Tiempo
Ojalá fuese tan fácil como congelar el momento. Ojalá la simple certeza de llevarlo por siempre en su mente y que él, asimismo, la llevase a ella bastara. Pero no lo es. De repente, ambos tienen el terrible presentimiento de que algo se les está yendo. Por más fuerte que intentan sujetarlo, se está deslizando entre sus dedos y dentro de poco no quedará nada. Un día de esos, más temprano que tarde, ella no estará. O no estará él, depende de cómo se quiera ver.
Y pasará en menos de un parpadeo.
Así de inexorable es el asunto.
―No puedo seguir con esto ―le dice. Está tan calmado que aquella podría parecer una conversación trivial si no fuese por el ambiente de desasosiego que parece haberse instalado en la sala―. Viéndote así yo... Es simplemente... Siento que me voy a volver loco. Tengo que irme, debes entenderlo.
Ella lo entiende. Sin embargo, esas palabras van acompañadas de la pesada certeza de que la única esperanza, la razón por la que sigue luchando, se está desvaneciendo en el aire frente a sus ojos sin poder evitarlo.
―Dios está con nosotros. ―Su voz se escucha débil, apenas puede entenderse lo que dice por encima del constante sonido del monitor cardíaco―. Es su deseo celestial que las cosas sucedan de este modo. Quizá ahora no vemos el porqué, pero algún día lo haremos. Debemos aceptarlo...
―¡Basta, maldita sea! ―exclama él―. ¿No lo ves? Estoy harto. No quiero que sigas hablándome de la fe ni de la resignación. Lo he intentado por ti, pero no puedo. No puedo estar bien con un Dios que no hace nada ante nuestras súplicas. Odio a aquel ser supremo que no impide que cada día estés más lejos de mí.
Sus últimas palabras se reducen a un incomprensible balbuceo porque, sin poder evitarlo, ha terminado sollozando y cubriéndose el rostro con las manos. Aun estremeciéndose sin control, se acerca a la cama donde ella está acostada. Las lágrimas resbalan por sus mejillas y caen en picada al suelo. Es la primera vez que deja que la desesperación le consuma frente a ella. No debería preocuparla, mas la idea de perderla genera en él emociones imposibles de mantener al margen.
―No me abandones ―pide la chica. Los calmantes que le recetaron son muy fuertes, está haciendo un esfuerzo sobrenatural por mantenerse despierta―. Por favor, Damien, confía.
―No me iré. No podría vivir sin ti ―dice él y su voz se quiebra en la última sílaba―. Amor, perdóname. Te necesito. Te amo.
Damien extiende una de sus manos y acaricia el rostro de la chica con sumo cuidado. Es aquel un contacto etéreo que parece perderse en la fragilidad del momento. Ella sabe que no queda mucho tiempo, lleva sintiéndolo desde hace unos días y justo en ese instante es una realidad que le resulta ineludible. Quizá sea ese día o el siguiente. No lo sabe, pero tampoco le tiene miedo a la muerte. Aun así, hay muchas cosas que no puede decirle. Si la ocasión lo permitiese, también se echaría en los brazos de su amado a llorar, a rogarle que no la dejase nunca, a decirle que no puede imaginarse estando lejos de él. Sin embargo, no habrá oportunidad para hacerlo. Tiene que ayudarlo a continuar su vida, es su deber darle la fortaleza de la que ella misma carece.
―Damien. ―Es lo último que dirá, no puede seguir luchando contra el cansancio y por ello cierra los ojos y dibuja una sonrisa en su pálido rostro. Entonces, murmura casi dormida―: Ahora soy libre, Damien.
Ojalá tuviesen más tiempo. Eso es algo que siempre les faltó.
...
Estaba harta de que, a pesar de despertarme con la mente en blanco, aquella sensación de desasosiego no abandonara mi cuerpo. Pero esa noche era diferente: recordaba hasta el más mínimo detalle de la escena que mi subconsciente había creado. A medida que consideraba con más detenimiento el asunto, el miedo iba borrando a su paso todo rastro de la melancolía que en un principio me había invadido.
