Segundas impresiones

Los días de invierno pasaron tan rápido que parecieron irreales. Traté de bloquear los recuerdos de aquel fatídico momento en el cementerio y de convencerme de que todo había sido obra de mi trastornada cabeza. Fue imposible, sin embargo, negar la existencia de Jade cuando descubrí que uno de mis abrigos había desaparecido también con su partida. Entonces, las noches se hicieron más frías y los silencios que invadieron la casa resultaron casi ensordecedores.

Esas inquietudes tomaron tal control sobre mi vida que comencé a aceptar más trabajo en el hospital del que mi cuerpo era capaz de soportar. Prefería inducirme a un estado de agotamiento perpetuo que sentarme a pensar en lo ocurrido con aquella chica misteriosa. ¿Dónde estaría ahora? ¿Por qué luego de su partida mi soledad se hacía más insoportable que nunca? Cada vez que esos cuestionamientos llegaban a mi mente sentía cómo todo resquicio de esperanza que aún pudiera guardar era sustituido por una desolación que parecía no tener fin.

En un abrir y cerrar de ojos, la primavera había llegado. Me costaba acostumbrarme a ver los arbustos florecientes llenar de colores el camino de regreso a casa. Mientras conducía recordaba que no había ido a la tumba de Ainara después de la aparición de Jade. Por primera vez en nueve años, mis visitas a aquel lugar no representaban un escape a la realidad sino que, por el contrario, constituían aquello a lo que tanto quería evitar enfrentarme.

Ese domingo se cumplían dos meses de evasión deliberada a una rutina que me había mantenido vivo por casi una década completa. «¿En ese momento qué me mantenía vivo?» Había aceptado un turno largo en la sala de emergencias y llevaba más de un día completo sin dormir. Era obvio que mi subconsciente, buscaba nimias excusas para que conducir hasta el cementerio no pareciese ni por un segundo una opción viable.

Era de noche y la carretera estaba vacía. Mis músculos dolían y tenía una terrible jaqueca. Necesitaba descansar. Sin embargo, cuando aquel cartel de neón que rezaba un «abierto» en letras luminosas se cruzó en mi camino, sentí la imperante necesidad de detenerme. Era uno de los pocos bares en la vía que abría los domingos. Aunque siempre pasaba a su lado, nunca me había llamado la atención. De todas formas, allí estaba, aparcando mi auto y cruzando el umbral de paredes desconchadas y una puerta metálica que no cerraba bien por un desnivel en el suelo.

Sobra decir que no daba una buena primera impresión, pero su interior era aun peor, parecía el infierno llevado a la tierra. Era un lugar horrible, era la nada infinita que el pecado en su forma más básica era capaz de generar, era la transgresión que Satanás esperaba para separarnos de la promesa de la vida eterna. Había muchísima gente y yo me sentía a morir, casi no se podía respirar aquel aire viciado que apestaba a tabaco, sexo y alcohol barato. «¿Qué hacía allí?»

Me abrí paso entre la cantidad ilógica de personas que parecían recrear de alguna escena dantesca para llegar a la barra. Logré conseguir un taburete para sentarme y pedir un vaso de whiskey. Por primera vez desde que había entrado, fui completamente consciente de dónde me encontraba. Observé a mi alrededor y se me ocurrió pensar que la decadencia del ser es algo que nos llamaba, por más que quisiéramos negarnos a ello. ¿Esa era la razón por la que me hallaba en esa pocilga? Quizá sólo quería sentirme mejor conmigo mismo rodeándome de aquellos desperdicios humanos y regodearme en la certeza de que podía haber algo peor.

El camarero dejó la bebida que había pedido en la mesa y mi garganta ardió al primer trago. Por dios, estaba a punto de desmayarme del cansancio. No recordaba haber visitado algún sitio como ese desde mi adolescencia. Ni siquiera recordaba haber consumido alcohol en los últimos seis años. ¿Pero estando allí podía saber con certeza qué era el mal y qué era el bien? Nada tenía sentido, el licor barato estaba haciendo efecto en mi debilitado cuerpo muy rápido.

Y siempre habría algo peor.

Iba por el segundo vaso de whisky cuando la vi. Calzaba unos zapatos plateados de plataforma y tenía un vestido negro ajustado y corto. Incluso más ajustado y más corto que el que tenía cuando nos encontramos en el cementerio. Estaba bailando con un sujeto moreno que la cogía de la cintura y la pegaba a su cuerpo de una manera repugnante. Lucía como una prostituta barata. «Porque eso era».

Aun así, seguía pareciéndose demasiado a Ainara. Sabía que no debía darle importancia a aquel hecho, pero mi espíritu era débil y yo iba ya muy borracho. Sin darme cuenta, fui presa de una ira desenfrenada cuando vi cómo aquel tipo bajaba las manos por la espalda de (¿Jade?) y llegaba hasta su trasero. Dejé un billete de cincuenta dólares en la mesa y me puse de pie con tal velocidad que en un principio me tambaleé.

Empujé a quien se atravesó en mi camino y llegué en pocos segundos al lugar. Estaba mareado, de repente no podía ver nada más con claridad que aquella cara pecosa con unos labios pintados de carmín sonriéndole a un hombre que no era yo. Estaban a punto de besarse ¿Cómo se atrevía? «Ainara era mi esposa. Era mía y de nadie más».

