071 | Leyes aeroportuarias

KANSAS

Cuando desperté por la mañana sentí varias cosas, pero lo que predominaba en mis adentros era esa mezcla agridulce de alegría y tristeza. La primera debido a que sabía que él se marchaba para perseguir un sueño de toda la vida, la segunda porque nos dejaba para hacerlo.

Con un nudo en la garganta me senté en el sofá que ya se sentía solitario sin el peso de Malcom hundiéndolo. Miré a mi alrededor con la esperanza de que no se hubiese marchado aún, de que hubiera cambiado de opinión y quisiera despedirse.

Sin embargo, fiel a su palabra, él se fue antes de que despertara.

No pasó demasiado tiempo hasta que Zoe se percató de que no estaba dormida y llegó corriendo desde la cocina con una bandeja entre sus pequeñas manos. Ella, orgullosa de sí misma, dijo que me había preparado el desayuno. Una taza de Minnie Mouse con jugo de naranja, un cuenco con cereales perdidos en leche y tres galletas Oreo de las cuales una estaba a medio comer. Depositó la bandeja en mis piernas y, como era de esperarse, se subió al sofá y comenzó a comer conmigo. Me sorprendió el hecho de que estuviera tan callada, casi como si supiera que yo no quería hablar en absoluto.

Ella solamente robó algo de mi comida y me miró por un largo rato.

—Cuando mi mamá me dijo que Malcom era mi hermano no le creí —dijo rompiendo el mutismo mientras separaba una de las galletas por la mitad—. Después me explicó que a veces las personas tienen bebés y se los dan a otros porque ellos no pueden cuidarlos, como con los cachorros; sus mamás los tienen y luego los dueños los regalan para que una familia les dé mucho amor y mucha comida —apuntó haciendo un ademán a la galleta antes de lamer la crema de una de las tapas—. Malcom y yo somos cachorritos de la misma mamá que terminaron en diferentes familias. —Sus redondos y brillantes ojos azules me miraron con lo que, sorprendentemente, noté como empatía—. Mi mamá me dijo que es muy extraño que los cachorros se reencuentren con sus hermanos, pero Malcom y yo lo hicimos. —Sonreí ante lo último—. Yo también estoy triste de que se haya ido, pero si nos encontramos una vez... ¿por qué no dos? —inquirió antes de engullir las tapas de chocolate—. Lo volveremos a ver y seremos otra vez una manada: tú, él y yo. ¡Seremos como los Aristogatos! —dijo con la boca llena.

—Pero no somos gatos, y si hablas de perros somos una jauría —señalé—. Bueno, en realidad somos seres humanos, pero...

Me interrumpió.

—Deja de preocuparte, Kansas —dijo arrebatándome la taza de jugo de la mano—. Volveremos a ver a Malcom, y mientras tanto tenemos que entretenernos —señaló antes de tomar un gran sorbo y derramar algo de exprimido en su camiseta—. ¡Juguemos al Monopoly!

Y así pasó la mayor parte de mi mañana, o por lo menos hasta que, ya cansada de jugar, la niña me abandonó por no sé qué película de Disney y tuve que guardar las piezas del juego y dirigirme escaleras arriba para dejarlo en la habitación de Zoe. Lo deposité en uno de los estantes y, antes de salir por la puerta, algo me llamó la atención.

Aquello me dejó estática, confundida y sorprendida.

Sobre la cama había un caos de lápices de colores, cinta adhesiva y brillantina. Entre decenas de hojas de colores había una que captó mi atención, específicamente porque había una pequeña fotografía de Malcom allí.

—Diablos —susurré antes de tantear en mis jeans por mi teléfono. Marqué el número de Harriet y ella contestó al segundo timbre—. Tengo una duda que podría ser un potencial problema.

—Ampliación de información —pidió. Le describí la fotografía y su tamaño, también el color y grosor aproximado del papel y el sello. En el fondo sabía de qué se trataba. Sabía leer entre líneas, pero en verdad esperaba que fuese alguna extraña coincidencia cósmica y no lo que yo creía que era. Ella se quedó muda a través de la línea telefónica por unos instantes—. Zoe arrancó la foto del pasaporte de Malcom, Kansas. Dudo que pueda subirse a ese avión.

