068 | Valijas
KANSAS
—¿Entonces nuestro viernes de pasta se combinará con la despedida de Beasley en casa de la señora Murphy? —inquiere Ben dejándose caer junto a Harriet y pasando uno de sus brazos por el respaldo de su silla.
—Ese es plan dado que Zoe no debe salir de la cama y, conociéndola, sé que no querría perderse una fiesta, mucho menos si es para Malcom —digo dejando a un lado mi latte—. Anne está más que dispuesta y Bill saldrá a comprar las libras de cebolla y litros de puré de tomate por la tarde —informo.
Las personas a mi alrededor asienten y, repentinamente, el silencio invade nuestra usual mesa de la cafetería. Jamie, quien estaba leyendo una revista de Vogue, se muerde el labio inferior mientras observa a un callado Timberg. La rubia junto a Hamilton bebe su café en silencio mientras él juega con un mechón de su cabello y clava sus ojos en Mercury. El número siete mira a Sierra y ella le devuelve la mirada en silencio, a su lado Claire tamborilea sus dedos contra la mesa y deja escapar un suspiro.
—Me cuesta creer que él se vaya a ir mañana. —Chase rompe el mutismo y dejo escapar el aire retenido—. Aún lo recuerdo hablando de culícidos de la familia de dípteros nematóceros mientras íbamos de camino a su iniciación en Oakmite. —Sonríe ante el recuerdo y todos lo observamos perplejos. Es increíble que haya pronunciado algo que, hasta hace poco, solamente el veintisiete podría pronunciar sin pausa alguna.
—Veo que ese cerebro de habichuela ha absorbido algo de información del trasero europeo. —Sonríe Jamie mientras le da algunas palmadas en la cabeza al muchacho—. Parece que fue ayer cuando destrocé el auto de Derek y Malcom terminó siendo golpeando por un anciano cascarrabias al que yo había atacado previamente. —Imposible olvidar la vez en que Beasley recibió su primer puñetazo—. Esa noche me gané el apodo de mapache rabioso —alardea echando su cabello tras su hombro.
—Sí —concuerda Claire—. Es bastante extraño que los días de las últimas semanas parezcan tan recientes como lejanos, porque si nos ponemos a analizarlo, él pasó casi un mes en Betland: no es mucho, pero lo vemos como una auténtica eternidad —expone mientras rasga el papel de lo que parece ser una barra de granola—. Y es suficiente como para conocer a alguien y ya no querer dejarlo ir.
—Admito que es agradable tener a alguien con quien burlarme de Hyland y su innata estupidez —confiesa Logan antes de que la periodista enarque una ceja en su dirección—. Sin ofender —agrega el moreno en cuanto se percata del gesto de la muchacha—. Pero recuerden que Beasley tendrá todo lo que cualquier aspirante a futbolista de americano puede anhelar, así que quiten esas expresiones fúnebres de sus rostros y comencemos a organizar los planes de esta noche antes de que decida robarle ese pasaje de avión e ir en su lugar.
—Puedes irte tranquilo, a ti no te echaremos de menos —asegura Harriet únicamente para molestarlo.
Ben reprime una sonrisa.
Sé que cada persona alrededor de esta mesa quiere que Malcom se marche por el simple hecho de que se le presentó una oportunidad única: jugar para un equipo de la NFL, mudarse a una de las ciudades más mágicas del país y estudiar en una universidad tan prestigiosa como lo es Satwey es algo que no se presenta todos los días. Es un sueño, su sueño, y por lo tanto sería un idiota si no aceptara todo lo que le depara aquel lugar. Todos concordamos en eso y en que él se merece cada cosa buena que esté por venir, pero es inevitable no sentir cierta tristeza y melancolía al saber que se marchará, que estará ocupado de lunes a sábado y ni siquiera tendrá tiempo para hacer una simple llamada telefónica antes de dormir porque estará demasiado cansado para hacerlo.
El contrato con los Bears es estricto, eso combinado con la universidad consumirá por lo menos sus próximos meses hasta que pueda rendir materias y alivianar su carga horaria. Con esto se va la esperanza de que pueda pasar tiempo con Zoe, porque si lo hace será por teléfono dado que no puede tomarse un vuelo cada domingo de ida y vuelta a Mississippi. Será una auténtica pesadilla incluso para alguien como Beasley, pero si ama el deporte y la educación, y tengo la certeza de que lo hace, todo valdrá la pena. Será una experiencia inigualable, algo que jamás debería perderse por nada y por nadie.