El terrible presentimiento de que algo malo iba a pasar cerraba mi garganta. Lo único que percibía era el pulso martilleando en mis oídos. Damien. ¿Qué demonios hacía Damien en mi sueño? Mientras más tomaba consciencia de mí misma y del lugar en el que me hallaba, más intranquila me sentía. Tenía ganas de vomitar, quizá hasta de desmayarme. Había vivido muchos episodios de ese tipo en los últimos meses y, aunque sabía reconocer qué me pasaba, me seguía siendo incapaz de manejar el pánico que se cernía sobre mí.
Por todos los cielos, estaba sobrepasándome.
Tenía que tranquilizarme, tenía que respirar profundo.
Sin embargo, se me hacía imposible aguantar las náuseas, aun cuando intentaba con todas mis fuerzas no moverme de la cama. Cerqué la distancia que me separaba del baño con pasos erráticos y el miedo incesante de que, antes de llegar a la meta, acabara por derrumbarme. Al estar allí no encendí la luz, no quería encandilarme porque eso sólo lograría marearme más.
Por un momento pensé que, con un poco de fuerza de voluntad, quizá podría pasar esa crisis sin llegar a vomitar, pero no duró aquella idea más de diez segundos. La necesidad de botar lo poco que había comido ese día me hizo arrodillarme con prisa e inclinando el rostro hacia el retrete de forma mecánica. Al terminar, un desagradable olor invadió mis fosas nasales y noté que tenía el cabello pegajoso porque algunos mechones se habían salpicado de aquella sustancia viscosa.
Aun así, me sentía mejor.
Recosté la espalda en la pared contigua al retrete. La garganta me ardía y un sabor ácido invadía mi boca, pero estaba más calmada. Al menos podía tenía la mente más despejada y, poco a poco, mi respiración se iba ralentizando. Solo había sido un sueño. En principio, no había estado preparada para un acercamiento con Damien como el que había ocurrido en la tarde y mucho menos para ser rechazada por él. Tal vez ese sueño era la forma que mi subconsciente tenía de reflejar la turbación que eso me había causado.
La pregunta era, ¿por qué me había sentido fuera de mi propia fantasía mórbida? Me había visto a mí misma, acostada en una camilla de hospital, hablando con él como si se tratase de la proyección de algún filme antiguo. Me había visto a mí misma, además, al borde de la muerte. Resultaba extraño y desconcertante. Todo lo que tenía que ver con Damien era así, pero era mejor no hacer preguntas cuya respuesta no estaba preparada para oír. Supongo que resultaba más fácil pretender que todo me daba igual, incluso mi propia vida, antes que aceptar que algo iba mal en ese lugar desde que me había despertado aquella tarde invernal en su casa.
Respiré profundo y cerré los ojos, bloqueando todo recuerdo de esa tarde de forma sistemática. El asunto no era sobre si estaba bien ignorar lo que me rodeaba, el asunto era que me había funcionado por mucho tiempo y eso bastaba para mí. Tenía un poco memorizados ciertos mecanismos de autodefensa que me ayudaban a recuperar el control de mí misma.
En principio, sabía que debía moverme y, usando la pared como punto de apoyo, fui capaz de levantarme y encender la luz. Me permití sentirme encandilada por unos segundos antes de acercarme al lavabo y abrir el grifo. Siempre cepillaba los dientes y la lengua primero, luego escupía y por último utilizaba el enjuague. Dientes, lengua, escupir, enjuague. Dientes. Lengua. Escupir. Enjuague. Cuando estaba muy tensa, tendía a crear este tipo de patrones repetitivos con mis hábitos básicos de limpieza.
De todas formas, el rastro del vómito no desapareció de mi boca. Acabé frustrándome y dejándolo porque mi cuerpo se sentía pegajoso y eso me preocupaba más. En el mismo estado febril, me desvestí y recorrí los pasos que me separaban de la ducha. No retrocedí ni un ápice al abrir la llave del agua fría, pese a que la temperatura afuera no pasaba de los cincuenta grados Fahrenheit y yo no tenía encendida la calefacción general. El poder enfocarme en la incomodidad momentánea que me producía estar debajo del chorro helado siempre alejaba mi mente de cualquier preocupación.
