Carcosa, 19 de febrero de 1912
La medianoche era lejana cuando Jean-Luc se despertó.
Luego de cobrar pagos atrasados de algunos de sus clientes y de supervisar la entrega de más de trescientas botellas de absenta a un comprador local, él se devolvió a su mansión en el distrito de Reordan, lejos del centro de la ciudad.
Su hogar era grande y espacioso, lleno de lujos que la gran mayoría de la población solo soñaba con obtener. Alguna de sus joyas más preciadas eran su salón de entretenimiento —completo con mesas de póker y billar—, su biblioteca extensa —con libros importados de todas las partes del globo—, y su gimnasio. Pero en noches como esta, esos privilegios no le eran de mucho uso. Noches cuando su soledad era un enemigo más poderoso e intimidante que el aburrimiento, y cuando él solo deseaba tener a alguien a su lado que lo abrazara y le dijera que todo terminaría bien.
El reloj de madera colgado en la pared marcaba las 03:43 de la mañana. La brillante luz de la luna pasaba con tranquilidad a través de las cortinas de su ventana, otorgándole una celestial apariencia al infernal lecho en el que reposaba.
Corriendo sus manos por su rostro, irritado y angustiado, él se quitó el pegajoso sudor que lo cubría de encima. Sus fríos dedos lo ayudaron a centrarse un poco, pero no lo suficiente.
La pesadilla que acababa de tener seguía fresca e imponente en su cabeza, dando vueltas en un ciclo infinito. Todo se sintió tan real en aquella efímera ilusión, que le resultaba simplemente imposible olvidarlo.
Se hallaba de pie en una brillante habitación, exenta de muebles. Intentó abrir una de las puertas y escapar de ahí, pero no lo logró. Desilusionado, decidió intentar con las ventanas. Alzó sus manos, listo para huir, pero un resplandor a su derecha lo distrajo y lo hizo desistir de su objetivo. Una mesa había aparecido cerca de la pared. Arriba, una navaja. Curioso, él la tomó entre sus dedos y la inspeccionó, impresionado por su filo. De pronto, sintió que pisaba algo resbaloso. Miró hacia abajo, viendo como un río de sangre se extendía entre sus pies. Giró sobre sus talones, intentando averiguar su origen. Pero antes de que pudiera reaccionar, notó que había empuñado el arma hacia adelante, en contra de una silueta femenina. En seguida, el agonizante grito de la víctima resonó en sus oídos, aumentando en intensidad hasta enloquecerlo. Soltó el arma, cerró los ojos y se tapó las orejas, cayendo junto a la mujer al suelo. Con el estruendo de la colisión, el aullido terminó. Usando lo que le quedaba de sus fuerzas, abrió los ojos de nuevo y bajó las manos. Se percató que la silueta ya no se movía y que se estaba desangrando. En un intento de salvarla, se arrastró hacia ella, la tomó en sus brazos y le dio vuelta el cuerpo. El miedo que sentía hasta aquel instante había sido manejable. Pero al reconocerla, muerta entre sus brazos, Jean cayó en un estado de pánico desesperante.
—¡ELISE! —rugió a todo pulmón, saltando hacia fuera de su cama.
Despavorido y desconcertado, estudió sus alrededores con ojos agitados, sumergidos en lágrimas. Estaba en casa. Estaba a salvo. Estaba solo. ¿Por qué siempre tenía que estar solo?
Volvió a la cama. Intentó respirar hondo, luchando contra el nudo que le sofocaba la garganta y el ácido que hervía la boca del estómago. Con un poco de forcejeo, su traicionero y traumatizado cuerpo le hizo caso, y sus pulmones volvieron a funcionar cómo debían.
Luego de permanecer ahí por horas, acostado en su colchón, mirando al techo y tratando de olvidar la maldita pesadilla que se negaba en abandonarlo, él se dio por vencido. Se volvió a levantar —ahora con calma— y deslizó sus pies hacia el balcón, abriendo las cortinas. Sin su bastón, moverse era una tarea complicada. Cada paso que daba le causaba un dolor absurdo, que aún no había aprendido cómo soportar. Se apoyó en el marco de la puerta que daba a la terraza, recolectando sus fuerzas para salir al aire nocturno. Con un suspiro resignado, caminó afuera.