Sé que muchos creen que la familia es lo primero y personalmente creo que lo es, pero este caso es la excepción porque, honestamente, ¿se puede considerar familia a alguien que se conoce desde hace tan poco tiempo? ¿A alguien con quien pueda que compartas lazos de sangre, pero nada más? Esa pregunta ha estado rondando en la cabeza de Malcom toda la noche.
Cuando nos acostamos tras lavar y guardar los platos, él me abrazó con fuerza e intentó dormir, pero sé que no lo logró: su respiración jamás se apaciguó y, a pesar de que yo estaba de espaldas a él y aprisionada entre sus brazos, me percaté de que seguía despierto. Su cerebro no descansaba ni por un minuto, y fue entonces cuando lo enfrenté y nos observamos por un largo tiempo en silencio. Lo miré y dejé vagar mis manos entre las hebras de su cabello hasta que el sueño le ganó.
Pero, para mi total desgracia, no me ganó a mí. El insomnio es de lo más inoportuno.
Bebo prácticamente la mitad de mi latte en cuestión de segundos mientras considero pedirle el corrector de ojeras a Ben.
Ese chico siempre está bien equipado.
—Desearía que Beasley pudiera jugar mañana en el partido —expresa Hamilton—. Los visitantes son bastante duros y siento que nos darán una paliza. —El vuelo del veintisiete sale mañana alrededor de las diez, así que sería imposible que fuera capaz de jugar en la competencia por el tercer puesto del no sé qué—. En fin, luego terminaremos los detalles de la despedida por teléfono —añade poniéndose de pie—. Te acompaño hasta la facultad de derecho —ofrece observando a la rubia que se echa la cartera al hombro y evita el contacto visual conmigo y Jamie.
Que evite mirar a la pelirroja lo acepto dado que está haciendo gestos obscenos con los dedos, ¿pero a mí?
—Estás más sonrojada que un Anthurium, Quinn —señala la muchacha de las señas cruzándose de brazos y balanceándose en su silla. Al percatarse de que todos fruncimos el ceño en su dirección con cierto desconcierto aclara—: ¿Un anturio? ¿Flor originaria de las zonas tropicales y subtropicales de Sudamérica y Centroamérica? ¿La que tiene inflorescencias que están compuestas por un espádice y por una espata? —inquiere al ver que seguimos confundidos, como si en verdad pudiéramos recordar algo que no sabemos.
—¿Por qué no pudiste comparar su sonrojo con un tomate? —cuestiona Claire—. Es lo que la gente normal haría —agrega recogiendo sus libros y poniéndose de pie—. Y de todas formas, ¿cómo sabes latín y floricultura? —indaga.
—¿Qué? —espeta mirándonos uno por uno antes de regresar sus ojos a la estudiante de periodismo y responder: —Es necesario para mi carrera.
MALCOM
—Voy a echar de menos que planches mi ropa. —La áspera voz del entrenador me obliga a girarme hacia la puerta mientras doblo cuidadosamente uno de mis pocos pantalones—. La madre de Kansas solía hacerlo por las mañanas, pero cuando se fue, mi hija se negó a planchar dado que cree que es un desperdicio de tiempo y que nadie se fijará en una estúpida arruga. —Eso suena como algo que diría la castaña—. También dijo algo sobre el machismo, la época de los cincuenta y la mujer en ese entonces, pero sinceramente no estaba escuchándola dado que intentaba comprender cómo se supone que funciona una plancha. —Se encoge de hombros—. Hasta el día de hoy no sé planchar.
—Algún día aprenderá —aseguro acomodando la prenda en la única maleta que tengo y contando una vez más la cantidad de pantalones que hay.
—Estoy demasiado viejo como para aprender algunas cosas, Beasley —reconoce atravesando el umbral de la habitación y tomando asiento en el diván de cuero que hay frente a la cama donde hago mis valijas—. Pero tú no.
—No es que esté menospreciando su compañía, coach —comienzo observando mi reloj—. ¿Pero usted no debería estar en la universidad dando la última práctica antes del partido de mañana? —cuestiono tomando un par de calcetines y doblándolos para que encajen en el pequeño triángulo rectángulo que se ha formado entre los pantalones, las camisetas y mis sudaderas.
Armar una maleta es geometría y matemática pura.
—Mi amigo Adolf Perrie se encargará del entrenamiento por hoy —explica—. Es casi tan intimidante y controlador como yo, así que no te preocupes por los Jaguars que están en buenas manos —dice echándose contra el respaldo del característico sofá y cruzándose de brazos—, o, mejor dicho, en malas.
