Recuerdos lacerantes

―Quítate la ropa. ―En su voz no hay sentimiento alguno cuando pronuncia aquellas palabras. Es como si estuviese vacío por dentro. Un escalofrío recorre mi espalda; nunca antes me había tratado con tal severidad. Abro los ojos y le suplico con la mirada. «Por favor, por favor no permitas esto». Él me devuelve un gesto impasible―. Debe hacerse y es mejor que sea ya.

Asiento y bajo la cabeza. Clavo la vista en el suelo y mis manos temblorosas desabrochan los botones delanteros del vestido. Ahora, que mi torso queda al descubierto y la prenda se desliza por mis hombros y cae al suelo, no son sólo mis manos, sino mi cuerpo entero el que se estremece. Trato de cubrirme cruzando los brazos alrededor del pecho; pero es inútil, no hay nada que pueda protegerme de esos ojos que se vuelven cada vez más oscuros mientras recorren mi desnudez. En ese momento tengo la certeza de que no soy nada. No valgo nada.

Una ventana que se alza unos metros por detrás de mí refleja la luz de la luna a través de sus finos cristales, dándole un matiz espectral al contorno de su imponente figura. Es la primera vez que visito esa habitación. El borde de las paredes se funde en la oscuridad de la noche y parece no terminar nunca; sin embargo, la agobiante sensación de que el espacio se hace más pequeño a medida que el tiempo transcurre no me abandona en ningún momento.

―Voltéate ―dice.

Mi vista se clava en sus huesudas manos de forma instintiva antes de obedecer. El gélido viento se cuela con facilidad y no hay barrera alguna entre mi piel y aquel clima invernal. Observo la luna y parece como si, asimismo, ella me devolviese la mirada. Acusándome. Castigándome. Sólo de pensar en ello, un sudor frío me recorre desde la nuca y baja por mi espalda.

―Os reconozco, hija del pecado, sois vos quien habéis expulsado a la creación de Dios del paraíso ―dice.

La vara produce un sonido que corta el aire a su paso y mi corazón comienza a latir con más fuerza. El primer golpe viene poco después. De repente, me siento mareada. Supongo que en realidad no termino de entender que las cosas tienen que ser así. Que todo podía ser más fácil, pero yo he hecho que sea de este modo.

Lo oídos me zumban, el ruido de mi respiración entrecortada es lo único que rompe el tenso silencio en el que se ha sumido el ambiente. «Tienes que agradecer que te haya traído hasta aquí» dice. Yo de verdad quiero creerle, pero las lágrimas se escapan de mis ojos y, antes de que pueda siquiera pensar en ello, estoy sollozando sin control arrodillada en el frío suelo de madera.

―No llores. ―Aunque sigo de espaldas, puedo notar que por primera vez en todo ese tiempo un tono de pesar tiñe su voz―. Debes entenderlo, el hijo del hombre ha muerto por ellos, pero no por ti.

―Lo siento, lo siento ―digo, volteándome a verlo por encima del hombro―. No quise que esto pasara, no quise hacerlo. Perdón...

―Él es el único que puede perdonarte. ―Noto como su expresión se transforma otra vez en esa máscara pétrea mientras se acerca a mí. Cuando me coge del brazo, tiene un gesto de desprecio plantado en el rostro―. Levántate y no vuelvas a cuestionar sus decisiones.

Sin fuerzas, mi cuerpo se eleva cuando me empujan hacia arriba. «Es necesario» pienso. Vuelvo a darle la espalda y me enderezo. Una pared blanca desconchada se erige frente a mí y no puedo evitar preguntarme desde cuándo ha existido este lugar. Y quién ha estado allí antes.

―Jezabel ―recita y vuelve a accionar el látigo―, centinela del infierno, es por vuestro medio que Satanás ha triunfado...

Me muerdo los labios con tanta fuerza que el metálico sabor de la sangre dentro de mi boca resulta nauseabundo. Los golpes se repiten cada vez con más frecuencia. El dolor que produce el contacto del cuero con mi piel descubierta resulta insoportable. El tejido se abre, gotas rojas resbalan por mi cuerpo y caen al suelo en picada. Un charco carmín tiñe la madera y yo sigo sin decir palabra. Me siento mareada, mi vista se nubla. No puedo más

No sé cuánto tiempo ha pasado en el momento en que un grito desgarra mi garganta y mis rodillas flaquean. Todo es oscuridad después de ello. O antes. «Antes del principio de los tiempos».

...

Desperté jadeante en medio aquella noche sin luna y no reconocí la habitación en la que me encontraba. Me incorporé tan rápido que me sentí mareada y tuve que apoyarme en la cabecera de la cama. («¿Cuánto había pasado desde que había dormido en un lugar así?»). Casi de forma automática, llevé una de mis manos a mis mejillas húmedas. Estaba llorando.

Era bien entrada la madrugada, estaba a punto de amanecer. Sabía que no podría volver a dormir; nunca podía volver a hacerlo cuando Él aparecía en mis sueños. De cualquier forma, no acostumbraba a dormir mucho. Aun así, ese día me sentía agotada. Suspiré y me apoyé sobre la cabecera de la cama para analizar mejor lo que estaba pasando. Entonces, recordé los infortunados sucesos de la noche anterior. Volví a sentirme indignada, incluso asqueada, de haber accedido a quedarme.

No me hacía sentir más aliviada recordar dónde y por qué me encontraba allí. Supongo que estaba tan acostumbrada a despertarme desnuda en medio de las sábanas sucias de cualquier hotel, que no sabía cómo manejar este tipo de situaciones. Además, tenía muchísimas ganas de salir de ahí. Esa habitación me producía un malestar terrible, era la primera vez que las pesadillas volvían desde hacía meses. Justo cuando lograba asegurarme que iba a poder seguir adelante, que él ya no podía hacerme daño, los recuerdos volvían con más fuerza de la que podía soportar. Algo no estaba bien conmigo y nunca lo estaría.