Lo que siguió fue una extensa charla en la que la futura abogada recalcó lo siguiente: si Malcom está dentro de los Estados Unidos esto indica que ya ha pasado por inmigración y que tiene permitido estar aquí, pero eso no quita el hecho de que deba presentar su pasaporte para hacer cualquier vuelo nacional. Si tuviera la ciudadanía sería distinto, pero esta únicamente se obtiene una vez que se posee la Green Card por cinco años y luego de pasar un examen técnico sobre asuntos nacionales que yo no aprobaría teniendo en cuenta que siempre empiezo a cantar el himno antes de tiempo y que a veces hasta confundo el orden de las estrofas.

En fin, lo que ocurre es que teniendo algo de sentido común y conociendo las leyes aeroportuarias, le pedirán el pasaporte sí o sí. Luego le negarán viajar cuando vean que le falta un trozo de la página más importante, que es la que contiene su fotografía y datos.

O incluso puede pasar algo peor.

Harriet me dio una opción: llevar la foto recortada a la oficina de inmigración del aeropuerto con la esperanza de que lo dejen pasar para que así no pierda el contrato con los Bears, que se echaría a perder si debemos esperar a que se haga un nuevo pasaporte desde Inglaterra porque eso tomaría meses y necesita presentarlo para poder firmar con el equipo. Esta opción parece la más lógica, pero teniendo en cuenta mi característico pesimismo, pienso que con lo estrictos que son no podríamos salir victoriosos.

Sin embargo, luego apareció Jamie con otra opción: un pasaporte falso. La posibilidad de ir a la cárcel por eso me caló los huesos y automáticamente me negué. ¿Y Harriet? Casi le agarra un infarto.

Jamie comenzó a hablar de un conocido del tío de la prima de la hermana del cartero, y me empecé a inquietar. Supuestamente este hombre se dedicaba a adulterar documentos para vivir, y no fue hasta que la futura abogada le explicó todas las consecuencias legales que podríamos afrontar que ella desistió con la idea. Además, tomaría unos días y costaría más dinero del que tenemos entre las tres.

Añadí que no había revistas Vogue en prisión.

Tampoco donas.

Con eso todas nos aferramos al plan de Harriet.

Pensé que, si hubiéramos optado por ir con el conocido del tío de la prima de la hermana del cartero, me estaría convirtiendo en una delincuente por un chico y su lindo trasero.

Llamé a Malcom, pero no respondió y deduje que, siendo Beasley del que hablábamos, probablemente apagó su teléfono a diez kilómetros del aeropuerto como precaución para evitar un choque aéreo o algo por el estilo. A pesar de que únicamente se pide que apaguen el móvil o lo pongan en modo avión una vez dentro de la aeronave, sé que Malcom de seguro lo apagó mucho tiempo antes. Intenté llamar a Mark, pero tampoco contestó. Y, aunque creí que para aquellas horas ya sabrían lo del pasaporte, resultó que la mayoría de los vuelos estaban retrasados por una tormenta proveniente del este.

Además, ellos hubieran llamado a Bill al percatarse del trozo de página faltante, así que concluí que bien podrían estar esperando en el aeropuerto aún sin pasar por el chequeo o estarían volviendo para Betland.

Sin poder confiar y concretar alguna de las teorías, tomé el trozo del pasaporte antes de montarme en el Jeep y salir rumbo al aeropuerto. Me pregunté cómo diablos conocía Jamie a un sujeto que hace cosas ilegales de ese tipo. No lo mencioné dado que sospeché que iba a decir que era necesario para su carrera antes de confesarme la verdad. Mi teléfono se quedó sin batería y Harriet intentó ofrecerme un cargador portátil, pero estaba tan apurada que simplemente me subí al asiento del piloto y arranqué.

Ahora, mientras salgo de la estación de servicio, me repito que no voy a dejar que el sueño de toda la vida de este chico se vaya por el retrete. Incluso si esto implica convertirme en una especie de Michael Schumacher con el Jeep.

Aparte, internamente, ansío poder despedirme a toda costa.

