Acto 1: Capítulo 9
(Dos semanas atrás, minutos después de la explosión de la bomba.)
—¡BRAVO! —lo alentó Eric, eufórico, al ver a Jean-Luc entrar al solitario callejón donde lo aguardaba junto a un automóvil, que ambos usarían para abandonar los alrededores de la Iglesia—. ¡Ese fue un espectáculo genial!
—Y lo será aún más si es que no nos atrapan; enciende el motor — él ordenó con una sonrisa tímida, fingiendo irritación. El muchacho se rio, pero siguió su comando, mientras él subía su rifle y luego a sí mismo, al vehículo—. Tú manejas hoy.
—¿En serio? —el joven indagó, con ojos de niño impresionado.
—¡Sí, sí ahora anda! Y haz el camino más largo hasta tu departamento, para asegurarnos de que nadie nos siga.
—¿No prefieres que nos vayamos a tu casa de una vez? —preguntó, girando la palanca frontal, que le daba partida al coche. El estruendoso tararear de la maquinaria rebotó en las paredes del callejón, indicando su arranque—. Tu pierna debe estar matándote. Puedo dejarte en tu mansión y tomar el tranvía de vuelta a mi barrio...
—No, no. Puedo soportar manejar por media hora, no te preocupes.
—Bueno, entonces... —Eric cedió, entrando a la cabina con un golpe de la puerta—. ¡Prepárate para el mejor viaje de tu vida! —llevó la mano al acelerador, jalándolo con entusiasmo.
Fabricado a tan solo dos años atrás, el novedoso vehículo que su consejero ahora conducía era una joya de la innovación y la tecnología. Poseía dos asientos de cuero negro estufado, ruedas amarillas con llantas negras y un caparazón rojo rubí. Su techo plegable se hallaba recogido, dejando a sus ocupantes indefensos contra la violencia del sol abrasador, solo amenizado por la agradable brisa de verano, que sacudía sus melenas sudorosas y les quitaba de encima parte del cansancio que sentían. Pese a ya haber sido usado por otros compradores, poseía un relativo buen estado y su actual dueño, Jean-Luc, lo consideraba el medio de transporte más efectivo a la hora de huir de la policía. No por su velocidad, mucho menos por su practicidad, pero por el simple hecho de que ningún oficial, en sus sanas cualidades mentales, cuestionaría la identidad o el propósito del propietario de un automóvil; poseer el capital necesario para comprar una de aquellas bestias era indicio de riqueza, de influencia; ningún pobre ladrón sería capaz de tener uno. O al menos, eso era lo que el desdeñado prejuicio de aquellos guardias les aseguraba.
—¿Y qué hay de los demás? —el más viejo preguntó de pronto, mientras el otro giraba el volante a la izquierda —. ¿Lograron escapar?
—Sin muchas dificultades —aseguró, tranquilo—. La policía parecía más preocupada en sacar a las personas de allá, que de perseguirnos.
—Sólo los que estaban en el interior de la iglesia salieron heridos, ¿cierto?
—Eh... No puedo afirmar nada aún, pero les dejé bien claro a todos que las únicas personas a las que podían matar eran a los funcionarios del gobierno y sus familias... menos, claro, a los niños. Eso está fuera de cuestión.
—Bien... —él exhaló, satisfecho—. No quiero tener sangre inocente en mis manos, ni en las manos de ustedes. Hay cierto nivel de moralidad y justicia que debemos mantener.
—"¡Hay que matar a los carniceros, no a los cerdos!" —Eric citó al fallecido mentor de ambos, haciendo una curiosa impresión de su voz, profunda y ronca—. Ahh... A Frankie le hubiera encantado ver este gobierno caer...
—Debe estar festejando en su tumba ahora mismo —concordó Jean, sonriendo—. Y esto es solo el inicio. Todavía tenemos muchas cosas que hacer.
—¡Viva la hermandad! —carcajeó el conductor, acelerando al máximo.
—¡Viva!
Dieron un par de vueltas por los barrios adinerados de la capital, disfrutando la adrenalina que aún corría por sus venas y que añadía a sus conversaciones cierto hervor picante, embriagado. Sentían que podían hacer y decir lo que quisieran, sin ser juzgados, sin tener ningún impedimento. Y ninguno lo negaría, aquella era una experiencia sublime, estimulante, para sus mentes tan acostumbradas a la tragedia y al dolor.
Una vez certificados de que nadie los seguía, disminuyeron la velocidad del vehículo y tomaron la oportunidad para observar la belleza que los rodeaba, sin perder, claro, su regocijo energético.