Los separé con violencia. Al verme, Ainara palideció al instante, pero no le di tiempo para pronunciar palabra alguna. El tipo tampoco reaccionó cuando la tomé del brazo y la halé hacia la salida. Yo tampoco podía entender qué demonios estaba haciendo mientras la arrastraba fuera del local como si de un saco de verduras se tratase. Pero se lo merecía, se merecía todo el agravio público por hacerme aquello.

―¡Suéltame! ―gritó cuando la fría noche nos recibió en la salida del bar―. ¡Suéltame o llamaré a la policía!

La jaqueca no había cedido, el dolor de mi cuerpo tampoco. Me sentía, sin embargo, con más vitalidad y fuerza que nunca, así que tiré de su brazo con más insistencia

―La policía nunca está por labor de prestarle atención a los dramas de las mujeres como tú ―dije―. Vas a venir conmigo.

Ella farfulló algo entre dientes y no se opuso a nada hasta que estuvimos frente al auto. Entonces, dejó escapar un gemido por lo bajo. Le di una mirada amenazante, obligándola a guardar silencio, mientras buscaba las llaves del coche. Debía agradecer que fuera capaz de controlarme en lugar de intentar provocarme aun más.

―Me estás haciendo daño, imbécil ―dijo.

Intentó sacudirse el agarre. «¿Qué derecho le daba...?». Ciego de la ira, empujé su espalda contra la puerta del auto. Me coloqué delante de ella, inmovilizándola así con mi cuerpo y ella emitió un quejido ahogado. Noté que tenía la respiración entrecortada y estaba luchando por no componer una mueca de dolor en ese momento. Nunca había sentido tal necesidad por hacer daño y mucho menos a una mujer. Pero era su culpa.

«Y los hombres de su ciudad la apedrearán hasta que muera, porque ella ha cometido una infamia en Israel prostituyéndose en la casa de su padre; así quitarás el mal de en medio de ti».

Tenía que ser su culpa...

―No necesitas hacer todo esto para acostarte conmigo ―repuso ella con una voz increíblemente calmada. Estaba temblando y aun así, lograba darle un matiz de desinterés a la conversación que lograba herirme en lo más profundo―. Vamos, Damien, suéltame, tampoco estás tan mal, no tienes que obligarme.

Un rayo de consciencia llegó a mí con esas palabras. Casi con asco, me separé de ella y compuse una expresión impasible.

―Sube al auto ―ordené.

No creí que lo hiciera, pero por alguna razón inexplicable Jade obedeció y en un silencio sepulcral se acomodó en el asiento del copiloto mientras yo daba la vuelta para entrar en mi puesto y encender el coche con un movimiento mecánico. El motor rugió y en menos de un minuto ya estaba incorporándome de nuevo en un canal de la carretera. Dejaba de lado aquel putrefacto lugar a toda velocidad, sentía el pulso martillear en mis oídos y un sudor frío correr por mi espalda mientras aferraba el volante cada vez con más fuerzas. Estaba desquiciado.

«Dios mío, la cabeza me iba a estallar»

―No soy una puta ―me dijo―. No le iba a cobrar a ese tipo por tener sexo conmigo.

―«El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo» ―respondí.

Noté que Jade había abierto los ojos y sus facciones se habían tensado con mis palabras. Sin embargo, no perdió su temple cuando respondió:

―Mi cuerpo es mío y no de un abstracto que toma la forma que tu inestable cabeza quiere darle.

«Blasfemias»

Mis dientes rechinaron, pero decidí desviar la vista al camino en lugar de seguir perdido en su juego de arrogancia sin sentido.

―¿Adónde me llevas? ―preguntó luego de un largo rato de silencio.

―A casa.

―Entonces eso es lo que querías de mí desde un principio, ¿verdad? Lo que tanto condenas es que en el fondo deseas hacer. No te reprimas, Damien, te prometo que...

―¡Cállate! ―Mi repentino grito la hizo enmudecer. Me hizo incluso enmudecer a mí mismo.

De repente, el entendimiento estaba asentándose en mi mente y lo que acababa de hacer comenzaba a cobrar una forma cada vez más aterradora. Fui consciente del peligro que representaba para Jade e incluso para mí mismo aquel descontrol y un terrible desasosiego se instaló en mi corazón.

―Discúlpame. ―Suspiré, dejando que al agotamiento apoderarse de nuevo cada parte de mi ser―. Todo esto ha estado mal.

Por el rabillo del ojo la vi asentir y fijar su vista al camino vacío que teníamos por delante.

―Damien ―murmuró―. Ahora soy libre, Damien.

Frené en seco tan pronto escuché aquello. Volteé a verla y la hallé sumida en sus pensamientos, con la misma mirada vacía que me había dado el día que la había encontrado en el cementerio. Esa fue la primera vez que tuve miedo. Sentí una pesadez terrible alojarse en mi estómago y contraer mis nervios; pero ella, como si nada, bufó y negó con la cabeza, restándole importancia al asunto.

―¿Qué demonios? ―Chasqueó la lengua―. Ya no sé ni lo que digo, lo lamento.

Pero yo sí sabía. Un escalofrío me recorrió el cuerpo mientras volvía a acelerar el auto por la oscura carretera. Aquellas habían sido las mismas palabras que me había dicho Ainara el día que había muerto en el hospital.


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