Mi corazón se rompe y se une nuevamente ante la idea de abrazarlo una vez más, y con aquel pensamiento agridulce revoloteando alrededor de mi cabeza aumento la velocidad.

A varios pies veo un cartel.

                                                                     PIKE COUNTY AIRPORT

                                                                                        20 KM

MALCOM

Es casi media noche para cuando me encuentro a unas pocas millas del aeropuerto. Conduzco el automóvil de Bill.

Tras la victoria ni siquiera me permití tener tiempo para celebrar. Le saqué las llaves al coach y me puse en marcha sin siquiera dejar que Jamie y Harriet tuvieran la oportunidad de alcanzarme. No necesitaba oírlo de ellas, la realidad era y es que Kansas decidió ir por mí.

Cuando Bill me dejó en el aeropuerto por la mañana y me quedé a solas con Mark no pasó demasiado tiempo antes de que las pantallas y empleados a través de los altavoces informaran que había un retraso debido a una tormenta cercana. El miembro del equipo de los Bears y yo decidimos dejar los trámites para después y nos sentamos en un pequeño café junto a una tienda de regalos.

Estábamos hablando acerca de lo que se aproximaba cuando algo llamó mi atención en el local adjunto. Lo primero que vi fueron un montón de animales de felpa apilados, entre los cuales busqué uno en particular. Había de todo un poco, entre osos, ovejas y leones hasta puercos. Sin embargo, no había ratas. Me pareció bastante lógico dado que nadie quiere que le regalen un roedor de juguete, o por lo menos nadie a excepción de Zoe. A pesar de esto sí encontré un mapache entre la aglomeración de figuras de felpa e internamente lo comparé con Jamie Lynn. Llegué a la conclusión de que ese muñeco era escalofriante.

Entonces, fui más allá de la tienda de regalos y me examiné el aeropuerto y a la gente en sí.

Observé la forma en que un par de mochileros compartían una bebida que reconocí enseguida como mate sudamericano. Al otro extremo del café contemplé a un hombre que leía un libro y escudriñaba las páginas con un resaltador en mano; a su lado había una niña comiendo galletas y, al otro lado, estaba el que parecía ser su hermano sacándose algo de mucosidad y pegándola, disimuladamente, bajo la mesa.

Eso fue repugnante.

El hecho es que todo pareció recordarme a una persona: Zoe, Jamie, Hamilton, Harriet, la señora Hyland, Gabriel... a alguien que conocí en Betland y que, de una forma u otra, dejó una marca en mí. Fue ahí cuando vi a un fanático de los Green Bay Packers de Wisconsin caminar a través del aeropuerto con la camiseta del equipo: un hombre corpulento que avanzaba a la par de la que aparentemente era su hija de unos diez u once años. Ellos arrastraban sus maletas y discutían acerca de algo que no logré escuchar pero que, sin embargo, detonó en mí el recuerdo de Bill y Kansas.

Sobre todo, cuando la niña extendió una mano y su padre, a regañadientes, le pasó su billetera.

Con eso me puse de pie y le dije a Mark que lo sentía.

Me percaté de que no podía irme a Chicago, pero tampoco podía quedarme en Betland, así que recurrí al plan de respaldo y regresé en busca de Kansas. Ahora estoy conduciendo a través de una autopista, siempre respetando el límite de velocidad y pensando en cómo siquiera consideré irme en primer lugar.

Pocas veces uno puede encontrar todo lo que anhela y necesita en un mismo lugar y, en mí caso, al tratarse de algo que desconocía, decidí alejarme en vez de quedarme para averiguar cómo se supone que funcionan todas estas cosas denominadas amistad, lealtad, familia y varias otras que, en este preciso momento, tal vez por el hecho de que estoy al volante, me niego a recordar por temor a distraerme y producir un desastre automovilístico.

Los vehículos se comienzan a acumular y pronto me encuentro en un embotellamiento. Con impaciencia y ansiedad bajo la ventanilla y asomo mi cabeza para vislumbrar decenas y decenas de coches con sus brillantes luces encendidas y sus singulares y estruendosas bocinas sonando. Es un auténtico caos, uno que me hace mirar a la autovía continúa, aquella que va en dirección opuesta saliendo del aeropuerto, y desear estar ahí dado que prácticamente no hay flujo de autos.

