Acto 2: Capítulo 1
(23 años atrás)
Puerto de Levon, 24 de enero de 1888
Aquella era una mañana agradable. El cielo era azul, las nubes blancas y el viento, suave. Además, el calmo mar permitía que los pescadores paseasen despreocupados con sus barcos, admirando las cristalinas aguas de la bahía en la relajada búsqueda de su tesoro. Enviaban sus redes vacías a las olas y las traían de vuelta repletas de cardúmenes de atún y jurel, de langostas, camarones y jaibas, que por la tarde descargarían a la tierra y venderían frescas en los mercadillos de la plaza central. Por mientras, las señoras que exploraban la explanada de negocios y comerciantes se contentaban con luchar por las mejores hortalizas y frutas, moviéndose a paso rápido por entre la competencia, tirándole un puñado de monedas al vendedor antes de apoderarse de su compra.
Observando con asombro el masivo escenario, bajo los reconfortantes rayos del sol, Claude Chassier soltó un suspiro perezoso. Desde lo alto de la casa de sus padres, la Mansión Escarlata, podía ver todos los rincones de la ciudad portuaria. La previamente mencionada Plaza central, la Catedral de Sierra, la Biblioteca Regional, el Café Le Fleur, el Gran Teatro; todos lugares que su familia solía frecuentar a menudo —eso es, cuando no estaban ocupados teniendo una de sus clásicas peleas—.
Mientras admiraba la belleza de su ciudad natal, escuchó la dulce melodía de un violín besar sus oídos. Con una agilidad jovial, deslizó sus piernas hacia uno de los bordes del tejado, usando sus manos para engancharse en el canalón y colgarse del techo. Experto en sus maniobras, se abalanzó hacia la ventana de su habitación y cayó adentro con un estruendo calculado. Ileso, se enderezó la espalda, aplanó la ropa y salió hacia el pasillo, como si nada hubiera ocurrido. Siguió el sonido que lo hechizaba hasta bajar las escaleras, luego se apresuró en llegar a los aposentos de su hermano.
En aquel entonces, él era un hombre distinto; un muchacho distinto. Claramente no tenía noción del giro que tomaría su vida en unos pocos años, cuando todo lo que amaba se fuera arrebatado de sus manos. No, en aquel momento, él vivía en paz. Y la casualidad con la que marchó hacia la habitación de Jean lo comprobaba.
—¿Ya estás tocando a estas horas de la mañana? —fingió sorpresa, abriendo la puerta—. Eso sí es dedicación.
—La práctica hace al maestro —respondió su hermano, bajando su violín—. ¿Y tú? ¿Viniste a espiarme?
—No espiarte, apreciarte —contestó con un aire sofisticado—. Tengo que ser tu admirador número uno desde ahora. Así, cuando estés tocando en el Teatro de Carcosa, tendré un asiento gratis en los balcones.
—Ah, claro —se rio, negando con la cabeza—. Claude, es más probable que te ganes un asiento gratis siendo el próximo ministro de justicia que por conocer a un violinista cualquiera de la orquesta.
—Uno nunca sabe —alzó sus hombros—. Tal vez seas el próximo Paganini*.
—Si vendo mi alma al diablo, a lo mejor.
—Espera, ¿todavía la tienes? —bromeó, antes de ser golpeado por una almohada voladora.
—Idiota —carcajeó el otro, al verlo casi caerse de espanto.
En aquella época, el mayor de los hermanos Chassier no era el más convincente de los galanes. Con unos lentes redondos que no favorecían la curvatura de su nariz, una cabellera corta y cerril, cuerpo delgado y extremidades flacuchentas, parecía ser apenas otro ciudadano promedio de Levon. Su único destaque era una sonrisa encantadora —un genuino faro de esperanza y alegría que hacían sus verdes ojos resplandecer con júbilo—. Claude solía sentir una gran satisfacción al verla, siempre vibrante y contagiosa. Si era sincero, no se imaginaba el resto de su vida sin ella, coloreando sus días más grises.
—¿Y entonces? ¿Qué estabas tocando, una nueva composición? —preguntó, apoyándose en el marco de la puerta.