—Me hubiera gustado jugar por el tercer puesto, más que nada porque perdimos el último partido y creo que no fui... —confieso con algo de impotencia, e instantáneamente Bill frunce el ceño y me interrumpe.
—Deja de lamentarte y ven a sentarte aquí, imbécil —me reprocha haciendo un ademán con su cabeza al lugar a su lado. Dudo por un segundo dado que creo que estar tan cerca del hombre podría costarme alguna extremidad de mi cuerpo si recuerda lo ocurrido con el arácnido, pero negarme podría acarrear una consecuencia peor. Al entrenador no se le cuestiona y todo el mundo lo sabe, y ya que aún sigo bajo el techo de su casa no parece conveniente desobedecer una orden directa—. Perder a veces es algo bueno, nos recuerda que ninguno de nosotros es invencible y que el fracaso es algo con lo que debemos lidiar en cada aspecto de la vida. Un partido de americano suele durar un par de horas, y cuando perdemos es necesario saber manejar la situación. ¿Si no qué diablos se supone que haremos cuando fracasemos en la vida real con cosas mucho más grandes? Porque los errores que se comenten en el campo tras un tiempo se olvidan, pero los que ocurren fuera de él no lo hacen —murmura mientras tomo asiento—. El fútbol no es solamente una práctica para el deporte en sí, sino que también lo es para la vida y la mierda que a veces nos lanza. Así que no te lamentes por perder, a veces es necesario hacerlo —asegura—. Más que nada ahora.
—¿Por qué? —inquiero respecto a la última oración.
—Para empezar, comenzarás a jugar con un equipo de alto rango, uno profesional —me recuerda—. La presión a la que están expuestos esos jugadores es bastante elevada, no solo por el nivel que se exige, sino que también por el hecho de que están totalmente expuestos al mundo. —Hace una pausa y mis músculos se relajan. No creo que vaya a recordar lo de la tarántula si estamos hablando de deporte—. Si cometes un error jugando con los Jaguars sabes que probablemente los universitarios en las gradas vayan a quejarse un poco y que yo te grite por haber cometido una estupidez, pero tienes la certeza de que al partido siguiente prácticamente olvidaran tu equivocación. Ahora piensa qué ocurriría si hicieses lo mismo mientras juegas con los Bears de Chicago, mientras hay miles y miles de fanáticos en las tribunas, un equipo técnico compuesto por más de una docena de personas a tus espaldas, profesionales con experiencia en el campo, cámaras por doquier y millones de televidentes observándote desde sus hogares. —El simple pensamiento ya se me hace algo aterrador—. Ellos no te perdonarán el error, dalo por hecho. Saldrá en los diarios, noticieros y canales de deporte. Entrarás a Twitter y habrá una incontable cantidad de críticas e insultos dedicados a ti y a tu trasero. La gente es muy cambiante en lo que se refiere al deporte: si haces algo bien te idolatrarán, pero en cuanto des un paso en falso ya estarán cavando tu tumba, y entonces volverán a admirarte para luego criticarte hasta que se les caiga la lengua o los dedos. —Eso es, lamentablemente, la verdad absoluta respecto a muchos seguidores de fútbol americano y de otras disciplinas—. Mi punto es que necesitas aprender a lidiar con el fracaso porque no es fácil superar uno cuando hay miles de personas señalándolo continuamente. Sé que es complicado para alguien como tú, alguien que normalmente no se equivoca, pero ten en cuenta que todos pasamos o pasaremos por esa situación alguna vez y no se reduce únicamente al deporte. La gente comenzará a señalar más allá de tu destreza o ineptitud deportiva, Beasley —añade rascándose la áspera barba de su mandíbula—. No estoy diciéndote esto para ponerte nervioso, solamente estoy anticipándote lo que se aproxima con la esperanza de que sepas usar lo que hay debajo de esa bola de cabello que tienes sobre los hombros. Aprende a perdonarte por tus errores y que los demás se pudran, no me importa si estamos hablando de todos los habitantes de Estados Unidos, del Papa o de Travis Kelce. Lo importante aquí es que sepas instruirte de las equivocaciones y no vuelvas a repetirlas.
—Jamás escuché un consejo cargado de tantas groserías —confieso—, pero independientemente de eso creo que es bastante útil. ¿Tiene algo que agregar, coach? —inquiero esperando a que unas cuantas recomendaciones acompañadas de blasfemias salgan de su boca.