Es entonces cuando lo veo.

Un muy familiar Jeep viene a lo lejos. Sus ventanillas bajas y música a todo volumen desde el estéreo. Esa melodía solo indica una cosa.

Sin saber exactamente qué hacer, me bajo del coche de Bill justo cuando el embotellamiento comienza a descongestionarse y los autos a avanzar. Supuestamente Mark y yo dejaríamos su auto en el aeropuerto y un amigo suyo lo traería de regreso cuando llegara de San Diego mañana. Creo que me dijo que se llamaba Adolf Pierre, pero siendo honesto no quiero oír sobre las amistades del coach, porque comenzaría a preguntarme si a ellos también los amenaza con patearlos entre las nalgas, y por lo tanto comenzaría a echarlo un poco de menos.

La larga cola detrás de mí comienza a exclamar groserías y a coro hacen sonar el claxon. Un coche abandonado a mitad de la calzada no va a moverse solo y probablemente estas personas están apuradas para llegar al aeropuerto dado que algunos pocos vuelos lograrán salir a pesar de la tempestad que se avecina.

Corro a través de las filas de coches pidiendo disculpas a los conductores antes de llegar a la valla que divide la autovía y saltarla. El Jeep se acerca peligrosamente y, con la esperanza de que me vea, hago algo que atenta contra mi seguridad personal.

Me interpongo en su camino a varios pies de distancia, así Kansas podrá verme antes de arrollarme con su defectuoso automóvil. Muevo los brazos haciendo señales de tránsito que conozco bastante bien gracias a los inspectores que observo y de los cuales aprendo al detenerme en cada semáforo. En cuestión de segundos las resplandecientes luces blancas del

Jeep me ciegan por un instante y oigo un grito ahogado proveniente del mismo. Kansas hace una maniobra en letra «U» antes de pisar los frenos y detenerse al borde la calzada y sobre el césped. Los neumáticos chillan y oigo los jadeos sorprendidos desde la autopista vecina.

Un silencio sepulcral se eleva entre las masas de aire por unos lacónicos instantes hasta que el sonido de las bocinas vuelve a llenar mis oídos. Sin embargo, ya no presto atención a la disgustada multitud de automovilistas, mis ojos y oídos están fijos y atentos al Jeep mal estacionado que se encuentra en diagonal a mi cuerpo.

Trago con fuerza al oír el rechinar de la oxidada puerta ser abierta, luego oigo la forma en que sus zapatos caen sobre el pavimento. Su silueta es lo primero que aparece, y es allí cuando la veo caminar en contraluz de los faros del coche. Una figura negra acercándose a paso acelerado, como en la escena de una jodida película de terror.

—¡Beasley, ¿qué diablos crees que estás haciendo?! ¡Podría haberte matado! —me grita con la respiración acelerada, totalmente exasperada y con cierto grado de pánico. Ella ya está a unos escasos pasos de mí y soy capaz de divisar sus inconfundibles facciones: su ceño fruncido, sus ojos amplios, sus abismales pupilas dilatadas, sus labios entreabiertos al borde de una maldición y aquellas mejillas sonrojadas ante el momento de adrenalina. Una fisonomía fascinante, para ser sincero—. ¡¿Y por qué diablos me estás sonriendo, imbécil?! —inquiere antes de que sus manos lleguen para empujarme por los hombros. Es inútil, ni siquiera me mueve una pulgada y parece que mi sonrisa se ensancha.

Estar al borde de la muerte nunca fue tan placentero.

—Tengo muchas ganas de golpearte, pero no serviría en este momento —dice bajando la voz y pasando una mano por su cabello enmarañado y suelto—. Supongo que volviste a Betland y Jamie y Harriet te informaron sobre todo —añade aún con la respiración agitada—. Acabo de estar en el aeropuerto y el próximo vuelo a Chicago sale dentro de una hora, es con escala en Nebraska para evitar la tormenta del este y es el único que irá a Illinois por hoy y todo el día de mañana. Si nos apresuramos llegarás a hacer todos los trámites, así que rápido, ¡vayámonos! —insiste antes de hacer un ademán hacia el Jeep y comenzar a caminar hasta el coche—. Dile a Mark o a quién sea que esté conduciendo que lo alcanza... —La tomo del brazo antes de que pueda dar un paso más y la obligo a mirarme.