Las claras influencias dejadas por el modernismo se veían en todas partes. Desde los anuncios comerciales, hasta las sofisticadas construcciones, todo se hallaba diseñado en curvas asimétricas, delicadas, como los tallos de un precioso rosedal.
A Jean le agradaba aquella influencia artística en los anticuados edificios de la ciudad. Rejuvenecía aquellos símbolos de decadencia que existían desde la época de sus padres y enmascaraba un poco su historia deprimente, enraizada en sangre y guerra.
Sin embargo, lo que no consideraba justo, era ver que la belleza estética de aquella área no era equiparable a otros lados de la urbe. Con cada calle, con cada avenida, los arcos se endurecían, las pinturas se desvanecían y las recién llegadas luces de neón eran reemplazadas por la llama débil y opaca de anticuadas farolas fernandinas. La situación era aún más precaria al llegar al barrio de Eric, donde lámparas de vela colgaban postes de madera, el camino empedrado daba lugar al de tierra y los conventillos hacinados eran la vivienda estándar.
—De verdad tengo que comprarte una casa decente—insistió, mientras el chico salía del coche, permitiendo que él se trasladara al asiento del conductor.
—¡Hey! ¡Esto es decente! —él se apoyó en contra de la puerta y apuntó a su edificio, que se caía a pedazos—. De hecho, para el estilo de vida que tengo esto no está nada mal.
—Eric, ya somos ricos, no necesitamos vivir como ratas...
—No hablo de la Hermandad —al escuchar su tono delicado y herido, Jean se desinfló, entendiendo de inmediato lo que quería, pero no podía, decir en voz alta. El muchacho aun así, continuó: —Si fuera a vivir con los ricos, con la burguesía, los vecinos intentarían espiarnos. Tú debes saber, viviendo entre ellos, lo mucho que las apariencias y los eventos sociales les importan. Son entrometidos, son chismosos...
—Aparecen a la puerta de tu casa invitándote a tomar té, sin nunca haberte conocido antes...
—¡Exacto! —exclamó—. Aquí todos son pobres, y todos cuidan a sus propias vidas... Nadie quiere saber cosas que no deben. Nadie se interesa por tus asuntos privados. Nos ayudamos mucho y nuestra comunidad es unida, pero... la vida privada de uno no es cuestionada —él explicó con un tono resignado—. Yo y mi compañero vivimos juntos en paz y nadie dice nada.
—También, si lo dijeran probablemente los matarías.
—¡Y no dejaría evidencia alguna! —intentó amenizar la seriedad del tema con una risita—. Pero sí... es mejor que esté por aquí. Además, tengo otras razones para quedarme.
—¿Como cuáles?
Eric se estiró la espalda y miró alrededor, antes de apoyar una mano en la cintura.
—Este barrio es demasiado peligroso, y antes de que te pongas a reír... —alzó un dedo al aire —. Sé que lo que digo suena ridículo viniendo de un Ladrón.
—Bastante, la verdad.
—Pero es cierto. Las noches aquí son barbáricas. En especial para las mujeres —gesticuló a su departamento, viendo como la mirada de Jean se endurecía —. El otro día, por ejemplo, mi vecino trató de violar a una prostituta debajo de las escaleras del primer piso...
—¿Qué?
—Si yo no hubiera bajado cuando escuché los gritos y metido tres balas en su cerebro, Dios sabe qué atrocidades le habría hecho —pausó, sacudiendo la cabeza —. ¡Y la semana pasada unos policías hijos de puta colgaron a un niño de doce años en uno de los postes de luz! ¡Lo cubrieron de gasolina y lo quemaron hasta que se volviera carbón!
—¿Y por qué?
—Alegaron que había robado comida de una tienda cercana.
—¿Solo por eso?
—Era negro —respondió, furioso—. Pueden intentar mentir cuanto quieran, pero esa fue la verdadera razón de porqué lo mataron... Y Jean, ¡este barrio es mayoritariamente negro!... ¡Imagínate lo que fue despertarse para ver esa tragedia! ¡Imagínate al luto que sufrió la familia de ese chico, y el horror al que fueron sometidos los otros niños que vieron ese escenario! ¡El dolor que deben haber sentido! ¡El miedo! ... —exclamó, conmocionado—. Y por cosas así, no me puedo ir. Yo soy al que todos llaman cuando crímenes como ese ocurren. Yo fui el que sacó su cuerpo del poste.
—Lo lamento.
