Acto 1: Capítulo 1
(20 Años después)
Carcosa, 18 de febrero de 1912
En la periferia de la bulliciosa capital, una sombría figura cojeaba sobre un camino de tierra.
Dos hombres de apariencia ruin y carácter cuestionable la aguardaban más adelante, de pie frente a la entrada de una casa de campo, anexada a un viejo establo.
En sus años de gloria, el lugar había sido un criadero de caballos modesto, arrendado por una de las varias compañías de ómnibus de Carcosa. Ahora, con la llegada de los tranvías, se hallaba enraizado a un bien baldío, rodeado de terreno escarpado, por completo abandonado a las pulgas, ratas, serpientes y delincuentes de todo tipo.
Por su difícil acceso, este era considerado un ambiente de trabajo perfecto para aquellos que querían laborar sin ser interrumpidos por la policía, o por personas cuya curiosidad desmedida podría llevarlas a la muerte.
Deteniendo sus pasos frente a sus asociados y a entrada de la casucha, la figura se sacó el sombrero, identificándose ante los hombres.
—¿Qué haces tan temprano por aquí en la chacra? —le preguntó el sujeto de la derecha, alto y macizo, de cabello mal cortado, que llevaba una enorme cicatriz en el cuello.
La "chacra" era el nombre popular del terreno en el que estaban, bautizado así por mera ironía. En la tierra que rodeaba aquellas ruinas, no había nada más que rocas y pasto seco.
—No podía descansar en casa... Tenía que venir ahora—la sombra contestó, retornando su sombrero a su cabeza—. ¿Ya llegó el carruaje que pedí?
—Está estacionado detrás del establo.
—¿Y el desgraciado, sigue vivo?
—Por los gritos que ha soltado en las últimas horas, así parece—el guardia de la derecha dijo, cruzando los brazos.
—Nuestro invitado se recusa a aceptar su destino... —le siguió su colega, riéndose sin la menor pizca de piedad. Tenía la absoluta certeza de que el sujeto aprisionado dentro del establo no lograría sobrevivir el día—. Ha estado implorando libertad desde que llegamos aquí. Está desesperado...
—Me divertiré más de lo que pensé, entonces —la figura coronó su boca con una sonrisa cruel—. Cuiden la puerta. Si ven a alguien más caminando por aquí, hagan que se vayan de inmediato... Ustedes ya saben que no me gusta que me interrumpan mientras trabajo.
—Sin problemas —el sujeto de la cicatriz asintió—. Cualquier cosa disparamos algunos tiros de advertencia.
—A la espalda de ese pobre diablo.
La sombra se rio ante el comentario maldadoso, pero no descartó la probabilidad de que esto pasara. Conocía a sus camaradas muy bien, eran capaces de cosas peores.
Sin más nada que decirle al par, él cruzó el umbral que daba a las entrañas de la casa de campo, y los dejó atrás.
Con cada paso dado, el mundo bajo sus pies temblaba. La madera podrida chillaba, el polvo grisáceo subía. El bastón que sostenía golpeaba el mugriento suelo con un ruido suave, repetitivo, enloquecedor, que reverberaba en cada una de las paredes de la vetusta construcción.
Con un estruendo, la puerta principal se cerró tras su espalda, sumergiéndolo en la oscuridad, donde podría conectarse con el lado más monstruoso de su alma sin distracciones o recelos, donde podría comportarse como un verdadero animal sin ser juzgado por ello.
Caminó por la propiedad abandonada con una actitud jactanciosa, pensando en las mejores maneras de hacer su "invitado" sufrir, e imaginando los más macabros escenarios sin cuestionar su moralidad, o considerar darle un poco clemencia.
El diablo no merece piedad, sus sirvientes mucho menos.
