061 | Fragmentos
KANSAS
El mundo a veces parece estar bien, parece sonreír de la más cálida y grata manera. Vemos la vida a colores, despertamos y nos tomamos el tiempo de observar las nubes transitando en las alturas, vemos los detalles que antes pasábamos por desapercibido al caminar por las calles y nos alegra ver la forma en que la gente se saluda. Cerramos los ojos al abrazar, olfateamos las páginas de un libro, disfrutamos de un paseo al caer la noche y de una buena canción sonando de fondo.
Entonces, al llegar a casa, la satisfacción de sacarnos los zapatos y lanzarnos a la cama nos quita más de un suspiro antes de que alguien aparezca y nos diga que la cena está lista; es ahí donde charlamos, donde compartimos el día a día y decimos buenas noches antes de mirar a las personas que nos rodean y dar por sentado que mañana podremos decirles buen día.
La cotidianidad, si somos capaces de apreciarla, a veces representa un gran porcentaje de la felicidad de la que somos capaces de gozar.
Al pensar aquello es cuando recuerdo a Zoe bajándose del auto para correr en mi dirección con su mochila de algún extraño dibujo animado que rebota en su espalda y sus gritos que llenan mis oídos. La recuerdo cuando cuenta en voz alta mientras mueve las piezas del Monopoly y avanza los casilleros, la recuerdo intentando enrollar los fideos con su tenedor y pasando trozos de pan a Ratatouille entre los barrotes de su jaula. La oigo hacerme preguntas sobre todo tema, pedirme que toque el piano una vez más, reír y jalar de mi cabello mientras intenta trenzarlo. La siento acomodarse contra mí mientras pasan alguna película de Disney en la televisión y nos echamos en el sofá, siento su pequeña mano tomando la mía antes de cruzar la calle y contemplo el brillo de albricia que resplandece en su mirada cada vez que la señora Hyland aparece con una bandeja de galletas. Recuerdo cuando me pide que le ate los zapatos, que la ayude con su tarea de matemáticas y que le prepare un sándwich de queso que tengo la certeza de que se lo dará a su hámster.
Zoe es parte de mi día a día, de la cotidianidad que hoy se ve amenazada ante un brusco giro de la vida que trae como consecuencia una fatalidad.
Conduzco sin cautela, sin siquiera mirar más de una vez los semáforos y acelerando cuando se me es posible. Cuando aparecen los peatones me detengo y cuento los segundos que les toma subir a la vereda y despejar las calles para que pueda seguir con mi camino al hospital, al lugar donde necesito llegar.
Donde debo estar.
Mi corazón golpea contra mis costillas con cada brusco latido que da y pareciese que se ve alimentado por el suspenso, la adrenalina y el miedo que se precipitan a través de mi cuerpo mientras ese órgano que sigue bombeando sangre a todo mi sistema solamente aumenta su velocidad con cada minuto que pasa y me veo encerrada dentro del coche. Cada cuadra parece prolongarse, hacerse infinita a medida que el tiempo transcurre en cámara lenta y mis pensamientos se dispersan entre las incontables posibilidades que pudieron dar origen a tal tragedia.
Para el momento en que los neumáticos del Jeep chillan contra el pavimento en el estacionamiento del hospital siento que un nudo se forma en la boca de mi estómago y que mi garganta se cierra hasta dejarme sin aire. Mi respiración es tan acelerada como descontrolada, mis nudillos se han tornado blancos ante el feroz agarre que he ejercido sobre el volante y los sentimientos en mi interior se han enredado en un completo caos imposible de desenmarañar. No puedo sentir esperanza sin abatimiento, tener fe sin padecer miedo y angustia o dejarme envolver por la calidez de una posible buena noticia sin antes experimentar que la inseguridad, el pánico y un mal presentimiento me estremezcan de la más ínfima manera.