—Yo también. Pero si yo me voy, ¿quién los ayudará? ¿A quién llamarán? ¡La propia policía está en su contra! ¿Quién cobrará justicia por cosas así?
Jean se quedó en silencio un momento, absorbiendo sus reclamos. Mordió su labio inferior y le dio unos golpecitos impacientes al volante, pensando cuál sería la mejor forma de confrontar la situación.
—Cuando terminemos con lo que tenemos planeado ahora, restaurar la paz de este lugar será nuestra prioridad —terminó prometiendo, con genuina tristeza—. Pero juro que mañana mismo mandaré un grupo de Ladrones a que hagan patrullas por aquí. Esta gente necesita nuestra protección con urgencia, y si hubiera sabido lo que está pasando aquí antes, ya hubiera hecho algo al respecto.
—Lo sé.
—¿Un niño de doce años? —indagó, molesto—. No, no. Eso no quedará así... Mañana los chicos vendrán. Y quiero que los policías que mataron a ese niño reciban el mismo tratamiento. Si posible, que le rompan todos los dedos de las manos antes de colgarlos y quemarlos, para que sufran aún más —añadió con ira—. Tienes mi permiso para cazarlos. Esa muerte no quedará impune.
—Ya maté algunos, pero gracias. De verdad.
—No, gracias a ti por contarme sobre esto. Era algo que necesitaba saber.
Eric asintió, metiendo ambas manos en los bolsillos de su pantalón.
—Aprecio mucho que hagas esto por nosotros, en serio —sonrió—. Pero ahora vete a casa... y relájate. Báñate con las lociones más caras que tengas, abre una botella de vino, descansa. Haz lo tuyo, ¿ya?... Ha sido un día largo.
—Créeme que lo sé —se rio.
—¡Nos vemos mañana! —se despidió con un gesto de su mano—. ¡Traeré champaña para celebrar nuestra victoria!
—¡Y es por eso que te volviste mi consejero! —bromeó—. ¡Cuídate! —Jean giró su cabeza hacia la calle y volvió a acelerar su automóvil, levantando una nube de tierra con su partida.
Dado que el trayecto hasta su mansión era largo, se vio obligado a volver al centro de la ciudad para rellenar su tanque de combustible, en la primera estación de servicio de la capital. Una vez asegurado de que no terminaría la tarde varado en una avenida cualquiera, él inició el viaje de regreso a su hogar.
La media hora que había calculado en llegar, se extendió a una completa. Cuando sus cansados ojos divisaron la sutil ladera que llevaba a su vecindario, sintió un alivio purificador. La calle de adoquines que recibió a su vehículo era limpia y amplia, rodeada en ambos lados por una pequeña faja de pasto y flores, antecedentes a una estrecha vereda. Estos componentes eran seguidos de muros de piedra caliza, sobre los cuales era posible ver a lujosas casas de diferentes tamaños y colores, su gran mayoría adueñadas por ancianos en retiro, banqueros de clase media y uno que otro millonario.
Al llegar a la entrada de su dominio, el guardia privado de su terreno —y uno de sus escasos funcionarios, el monsieur Meyer—, le abrió y cerró el portón sin demora, ocupándose de inmediato de estacionar el vehículo en la cochera. Jean lo saludó con calidez, como de costumbre, antes de dejarlo resumir su tarea y encaminarse a su hogar.
El exterior de la imponente mansión victoriana de dos pisos que lo aguardaba era de una negrura absurda, adornada con algunos detalles en dorado y castaño por aquí y por allá. La elección del color había sido cuestionada muchas veces por ambos el arquitecto y el jefe de los albañiles mientras la casona era construida, pero Jean se mantuvo resoluto en su decisión hasta el final. Si el jardín era un memorial fúnebre a la mujer a la que más había amado, sólo era justo que su hogar fuera una extensión de ese homenaje.
Acercándose a la construcción, supo de inmediato que algo andaba mal. La puerta principal estaba abierta por completo y todas las luces del interior se hallaban prendidas. Consideró eso algo sumamente inusual, dado que su ama de llaves tenía la costumbre de usar el sol del mediodía para limpiar la casa junto a sus tres mucamas, nunca abría la entrada frontal para ventilarla y —generalmente—, todas terminaban su servicio un par de horas antes del atardecer, retirándose a la cocina para organizar la cena. Por ende, la única luz prendida debería ser la de la cocina.
Podría ser su paranoia hablando, pero algo en su interior le sugería que alguien había invadido su casa. Por primera vez en aquel caótico día, el jefe de los Ladrones se puso nervioso. Respirando hondo, consideró sus opciones.