Estoy realmente confundido.

—¿De qué hablas, Kansas? —inquiero desconcertado, contemplando la forma en que la misma mirada se instala en su rostro.

—De tu vuelo a Chicago, ¿qué crees? —replica, pero en cuanto está por volver a hablar las palabras vacilan en sus labios—. No sé en qué momento Zoe tomó tu pasaporte con la excusa de que quería una fotografía tuya para recordarte.

Ella recortó parte de la página y ahora estoy aquí intentando arreglar las cosas para que no se cancele tu contrato, no te echen del país o algo por el estilo —agrega—. Pero es obvio que tú no tienes ni la menor idea de lo que estoy hablando.... —susurra notando el desencanto en mi rostro.

Al principio únicamente puedo sentir la decepción, pero al pasar los segundos, mientras observo aquella particular mezcla de verde y café en sus ojos, la desilusión se marcha tan rápido como llegó.

Estoy seguro de que, si Kansas fue capaz de buscar la forma de llegar hasta mí contrarreloj para asegurarse que marchara, seguirme a otro continente y conseguirme una oportunidad para ingresar a una universidad de prestigio internacional entre tantas cosas más, es porque me quiere de verdad. Eso es un motivo para sentir alegría máxima, indiscutiblemente.

También un poco de miedo dado que estoy bastante seguro de que Harriet y Jamie soportan y alientan este acto de película. No me sorprende. Esas dos podrían, a pesar de que una tenga potencial como abogada, cometer los actos ilícitos más graves con tal de ayudar a su amiga. A veces temo que en verdad terminen quebrantando la ley y me asusta que el Estado de Mississippi vaya tras las malhechoras universitarias.

No sería raro ver llegar algún día a la policía o a control animal si nos referimos a Jamie.

—Permíteme hablar —pido en cuanto me percato de su intención de volver a emitir palabra—. Yo regresé a Betland y no te encontré. Terminé jugando los últimos minutos del partido contra los Sea Lions —explico ignorando los bocinazos y los gritos de la calzada a la derecha—. Luego supe que habías venido hasta aquí y asumí que lo habías hecho porque tal vez querías despedirte o querías hacerme cambiar de parecer. En realidad, en el fondo, creí que querías que me quedara contigo. —La culpa y la tristeza inundan sus ojos ante lo último e, inevitablemente, tomo su mano.

—Puedo ser muchas cosas, Malcom —murmura—. Pero no soy alguien egoísta. No soy la clase de persona que te retendría en un lugar mientras ves pasar la oportunidad de cumplir tus aspiraciones frente a sus ojos. —Ella se zafa lentamente de mi agarre y toma una inhalación antes de seguir—. No te quedes aquí por mí, no desperdicies la posibilidad de alcanzar todo lo que has deseado por una persona a la que conoces desde hace menos de un mes. Y si lo que en verdad te preocupa es Zoe, debes saber que ella y tú seguirán en contacto, la señora Murphy dijo...

La interrumpo.

—Sé lo que dijo Anne, Kansas —aseguro—. Pero eso no me basta. No quiero tener que verlas un par de veces al año.

—No puedo decirte qué hacer, pero, por favor, intenta ver las cosas como solías hacerlo hace un par de días. —Su tono de voz se eleva mientras algunos automóviles pasan muy cerca de nosotros y tanto la brisa como los motores rugen—. En tu carta escribiste lo opuesto a lo que me estás diciendo ahora, ¿qué diablos fue lo que te hizo cambiar de opinión tan rápidamente? —interroga—. ¿Qué vale tanto la pena como para dejarlo ir todo, Malcom? —añade entre dientes, frustrada ante la idea de que deje ir el anhelo de toda mi vida.

—Te equivocas —replico tomándola por los hombros y apretando con firmeza y suavidad—. No estoy dejando ir nada que no valga la pena —aseguro, ganándome una mirada de incertidumbre de su parte—. No estoy renunciando a nada, en realidad creo que he podido conseguir todo lo que quiero.