—Sí... Y recién salida del horno —el músico le lanzó el papel, rayado de instrucciones y símbolos que él no comprendía con fluidez.
—Impresionante.
—¿Eso crees?
—Sí, me gusta —afirmó, disfrazando su confusión—. Está perfecto.
—Yo no diría lo mismo —los interrumpió con amargura su padre, el frívolo e insensible señor Peter Chassier, ojeando el papel desde el hombro del muchacho—. Te faltan espacios entre las notas.
Pese a su edad, Peter era un hombre de gran reciedumbre. El retirado teniente coronel siempre llevaba la nariz en alto, enseñando con orgullo su sobrepasada arrogancia y su actitud mezquina. Su cabello emblanquecido, cortado al viejo estilo militar, estaba partido hacia la derecha, enderezado e inamovible, tal como su personalidad. Su barbilla afeitada complementaba su apariencia rígida de veterano venerado a la perfección. Sus ojos eran similares a los de un halcón, y los tenía muy claros, casi grises.
—Esos "espacios" se llaman "silencios" —aclaró Jean, apático.
—O "Pausas" —balbuceó su hermano con el poco conocimiento que tenía, añadiendo más ira al rostro del militar.
—¡Poco me importa cómo se llamen! —en seguida él respondió, más molesto de lo común—. ¡Solo quiero que te calles un poco y que pares de hacer tanto ruido sin sentido a estas horas de la mañana! ¡Ya llevas tocando la misma cosa a más de una semana, invéntate algo nuevo!
—Sí señor —aceptó sus represalias su hijo, cabizbajo.
El señor Chassier pensó en continuar con la discusión, pero se decidió a no hacerlo. Solo bufó con desprecio y se alejó del lugar, con pasos pesados y estruendosos.
Una vez certificado que el hombre se había ido de verdad, Claude dejó las partituras sobre la cama, se volteó hacia su hermano mayor y depositó su mano sobre su hombro, en la ofuscada esperanza de brindarle un poco de consuelo.
—No le hagas caso, la composición es maravillosa.
—Claro —suspiró con fastidio, ajustándose los lentes.
—Hablo en serio, está hermosa. No es tu culpa que disparar tantas bolas de cañón lo haya dejado sordo.
—¡No hablen así de su padre! —fingió regañarlos Anne Chassier, entrando a la habitación con una sonrisa traviesa estampada en la cara—. Aunque pueden que estén en lo correcto —se rio en voz baja, siendo copiada de inmediato por sus hijos.
Anne era —en muchos sentidos— el polo opuesto a su esposo: Peter era grosero, ella era amable; Peter bebía en exceso, ella detestaba los destilados; Peter era un mal hombre, ella era una buena mujer; Peter carecía de cualquier espiritualidad o sentido de moral, ella se esforzaba en ser la mejor versión de sí misma, tanto para Dios, como para los demás. Eran dos caras de la misma moneda, dos diferentes productos de una misma generación marcada por guerras, tragedias y sufrimiento.
—Buenos días, maman* —dijeron al unísono los muchachos, enderezando sus posturas, respetuosos a su llegada.
La señora Chassier, acercándose, les plantó cálidos besos en las mejillas, sin miedo alguno a demostrar el amor que por ellos sentía. Como de costumbre, llevaba su rojizo cabello recogido en una trenza, que le caía sobre el hombro. Su vestido blanco le llegaba hasta los pies, donde un par de botines castaños se asomaban. De su cuello, un largo collar de perlas —perteneciente a su madre— colgaba, deslumbrando a todos con su belleza y con su costo. Parecía veinte años más joven que su esposo, pese a compartir la misma edad.
—Buenos días —ella respondió, recogiendo las partituras de la cama para examinarla. Aparentemente contenta con el trabajo de su hijo, empezó a tararear, sonriendo.
—¿Está mejorando, no es cierto?
—Mucho, esto es precioso —concordó, antes de subir el mentón y encarar a Jean—. Y quiero oír esto por completo después del almuerzo.
—¿Está segura que notre cher père* no se enojará?
La mujer se rio.
—Su padre vive enojado, es normal de él. Creo que ya deberías saberlo luego de tantos años de convivencia.