—Que lo disfrutes. —La oración sale un poco más suave que todo lo dicho con anterioridad. Observo directamente a su mirada almendrada y noto que nada en ella se ha alterado, pero sin embargo hay una emoción que no puedo descifrar merodeando por ahí—. Mis días en el campo terminaron, pero créeme que hubiera dado muchas cosas por la oportunidad que tienes ahora. Lo único que siempre quise desde que me volví entrenador fue ver triunfar a mis jugadores, así que intenta hacer las cosas bien y no hacerme quedar como un auténtico idiota a nivel mundial.
—¿Puedo preguntar cómo fue que terminó su carrera deportiva?
—Ya lo estás haciendo —señala—. En resumen, yo estaba en mi último año de universidad cuando apareció la única oportunidad que podría llevar mi carrera a otro nivel. Un gran equipo de la capital se fijó en mí y me ofreció un contrato, uno que requería que me mudara. En ese entonces mi ex esposa, Rachel, y yo acabábamos de mudarnos de un pequeño apartamento a esta casa. —Sus ojos se pasean por la habitación mientras la observa en detalle, un caos de recuerdos debe de desatarse en su cabeza—. Kansas apenas tenía tres años y estaba a un día de comenzar el kinder, así que pedí un tiempo para considerar la oferta. A decir verdad era muy atractiva, pero mudarnos los tres a la capital era costoso y parecía casi absurdo dado que acabábamos de comprar una casa. —Y entonces, por más increíble que parezca, el fantasma de una diminuta sonrisa curva los labios del usualmente inexpresivo hombre a mi lado—. Mientras lo considerábamos, una tarde, fuimos a dejar a Kansas en su primer día en el jardín. Cuando Rachel y yo regresamos por ella la maestra y varios padres estaban muy alterados porque un par de niños habían desaparecido. Tras una exhaustiva búsqueda y al borde de llamar a la policía encontramos a tres mocosas escondidas en el salón de música que era de la escuela primaria que estaba junto al kindergarden. —No necesita decir nombre alguno para saber de quiénes estamos hablando, es bastante predecible—. Kansas estaba riéndose sin parar mientras una niña lloraba y balbuceaba a su lado, y luego había otra que tenía la cabeza atascada en una tuba.
—Mapache rabioso —reconozco al instante.
Es obvio que Harriet estaría asustada mientras Kansas, a pesar de su corta edad, ya se regocijaba de la desgracia ajena de una niña tonta que metió su cabeza dentro de un instrumento musical.
—Luego de que lograron separar a Jamie de la tuba y ella junto a Kansas intentaron calmar a Harriet supe que no podía llevármela a la capital —murmura encogiéndose de hombros—. Me moría por saber en qué otro lío se meterían esas niñas y hasta imaginé la posibilidad de que siguieran siendo amigas de adultas, sospeché que lo harían desde ese primer momento. Además, hay algo en Betland que no vas a encontrar en una gran ciudad. Hay familiaridad, tradición, una constante sorpresa esperando a la vuelta de la esquina y una aglomeración de personas que vale la pena conocer —apunta—. Es la ciudad en la que todo padre quiere que su hijo crezca, créeme. Por eso principalmente me quedé aquí, luego mi sueño de ser un profesional se esfumó y vino otro: ser entrenador del equipo que estuvo en manos de mi abuelo y de mi padre.
—¿Qué estudió usted mientras jugaba con los Jaguars? —La necesidad de una respuesta me obliga a preguntar.
—¿Sabes lo que estudia Jamie Lynn?
—No. —Frunzo el ceño—. En realidad nunca me lo pregunté y tampoco lo he oído mencionar.
Bill ríe de una forma que logra calarme los huesos, entonces me da una palmada en el hombro que creo que podría dislocarlo. A continuación, se pone de pie y camina tranquilamente hasta la puerta, es ahí cuando se gira y me da una última mirada con un brillo de malicia en ella.
—Si desconoces lo que estudia esa chica también desconoces lo que estudié yo, muchacho. —Vuelve a encogerse de hombros y comienza a seguir con su camino, pero algo parece detenerlo cuando ya ha ido más allá del umbral—. Creo que olvidé decirte que Kansas te está esperando abajo.
—¿Para qué? —inquiero.
—¿Crees que puedo averiguar lo que planea Kansas Shepard, Harriet Quinn y la chica que atoró su cabeza en una tuba?
—Resopla.
—Buen punto, coach.
***
—De ninguna manera, Kansas —me niego en cuanto detiene el vehículo frente a una gran construcción de un solo piso pintada de múltiples colores, de la que proviene música que probablemente es de la década de los ochenta.