Cuando llegó a la puerta trasera, que llevaba al establo, la figura cerró sus ojos por un instante y respiró hondo. No por nerviosismo, mucho menos por hesitación. Lo hizo para saborear la satisfacción que sentía al contemplar que, por primera vez en su vida, él tenía total control sobre el destino de su secuestrado. Podría tratarlo con crueldad, ser tan perverso y barbárico como deseara y nadie lo detendría. Podría cobrar venganza sin sentir una sola gota de remordimiento al respecto.
Entró al siguiente ambiente con suma tranquilidad. Gracias al silencio a su alrededor, poco tiempo pasó hasta que percibió la pesada respiración de su víctima, la cual estaba plantada a una silla, a pocos metros de distancia, atada con pesadas cuerdas y cadenas.
Una parte del techo que los resguardaba se había caído algunos meses atrás, dejando que un haz de luz entrara desde las alturas, revelando a la desdichada criatura en la cumbre de su sufrimiento y penitencia.
La claridad que aquella grieta le otorgaba al individuo en sí era poca, él tan solo podía ver sus propias heridas, sangrientas e inflamadas. El resto de su campo visual se encontraba restringido por la lobreguez del establo —supuso que estaba aprisionado en uno por la paja que observó sobre el suelo a sus pies y por los grandes corrales, pero por la carencia de animales y la escasez de sonidos, interiores y exteriores, nunca logró confirmar sus sospechas—.
Lo que el prisionero sí sabía era que estaba siendo vigilado con frecuencia, porque su boca había sido amordazada algunas horas atrás por uno de sus raptores, quien —decidido a callar sus lamentos— estrujó su mandíbula con un pañuelo blanco, imposibilitando cualquier nueva indagación, reclamo o plegaria de su parte.
Su incomodidad solo aumentaba al tomar en cuenta su apariencia miserable. Su camisa de algodón, deshilachada y enrojecida, irritaba sus lesiones con su pegajosidad, absorbiendo su sudor como una esponja, fastidiando su olfato con su repulsivo olor. Su pantalón, roto en algunos puntos, cumplía la misma función. Para empeorar aún más la situación, sus zapatos de cuero italiano, de los que tanto se enorgullecía, habían desaparecido desde el día de su llegada, dejando sus pies desprotegidos frente al frío y a los insectos que por la noche cruzaban el piso del establo.
Desorientado, sediento y paranoico, el secuestrado se sentía al borde del delirio.
—Bien, bien, bien —se dejó anunciar la figura, caminando hacia él—. Mira lo que trajo la corriente—se detuvo a su frente, dejando apenas sus piernas visibles a la luz del sol.
Al oír su voz, el malherido alzó la cabeza, exponiendo el enorme corte vertical que laceraba su cara. La infección que la comprometía y la sangre seca que rodeaba la lesión, era un recordatorio de cuánto tiempo realmente llevaba atado a esa silla.
—Sácale el pañuelo—el mandamás le dijo a uno de sus hombres, que vigilaba al prisionero a horas, callado e inmóvil.
Con prudencia, el joven le obedeció el comando, levantándose de inmediato a deshacer el nudo de la tela. Al completar su orden, tal como un ratón de alcantarilla, se dio la vuelta y se escabulló con rapidez hacia misma la oscuridad de donde había salido.
—¿Qué?... ¿qué quieres de mí? —apesar de que sus palabras estuvieran marcadas de preocupación, el rostro de la víctima permanecía calmo y quieto, algo que le pareció muy extraño a su captor.
Ese viejo siempre había sido un cobarde en situaciones delicadas, ¿por qué fingía ser valiente ahora?
Contemplando la respuesta, la figura se sacó el sombrero otra vez —al que ahora dejó sobre otro taburete, que encontró a su derecha—. Desde ahí, observó con una mirada crítica al anciano que lo encaraba, con cierta osadía.
Su postura y su mueca de desagrado expresaban un atrevimiento intrépido, la sombra no lo negaría. Pero sus ojos, bañados con un recelo agudo, delataban sus verdaderos sentimientos. Sus pupilas dilatadas, tragaban sus iris como un hambriento agujero negro. Su respiración era otro indicio claro de que, por dentro, el viejo estaba aterrorizado. Era corta, jadeante, y aunque en parte pudiera ser excusada por su estado agónico, no podría ser totalmente derivada de él.
