Acto 1: Capítulo 7


—¡CLAUDE! —gritó Marcus, caminando con pasos brutos, empujando a un lado las personas que empezaban a acumularse en el pasillo, intentando ver de cerca la escena del crimen.

Adentro de su despacho, el cuerpo del ministro Levi se hallaba extendido sobre el suelo, exento de heridas visibles, de sangre injustamente derramada. Esto no es lo mismo a decir que se encontraba en un estado de descanso angelical, por lo contrario, con su piel azulada, ojos saltones y boca llena de saliva, lograba ser el cadáver más horripilante que el oficial había visto en todos sus años de servicio. Lo más ridículo y trágico, sin embargo, era que el fallecido aún llevaba puesto sus anteojos de prescripción. Aquel pequeño detalle era un recordatorio triste de que la guadaña de la muerte podría descender sobre uno a cualquier momento, cortando todo lazo con el mundo terrenal sin piedad o hesitación.

Pero él no estaba solo en su desconcierto. Los incontables policías y guardias que habían llegado al despacho parecían estar igual de sorprendidos por el suceso. Algunos apenas reaccionaban, detenidos en un trance ingenuo —inducido por una perplejidad pura—. Otros, hacían una muralla humana cerca de la puerta, impidiendo la entrada de los chismosos trabajadores de Las Oficinas, que habían acudido al rescate tan pronto retumbaron los alaridos. Y unos pocos, se hallaban reunidos como un grupo de suricatas curiosas al lado del médico que examinaba al muerto, viendo como el hombre jugaba con sus ropas, cortándolas dónde se le antojase, abriendo botones y cierres sin pudor alguno, revisando bolsillos, objetos personales, observando cada centímetro de su piel con ojo crítico.

Marcus se detuvo cerca del último grupo, copiando en su propia cara sus expresiones de absoluto terror. Mientras, el forense seguía trabajando con una increíble tranquilidad, como si no se diera cuenta de que el cuerpo que estudiaba era el de uno de los políticos más valiosos, poderosos, y memorables de la historia nacional.

No muy lejos del conglomerado, Claude Chassier se encontraba arrinconado en un sillón; sus ojos cerrados, manos sacudiendo con una fuerza sísmica.

A su derecha, el inspector Johan Kran se encontraba rellenando un cuadernillo con furiosas anotaciones, instigando el catatónico ministro a hablar, aunque solo fuera por unos breves segundos. Pese a usar el mismísimo uniforme que sus subordinados, el hombre poseía una elegancia que se destacaba. Sus mechones rubios y ojos ámbar eran hipnóticos. Su voz áspera penetraba cualquier alma con una facilidad impresionante, y no en un buen sentido. El sujeto tenía una personalidad dudosa y un gran potencial de charlatán.

Al ver su cabellera dorada y al escuchar su tono exigente, Marcus separó la mirada de Levi y la llevó de inmediato hacia el sillón, enseguida caminando hacia él, decidido a salvar a su amigo de las incómodas indagaciones del inspector.

—Monsieur Pettra—Lo recibió Johan—. Los dos necesitamos hablar.

—Déjame hablar con el ministro Chassier primero.

—Tenemos todos que hablar—Claude intervino, abriendo sus brillantes ojos azules, que se clavaron desesperados en los del anciano.

Él, por su parte, entendió el mensaje sin mucho alboroto. Johan tendría que estar presente en la conversación, aunque a ambos la idea no les fuera de agrado. El porqué, lo tenía preocupado.

—Bien... ¿vamos a mi escritorio o al tuyo?

—¿Qué tal si vamos al salón de conferencia? Está más cerca—sugirió el inspector y con cordialidad Marcus asintió con la cabeza, apuntando hacia la salida.

El ministro enfiló el camino. Cruzó a paso lento la habitación, tratando siempre de evitar mirar a Levi. Pero, aunque su corazón dijera que no, su mente dijo que sí, y sin darse cuenta, sus ojos cambiaron de dirección hasta colidir con el cadáver del viejo nuevamente. La imagen le quedó grabada en la cabeza y por más que lo intentara, no lograba sacarla de ahí. 