—¿Y cómo se supone que funciona eso? Si te quedas en mi ciudad no encontrarás oportunidades para una gran carrera futbolística —insiste.

—Es verdad, y exactamente por eso no me quedaré en Betland —confieso—. Pero tampoco me iré a Chicago.

—Espero que puedas explicarte mejor porque mi cerebro no está procesando nada de lo que dices y tampoco creo que pueda ser capaz de hacerlo alguna vez —dice dando un paso atrás—. No soy Einstein, así que intenta esclarecer esto con palabras que pueda entender —añade aún sin comprender, anticipando que recurriré a varios términos no tan conocidos para exponer mi caso.

—Tú sabes que antes de llegar Betland tuve muchas solicitudes para unirme a otras universidades y equipos —comienzo—. Entre ellas había una de Sean Payton, entrenador de los New Orleans Saints de Louisiana. Él no estaba ofreciendo ningún contrato ni nada por el estilo, solamente quería conocerme y me invitaba a pasar un par de semanas con ellos dado que creía que tenía potencial para ser tan joven. Lo que ocurrió es que dejé esa y muchas otras peticiones a un lado para venir a Betland por un tiempo. Tú sabes por qué —continúo contemplando cómo las luces de los faros del Jeep y las de los vehículos en movimiento juegan con su rostro—. Luego llegó la oferta de los Bears y ponderé la posibilidad de negarme porque los Saints son mucho mejores en varios aspectos y están a tan solo una o dos horas de viaje de Betland. Le pedí a Nancy que me enviara por fax las hojas que había recibido de ellos para revisarlas otra vez e incluso viajé para hablar con Payton antes de ir a decirle la verdad a Anne y Zoe en el hospital. —Ella está callada. Me oye con atención y dibuja una expresión difícil de leer en sus facciones—. Entonces tú apareciste con la oportunidad de estudiar e una universidad tan prestigiosa como la Satwey, en Chicago. Analicé mis opciones y la realidad era que tu regalo junto con el hecho de que los Bears tenían un contrato para mí superó en grande a los Saints que en realidad no me ofrecieron algo realmente sólido, simplemente un par de semanas a prueba.

—¿Y entonces por qué cambiaste de parecer? ¿El equipo de Louisiana ofreció más?

—No, no lo hizo —respondo—. Pero me percaté de que no puedo alejarme de Betland, de su gente o de ti. Si me esfuerzo puedo obtener un contrato con los Saints, y estoy seguro de que con el tiempo lo conseguiré. Respecto a lo del estudio es algo increíble, pero no necesario. Puedo ir a cualquier otra universidad y, siendo honesto, dudo que puedan enseñarme algo que ya no sepa. A pesar de que estoy interesado en ello la realidad es que no nací para ser doctor, abogado o cualquier otra cosa, nací para jugar en el campo, para correr y anotar —me sincero—. Mi punto es que hay un millón de oportunidades respecto al fútbol y a la universidad, pero ¿cuáles son mis posibilidades de volver a encontrar a alguien como tú?

—Malcom... —advierte, pero ya es demasiado tarde, las palabras se vuelcan de mi boca al aire.

—Te dije que no te amaba —prosigo—. Y no mentí. No te amo porque amar es todo un proceso, pero puedo jurarte que te quiero más que a nadie y que estar enamorado no es una condición que haga justicia a lo que siento y pienso de ti. —Mi corazón se acelera en cuanto acorto la distancia que nos separa—. Soy consciente de que hay que vivir el presente porque el mañana es una total encrucijada, ¿pero por qué si planeamos tantas cosas no podemos planear a quién amar? —espeto—. Porque independientemente de lo que ocurra sé que lo haré un día, que me despertaré y te diré esas dos palabras que ahora no soy capaz de pronunciar. Lo siento en cada hueso de mi cuerpo, en la presión que ejerce mi corazón contra mi pecho, lo sé en el fondo de mis pensamientos, Kansas... —aseguro—. Te voy a amar alguna vez, y quiero seguir conociéndote y sintiendo todo lo que eres capaz de provocarme. Me quedo por todos los que están en Betland, por ti y, sobre todo, por mí; porque si en veintiséis días llegué a ser tan feliz no puedo imaginar lo que sentiré luego de un año —añado—. Así que, como dije, no estoy renunciando a nada. Todo lo contrario.