—Bájate del auto que acordé una cita doble y no puedes faltar —replica mientras comienza a abrir la puerta dispuesta a bajarse, pero antes de que lo haga la retengo tomando su brazo y obligándola a mirarme.
—¿Una cita doble en los bolos? ¿En serio? —inquiero preocupado—. ¿Sabes que debes cambiarte los zapatos y usar unos que ellos te dan, verdad? Un zapato puede tener hasta diez mil millones de bacterias y esos microbios son los causantes del mal olor y la reproducción de hediondos e indeseables hongos. —Ella arquea una ceja en mi dirección no muy impresionada por lo que acabo de decir, y creo que internamente ya sabía que iba a intentar excusarme con datos y hechos científicos.
—El mundo está lleno de bacterias, Malcom —me recuerda antes de darme unas palmadas en la mejilla, como si intentara hacerme reaccionar—. Acéptalo y bájate del Jeep ahora —agrega con firmeza antes de deslizarse hasta llegar a la puerta. Sin otra opción camino a su lado por el estacionamiento casi repleto del lugar. El olor a grasa se impregna en el aire y me percato de que además de ser un bowling la construcción debe funcionar como restaurante de comida rápida.
Esto es una pesadilla, hay grasas saturadas por doquier.
—No sé jugar a los bolos —confieso ya a unos pocos pasos de la entrada, deteniéndome. Mi mirada se desliza hasta la castaña frente a mí y observo la perversidad dilatando sus pupilas antes de que tome mi mano y entrelace sus dedos con los míos. Jala de mi brazo obligándome a retomar el camino y trago saliva—. Sé las reglas, pero la teoría no sirve sin la práctica en este caso.
—A ti te gusta aprender todo tipo de cosas, así que piensa en esto como una pequeña cita educativa en la cual descubrirás el arte de lanzar una bola —masculla ya una vez dentro.
El espacio es sumamente amplio y luce más moderno de lo que esperaba. Hay pantallas planas por doquier, estrechas y extensas pistas de bolos de madera, varios juegos de sillones carmesí y mesas junto a todo el estruendoso sonido que puede llegar a haber en un lugar como este.
—¿Entonces puedes conseguir lápiz y papel? Porque si voy a intentar derribar diez pinos con una bola de entre once y diecisiete libras creo que necesito recurrir a algunos cálculos de física y matemática. —Ella me lanza una mirada antes de dejar ir mi mano y cruzarse de brazos.
—¿Si consigo eso te pondrás los zapatos con diez mil millones de bacterias? —interroga como toda una mujer de transacciones.
—¿Es necesario negociar? —espeto aún disgustado ante la idea de usar calzado ajeno.
—Tómalo o déjalo —presiona, y un destello travieso parece resaltar en la mezcla de verde y café en sus ojos.
Es entonces cuando cada músculo de mi cuerpo se tensa al ver a una persona corriendo directamente a una de las pistas. Sus zapatos rechinan contra el suelo mientras un grito cargado de ferocidad se escapa de su boca: usa una camisa rosada y abotonada, tiene el cabello canoso y un collar de perlas que cuelga de su cuello. La bola sale disparada en una impecable línea recta y una chuza es anotada por la mismísima señora Hyland.
—¿Dijiste cita doble? —le susurro a Kansas frunciendo el ceño, pero una voz llega a mis oídos antes de que ella tenga la posibilidad de responder.
—Nunca vi a un dinosaurio jugar tan bien, ¡no perdiste tu toque, abuela! —La característica voz de Gabe me obliga a cerrar los ojos mientras me lamento haber bajado de ese Jeep—. ¡Llegaron nuestros contrincantes, ¿estás lista para extinguirlos como se supone que los meteoritos tenían que extinguirte a ti?! —le grita a la vecina de los Shepard.
—Espero que me compenses esto más tarde, porque será un día tan catastrófico como agotador —digo a la castaña mientras nos echamos a andar en dirección al dúo.
—Te lo compensaré solamente si ganas. —Su voz es baja y seria, como si siguiera hablando acerca de negocios.
Sin embargo, puedo vislumbrar que reprime una de sus excepcionales e inusuales sonrisas.
Pronto me percato de que nunca estuve tan feliz de estar rodeado por bacterias, grasa saturada y los Hyland. ¿De Kansas? Esa es otra historia, una muy larga, una que hasta podría ocupar un libro entero.
Un libro que estaría dispuesto a leer.
Y a releer.
Y a releer otra vez.
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