—Es verdad, pero no me gusta cuando se pone amargado —aclaró el muchacho, guardando su violín dentro del estuche.
—Bueno, si se enoja, podemos siempre darle su medicamento para la jaqueca y dejarlo durmiendo por algunas horas.
—¡LOS ESCUCHÉ! —gritó Peter desde los confines de la casa.
Anne solo giró los ojos y continuó hablando, ignorando al gruñón ser humano al que llamaba esposo.
—Está decidido, después del almuerzo vas a tocar. A final de cuentas, estoy ansiosa por escuchar tus nuevas obras —insistió, emocionada—. ¡Pero antes de que hagamos cualquier cosa! Tengo que entregarte algo —comentó, señalando hacia la puerta—. Sígueme.
—¿Puedo ir también? —preguntó su otro hijo con una sonrisa esperanzada.
La señora Chassier afirmó con la cabeza sin siquiera pensarlo, antes de deslizarse al pasillo. Los tres pasaron a hurtadillas por la sala, donde Peter leía un libro sobre derecho penal, mientras tomaba un generoso vaso de vino tinto. Distraído en el texto, ni notó su presencia, y si lo hizo, no se alarmó. En poco tiempo, el trío llegó a la cocina, posiblemente el lugar más vivo de toda la casa. Columnas de humo giraban en el aire, cacerolas eran movidas de un lugar a otro, cuchillos golpeaban tablas de madera, aceites burbujeaban, las empleadas cotilleaban; la cacofonía era inevitable.
—Buenos días madame Katrine— los dos hermanos dijeron con alegría, al chocar miradas con la querida y famosa "general" de la cocina.
Con un indudable carácter energético e impaciente, la mujer disparaba órdenes de derecha a izquierda, moviéndose por el suelo con la rapidez y delicadeza de una cierva. Tan solo se detenía para saludar a sus patrones y para resolver algunas dudas de la ama de llaves.
—Buenos días, chicos. ¿Cómo están? —les sonrió, apartando una olla del fuego.
—Bien madame Katrine —respondieron otra vez al unísono, inclinando sus cabezas hacia adelante en un cordial saludo.
La señora Chassier entonces se le acercó, ávida.
—Katrine, ¿tienes lo que pedí que guardaras?
—Sí madame*—respondió la mujer, mientras se secaba las manos con un pañuelo, tejido en la prehistoria.
—Bien, ¿me lo puedes traer?
—En seguida.
La empleada circuló el ambiente con entusiasmo, hasta que, desde un armario, sacó un sobre, escondido entre frascos de especias. Con rapidez, se lo entregó a la señora Chassier, quien a su vez se volteó para encarar a su hijo más viejo.
—Jean, sé que por mucho tiempo has querido estudiar en Carcosa —le ofreció la carta—. Así que conseguí que un gran amigo mío, que vive allá, te ingresara en la Academia de Música.
—¿Academia?
—¡Sí!... ¡Te vas a Carcosa en dos semanas! —exclamó, viéndolo leer el documento.
—¿Es esto una broma? Tiene que ser una broma —balbuceó el muchacho, intercambiando miradas entre su hermano menor y su madre—. ¡¿ME VOY A CARCOSA?!
Ambos afirmaron con la cabeza, divertidos con su reacción de absoluto regocijo.
—¡No me lo puedo creer! —sonrió, estupefacto.
—Te he conseguido un empleo en un restaurante. No es gran cosa, pero es suficiente para que logres mantenerte en esa ciudad mientras estudias. Pero también te enviaré una mesada, no te preocupes.
—¿Y cómo se llama el lugar?
—Restaurante Colonial —informó, orgullosa.
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—¡TÚ NO IRÁS A NINGUNA PARTE! —espumó su padre, bloqueando con furia la puerta de su habitación.
La tarde que sucedió aquella sorpresa había sido tranquila, monótona. Eso era, hasta que Peter Chassier se enterara del porqué. Y entonces, sin ningún tipo de aviso, en la oscura noche costera, el caos se desató.
—¡PETER! —lo detuvo su esposa, entrando entre él y su hijo—. ¡Jean fue aceptado en la prestigiosa Academia de Música Hector Berlioz*, deberías estar feliz!