Un cuerpo débil, frágil, indefenso. Un cuerpo inmóvil. Un cuerpo cuyo calor ya se había ido y cuya alma no se encontraba presente. Un cuerpo azul. Muy azul para ser verdad. Su boca, repleta de una saliva espesa, que le bloqueó la respiración hasta el final. Una visión infernal de una muerte despiadada.

—¿Claude? —lo llamó Marcus, haciéndolo tomar consciencia del verdadero tiempo que había estado ahí, parado, sin hacer nada más que mirar.

—Otra muerte más—él balbuceó, confrontando al jefe del departamento de policía—. Otra más...

—Lo sé. Pero esto no saldrá impune. Capturaremos a quién sea que hizo esto, te lo prometo—lo tomó del brazo, desconfiando de su estabilidad, tanto física como emocional—. Ahora ven, vamos al salón de conferencia.

El destrozado hombre miró con pesar, por última vez, el cuerpo inmóvil de Paul Levi, antes de salir puerta afuera y chocar con una inmensa oleada de empleados que lo aguardaban, haciéndole preguntas que ni él podía aún contestarse. Entre la multitud, divisó a un compacto grupo de periodistas que, sin su conocimiento, a pocos minutos habían llegado. A uno de ellos, reconoció de inmediato.

—Ministro Chassier, lamento la muerte del ministro Levi— lo aturdió Antonio Camellieri, sin previo aviso sacándole una foto con su nueva cámara de cajón*, confrontándolo con un entusiasmo irritante—. ¿Podría usted tomar un minuto para responder unas preguntas?

—No, no puede—Marcus se interpuso entre él y Claude, cruzando sus brazos a la defensiva.

—Monsieur Pettra... hace tiempo que no nos vemos. ¿Cómo va su hijo?

—Muerto. ¿Cómo va su esposa?

—Muerta—el canalla contestó con una sonrisa sarcástica, sin salir de su camino—. Bueno, ya que no quieren hablar, espero que no les moleste que tome algunas otras fotografías de la escena y que entreviste algunos policías...

—No, para nada. Haga su trabajo—el oficial se le acercó con una mirada amenazadora—. Solo sugiero que no escriba una loca teoría de conspiración sobre la muerte del primer ministro.

—Yo no conspiro, monsieur... —ojeó a Claude—, solamente digo verdades que mucha gente considera incómoda.

—Teorías o verdades, te meteré a la prisión igual si sigues metiendo tu nariz en dónde no has sido llamado. Y sea cual sea la idea que tengas en tu mentecilla ahora, por tu propio bienestar, deberías deshacerte de ella.

—¿Me está censurando, monsieur Pettra? —Antonio alzó la voz.

—No, te estoy amenazando—respondió con franqueza—. Deja al ministro Chassier y a su familia en paz.

—¿O?...

—O te meteré una bala en el ojo —le habló en un tono frío, insensible, antes de irse junto a sus colegas. 


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—Ahora que estamos todos sentados, quisiera saber por qué tanto secretismo—el jefe del departamento de policía exigió, cruzando las manos sobre la mesa.

—El secretismo se debe a que ya sabemos la causa de muerte del ministro Levi...

—¿Tan rápido? —alzó una ceja, percibiendo la inquietud de sus colegas—. ¿Y? ¿qué le pasó?

—Fue envenenado —Claude eventualmente contestó, soltando un exhalo cansado—. Alguien le puso una combinación de arsénico y cianuro al azucarero de Paul.

El anciano intercambió miradas con el par, perplejo.

—¿Qué?... ¿C-cómo?...

—Dado a que todas las características de su defunción y de su cadáver indicaban un posible envenenamiento, yo y mi equipo empezamos a revisar los alrededores—el inspector explicó con tranquilidad, intentando no perturbar aún más a su superior—. En mi experiencia resolviendo casos similares, la gran mayoría de las veces el veneno es introducido en la comida o bebida de la víctima...

—Paul estaba bebiendo un café cuando yo llegué a su despacho —el ministro de justicia añadió, sin elevar su mirada de la mesa—. Me acordé que él prefería endulzar su café él mismo, y que era bien generoso con sus cucharadas.

