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Era un perfecto rectángulo de mármol negro que, incluso bajo la tenue luz invernal, resultaba resplandeciente. Yo lo contemplaba, arrodillado e inmóvil, como quien contempla la eternidad del mar perderse en el horizonte y se olvida del tiempo. Cada tanto extendía los brazos y rozaba con mis dedos las letras doradas que sobresalían de la roca. Las había contado: eran ciento ochenta y cuatro caracteres. Formaban diecinueve lacónicas palabras y dos fechas que marcaban el inicio y el fin de una vida.

El viento invernal azotaba mi rostro con fuerza, el frío casi dolía tanto como recordar. Aun así, me reconfortaba estar allí. No me importaba que se sintiera como si mil cuchillas estuvieran atravesándome, ese era el único lugar en donde ella seguía siendo real, donde la felicidad podía volver a mí durante unos minutos.

Las flores que había traído teñían con su belleza el trágico escenario. Eran girasoles, sus favoritas. Amarillas como la esperanza y la luz que una vez existió en mi vida, contra el negro del vacío, de la nada que terminó consumiéndola. ¡Oh, mi pequeña! En vano había intentado todos esos años borrarla de mi mente. Volver cada domingo a ese lugar era la prueba de que no podría hacerlo, seguir adelante sin ella era imposible.

Cómo deseaba congelar el tiempo y quedarme allí para siempre, pero no podía, nunca pude por más que lo intenté. Las horas pasaron y las luces violáceas del atardecer hicieron que la pérdida volviese a chocar contra mí de la misma forma implacable con la que siempre lo hacía. Me incorporé, cuando estuve de pie sobre aquella alfombra infinita de césped, miré hacia abajo y leí la inscripción:

«Ainara Butler.

1970-1989.

Una hija, amiga y esposa ejemplar. En el reino de los cielos ha de encontrarse tu espíritu».

Era increíble que hubieran pasado nueve años y mi rutina masoquista no hubiese cambiado. Todavía me quebraba en mil pedazos cuando llegaba el momento de decirle adiós, dándole la espalda y emprendiendo mi rumbo de regreso. Recorría el camino de tierra rodeado por troncos de árboles desnudos y mis pasos adquirían cada vez más rapidez; sentía cómo mi cuerpo entero pedía desesperado que me alejara del espejismo de un pasado etéreo.

Así terminaba mi ritual de los domingos del final de mes. Me gustaba creer que el dolor me hacía más fuerte y me daba una razón para no hundirme en las profundidades de la desolación, justificaba un poco mi masoquismo. Ir hasta el cementerio fortalecía mi fe y me impulsaba a seguir luchando; aun después de su partida Ainara seguía siendo mi salvación. Su existencia mantuvo con vida a una persona que siempre estuvo al borde de un infranqueable abismo de oscuridad. Al menos, así había sido hasta ese domingo de enero.

Recuerdo que era un día especial y que seguía sintiendo que un aura celestial me envolvía mientras iba por el camino de tierra rodeado por altos árboles que me llevaría hasta mi coche. Estaba tan abstraído que no me di cuenta de que alguien corría en mi dirección hasta que sentí el golpe de un cuerpo al estamparse contra mí.

«El mundo sigue girando y tú deberías entenderlo», mascullé para mis adentros. Mientras más consciente me volvía de mi propio cuerpo, más caía en cuenta de que el accidente no había sido mi culpa. A fin de cuentas, ¿quién demonios cargaba prisa en un cementerio? El tiempo era lo que menos le importaba a sus habitantes.

Estabilicé mi equilibrio y alcé la vista. El enojo se había apoderado de mí, tenía el ceño fruncido y una tanda de improperios esperaban manifestarse contra quien acababa de importunarme. No pude, sin embargo, decir palabra. Escuché una respiración entrecortada atravesar el denso silencio y mi corazón latió. No recordaba la última vez en la que lo había hecho, por lo menos no de esa forma tan desenfrenada.

Sus ojos verdes, abiertos de par en par, reflejaron sorpresa al encontrarse con los míos y sus labios rojos se entreabrieron, jadeantes, en busca de aire. Era una mujer hermosa, todo en ella era perfecto. Desde su rostro de porcelana con mejillas sonrosadas hasta su delgado y frágil cuerpo, de un color tan blanco como la nieve que nos rodeaba, causaban un efecto hipnotizante en mí.

―Ainara ―dije. Por primera vez en nueve años me pregunté si iba a llevar el amor que sentía por mi esposa hasta el punto de desquiciarme.

Una corriente de gélido viento nos golpeó. Vi a Ainara estremecerse. El corto de su vestido parecía ilógico en esos días de invierno, sus largas piernas estaban descubiertas casi en su totalidad. Me apresuré a quitarme el abrigo para ofrecérselo. No importaba que fuese una alucinación, no podía dejarla así. Sin embargo, ella dio un paso hacia atrás cuando se dio cuenta de mis intenciones. ¿Acaso no me recordaba? Insistente, me incliné y corté la distancia que había impuesto sobre nosotros.

Fue en el momento en que mi mano hizo contacto con la piel desnuda de su hombro lo sentí. Era como ser atravesado por un rayo. La electricidad invadió cada rincón de mi cuerpo y me inmovilizó. Sólo podía pensar en que su cercanía era real. Ella era real. Deseaba, necesitaba, volver a tocarla. Mis dedos ardían por recorrer su piel, pero tuve que recomponerme y poner distancia entre nosotros al verla llevarse las manos al cuello y comenzar a jadear. Noté su mirada barrer el espacio que la rodeaba hasta que, finalmente, se posó en mí. Me estremecí al notar sus ojos vacíos, sólo con el terror reflejándose en ellos, cuando pronunció las palabras que habrían de firmar nuestra ineludible sentencia:

―Damien, tráeme de vuelta...

Perdió la consciencia ycayó al suelo ante mi impresionada mirada. No se desvaneció, como creí que loharía. Entonces, el entendimiento llegó a mí: era ella. Ainara estaba allí.    

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