—¡TÚ CÁLLATE! —rugió el troglodita, apartando a su mujer con un empujón, forzándola al suelo.
—¡QUITA TUS MANOS DE MI MADRE! —el muchacho reaccionó de inmediato, avanzando hacia él con una rabia sin precedentes.
Aunque su padre fuera más macizo y hercúleo, se hallaba más ebrio que un corsario holandés. Sus movimientos eran lentos, poco coordinados; sus gestos torpes e inseguros. Jean se aprovechó de aquella ventaja. Arremetió en su contra como un toro, tirándolo hacia la pared y haciéndolo caer, alejando sus garras sangrientas de Anne, antes de que pudiera infringir un daño más grave.
Paralizada de miedo, la señora Chassier apenas tuvo el reflejo de levantarse y sacar a su hijo de encima de su esposo, no queriendo que la pelea continuara.
Claude, quien había estado fuera de su hogar desde el almuerzo, habiendo ido a la Casa de Gobierno a asistir a una reunión laboral, recién había llegado a la mansión, y observaba la escena desde la sala con sumo espanto.
—¿Qué ocurre aquí? —se unió a su madre, que intentaba proteger a Jean de la violencia de Peter.
—¡Tu padre descubrió que tu hermano fue aceptado la Academia de Música Hector Berlioz, aquella de la que hablamos por la mañana!
—¿Y por qué tantos gritos?
—¡NINGÚN HIJO MÍO SERÁ UN ARTISTA VAGABUNDO! —vociferó el veterano, levantándose a duras penas—. ¡YA ME BASTA QUE SEA UN MARICÓN CATACALDO Y ESTÓLIDO!
Silencio.
—Ahora sí que te mato —anunció Jean, antes de proseguir con una nueva embestida.
Con su consciencia claramente fuera de lugar, alcanzó a darle un singular puñetazo, hiriente y pasional, antes de que su madre y su hermano lo alejaran del peligro otra vez. Siendo restringido con firmeza por su familia, él observó como el Señor Chassier se limpiaba la sangre de la cara, con la nariz rota, y una sonrisa desquiciada que no hacía nada más que burlarse de su propio dolor.
—¡Maldita sea, cálmate! —demandó Claude, sujetándolo a sacudidas entre sus brazos.
—¡¿ACASO NO VES QUE LO ÚNICO QUE HACE ES ARRUINARNOS LA VIDA?! —rugió, intentando escaparse—. ¡ESTÁ SIEMPRE EBRIO! ¡SIEMPRE NOS GRITA! ¡SIEMPRE AGRIDE A MAMAN!
—Hijo, cálmate.
—¿Hijo? —volvió a empezar a irritarla su esposo, carcajeando con desabrida crueldad—. ¡¿HIJO?! —sacudió la cabeza—. ¡Nunca fue un hijo para ti!
La tensa quietud que surgió entre la pareja fue la advertencia general de que algo muy malo estaba por ocurrir.
—Peter... No te atrevas —imploró la mujer con voz fina, acuosa.
—Pues me atrevo. ¡Qu'il aille se faire foutre*! —maldijo, con una mueca que sugería tanto enojo como dolor—. Ya me cansé de esconder este secreto por todos estos años —confesó, apuntando hacia el violinista—. ¿QUIERES SABER POR QUÉ TE ODIO TANTO? —rugió con desprecio, tambaleando hacia adelante—. ¡PORQUE ERES UN PUTO BASTARDO AL QUE NUNCA QUISE TENER!
Y ese fue el momento cuando la señora Chassier estalló. Olvidando su costumbre de predicar la paz, le dio otro golpe, justo en el centro de su cara, moliendo aún más a su nariz.
Maldito fuera su esposo y maldita fueran sus envenenadas palabras. ¿Cómo diablos pudo haber amado a ese monstruo algún día? De verdad no sabía.
—Basta, Peter —ordenó, al mismo tiempo que él volvía a colidir con el suelo—. ¡Arrêtez*! ¡Ya basta!
Otra vez, el contraste era notorio. Mientras el rostro de Anne se encontraba lapidado por la melancolía, el del ex teniente coronel era un carnaval, relleno de payasadas e histeria. Sin ni un poco de respeto hacia los presentes, se rio con un timbre macabro.