—Generalmente ponía seis —Marcus pestañeó, empezando a entender el cuadro.

—Lo que sería una dosis de veneno más que letal...

—Fue por eso que pedí que revisaran el azucarero —su amigo continuó —. Sabía que no podía haber muerto por el café en sí. Yo y casi todos los otros ministros nos tomamos uno por la tarde, y nadie más que él ha muerto...

—Además, el personal de la cafetería es monitoreado de cerca. Hay guardias adentro de la cocina. Y ninguno de ellos puede tener un registro criminal manchado para trabajar ahí, por lo que no califican como sospechosos directos. Por eso, le di la razón al ministro Chassier. Por la rapidez y singularidad de su muerte, no pudo ser el café, debió ser el azúcar. Alguien debió añadirle cianuro al azucarero.

—¿Eso ya se ha comprobado de manera oficial?

—Uno de mis hombres ha ido a la Universidad Central a buscar a un químico que hace cátedra ahí. Me ayudó con otros casos, sin duda me ayudará con este también —Johan asintió.

—Marcus... —Claude lo miró, aterrado—, ¿por acaso te acuerdas de cómo murió mi padre?

—¿Peter? —el viejo indagó, al inicio confundido—. Él fue envenenado... por arsénico... —apenas terminó la oración, que duplicó su perplejidad.

—La misma muerte. Solo que, a diferencia de Paul, le suministraban pequeñas dosis en la comida, lo que terminó causándole una úlcera y luego en seguida un cáncer en el estómago... —pestañeó algunas veces, intentando retener sus lágrimas—. "Una coincidencia es obra del acaso. Dos coincidencias son hechos sincronizados" —parafraseó sus palabras de horas atrás, con labios temblorosos—. Tenías razón.

Ambos hombres se pusieron rígidos como piedras, intercambiando miradas asustadas en un silencio acometedor.

A su lado, el joven inspector notó el súbito cambio de ánimos, pero no lo cuestionó en lo absoluto. Pensó que, a lo mejor, este se debía al día trágico que habían tenido. Tampoco se atrevió a preguntar el significado de las palabras del ministro. Juzgando su tono grave, rozando sentimental, dedujo que el significado de su críptico mensaje no era de su incumbencia. Si supieran de alguna información relevante a la investigación, ya la hubieran compartido con él. Por eso mismo, decidió romper la quietud del ambiente con su voz, continuando a hablar sobre el crimen, sobre sus repercusiones, y sobre cómo planeaba continuar con la investigación caso el supuesto homicidio fuera confirmado.

Mientras el rubio dialogaba, concentrado en su labor, Marcus apenas fingía escucharlo. Estaba mucho más concentrado en estudiar al ministro, encogido sobre su asiento, callado y amedrentado. Por afuera, parecía estar sumamente fatigado, inmerso en una aflicción estática, sin vigor. Pero en sus ojos, su alma gritaba todo lo que su cuerpo no podía decir. Estaba aterrado. Sentía un pánico frenético, sin remedio, que ampliaba su desespero con cada nuevo minuto. Primero el asesinato de Aurelio, la nota y su mensaje; luego, la aparición de un político de nombre extraño y apariencia familiar; después, dos muertes con el mismo motivo... Todas estas ocurrencias eran parte de un plan mayor del que nadie —a excepción de ellos— sospechaba, y cuyos detalles relacionados al autor, nadie podría saber.

Estaban en un momento decisivo, y solo tenían dos opciones sobre cómo reaccionar. O dejaban que Jean-Luc siguiera con sus artimañas libre, o declaraban públicamente que su muerte había sido un engaño, un error de pericia, y se atrevían a cazarlo. En otras palabras, o dejaban que el asesino más infame de la historia del país siguiera matando, impune, o destruían de una vez por todas cualquier posibilidad de que el ministro permaneciera en su cargo, entregándolo de manos besadas a los leones de la prensa, que estarían más que dispuestos a devorarlo.

Resumiendo:

"Estamos jodidos."


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*"Cámara de cajón": Cámara fotográfica simple, en forma de caja, que posee una lente de menisco y una película de plástico transparente.

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