Decidí ir a prepararme un café. La casa estaba sumida en una densa negrura que apenas me permitía adivinar hacia dónde tenía que ir para llegar a la planta baja y las tablas del suelo de madera crujían bajo mi peso. No hacía frío, pero yo estaba temblando. Lo cierto es que me sentía en peligro, aunque había estado en lugares peores que ese, mi instinto de supervivencia me gritaba que saliera corriendo de allí. No entendía, o no quise entender, el porqué.

De cualquier forma, al encontrar la luz de la cocina encendida, me di cuenta de que no tenía muchas opciones de escape. Me había imaginado que su actitud sería más recelosa luego de lo que yo había hecho la primera vez, pero verlo allí hizo que me diera un vuelco en el corazón. Sostenía una taza humeante de algún líquido oscuro y me observaba con expresión taciturna.

―El pijama que te he prestado tenía dos piezas ―dijo, conforme sus ojos iban bajando por mi cuerpo―. Sólo te has puesto la camisa.

No era aquella la misma mirada que los hombres del bar me daban. Era peor. La repulsión siempre resultaba mucho más hiriente que la lujuria. Puedes hacer a una persona avergonzarse de sí misma al saber que la deseas, pero al menos su amor propio no se verá tan mancillado como al darse cuenta de que la aborreces totalmente... O quizá era que yo estaba harta de ser rechazada por todo el mundo.

―Hacía calor. ―Avancé hasta ubicarme en el medio de la estancia―. ¿Está bien si me preparo un café?

Me hizo un gesto con la cabeza a manera de afirmación.

―Es primavera. ―dijo. Luego de llevarse la taza a los labios y darle un sorbo a su bebida, añadió―: Además, las piernas te tiemblan y tienes la piel de gallina.

Me detuve casi en seco y fruncí el ceño. ¿Cómo había podido darse cuenta de ello si estaba a varios metros de distancia?

―Hiciste que me quedara en tu casa y me prometiste que me ayudarías a conseguir un empleo y un piso en la ciudad. ―Elevé la voz, quería parecer molesta―. ¿Acaso hay algo más que quieras de mí? Puedes pedirlo, Damien, sabes que siempre puedes pedirlo.

―Quisiera saber más de ti.

Tuve ganas de comenzar a chillar como desquiciada. La verdad no quería estar allí y tenía miedo. Me resultaba más fácil acercarse a un hombre cuando sabía que el mayor riesgo que corría era que abusara de mí y me asesinara. Era increíble la cantidad de tipos que te encontrabas acudiendo a ti porque sus madres los tocaban de pequeños en donde no debían. Complejos de Edipo desarrollados hasta un nivel enfermizo. «¿Te puedo asfixiar mientras te estoy follando?» Todo un clásico.

―¿Qué edad tienes, Jade? ―preguntó.

Di un respingo. ¿Por qué había hecho esa pregunta?

―Hace unos meses cumplí los diecinueve. ―«Hace poco» era una vaga aproximación a la cruda realidad: no sabía cuándo había cumplido los diecinueve, pero suponía que ya tenía esa edad.

―No pareces tan joven ―dijo y me dirigió una media sonrisa que logró helarme la sangre.

―Tú tampoco.

―Ya. ―Asintió―. Pero yo tengo veintinueve.

No respondí. Me limité a encogerme de hombros, darme la vuelta y comenzar a revisar la despensa para poder prepararme un café, que era a lo que en realidad había venido, pero lo cierto es que ya no estaba por labor de querer hacer nada y terminé por abandonar mi labor. Me estaba comenzando a doler la cabeza. Lo único que quería era estar sola, ¿tanto le costaba a Damien entenderlo?

―¿Por qué me has traído de nuevo aquí? ―No me moví de mi posición.

―Porque esta es mi casa.

Me irritó su respuesta, pero opté por seguir fingiendo que estaba buscando algo en la cocina. Lo cierto es que deseaba mantenerlo contento; necesitaba su ayuda, no quería seguir teniendo que salir toda la noche a recorrer sitios de mala muerte ni seducir a cualquier tipo al que pudiera robarle la billetera en medio de la noche. Aquello estaba volviéndose demasiado para mí, sabía que si seguía así terminaría muerta.

―¿Qué estás tomando? ―pregunté al fin, abandonando mi inútil tarea.

Damien me tendió la taza en respuesta y yo acepté darle un sorbo. Era café amargo, pero no sabía sólo a café. Me resultó interesante la combinación de sabores, tenía licor y algún otro ingrediente que no lograba descifrar. Sin embargo, sentía que no era la primera vez que probaba aquello. Era agradable, le dije, el cosquilleo que te dejaba en la boca aquella bebida luego de unos cuantos segundos.

―Qué extraño, no suele gustarle a la gente. ―Sonrió y esta vez sentí que su gesto era cálido. Era la primera vez que Damien parecía relajarse en mi presencia―. No quiero perderte de nuevo.

Creo que él tampoco planeaba escuchar esas palabras, pues desvió la vista hacia el techo y apretó las manos en puños.

―No me iré.

Quizá no debí haber asegurado aquello con tanta vehemencia, pero lo cierto es que desde el principio tuve un impulso enfermizo por querer complacer a Damien en todo. Le temía y me atraía a partes iguales. No sabía que aquella combinación terminaría por llevarse lo poco que quedaba de mi cordura.


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