•×• Un Paseo •×•

• Escenario: El único día realmente productivo de Mikey son los domingos •

Los turnos diurnos de Manjiro se dividían en dos trajes singulares característicos de su típica vestimenta: ropa casual y pijamas. Contaba entre la ropa para salir lo que era su uniforme escolar, por alguna extraña razón. Y las pijamas venían a juego en su mayoría con colores suaves y neutrales de verde oliva o azul, similares a lo que serían las ropas para salir a correr, junto con una manta sucia y vieja que llevaba consigo para dormir, todo el bendito tiempo, estando entre casa. Los sábados podía durar con esas vestimentas holgadas hasta las doce del mediodía - duraría más, pero Emma lanzaba un grito al cielo si antes de la tarde no se hubiera echado más aunque sea una lavada a su rostro o metido al baño para la ducha ocasional.

Casi todos los días, Draken lo iba a buscar, para terminar de mimar sus rutinas. Aunque los sábados se notaba que lo hacía más allá de la obligación que se efectuaba entre semana, porque los sábados podía ver a Emma, y Emma podía verlo a él. Mikey era la nuez entre ambos. La manija de su maleta. La cuerda de su patio. El violín de sus miradas. El ladrón de aquella tostada francesa con la mantequilla dispersa y derretida que se acaparaba para huir a su cuarto y dejarlos medio solos en la cocina.

Sus sábados eran el intermedio relajante donde se terminaba de transformar en el mañoso cimiento de pereza, que movía un dedo del pie y era la excusa perfecta para dormir unas horas antes de tener su antojo de las tardes, robarle galletas rellenas a Emma, verificar el domo de su abuelo y salir si fuera una ocasión especial, como reuniones de la Tōman o revolotear por ahí con los demás en las plazas de los centros en Shibuya.

Pero los domingos, eran llamativos. Tiempo a solas.

Se levantaba temprano a eso de las ocho de la mañana. Se tiraba de lleno al fregadero, para restregar los platos que él abandonó en la noche o la madrugada si se le dieron los antojos de merienda. Montaba guardia en la cocina con la cafetera trabajando y salía a comprar el periódico para su abuelo, siempre a dos calles del domo, la tienda de conveniencia tenía un ejemplar de la semana o del día. Llegaba con la parsimonia digna de un perro viejo, revisaba el té frío dentro de la nevera, llenaba los dispensadores de hielo del congelador y terminaba de secar los platos.

Ya para eso de las 8:45, Emma estaba con un pie en el baño. Era la señal para ir abandonando la cocina y rectificar la ropa seca en uno de los patios traseros. Quedaba con los brazos llenos de mantas, cobijas y ropa dentro de canastos recogedores, se adentraba y guardaba todo perfectamente doblado en su sitio.

Le servía una taza de café a su abuelo, que por lo visto, casi siempre esperaba en la sala un ejemplar del periódico junto a su ración diaria de cafeína. Le agradecía y se iba a entrenar.

De ahí, Mikey se tomaba un cambio de prendas rápido. Consistía en un suéter tejido de lino fino color blanco, y pantalones holgados de tela strech negros. Con el cabello revuelto en el desastre, calentaba un poco en el domo. Un par de circuitos musculares como sentadillas, brazos y tórax. Después trabajaba en sus patadas de altura, puños, junto a sus técnicas de artes marciales mixtas.

Descansaba minutos escasos, iba a ducharse para desayunar. Ayudaba con los platos restantes y emprendía el rumbo de su nueva salida.

Con el suéter largo de cuadros, se combinaba con algún otro pantalón que estuviera limpio, se acercaba a su motocicleta, la cual, para ese día de la semana ya el tanque de gasolina le resultaba vacío. Tomaba la lista de compras que Emma le exigía fuera a cumplir, porque se enojaría y Emma enojada era el colmo de los fastidios. Pero Mikey no podía permitirse arruinar los domingos.

Menos ese domingo. Era 8 de Enero del 2006. El segundo domingo del año.

Como de costumbre, iría a buscar unas flores cualquiera, retocaría las lápidas, pasaría por el muelle y comería unos dorayakis gustoso, observando las gaviotas pasar.