—¿Acaso dirás que estoy mintiendo? —inquirió, de pronto regresando a su apática apariencia—. Sabes muy bien que todo lo que he dicho es verdad. Sabes muy bien que cuando llegué a esta casa, con un bebé que no era tuyo, ¡me dijiste que lo hiciera desaparecer!...
—¡CÁLLATE! —lo volvió a cortar, destrozada.
Mientras, Jean miraba a su madre en búsqueda de alguna negación, de alguna evidencia que comprobase la mentira que estaba siendo erguida por su padre. Pero nunca encontró nada.
—¿Eso es cierto? —fue lo primero que se le ocurrió decir, aturdido—. ¿Maman, eso es cierto?
—No te hagas de idiota, muchacho. ¡Tú no eres su hijo! —el ebrio respondió en su lugar, apuntando con debilidad hacia la mujer—. Por lo menos, no de sangre —continuó, limpiándose la cara con la manga de su camisa—. Tú... Eres un bastardo... Que no hizo más que arruinarme la vida... ¡Por tu culpa, perdí mi cargo en el ejército; me hicieron retirarme! ¡Por tu culpa, perdí el respeto de mis amigos! —miró al infeliz que había engendrado, hirviendo con rencor—. ¡LO PERDÍ TODO!
—No.... No. Eso no es posible —se negó a creer, mirando a su madre—. ¿Verdad, maman?... ¿¡Maman?! —cuestionó en pánico, pero la señora Chassier no reaccionaba.
—Jean... —lo nombró su hermano, procurando tranquilizarlo—. Sigues siendo familia...
—¡¿TÚ TAMBIÉN LO SABÍAS? —se volteó hacia él, sintiéndose engañado por todos y por todo.
Miró alrededor. La señora Chassier estaba llorando, su hermano también. Ambos decepcionados, pero resignados a su sufrimiento. Su padre, ebrio, seguía luchando por levantarse del suelo, cayendo en cada nuevo intento.
Tenía que salir de aquella casa.
Tenía que salir de aquella casa de inmediato.
Corrió hacia afuera en una nube de confusión e ira. Miró al cielo estrellado del puerto y soltó un grito desesperado, agonizante, que lo hizo perder todas las energías y todas las ganas de seguir viviendo en aquella ciudad. Exhausto, cerró los ojos y dejó la brisa de verano envolverlo con el salado olor del océano. Pesadas lágrimas corrieron por su cara y él se preguntó, con una sensación de pavor que golpeó lo profundo de su ser, "¿Por qué a mí?"
—¡Jean! —gritó Claude, saliendo corriendo de la mansión para encontrarlo.
—¡Déjame en paz!
—Vuelve adentro. Hablaremos de esto como personas normales —imploró, nervioso—. No es tan malo como crees.
—¿No es tan malo como crees? —cuestionó, dándose la vuelta—. ¡¿NO ES TAN MALO COMO CREES?!
—Hermano, cálmate.
—¡Él no es tu hermano, Claude! —rugió Peter, tambaleando puerta afuera—. ¡Nunca lo fue y nunca lo será!
—¡POR UNA VEZ EN TU MALDITA VIDA HAZ ALGO DE ÚTIL Y QUÉDATE QUIETO! —su hijo más joven rebatió, viendo a su madre aparecer por detrás de su hombro.
—Peter, entra a la casa —demandó la mujer, con una postura monárquica e incuestionable.
—¡Tú no me das ordenes!
—¡ENTRA A LA CASA! —lo agarró de su camisa y lo tiró hacia adentro, como si estuviera tratando con un perro—. ¡Y SI SALES OTRA VEZ, TE MATO!
Por primera vez en toda su vida aterrado de su mujer, el hombre sacudió la cabeza y retrocedió, oscilante. Parecía reconocer algo de verdad en sus palabras y decidió que era más conveniente no arriesgar su cuello aquella noche.
Una vez su consorte se había ido, la señora Chassier caminó en dirección al sollozante violinista, quién se encontraba paralizado a algunos metros de la mansión, encarando con tristeza al mar. A su lado divisó a Claude, quien —corriendo la mano por su brillante cabello negro— observaba como su familia se hacía trizas frente a sus ojos. Si solo le hubieran dicho todo esto desde un principio como él lo había sugerido, tal vez este drama nunca hubiera pasado.