Ella está estática en su lugar. Sus ojos anclados en los míos y las manos hechas puños a sus costados. Al principio una sensación de miedo me quita el aliento mientras me pregunto qué estará pensando y qué estará por decir. Es allí, entonces, cuando me doy cuenta de que tiene sus manos hechas puños porque intenta controlar los temblores de las mismas. Normalmente la gente tiembla por varias razones: frío, estrés, nervios y varias que, si me las pongo a enumerar, no creo que pueda llegar a terminar hoy. ¿Pero por qué Kansas lo hace ahora?

—Porque estoy física y mentalmente cansada —replica leyendo mis pensamientos—. Estuve todo el día temiendo no poder despedirme, Jamie quiso atentar contra la ley falsificando un documento y fácilmente podría haber apoyado la idea de no ser por Harriet; empujé el Jeep por una milla hasta una gasolinera, corrí por medio aeropuerto buscándote y guardé para mí muchas cosas que quería decirte.

Con eso llego hasta ella y envuelvo cada uno de sus pequeños puños con mis manos, transmitiéndole mi calidez y empatía. Sus temblores disminuyen al paso de los minutos en que nos contemplamos mutuamente y, por unos segundos, se permite cerrar los ojos. Admiro la forma en que sus pestañas rozan sus pómulos y logra relajarse mientras mis manos dejan las suyas para subir hasta sus mejillas y ahuecarlas con suavidad.

—Y ahora me dices todas estas cosas y quiero llorar, pero creo que perdí casi toda el agua de mi cuerpo haciendo el ejercicio que no hice en toda mi vida. —añade. Levanta sus brazos y veo la evidencia: dos grandes manchas de sudor que oscurecen su camiseta en las axilas.

—Por eso apestas un poco. Eso no es muy femenino, pero me recuerda algo. —Siento las comisuras de mis labios curvarse hacia arriba, como un reflejo de las suyas—. ¿Sabías que Andreas Hammar creó una máquina que transforma el sudor en agua pota...?

Ella lanza sus brazos a mi alrededor y me silencia con un beso.

Todo encaja, desde sus labios contra los míos hasta nuestros cuerpos presionándose entre sí. Los corazones parecen sincronizarse mientras me deleito ante el extraordinario sabor de su boca, el reconfortable calor de sus caricias y esa extraña e indescriptible sensación que me envuelve cada vez que estamos cerca.

Si tuviera que definir la felicidad en una palabra, definitivamente, diría su nombre.

Y así, en una noche de noviembre, con cientos de luces de vehículos iluminando la carretera y con decenas de automovilistas enojados haciendo sonar cada claxon de la autopista, la estrecho contra mi cuerpo y le devuelvo el beso.

—¿Puedo conducir? —inquiero mientras nos guiamos mutuamente hacia el Jeep, ella con su brazo alrededor de mi cintura y yo con el mío alrededor de sus hombros.

—Claro que no, Beasley —se niega instantáneamente—. Y hablando de eso, ¿cómo fue que llegaste hasta...? —Sus palabras se desvanecen en cuanto una estruendosa explosión de vidrios se oye al otro lado de la autovía.

No.

Por favor, no.

Desafortunadamente hay un anciano que reconozco como aquel que me propinó un puñetazo una vez. Está junto al coche del entrenador con un bastón en mano gritando que perderá su vuelo si nadie mueve el pedazo de chatarra que obstruye la autopista. Giros de la vida y mi mala suerte me garantizan un futuro corriendo ida y vuelta por toda América del Norte si no arreglo esto.

—¿Ese es el auto de Bill? —susurra Kansas.

—¿Algún plan? —inquiero tras tragar y asentir en silencio.

—Bueno... —Ladea la cabeza mientras inspecciona los daños materiales—. Estamos cerca del aeropuerto.

Inevitablemente le sonrío.

—Fugarse suena como una buena opción, podríamos ir a Perú —sugiero—. Siempre quise conocer la antigua civilización de los Incas en Machu Picchu. ¿Sabías que sus deidades...?

—Y aquí vamos otra vez. —Suspira.

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