No podía ser la policía, de eso estaba seguro. Primero porque el invasor había llegado antes que él, o sea que no lo había seguido desde la iglesia. Segundo porque —aunque fuera un investigador ajeno al crimen de hoy—, considerando el absurdo nivel de incompetencia del organismo, jamás lograrían encontrarlo.
¿Algún mercenario tal vez? No, la Hermandad había secuestrado al coronel Harvey. Si lo asesinaban a él, era obvio que el coronel sería asesinado como retaliación. Y ninguna de las cuadrillas de ese grupo toleraría su muerte; el suceso levantaría una investigación de parte del gobierno y muchas de ellas podrían caer. ¿Las Asesinas entonces? Imposible, estaban en buenos términos desde el fin de la guerra de pandillas en Merchant. ¿Los piratas? No, Carcosa estaba muy lejana a la costa. Además, ellos siempre respetaron bastante a los Ladrones. ¿Enemigos políticos? Tenía muchos, pero ninguno con las agallas suficientes para enfrentarlo.
Ahora que lo pensaba, no tenía idea de quién podría ser el invasor. No conocía a nadie que tuviera el coraje, el valor, o siquiera la motivación para confrontarlo. Sus negocios iban de maravillas, no tenía a ningún oponente poderoso en su contra.
Pasando lentamente por la puerta, Jean apoyó su bastón en contra de la pared. Haciendo uso del rifle que colgaba de su hombro —y que en la iglesia había disparado hacia Marcus Pettra, para asustarlo y apartarlo de su hermano—, lo apuntó adelante, revisando la sala de estar y el comedor. Una vez comprobado que ambos recintos estaban vacíos, intercambió su gigante arma por un simple revólver, que mantenía escondido en un estante cercano al sofá. Dejó el rifle sobre el sillón, retomó su bastón, y caminando con la mayor sutileza posible, revisó la cocina. No vio a nadie más que a su rubia ama de llaves, de espaldas hacia él, rebanando unas papas cerca del fuego mientras conversaba con las mucamas. En seguida revisó el baño; nadie. En la biblioteca, nadie. Eso significaba que el sujeto sólo podría estar en el segundo piso.
Subiendo las escaleras, tenía los ojos fijos adelante, pero también, los oídos atentos a su retaguardia, temiendo estar siendo seguido. Al llegar arriba, notó que la luz del pasillo de arriba estaba apagada y que todas las puertas estaban cerradas, menos una. La puerta del salón de música.
Con escrupulosa cautela se movió por la oscuridad, preparado para disparar en cualquier momento. Sintiendo un escalofrío trepar por su espalda, le echó un vistazo a la habitación invadida, por el resquicio de la puerta. Fue entonces cuando sus ojos se abrieron en sorpresa y su agarre en el mango del revólver se endureció. De pie a unos pocos centímetros del piano, mirando en la dirección contraria a Jean, se erguía la mismísima figura que había visto en el busto de Elise, algunas noches atrás. Confirmó que era una mujer cuando la desconocida se sacó la capucha de la cabeza y dejó que su largo cabello castaño cayera como un chal por su espalda, canoso y liso. Jean avanzó un poco más sobre el suelo, curioso, haciéndolo crujir por accidente. Sobresaltada por el repentino ruido, la figura volvió a esconderse bajo su gorro, dándose la vuelta con un giro teatral.
—¿Quién está ahí? —cuestionó con una voz dulce, pero audaz.
—Monsieur Walbridge, dueño de esta mansión —él afirmó, abriendo la puerta, aún con el revólver en alto—. Ahora, me gustaría saber quién es usted y por qué entró en mi propiedad sin mi autorización. Caso contrario... —apretó el martillo del arma—. No saldrá de aquí con vida.
—¡Espera! —imploró, levantando ambas manos en un gesto desesperado— ¡Tú me conoces! ¡Fui su compañera en la prisión de Isla Negra! ... No sé si se acordará de mí, pero ¡yo ayudé a que lo sacaran de la prisión!
—Me acuerdo de todas las personas que cruzan por mi camino, mademoiselle —intervino, un poco más gentil—.Si se quita su capucha y su pañuelo de la cara, le entregaré toda mi confianza, se lo aseguro.
—Madame... Es madame.
—¿Y por qué no me dices tu nombre luego? ¿Huh?... Andar tratándola por madame todo el tiempo me aburrirá tanto como a usted.
Ella soltó una risa esperanzada.