Su temor era innegable.
Ampliando su sonrisa, la figura regresó a la luz, deteniéndose cuando el cálido haz iluminó su pecho.
—Gracioso, ¿no?... El miedo—sonrió, jugando con el bastón que llevaba en la mano—. El miedo es capaz de obligarnos a hacer cosas estúpidas. El miedo nos bloquea y no nos permite pensar. El miedo es un arma mortal. Un sentimiento tan inconsecuente, tan fuerte, no es fácil de disfrazar, Aurelio... —atrapó la barra entre sus dedos, golpeando su superficie con sus uñas—.¿De verdad crees que lograrás esconder tu miedo ante mí?
—Cómo... ¿cómo sabes mi n-nombre?
—¿Cómo no lo sabría? —el individuo se rio con amargura, pausando la percusión de sus dedos—. Después de todo lo que me hiciste, ¿cómo no lo sabría?
El secuestrado pareció entender al fin lo que le estaba pasando. Pareció identificar a su captor, por una fracción de segundo. Su semblante se endureció, sus hombros se tensaron y su cerebro formuló una maldición que su boca perpleja no pudo modular.
—¿Quién eres? —volvió a indagar luego de un tiempo callado—. ¿Qué quieres de mí?
—¿Te doy una pista? —la sonrisa del hombre a su frente desapareció—. Tú destruiste mi vida. —con un último paso adelante, la luz le llegó al rostro.
Al verlo, la enrojecida cara del prisionero se tiñó de un blanco níveo, cadavérico. No podía ser él.
Él había muerto.
Se había certificado de eso.
—¿J-Jean?
—Ah... ¿viste que todavía te acuerdas de mí?
Sin perder su tiempo, Jean-Luc Chassier le hizo una seña al mismo muchacho que lo había auxiliado con la mordaza, haciéndolo regresar de su negro rincón para ayudarlo. El joven —ya sabiendo qué hacer luego de tantos años de servicio— le depositó una silla frente al prisionero y desapareció otra vez, con la misma escalofriante indiferencia. Él entonces se sentó, con el respaldo del mueble protegiendo su pecho —una forma práctica de no ensuciarse tanto mientras trabajaba—, levantó su bastón al nivel de sus ojos y observó el reflejo de la luz en el hierro con cierta fascinación.
Volviendo a sonreír, retomó su habla, con voz ronca y profunda, acentuada por un leve toque de ira:
—Pero no me sorprendería, si te hubieras olvidado. Estás bien viejo, al final de cuentas... Es de esperarse que tu memoria no sea de las mejores.
Mientras Jean hablaba Aurelio lo miró de arriba abajo, pasmado por su reaparición.
Su cabello castaño-rojizo, repleto de canas, revelaba su verdadera edad, pero sus penetrantes ojos verdes aún tenían la misma lozanía de antaño. Su rostro angular, ahora lleno de arrugas y zurcos anteriormente inexistentes, poseía una cicatriz llamativa, que cruzaba tanto su párpado como ceja izquierda, la cuál era recta, extensa y profunda; sin duda producto de algún corte de navaja o cuchilla. Su nariz en forma de gancho había empeorado en curvatura, por la cantidad de veces que había sido fracturada y erróneamente reposicionada. Alrededor de sus labios estrechos, había dejado crecer una barba en forma de candado.
Sus movimientos eran ágiles, y su forma de caminar recordaba a una serpiente, siempre arrastrándose por los rincones y esperando el momento oportuno para atacar.
En general, su aspecto físico era penoso. Pero sus ropas finas apuntaban a un nivel de riqueza y poder que su yo más joven, bello e inocente jamás había soñado poseer.