Iba encomendado a pasar por la gasolinera, pero justo debajo de la pasarela, quedó en el trance reprochable.

El rojo del semáforo lo detiene y finge verla por lo bajo. Fue inevitable que una sonrisa no se le escapara, mira al frente y luego, vuelve a verla, esperando el bus en la parada del cruce. Tenía puesta una ropa holgada por el frío, y el cabello atado en una cola de caballo, que volaba con fuerza tras el choque del viento. La siguió viendo divertido hasta que cruzaron miradas. Repentino, abrió los ojos con sorpresa levantando sospecha y gira al frente; apenas el semáforo indicó el verde, salió volando a la estación.

Conoció a Yumiko hace unas dos temporadas, justo por la misma zona, siendo acosada por otros tipos mayores. En ese entonces cargaba puesto el uniforme de su escuela, muy rara vez podía verla con otro tipo de vestimenta casual. Después descubrió que era de la misma escuela que Emma y se llevó el asalto de terror.

Nunca tuvo pensado convivir mucho con ella, pero después conoció a la novia de Takemicchi y se volvieron un tanto más cercanas las tres.

Manjiro no era fanático de hacer nuevas amistades. Aunque las opiniones de personas fuera de su burbuja son que Mikey era terriblemente insoportable. Tenía debilidad por los dulces, las tardes de siesta y esas horas de baño que le gustaba alargar, o ir a unas aguas termales y ver el techo mientras flotaba en el agua y el resto de sonidos eran meros murmullos. Todo era radical, o le gustaba o no le gustaba. Yumiko, sin embargo, cruzaba varias de sus artimañas en su contra (pero realmente Mikey en su interior le echaba la culpa a ella).

Justo ahí, ya con el tanque de gasolina lleno, recibe la llamada.

—¿Huiste de mí?

Sosteniendo el manubrio de la moto con una mano y con la otra teniendo el teléfono, mira al cielo, la sonrisa extraña apareció de costumbre. Un clima despejado.

—No. ¿Qué te hace pensar eso Yumiko-chan?

Otro silencio. Un sonido torpe por la línea. La calma. La brisa de suspiros.

Es que, saliste corriendo. Pensé que estabas molesto conmigo –y como de rutina, era estoica, rara y algo formal–. En fin, olvida eso. Nos vemos...

—¿Sigues en la parada de autobuses? –interrumpe brusco. Yumiko desde su perspectiva era una chica muy extraña; asimilaba de que en serio, lo había llamado solo para corroborar su estado de ánimo hacia ella– ¿Estás ocupada?

No realmente...

—¿Quieres pasear conmigo como la otra vez?

Él era de ir al grano, tocando el timbre y quedar despierto en escenarios exactos.

No veo porqué no.

—Estoy a dos minutos. Espera ahí.

Además de que no le gustaba mucho cuando se adelantaban a su animosidad perpleja. Sano Manjiro podía ser impredecible y predecible. Con la lectura fácil pero sin luz cercana para facilitar la lectura en medio de la oscuridad. Y Yumiko era similar a él o así lo sentía, cercana y lejana. Sin poderse perpetrar dentro de esa coraza tajante.

Tampoco tenía idea de que le gustaba.

Ahí Draken tenía la culpa. Su querido amigo Kenchin desbloqueó una nueva rama con facetas misteriosas al decirle que cuando de vez en vez le nacía invitar a Yumiko de paseo en su moto para comer por ahí y charlar a solas, entonces tenía mil interpretaciones distintas de las que Él, Mikey, ni estaba consciente.

Aunque ciertamente tampoco la consideraba una amiga. Entonces regresaba al comienzo de todo.

Desde que Draken apenas comentó ese retazo de ideas extrañas, que deparan desconcierto y curiosidad en la entrada de su estómago, las burbujas de dulce flotantes eran desgraciadas, muy poco dominantes y sobresalían maravilladas cuando se cruzaba con Yumi. No sabía manejar eso, pero tampoco podía ignorarlo. Y el ciclo se acentuaba más y más, transformando cada encuentro inesperado en un ciclo que no quería fuera algo sofocante.

Reconociendo entonces, que realmente le gustaba. Vacilando entre la línea delgada masoquista de evitar ser un cauteloso niño con curiosidad y un aberrante desgraciado infantil como solía serlo.