—Jean, hijo, vamos adentro —él respondió con silencio—. Hijo...
—¿Cómo pudiste hacerme eso? —cuestionó, furioso—. ¿Cómo pudiste mentirme por todos esos años? ¿Por qué no me dijiste la verdad?
—¿Y qué esperabas que dijera? —Anne preguntó, sarcástica—. ¿Lo siento, no soy tu madre? Pues lamento romperte el corazón, pero de hecho sí lo soy —rebatió, obligándolo a voltearse y encararla—. ¿Quién te ha consolado cuando lloras? ¿Quién te vistió, alimentó y bañó por todos estos años? ¿Quién te ha querido más que su propia vida?... Puede que no tengas la misma sangre que yo... pero tú eres y siempre vas a ser mi hijo —constató, despreocupada por las lágrimas que corrían por su rostro—. Aunque me duela que lo hayas descubierto así, eso no cambia el hecho de que sigo siendo tu madre, que Claude sigue siendo tu hermano...
—¿Y mi padre? —preguntó, dolorido.
—Sigue siendo tu padre, aunque sea un imbécil —afirmó, mirando hacia la casa y luego hacia el muchacho —. Jean... Tú eres una de las únicas personas a las que amo de verdad y de las pocas a las que quiero tener cerca cuando llegue el fin de mis días. No aceptaré perderte por algo tan insignificante como esto. Tu familia es quien te quiere. Y todos aquí te queremos. Es incondicional —insistió, sujetándolo de los brazos.
Luego de algunos tensos segundos de silencio, él al fin logró recobrar la razón. Justo él, la persona que siempre había creído que el amor no tenía fronteras, parecía estar incrédulo frente a la declaración de su madre. No era como si no tuviera motivos para hacerlo —descubrir que toda su realidad era una mentira, una ilusión, resultó ser una experiencia bastante traumática—. Aun así, reconocía que estaba siendo necio al negar que había sido aceptado como un Chassier. Aunque sus lazos de sangre eran inciertos, él sabía en el fondo, que eso no importaba.
—Tienes razón —susurró, negando con la cabeza—. Y lo siento —la abrazó con fuerza, luchando para detener su llanto—. Claro que eres mi madre.
La señora Chassier sonrió, agarrándose de vuelta al cuerpo de su hijo.
—¿Y qué hay de mí? —preguntó con ironía Claude, ojos acuosos apenas contenían sus emociones.
—Puedes seguir siendo una piedra en mi zapato si lo deseas —bromeó Jean, abriendo espacio para que él se uniera al abrazo.
—Me alegro —contestó, suspirando—. De verdad me alegro.
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Carcosa, 7 de febrero de 1888
Vivir en la capital era el sueño de cualquier artista. Bajo los puentes, disputas de baile con violines y guitarras sacudían a las masas, amenazando a los buenos principios de la alta sociedad con su música intensa y pagana. En las plazas, compositores de diversos movimientos y corrientes se juntaban para crear obras de arte preciosas, que rompían con la norma, e invitaban a cuestionar lo obvio. En las calles, pintores se detenían a retratar la vida diaria, sin brillo ni decoro, con una imaginación libre y colorida. Y en todas encrucijadas, magníficos edificios de compleja arquitectura se erguían, fascinantes, innovadores. En todos los aspectos, la ciudad era un nido para los genios creativos, para los bohemios incomprendidos, para los poetas sin musas respetables, y para las almas infantes.
Cuando Jean-Luc pisó por primera vez aquel suelo sagrado, patriótico y culto, construido sobre la sangre y el sudor de los mártires pasados, sintió por primera vez en su vida, la increíble sensación de encontrarse consigo mismo. Y decidió, en un instante de certeza determinada, que allí sería su nuevo hogar. Un hogar sin peleas, sin juicios predeterminados, sin valores tradicionales, con mucha música y con mucho espíritu.