Qué irónico resultaba que, aunque no me hubiese despertado desnuda entre las sábanas sucias de un motel de mala muerte, hubiese terminado repitiendo las mismas rutinas que tenía en esos casos.
Tardé bastante para poder sentirme limpia de nuevo. Cuando salí, mis extremidades estaban entumecidas. Me observé en el espejo de cuerpo completo que colgaba en la puerta y noté que mis labios habían adquirido un tono casi violáceo y que estaba más pálida que de costumbre. Mientras más blanca me veía, más fácil era distinguir las cicatrices que subían desde mi vientre hasta unos centímetros por debajo del pecho.
Ni siquiera recordaba cuál de todos me las había hecho.
Quizá sí se iba haciendo hora de que consiguiese un trabajo normal.
De repente, recordé que no tenía una toalla dentro del baño porque en la tarde no había visto necesario sacar de las bolsas los artículos que había comprado en el centro comercial. Resoplé y negué con la cabeza. Sin embargo, más allá de la molestia por ir dejando un húmedo camino en mi recorrido hacia la sala de estar, no representaba aquello una dificultad para mí. Había estado desnuda bajo temperaturas mucho más gélidas que esa, incluso había estado a punto de morir de hipotermia hacía unos meses.
Igual no negaría que estaba estremeciéndome de pies a cabeza. El poder calzarme un par de vaqueros y una sudadera había resultado un alivio para mí. Decidí recostarme en el sofá y permitir que la sensación de limpieza y calidez relajara un poco mi cuerpo. Ah, qué bien se estaba así. La posibilidad de dormir resultó por un instante tentativa, mas el recuerdo de mi desagradable siesta previa se cernió sobre mí y logró hacer que saliera disparada del sofá a coger las llaves del anexo.
Tenía que salir de allí.
El aire frío golpeó mi rostro apenas abrí la puerta; no había amanecido y no había ningún indicio de que fuese a hacerlo pronto. Aun así, luego de esconder las manos en los bolsillos de la sudadera y respirar profundamente, tomé la determinación de emprender mi rumbo hacia la calle principal del vecindario. Quería despejarme, a esas horas de la madrugada estaría sola y podría poner en orden mis ideas.
Al menos eso pensé. No me había alejado siquiera una cuadra de la casa cuando observé que una figura femenina caminaba en dirección contraria a la mía por la misma calle. Cuando estuvo a pocos metros, me fijé que se trataba de una mujer de edad avanzada que lucía una evidente calvicie. Tuve que reprimir un gesto de sorpresa. Parecía una niña dentro del cuerpo de una anciana; incluso cuando las arrugas en sus manos y alrededor de sus ojos delataban su edad, había cierto deje infantil en la forma en que arrugaba los labios y sus finas cejas se arqueaban en el momento en el que se detuvo frente a mí.
―Es algo temprano para salir a tomar un paseo ―me dijo. Tenía una voz suave que, aun resultando melodiosa para quien la escuchase, logró crisparme desde el primer instante en que la escuché―. A pesar de ello, ambas estamos despiertas.
Me mantuve impasible y ante mi falta de respuesta por lo que pudo ser un largo minuto de espera, la mujer sonrió con calma y volvió a hablar:
―Soy Samantha, la dueña de la casa en la que te quedas. Acabo de llegar, te he visto salir mientras regaba las plantas del jardín. Creí que tendría que esperar hasta mañana para poder conocerte, pero, ya que estamos, ¿quieres tomar algo? Siempre digo que hay que aprovechar las oportunidades que Dios propicia. ¿No te parece?
Asentí porque no sabía qué otra cosa hacer. Me hubiese gustado excusarme, las circunstancias no me parecían las mejores para sentarme con una desconocida a mantener una charla trivial. Sin embargo, no pude pensar en nada más que obedecer. Su presencia, en apariencia frágil, había logrado imponerse y dejarme paralizada.