—¿Y a dónde se dirige El Invencible Mikey un domingo como éste?

Aceleró poco a poco, como hacía de costumbre al llevar otra persona detrás suyo. Si ella le sostenía la cintura así, Manjiro apretaba los manubrios con extremo deseo.

—Visito a unos conocidos.

Extrañada, Yumiko guardó un silencio agradable, esperando a que la sorpresa fuera encomiable cuando llegara. Sin sacar conclusiones inesperadas si quiera cuando se detuvo a comprar unos ramos arreglados y emprender el camino directo al cementerio. Trotando un mundo de laberintos en miniatura, con lentitud. Verlo así, con singular confianza como si se supiera el camino de memoria y grabando en la suya las sombras de los árboles chocando en el pavimento. El cementerio. Ahí.

—No sabía que conocías los crisantemos.

Un bufido se dejó escapar con comodidad. Se sentó frente al nombre en piedra e invitó a su acompañante a que imitara su acción.

Creía que seguía siendo mentira, que Mikey fuera el hermano de tal leyenda labrada en piedra de forma lastimosa. Porque casi nunca lo ve triste, abierto. El rubio era un intrigante misterio con olor a incienso.

—Yumiko –le llama la atención. Se gira asustada por el quiebre del espeso silencio, esperando la continuación– ¿Crees que está mal que le traiga éstas flores tan seguido?

Alzó las cejas, un tanto impactada. La pregunta se escuchó muy estrecha en el espacio que estaban compartiendo. Como si no estuvieran en el exterior y una caja de secretos fuera el apoyo de sus cuerpos. Cuya pregunta anterior sonó más bien como un murmullo tierno, tímido.

Después de salir del letargo, sonríe cómplice y vuelve a observar la lápida sosteniendo sus piernas.

—No. Son muy bonitas. Ideales para la ocasión.

Una presencia de la curva confortable en los labios de Mikey le socavaron el pecho, dejándose ser.

Se había perdido entre el manantial de palabras que Mikey tenía dedicadas al difunto. Agradecía en silencio que tuviera el ideal de llevarla a conocer su querido hermano. O su otro amigo fallecido no hace mas que unos dos meses y medio. Al cual, le entregó fueron rosas, como simbolismo de disculpa. Y en el fondo, Yumiko no podía evitar preguntarse qué era esa cosa por la que Manjiro se disculpaba para con Baji Keisuke, o el por qué no lloraba con facilidad después de todos los actos que acontecieron a ese accidente. Ya sea del uno o del otro, era un tanto curiosa.

Sin no perderse en el azul terriblemente oscuro de su mirada comiendo galletas en el puerto y ver las gaviotas pasar. Expresándose como un niño, con tono de adulto y semejanza de un adolescente más el reflejo de fantasmas desconocidos sobre sus hombros.

¿Y por qué sentía una añoranza extraña de conectar con ese especimen? De mirada perdida en el vasto despliegue marino de agua salada frente a ellos, en el fondo de la cantidad entre barcos de carga.

—Mi hermano mayor me traía a pasear por este lugar en su motocicleta.

Se asustó bastante, a punto de atragantarse con el panecillo que sacó de la bolsa, aterrorizada de que le comentara eso como si le leyera el pensamiento, de aquella forma, efímera, bonita, vacía.

—Santo Dios, Mikey. A veces me asustas.

Y para que luego pusiera los ojos en blanco con confusión afilando los ojos, netamente perdido. Porque eso no era normal, no debía de ser normal, que el pandillero con su estatus le llamara la atención sin tanto esfuerzo. Que Sano Manjiro tuviera esos cambios de humor o conductas extrañas donde su cerebro parecía desconectarse de la humanidad, y pusiera caras similares a las de un gato en pocos segundos.

Pero el rubio solo se reía de su reacción retraída. Apaciguando el ambiente fúnebre de la ocasión y revolverle el cabello.

—Sigo sin creer que estas cosas sean tu almuerzo, son pasadas las cinco. Encima de que las tuve que pagar yo.