Esto dicho, su decaimiento era leve comparado al de Aurelio, quien ahora se veía calvo, obeso, atacado constantemente por problemas médicos y sentimentales. Para haber sido su chivo expiatorio por más de una década, Chassier estaba en impecables condiciones, debía admitir.
—Te voy a explicar cómo esta interacción funcionará—Jean dirigió su fría mirada a los ojos del anciano y continuó:— Yo pregunto, tú me respondes. Es muy simple.
—¿Y si me niego a responder? —lo desafió el gordo.
—No creo que quieras averiguarlo... ¿o sí? —respondió el otro con cinismo, algo iracundo—. Empecemos con una fácil... ¿Por qué a mí? ¿por qué inculparme a mí del asesinato de tu hija? ¿por qué torturarme a mí?... Tenías a todos los otros miembros de mi familia que arruinar, pero decidiste que yo sería tu meta principal. Quiero que me digas por qué.
Aurelio tragó en seco.
—¿Qué quieres con esto? —rebatió con indignación, en un nuevo intento de enmascarar su cobardía, de comprarse más tiempo para vivir—. Crees que vas a lograr algo con...
—¡Aahhh! —el otro lo interrumpió, yendo de calmo a furioso—. ¡Ves, eso no fue exactamente un buen comienzo!
Sin controlar su fuerza, Jean dejó su bastón caer una y otra vez sobre el cuerpo del infeliz, que gritaba y se movía con desespero, mientras las gruesas sogas le arañaban y quemaban las articulaciones, empeorando su dolor; impidiéndolo de escapar. En cierto punto sus gritos de misericordia se perdieron entre las carcajadas maníacas de su captor, que se burlaba de forma descarada de su miserable aspecto y desespero.
La satisfacción que Chassier sentía al verlo llorar era indescriptible.
Al decimocuarto golpe, volvió a levantar su arma, apartándola con calma de su víctima, como si nada grave hubiera ocurrido. Frente a sí, Aurelio sufría como nunca antes lo había hecho. Su brazo derecho se había fracturado, la herida en su rostro reabierta, su torso parecía haber sido arrollado por un tren. Protestaba su dolor con palabras mundanas, balbuceadas en instantes de absoluto suplicio, mientras su martirizado cuerpo se negaba en moverse.
De verdad estaba agonizando. Y esto, a Jean no le importaba en lo más mínimo.
Porque el cazador al fin era la presa. El juego al fin se había invertido.
La justicia era hecha, por sus manos.
—Creo que ya entendiste lo que quiero decir, ¿verdad? —preguntó, apartando su cabello de la cara.
—S-Sí...
—Bien—respondió, jadeante—. Muy Bien. Ahora, dime lo que quiero escuchar.
—H-Había... Un plan.
—¿Qué plan?
Cuando Aurelio le respondió con silencio, él volvió a golpearlo.
—¡HABLA!
—Necesitaba dinero...
—¿Vas a seguir con esa estupidez? —le pegó en las costillas.
—N-No...
—No, ¿qué?
—No hablaré —el anciano retrocedió en su decisión, negando con cabeza —. Si voy a m-morir no quiero d-darte la satisfacción... de saber... por qué hice lo que h-hice.
La respuesta enervó a Jean-Luc, pero no lo sorprendió.
—Muy bien —fingió conformarse con la decisión, pese a su molestia —. Hay otras formas de descubrir la verdad, no perderé mi tiempo contigo... No vales la puta pena—moviendo su mandíbula de forma amenazante, sentenció: — Es una pena que no quieras hablar... porque ahora... —afirmó su agarre en la barra, sonriendo—Ahora vas a gritar.
En un repentino acceso de ira, perdió todo sentido de civilidad y humanidad, entregándose al intenso placer de un acto de violencia desenfrenada.