Una de sus actividades favoritas cuando se sentía estresado era sentarse en aquel mirador y apreciar la belleza del jardín de su casa. El inmenso terreno contaba con una fuente redonda, de tamaño considerable, adornada con la escultura de un centauro. A su alrededor existían cuatro bancas de piedra, talladas y pulidas con maestría. Desde esa área, tres caminos se desprendían. Dos se hallaban escondidos por completo, gracias a las centenas de árboles, arbustos y flores que allí crecían. Uno era un poco más despejado, pero eso no es decir mucho, ya que el terreno que recorría era tan fértil, que hasta las farolas de luz estaban siendo reclamadas por la naturaleza. Gruesas trepadoras de sol las escalaban, confundiéndolas con troncos. Era un verdadero bosque, el que mantenía en el patio trasero de su mansión. Y estaba increíblemente orgulloso de tenerlo.
Al fin apaciguado, miró hacia arriba, bañándose en la luz de la luna. El cielo en aquella área de la ciudad era de una negrura intimidante. Un puñado estrellas parpadeaban por aquí y por allá, pero eran solitarias, diminutas. Pese a su escasez, él las adoraba. Ver el firmamento le traía una profunda tranquilidad, siempre lo había hecho. Le recordaba a su infancia, cuando solía escaparse de su habitación por la noche y subía al techo de su casa para estudiar las constelaciones. En el Puerto de Levon, el cielo era diferente. Más resplandeciente, más lleno. En Carcosa, era un vacío abismal. Reconfortante, pero a la vez asustador.
Respiró el aire nocturno, helado y sereno. Enderezó su postura. Con un exhalo pesado, se devolvió a su habitación, vistiéndose con una bata de seda antes de agarrar su bastón y salir al pasillo. Abstrayéndose de cualquier pensamiento turbio, dejó que sus pasos cruzaran la oscuridad. Bajó las escaleras con dificultad —como de costumbre— y llegó a la planta baja.
La sala de estar era una de las partes más cálidas de la casa y también una de las más cómodas. Los dos enormes sofás de pluma que albergaba le resultaban más acogedores que su cama, la mayoría de las noches. Pero hoy no estaba de humor para volver a dormir. No, hoy no podía hacerlo. Se metió a la cocina y prendió la luz.
Luz eléctrica. Algo que en su juventud nunca pensó que existiría pero que, en su adultez, se negaba a vivir sin.
Con la base de su bastón golpeando el mármol y sus pies descalzos traspasando frío desde la punta de sus dedos hasta el último mechón de cabello en su cabeza, él cruzó la habitación, robando uno de los buñuelos que su querida ama de llaves había freído para el desayuno de la mañana, metiéndoselos a la boca como una ardilla hambrienta.
Mientras mascaba, su temblorosa mano izquierda abrió la puerta que daba al jardín. Dio un par de pasos hacia adelante, jalando el pomo detrás de él hasta que se cerrara. Caminó sobre las baldosas del sendero que daba hacia la fuente midiendo cada paso con sumo cuidado —no quería resbalarse; no estaba seguro de poseer la fuerza necesaria para levantarse si se caía—. Su lentitud fue efectiva. Logró llegar al corazón del jardín sin ningún inconveniente relevante.
La estatua que adornaba la fuente había sido idea uno de los arquitectos que había contratado para la remodelación de la mansión, la cual efectuó luego de comprarla. Según lo explicado por el hombre, el señor Ferdinand Bordeaux, la escultura representaba a Chiron, el rey de los centauros. En general, la mitología griega describía a los centauros por su brutalidad y por su espíritu fiestero. Chiron, sin embargo, era conocido por su sabiduría e inteligencia, siendo siempre el más civilizado de todos. Por algún motivo el arquitecto asoció Jean con Chiron y a los demás centauros con sus subordinados. Y él no se molestó ni un poco, aquella era una obra de arte hermosa, de valor incalculable. Su presencia le era de gran agrado. Además, lo ayudaba a localizarse en el matorral, lo que la hacía aún más necesaria.
Llegando ahí, uno tenía cuatro opciones. Regresar a la casa, dirigirse a la piscina, ir a la galería de estatuas, o ir a la sección prohibida: la tumba de Elise.