Con remordimiento, comía los últimos trozos del panecillo en mano para sacar otro de la bolsa, hasta que cayó por enterada de que era el último y con entereza infantil Mikey ya se le había adelantado.

—¡Ey! –exclamó– No es justo.

Gruñó audible, sin querer recibir los juegos imprevisibles del culpable contra su cabello.

—¿Si sabes que comiste más que yo?

—¿Quieres igualarme en comida, Yumiko-chan? Pensé que las chicas comían menos –dijo sosteniendo el postre con una mano como si fuera un diamante que examina antes de pasarle el pulidor–. Siempre pudiste haber dicho que no.

Le tembló levemente los labios, gracias al tono que usó para decir lo último. Atrevido, susurro, cerca. Decide negar enojada, escoger que era producto del frío y los últimos vientos de diciembre pasando factura.

Infla una mejilla derrotada. Pero Mikey se abalanza un poco más cerca de su cuerpo, morder un lado del panecillo, degustar, y ofrecerle otro mordisco a su benefactora pegando el dulce a sus labios. Juguetón. Previene la mirada extrañada, su serio contorno en el rostro sonrosado, las manchitas en el puente de su nariz contrayendo la mueca para probar un bocado de la oferta, y quedar soñando despierto mientras mastica, sin terminar de soltar un suspiro ilusionado con éxito.

Cuando a Mikey le echaba a caminar la rueda del hamster, podía llegar a pensar cosas que no eran. Formulando deseos erróneos que si Draken se llegara a enterar, lo reprochará cansado. Pero no había nadie ahí para detenerlo de su actuar imprudente rebosante hasta por lo codos.

Los marcos de labios ajenos estaban adornados por migajas y el relleno de uva. Adorable. Que comía feliz sin tomar en cuenta el escaso espacio que les restaba a sus piernas, sus brazos. Sus rostros.

Manjiro se comió de golpe el resto del panecillo y la chica se quejó con tristeza. Pero su alarido se vio interrumpido por la desconocida cara intrépida creyéndose el creador verídico del momento, a punto de robarle un beso.

El manifiesto apresurado la saca lo suficiente de onda para actuar igual pero de diferente manera. Sin querer —y jura que sin querer—, empuja a Mikey con algo de fuerza sorpresa hacia atrás, hasta que rueda para casi caerse por el borde que separa la avenida del muelle, justo donde había un pequeño precipicio de unos cinco metros, y justo en donde estaban sentados.

Con los ojos bien abiertos, Yumiko absorbió la gravedad del asunto en una escala muy lenta, ya viendo lo que había hecho demasiado tarde. Pero Mikey corría con la suerte de tener buenos reflejos y usar sus codos de apoyo, quedar estirado acostado sobre aquel pequeño mural de concreto, y descargando el archivo del escenario, dejarlo cargar y ponerse nervioso. Muy nervioso. Aunque no se note, le invadió una oleada de vergüenza muy poco perceptible, porque la fémina estaba más asustada que un roedor y eso la distraía lo suficiente de la vergüenza extrema que consumió el cuerpo de Mikey, el cual tenía el cuerpo endurecido tratando de ignorar lo que sucedió.

Lo había rechazado. ¿Era un rechazo verdad?

Se sintió como uno. Bueno, difícilmente sentía algo aún si Yumiko lo ayudaba a incorporar en su sitio de antes y le hacía mil preguntas hacia su bienestar.

—Mikey, respóndeme. Casi te caes y no dices nada.

—Lo siento –por fin acotó, muy, muy, apacible. Rascándose la nuca–. Creí que me aceptarías un beso.

Con retardo, contestó...

—¡¿Es lo único que piensas?! ¡Eres un bobo! –le tomó por los hombros moviendo frenética su delgado cuerpo casi catatónica, disculpándose verdaderamente por haberlo empujado y después lo abrazó–.

Luego de otros largos minutos, el abrazo seguía sin romperse, ayudando a que la tensión en el cuerpo del rubio disminuyera para pensarlo mejor. Bueno, de ahí a la parte más baja de ese precipicio, sí que era un trayecto horroroso. Si se cae ¿su cuerpo quedaría más que adolorido? Definitivamente no quería dejarlo en evidencia ese día, sobretodo si sentía los brazos de Yumiko todavía rodear su cuerpo; era pequeña, con la cabeza asustada enterrada en su pecho, sintiendo el calor preocupante emerger de sus dedos nerviosos. Nunca se habían roto el espacio personal de esa forma, nunca se habían abrazado así, nunca se habían abrazado si quiera.