Concentrando toda su fuerza en el mango del bastón, le pegó primero en la rodilla, dislocándola con un crujido repugnante. Aurelio soltó un aullido de dolor pavoroso, pero él lo ignoró, continuando con sus planes. Cambió la dirección de sus golpes y sin previo aviso aterrizó el hierro en el pecho del viejo, quitándole el aliento y las ganas de vivir. Pensó pegarle solo tres veces. Luego seis. Luego doce. Pero jamás se detuvo. Solo siguió masacrando al secuestrado, quién sin duda ya se encontraba con todas las costillas pulverizadas.
Cuando recobró conciencia, el prisionero ya estaba inerte sobre la silla. Pero para él. Aquella visión no fue suficiente. Con un ágil movimiento de su mano, preciso y asesino, apuntó en lleno a la cabeza del desgraciado, explotando su cráneo en centenas de pedazos, pintando el suelo del recinto con su sangre.
Con la cara y la cabellera cubiertas de rojo, Jean-Luc se levantó de la silla, apoyándose en el arma del crimen para mantener su estabilidad. Su corazón disparado no lo preocupó, sino estimuló. El zumbido en sus oídos se volvió la sinfonía de su éxtasis. Sonrió ante el macabro escenario, complacido con el resultado de su maldad.
—¿Monsieur Jean? —el joven sin nombre que lo había ayudado lo llamó, trayéndolo de vuelta a tierra.
Él se volteó. No había visto antes que, junto al muchacho, había también un grupo de chicos de similar edad, haciéndole compañía en las sombras. Todos se veían aterrados e impresionados por lo que acababan de ver, con las piernas temblando por el shock.
—¿Sí?
—¿Está usted bien?
—¡De maravillas! —respondió, con un entusiasmo escalofriante—. Solo necesito que tú y tus amigos limpien todo esto —corrió los dedos por su cabello—. ¿Cuál es tu nombre? Se me olvida.
—Lou.
—Bueno, Lou. Deja el cuerpo dónde te dije ayer, y asegúrate de que nadie los vea... ¿entendido?
El muchacho asintió y el grupo lo copió, antes de moverse hacia el cadáver, a soltarlo de la silla. A duras penas lo llevaron afuera, donde un carruaje comercial los aguardaba. Por orden de Jean, lo envolvieron con una manta de lino para evitar que sus fluidos se esparcieran por doquier y lo lanzaron entre las cajas de madera, rellenas de frutas, verduras y botellas de vino. Luego, lo cubrieron con bolsas de papas de dudosa calidad, escondiéndolo de vista. Terminado su servicio, dejaron que el cochero se marchara al centro de la ciudad, donde la segunda parte del crimen tomaría lugar.
Almismo tiempo que el vehículo se marchaba, Jean regresaba al establo. Allí selimpió el rostro con un pañuelo, recogió su sombrero del taburete, le sacó unpoco de polvo y se lo volvió a poner, sin preocuparse por la cantidad de sangreque todavía reposaba en su cabello. Si se ensuciaba, podía comprar otro mástarde.
"Uno fuera." Pensó. "Ahora falta el otro."
Al marcharse, usó el mismo recorrido de entrada. Atravesó la chacra a paso rápido, ignorando el incómodo que le causaba su pierna coja, ansioso por dejar el lugar.
Los dos hombres con los que había charlado al llegar seguían firmes en su posición, esperando su salida afuera como perros fieles a su dueño. Se despidió de ellos inclinando su sombrero, sin decirles ninguna palabra extra; probablemente los vería más tarde.
Una vez sentado en su automóvil, pensó en los próximos pasos de su venganza, mientras veía a su chofer encender el moto afuera. Se ocuparía de su siguiente objetivo pronto, pero antes, tenía algunos asuntos pendientes que resolver. Y estos incluían un baño hirviente y un cambio de atuendo; nunca le había importado ensuciarse las manos, pero eso no significaba que debía mantenerlas sucias, aún más siendo una figura tan importante como él.
—¿Adónde vamos, señor? —el chofer preguntó, entrando al vehículo.
—A la mansión, Adolph. Ahora.
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