Fue por ello que me hallé a mí misma siguiéndola hasta la entrada principal y luego pasando a una estancia cálida, abarrotada de muebles, que hacía de recibidor. Apenas había un reducido espacio donde podía caminarse para llegar al comedor, que era una estancia igual de cargada, donde la enorme mesa de madera rectangular permitía moverse con dificultad.
Me di cuenta de que las paredes de la estancia, por el contrario, estaban desnudas a excepción de una enorme pintura al óleo que se hallaba justo encima del asiento de la cabecera. En él, una mujer de mirada bondadosa, que vestía amplias túnicas blancas, sostenía a un pequeño en sus brazos. Llamó mi atención el aura celestial que la rodeaba y el marco dorado, tan cuidadosamente elaborado, en el que unas inscripciones ilegibles desde mi posición estaban talladas.
―Pensé que los protestantes no adoraban imágenes.
Samantha se detuvo a observar el objeto de mi atención y asintió.
―Ciertamente, hay una facción que no ve bien la divinidad de María. Digamos que yo... Soy un poco flexible con este asunto.
No respondí nada. Había hecho el comentario por no parecer una total descortés, mas no tenía ganas de hablar. Todavía me sentía intranquila y hallarme dentro de un espacio tan cerrado me resultaba asfixiante. A pesar de ello, la anfitriona se abstuvo de señalar mi actitud esquiva y se dirigió a la cocina, no sin antes preguntarme si prefería el té o el café.
Le hice saber que el café estaría bien y me dejé caer en una de las sillas. Era una elección imprudente luego de lo que había pasado unas horas atrás, pero lo cierto es que la calefacción, la comodidad de los asientos y el aire impregnado de olor a incienso ejercían un efecto relajante y adormecedor. Tuve que esforzarme para no comenzar a bostezar antes de que Samantha llegara y me tendiera una de las tazas de café que cargaba sobre una bandeja.
―Ha sido muy amable de su parte ―dije. Le di un sorbo a la bebida. ―. El café... Tiene algo más, ¿verdad?
Ella se limitó a encogerse de hombros en respuesta y tomar asiento frente a mí. El sabor de la bebida me recordaba al café de la noche pasada en la casa de Damien. Al parecer el ingrediente especial era común en la zona. Sin embargo, el de este era un sabor mucho más fuerte y, por tanto, desagradable. Incluso cuando tenía el estómago vacío, cierta incomodidad se alojó en mi cuerpo mientras me obligaba a pasar el segundo trago de aquel amargo líquido ante la mirada atenta de la anciana.
―Estoy muy contenta de tenerte aquí ―me dijo.
Seguimos conversando. En principio me había mostrado reservada con ella, pero conforme pasaban los minutos estaba cada vez más en confianza. Ni siquiera recordaba por qué me había inquietado en un principio al aceptar su invitación. Me sentía en casa, si es que alguna vez hubiese podido llamar de ese modo a algún sitio.
―Tiene usted un sitio muy acogedor...
Dirigí hacia el cuadro que estaba en la pared detrás de Samantha y se elevaba sobre su cabeza. Por alguna razón, lo percibía ahora dotado de una inusual vitalidad. La mirada de la mujer que estaba allí pintada ya no me resultaba bondadosa, sino penetrante. Era como si esos ojos pintados al óleo estuviesen escudriñando en lo más profundo de mi alma. Me dieron entonces ganas de salir corriendo y tuve que controlarme para no hacer ningún movimiento brusco.
Estaba nerviosa, el corazón me había comenzado a latir otra vez de forma descontrolada.
Después de todo, la cafeína no había sido una buena idea.
Bajé la mirada en un desesperado intento de calmarme. Sin embargo, no sirvió aquello de nada cuando por menos de un segundo, y quizá por la rapidez con la que había volteado, la imagen de la anciana mujer que estaba frente a mí pareció fusionarse con la de la virgen del cuadro.
―María... ―Me alarmó escuchar mi propia voz como un eco distante.
Cuando pude enfocar con claridad el rostro de mi interlocutora, noté que sonreía abiertamente.
―Me pareces una chica muy inteligente, Jade. Damien ha hecho bien en traerte.
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