Se sintió mucho más, raro. Con bochorno, un picor en la lengua y la punta de su nariz, que relucía el paseo hasta la yema de sus dedos, que correspondían el gesto del tacto físico en su espalda y aprovechó como el sinvergüenza que era para acariciar calmante.

Le gustaba, en serio le gustaba Yumiko. Y fue muy triste que ya su domingo que iba por buen camino estuviera torcido así.

Al bajar para continuar hacia la moto que tenía aparcada, se disculpa torpemente por arruinar el momento, pensando por fin en las posibles consecuencias de su capricho. Pero Yumiko alzó los hombros bastante tierna agregando que sólo la agarró desprevenida, siendo ella la que se disculpa también por vigésima vez de haberlo empujado.

—¿Entonces sí me hubieras besado?

Se quedó helada, ya sentada en la parte trasera de la moto y apretó en un puño el pliegue del suéter de Mikey con sus manos, orejas y la cara roja. Sin saber qué responder ni de dónde salió la pregunta tan surreal.

—¡Es que lo hiciste de repente! –chilló–.

—¿Pero sí?

—¿Qué cosa? –soltando humo por las orejas–.

Mikey se ríe malicioso. Poniendo sus pelos de punta cuando ya arrancó la moto. Un tanto mejor del asunto, recuperando el ritmo.

En un semáforo con el atardecer detrás de ellos, libra una mano del volante y acaricia fervientemente con suavidad que derrite las pequeñas manos que apretujan nerviosas su cintura, volviendo a sonreír en la acción.

—¿Mikey?

Definitivamente esos cambios de humor le desconciertan en demasía.

—¿Quieres ir a cenar?

—Bueno, sí. ¿No es todavía algo temprano?

—Quizás –vocifera por sobre el sonido radiante de la velocidad–. Tal vez es una excusa para estar otro rato contigo.

Impredecible. Imprudente.

—Mira. Quedemos aquí.

Infantil. Extraño.

—Oye, antes de entrar al sitio, quiero mostrarte algo –señaló desde la moto, en una esquina del solitario estacionamiento–.

Inescrutable. Inmarcesible.

—¿Qué cosa?

—¿Lo ves? Aquí se puede ver la torre de Tokyo.

Difícil mentiroso. Insensato.

—¡No veo nada de-

Con labios de niño, lengua tibia. Sabor a miel. Manos ágiles. Pulgares cariñosos. Edredón de plumas color oliva, paladar dulce. Beso de ángel.

—¡Mikey! –interrumpió mareada. Las rodillas casi cayendo al suelo–.

—¿No te gustó? –preguntó concentrado–.

—¿Eh?

Y le volvió a besar. Después otro poco, y otro. Uno más para sellarlo, otro para dejarlo en claro. Quizás otro que escape no hacía daño. Por su nariz pecosa, sus mejillas, un revuelo de nuevo en sus labios. Uno más y listo, sí, ese será el último. Bueno, nadie los veía, otro tanto y ya.

—Sabes a uva –le murmura con añoro–.

—Yo, esto, no sé. No sé a qué sabes, es que tú no me dejaste saber, no, eso no es. Es que no me dejaste pensar, y yo...

—Creo que por ti comienzo a amar mucho más los domingos.

Sin tener tiempo de formular otra pregunta, la besa por décimo octava parte de la gama de ruidos adorables que le robaba cada que le mordía el labio inferior multiplicado por cinco. Ya ni sabía qué rayos andaba pensando. Solo era Yumiko y sus labios.

—¿Sigues sin saber cuál es mi sabor? –bromea–.

—Ya cállate.

Demonios, sí. Comenzaba a amar mucho más lo domingos.

Perdón por la inactividad
mi situación familiar últimamente
es bastante delicada y solo deseo
echarme a morir.

Les traigo un escrito de Mikey
que aunque me costó demasiado
terminar, espero compense mi
falta de productividad

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