Mientras caminaba por la Estación de Trenes de Reordan, aturdido por el nuevo escenario, fue sorprendido por un hombre gordo y bien vestido, que sujetaba un pesado maletín en la mano derecha. El señor cruzó por su camino después de tambalear con rapidez por entre la multitud, tropezando por accidente, y deteniéndolo de golpe, al colidir con su torso.
—¿Está usted bien? —el joven preguntó, viéndolo reajustar el bombín inglés que llevaba en la cabeza.
—Sí, sí... Perdóneme —se disculpó, avergonzado—. Me apresuré al verlo y terminé casi tirándolo al suelo. Lo lamento por el incómodo. Pero, ¿supongo que usted debe ser el señor Jean-Luc?
—¿Cómo sabe mi nombre? —preguntó, empujando sus lentes hasta el puente de su nariz.
—Soy el Inspector Marcus Pettra, del departamento de policía de Carcosa —respondió, estirándole con cordialidad la mano.
Él la tomó en seguida, pero no sin antes preguntar:
—¿He hecho algo mal?
—No, cálmese. Soy amigo de su madre, Anne Leroux. Ella me pidió que lo viniera a buscar...
—Es Chassier.
—¿Perdón?
—El nombre de mi madre... Es Chassier.
—¡Ah, Cierto! ... a veces se me olvida que Anne se casó con ese idiota de Pet... —Marcus, dándose cuenta enseguida de lo que había dicho, lo miró, pasmado—. Lo lamento, no quería ofender...
—No, no lo ha hecho en lo absoluto. Mi padre es un idiota y usted no es el primero en decírmelo. —reafirmó, con una sonrisa un tanto cuanto irritada—. Tampoco sé porque mi madre decidió casarse con él, si le sirve de consuelo.
—Es un enigma eterno, muchacho—se rio Pettra, al fin tomándose el tiempo de mirarlo.
El hijo de Peter Chassier era mucho más alto que su padre a su misma edad y también aparentaba ser mucho más ingenuo. Aquel día llevaba puesto una blusa blanca con tirantes negros, por debajo de un abrigo café claro que le quedaba excesivamente largo, y una bufanda roja demasiado gruesa para el clima caluroso de Carcosa. Aun así, el gendarme decidió no hacer comentarios sobre su apariencia inusual. Él era un novato en la ciudad; pronto se acostumbraría a las modas locales.
—¿Nunca has venido a la capital, cierto?
—No, nunca salí de Levon —confirmó sus sospechas, mientras los dos caminaban hacia la calle.
—Bueno, creo que no te arrepentirás de haberte ido. Carcosa está creciendo y necesita a gente joven como tú para habitarla. Además, como alguien que ha vivido aquí casi toda su vida, puedo afirmar que es una de las ciudades más entretenidas y modernas de toda la nación... Solo tiende a mejorar.
—Eso espero —concordó, sonriendo.
—En fin... ¿listo para conocer tu apartamento?
—¿Apartamento? —Jean preguntó, curioso—. No sé qué es eso, pero le aseguro que no existe en Levon.
—Es como una casa, pero más compacta —explicó, apuntando a unos conjuntos residenciales que se estaban construyendo al lado de la entrada de la estación—. Es una tendencia en Estados Unidos y en Europa, ayuda a ahorrar espacio. Pronto, Carcosa pronto estará repleta de ellos.
—Vaya... Son enormes — le echó un vistazo a la magnífica urbe que lo recibía, ampliando su sonrisa.
—Solo por afuera. Espera ver al interior—respondió de buen humor—. Ahora sígueme; nuestro carruaje no está muy lejos de aquí.
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*Paganini: Compositor italiano, virtuosismo del violín y uno de los máximos representantes del movimiento instrumental del Romanticismo.
*"Notre cher père": "Nuestro querido padre" en francés.
*"Maman": "Mamá" en francés.
*Madame: "Señora" en francés.
*Hector Berlioz: Compositor francés y figura destacada del romanticismo.
*"Qu'il aille se faire foutre": "Que se jodan" en francés.
*"Arrêtez": "Detente" en francés.
...
El video es lo que yo me imagino Jean estaba tocando mientras Claude estaba en el techo... No soy compositora así que no puedo escribir partituras ni tocar el violín, así que tuve que usar a gente con real talento como punto de referencia jejeje
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