas con el violinista.
—Lo estoy —asintió, aunque su mueca de inconformidad no encajaba en lo más mínimo con su declaración.
—¿Estás seguro? —repitió, con más gentileza y tacto que antes.
Al notar el cambio, Jean cometió el grandísimo error de mirarla. Su compasión, cariño y genuina preocupación lo rompieron. No podía mentirle. No cuando esos cálidos ojos castaños lo miraban de vuelta, decididos a ayudar en cualquier capacidad o manera en que pudieran.
—No... No lo estoy —confesó, angustiado—. Lo siento.
—No hay nada que requiera perdón. Ven conmigo afuera —ordenó, señalando con calma hacia el exterior del restaurante—. Necesitas aire fresco, un poco de silencio... Ha sido una noche complicada.
—Muy complicada.
Apenas terminó de hablar y la dama lo agarró con del brazo, llevándolo con urgencia a la salida. Y al recibir la primera brisa nocturna, le concedió la razón a su salvadora. Abandonar la construcción había sido una excelente idea. En algunos breves minutos, el nudo en su garganta se deshizo y el peso en sus hombros se desvaneció. Más tranquilo y concentrado, le echó un vistazo a sus alrededores, a los que —en su estado nervioso y agobiado—, no había logrado apreciar.
El viento tibio corría despacio por las calles, levantando papeles sueltos y hojas caídas. El cielo, coronado por estrellas, no portaba ninguna nube. Frente al Colonial, iluminado por las luces de las farolas de la calle, unos veinticinco carruajes se encontraban estacionados uno tras otro, en una organizada fila india que dominaba a casi todo el pavimiento. Algunos clientes se despedían de sus amistades mientras otros se marchaban, pero la multitud no era tan espesa como la de adentro y era mucho menos sofocante.
—Jean... —lo despertó de sus pensamientos Elise, con una expresión meditabunda—. ¿Qué fue lo que sucedió allá adentro?
—Ese fue mi padre siendo mi padre, o sea, un completo desgraciado.
—No, no eso —se corrigió, seria—. ¿Qué fue lo que ocurrió cuando estabas tocando?
—¿A qué te refieres?
—Parecías... Irritado.
—Solo quería impresionar al público, eso es todo —su intento de mentira no pareció resonar bien con la testaruda, desconfiada dueña del Colonial.
—¿Impresionar al público, o confrontar a tu padre? —rebatió, apretando la herida para ver si sangraba.
En vez de enojarse con su impertinente curiosidad, Jean cedió a sus cuestionamientos, muy cansado para entregarle una respuesta agresiva.
—Ambos —la encaró—. Nunca nos llevamos bien y nunca nos llevaremos. Yo en general prefería no confrontarlo, para evitar palizas, pero me cansé. Quise gritarle de una manera diferente, una manera que no tuviera cómo callar.
—Con música... —ella murmuró, juntando las piezas del rompecabezas.
Él afirmó con la cabeza, conmovido.
—Juro que te daría más detalles, pero... créeme cuando digo que no te quieres involucrar en el caos que es mi vida familiar. Nada bueno ha pasado ahí. Nada es digno de recordar.
Trató de darse vuelta y regresar al restaurante, pero ella lo detuvo.
—Si quieres desahogarte —empezó a hablar, con una sensibilidad sin precedentes—, puedes decirme lo que sea, no me voy a asustar. Puedes confiar en mí. No voy a huir, no me voy a reír, ni voy a pensar que estás siendo dramático por llorar... o por sentirte indignado sobre las cosas terribles que te han pasado —su voz, embargada, fue una promesa de genuinidad ofrecida libremente, que lo hizo creer aún más en sus palabras—. Recuerda, yo también tengo a un padre que no hace nada más que avergonzarme, herirme y abusarme de todas las maneras que puede. Sé cómo se siente, estar en tu lugar. Ya he estado ahí. Solo dame una oportunidad para ayudarte... Porque sé que no estás bien, Jean. Lo veo tus ojos. Sé que necesitas apoyo... Así que háblame, si quieres. Estoy aquí.
El final de su discurso lo emocionó mucho más de lo que había esperado. Su miserable corazón no pudo evitarlo, pero arremetió contra su pecho como un animal furioso y enjaulado. Confundido por la mano que hacia él se extendía, ofreciendo salvarlo de su calvario, ofreciendo dividir su tormento, él permaneció en silencio, pensativo. Nunca había considerado, ni imaginado, exponer los daños causados por su padre a alguien. Ese era un tema frágil, doloroso, que prefería reprimir a confrontar. La causa de heridas espirituales que nunca sanaron, y que no sabía si algún día mejorarían en lo absoluto.
—Lo siento... Pero no puedo. Hay cosas que son mejor ignorar. Y mi historia con mi padre es algo que nunca, nada podrá apagar de mi mente.
Y con esa última afirmación, el violinista se apartó de su lado, se dio la vuelta, y —decidido a no mirar atrás— se marchó, sin decirle siquiera un adiós como consuelo.
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*"Rue": "Calle" en francés
*"Mesdames et Messieurs": "Señoras y Señores" en francés.
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Fur Elise: Beethoven:
https://youtu.be/1cSNBGsPSHY
Caprice N°5 de Paganini:
https://youtu.be/0jXXWBt5URw
L'inverno de Vivaldi:
https://youtu.be/ZPdk5GaIDjo
Paganini, Caprice N°24:
https://youtu.be/8OmhhxntAzM
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