Aunque su cuerpo se encontrara a kilómetros de distancia de su casa, él había decidido, desde el primer día en que pisó en aquel terreno, que parte de su jardín sería dedicado a la mujer. Invirtiendo una fortuna en el proyecto, Jean contrató un extenso equipo de jardineros y le ordenó a Bordeaux que construyera un lugar en el que pudiese pensar en ella, sin preocuparse de interrupciones ajenas o de su trabajo. El memorial, o como todos sus empleados preferían llamarlo, la sección prohibida, se ubicaba en la parte más baja y dispareja del jardín, y el único acceso disponible era una estrecha escalera de piedra laja. Jean a menudo tenía que tomar pequeños descansos mientras bajaba, pero no le molestaba ser lento. No en aquel lugar. Allí, se permitía demostrar sus debilidades sin miedo, sin hesitación.
Al terminar el descenso, uno se tropezaba con una oxidada reja verde, que rodeaba al lugar por completo. La reja poseía unas cuantas farolas de lámparas incandescentes para iluminar sus cercanías y una sola puerta, cerrada a candado. La entrada solamente se podía abrir mediante una llave, que colgaba del cuello de Jean las veinticuatro horas del día. Tomándola en sus manos, él se dispuso a abrir la cerradura, solo para darse cuenta que alguien ya lo había hecho en su lugar. El pensamiento de tener a un desconocido deambulando por su precioso y amado memorial lo desconcertó, pero intentó ser racional. A lo mejor el metal del candado se oxidó y por eso se había caído. Manteniendo la calma, él entró al lugar con cautela, preparado para golpear a muerte al primer infeliz que se cruzase.
A medida que avanzaba, más espeso se volvía el arbolado a los costados del camino. Luego de unos cortos minutos de trayecto, al fin llegó a la "tumba"; un gazebo hexagonal, constituido por seis pilares de madera barnizada de tres metros y medio de altura, que sostenían una cubierta de teja árabe. El piso era de mármol blanco y en su centro, se erguía una escultura dedicada a Elise.
Jean estaba a unos cuantos pasos de la construcción, cuando se dio cuenta de algo alarmante. Una persona se encontraba parada a pocos centímetros de la misma.
Con rapidez se escondió detrás de un arbusto, y sin hacer ningún ruido, observó al desconocido desde las sombras. Llevaba puesto una capa negra con gorro que ocultaba casi todo su cuerpo, sus manos estaban protegidas por guantes de cuero y sus pies calzados con largas botas de vaquero. Dada la poca iluminación del jardín, observar detalles más concisos era una tarea difícil. Había una pequeña farola a unos cuantos metros del gazebo, pero sus rayos eran demasiado débiles para ser útiles. Si quería descubrir quién estaba por detrás de aquella aparición, tendría que hacerlo de manera bruta.
Recolectando sus energías, se apartó de los arbustos, caminando a paso lento hacia el memorial. Para evitar ser ruidoso y para defenderse mejor, tomó su bastón entre sus dedos como si fuera una espada, enfrentando su dolor valientemente. Con agilidad felina subió a la construcción, posicionándose detrás del encapuchado en total silencio. Notó que la figura era más baja y flaca en comparación a sí mismo, lo que significaba que tenía una ventaja a la hora de luchar. Despacio, levantó su mano, y mientras observaba su calma respiración en un continuo estado de alerta, la depositó arriba de su hombro derecho.
El desconocido dio un salto, espantado, y tiró a Jean hacia atrás con una fuerza no anticipada, haciéndolo chocar contra uno de los pilares de madera y golpear su cabeza. Desorientado y sorprendido, cayó al suelo. Con su bastón lejos de su alcance y con un ardor espantoso en la nuca, el comandante de la Hermandad se encontraba indefenso, creyendo que debería haber reventado su cráneo cuando tuvo la oportunidad.
—¡Adelante! ¡Mátame si quieres! ¡Pero te prometo que mis hombres irán detrás de ti!... —amenazó a la criatura, arrastrándose lo más lejos que podía de ella.
La figura encapuchada observó; el castaño intenso de su iris chocando con el verde de sus propios ojos. Su rostro estaba parcialmente vendado por una bufanda, pero él no necesitaba verlo para reconocer aquella mirada de anhelo.
—¿Elise? —apenas abrió la boca y el desconocido huyó, con el mismo desespero de un ciervo al oír el sonido de un disparo, saltando hacia los árboles y corriendo hasta desaparecer en las tinieblas—. ¡NO! —se levantó con dificultad, agarró a su bastón del suelo y miró alrededor, perturbado. No podía ser verdad y estaba seguro de que no lo era. Debía estar alucinando otra vez—. ¡QUIÉN SEA QUE ERES TE ENCONTRARÉ! —le rugió al aire frío—. ¡Te encontraré!
----
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top