—Pero si tú ya conoces mi nombre —dijo con un tono amable, removiéndose la capucha y la bandana—. Y yo conozco el tuyo... Jean.
Ojos castaños llenos de agua chocaron contra brillantes verdes esmeraldas, que miraban con espanto y terror al cuerpo vivo, sólido, respirante de la mujer a su frente, como si su aparición fuera de una divinidad etérea, indescriptible por meros mortales como él.
—¿Elise? —balbuceó, corazón aplastado con violencia por sus emociones, dejando caer de su mano el revólver, que se estrelló contra el suelo con un sonido lejano, ofuscado por el volumen de sus propios pensamientos e indagaciones.
Mientras su cabeza imploraba por una respuesta lógica que justificara aquella extraña visión, la mujer seguía callada, con gruesas y saladas lágrimas trazando líneas incoherentes por su cara.
—Sí. Esa sería yo —sonrieron sus labios trémulos.
Esa pequeña y sensible afirmación fue todo lo que tomó para que él disminuyera el espacio entre ambos y se lanzara en los nostálgicos, memorables brazos de Elise Carrezio.
Su bastón se unió al revólver en el suelo, en un instante impulsivo y atormentado. Con ambas manos libres, Jean se aferró al pequeño cuerpo que lo esperaba, carne y alma derritiéndose bajo su ternura y su afecto. La mujer enterró su cara en su cuello y él hundió las uñas en sus hombros, como si intentara probarse a sí mismo que aquel momento era real, tangible, y no una ilusión pasajera, inefable, que pronto se desharía con una ráfaga de viento. Allí, bajo la presión adorada de su piel, él se sentía un Orfeo del mundo moderno, reunido con el fantasma olvidado de su sublime ninfa y musa inspiradora, su Eurídice.
Sin duda, su abrazo bruto y agresivo lastimó a la delicada complexión de su gran amor, pero para ella, aquel gesto no le fue de gran importancia. De hecho le resultó ser un dolor agradable, placentero y hasta deseable, pues ahora sabía con certeza que estaba protegida, que era querida, y que ya no tenía más que huir de nada o nadie. Al fin, luego de décadas, podía descansar. Estaba en casa, en los brazos del hombre al que adoraba.
Entre sollozos y profundos suspiros Jean trató de hablar, y lo hizo, con suma dificultad:
—¿Pero c-cómo? Tú... tú estabas muerta —se agarró de la tela de su capa, con el desespero esperado de un amante reencontrado.
—No... Nunca lo e-estuve en realidad. Fue toda una mentira de mi p-padre para alejarme de ti... Él... —Elise intentó continuar, pero la voz se le cortó y simplemente ya no pudo hacerlo.
Las lágrimas no paraban de caer. El alivio que sentía al verlo otra vez era tan grande, que llegaba a incluso ser mayor que el dolor de haberlo perdido. Era avasallador, titánico e imperante. Invencible, en todos los aspectos. Y la pena y la atracción que por él sentía, apenas aumentaban su importancia y su poder sobre ella.
Este llanto, era uno que por mucho tiempo ella había soñado con llorar. Era un suplicio que había anhelado por décadas y que ahora, celebraba estar sufriendo. Disfrutaba cada jadeo y punzada en su pecho. Porque al fin lograba sentir algo más que luto.
Y en su ser brotaba una mezcla de emociones tan preciosa, y a la vez tan despreciable, que la mujer no sabía hacer más nada que sollozar, dejándose llevar por su ritmo y sintonía. Y no tenía ganas de luchar contra ella tampoco, porque quería sentir su intensidad al máximo.
—Está bien, está bien... —él la reconfortó, besándole la frente—. Estarás bien ahora... Te tengo, Elise. —continuó, dibujando caricias en su espalda.
—Dios como te extrañé —ella murmuró, cerrando los ojos, absorbiendo su esencia, presencia, más que agradecida de tenerlo cerca nuevamente.
—Yo también... Más que todo en este mundo — Jean replicó, siendo sometido a otra marea de lágrimas—. Pero ahora estás aquí, viva... y nadie nos separará de nuevo, te lo prometo. No dejaré que nada ni nadie te quite de mi lado otra vez, ¿me escuchaste? —inquirió, aunque la pregunta le haya salido más como una afirmación agobiada y afligida. Sintiendo en la carne su mismo nivel de dolor, ella no le respondió nada a cambio, solo afirmó con la cabeza, permitiendo que el silencio entre ambos sanase todas las heridas causadas por el destino—. Bien... Muy bien.
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