Ni siquiera me percato de que estoy temblando y de que me encuentro prácticamente sin fuerzas hasta el momento en que bajo del vehículo y mis piernas casi ceden hacia abajo. Me veo obligada a apoyarme en el coche mientras trago y enfoco la vista en las puertas dobles a un par de pies de mí. Primero doy unos cuantos pasos y me aseguro de tener equilibrio, de que los músculos de mis extremidades inferiores no vayan a ser capaces de romper la frágil estabilidad que me queda.
Entonces, a medida que comienzo a trazar el camino, los pasos se tornan cada vez más veloces y llega un momento en que me veo corriendo en dirección al hospital. Mis piernas queman con cada pulgada que avanzo y mi pulso se dispara con brusquedad, siento que la presión cae sobre mi pecho y oprime mi corazón de la forma más desesperante y desgarradora para el segundo en que tiro de las puertas de cristal y me adentro en el edificio.
El característico aroma a antiséptico envuelve mis fosas nasales y genera cierto ardor en ellas. Las paredes blancas me dan la bienvenida junto con el singular sonar de los aparatos y teléfonos, de las voces lejanas de las enfermeras y el zumbido de alguna máquina expendedora.
Y los gritos.
Me obligo a cerrar los ojos e inhalar con lentitud ante la repentina ola de recuerdos que me golpea. La última vez que estuve en un hospital mi tía Jill murió, y ahora me veo ahogada en las memorias del ayer por algunos instantes, instantes en los que una sensación de total consternación me domina y en algún punto llego a pensar que el destino de Zoe podría ser el mismo que el de la hermana de mi madre.
—¿Kansas? —La voz llega a mis oídos y me incita a buscar al dueño, pero no necesito mirar a mi alrededor para saber que es de la señora Murphy, quien habla con una fragilidad tan notable como su aflicción.
Al abrir los ojos la encuentro de pie a unos cuantos pies de distancia, en medio de un corredor con una enfermera tomándola por los hombros en un mísero intento de consuelo. La mujer se zafa del agarre y antes de que pueda siquiera abrir mi boca para responder siento sus brazos a mi alrededor. Me estrecha con fuerza, con una necesidad de desahogarse que me hace replantearme lo que es el verdadero dolor. Un sollozo escapa de sus labios mientras busca algo de comprensión y seguridad en el abrazo en el que estamos envueltas.
Me permito rodearla mientras presiono mis labios para mantener las palabras adentro, para no decir nada de lo que no estoy segura, para no alimentar su esperanza cuando ni siquiera sé con certeza lo que pasó ni la gravedad del asunto.
Ella da un paso atrás y se me hace imposible no estremecerme al contemplarla de cerca: su corto cabello pelirrojo está hecho un auténtico desastre y de él cuelgan pequeños fragmentos de lo que parece ser vidrio. Su palidez logra resaltar las ensombrecidas bolsas en forma de media luna que cuelgan bajo sus ojos y, sobre todo, aquella mirada primaveral que se ve cristalizada y expresa tanto temor como tortura. Hay sangre en sus mejillas, pero tengo la sospecha de que no es de ella al igual que el espeso líquido rojo y casi seco que tiñe sus manos que ahora toman las mías.
—Acabamos de llegar y nosotras no... —intenta hablar, pero su voz es apenas audible. Luce tan agotada como aterrada, y en sus dilatadas pupilas abismales se reflejan todos los otros sentimientos que no han salido a la luz de otra forma—. No tenemos a nadie —explica mientras sus hombros comienzan a temblar y diminutas gotas saladas se deslizan a través de sus mejillas—. Y no sabía a quién llamar, simplemente no sa... —Las palabras se desvanecen mientras rompe en un llanto que sacude cada pulgada de sus músculos y me estruja el corazón de la más desoladora manera—. Ella está sola en esa habitación llena de doctores y enfermeras que no me dejan verla, y yo... yo necesito estar con ella. —Las lágrimas ahora se precipitan a recorrer su rostro mientras la desesperación se hace presente en su voz—. Ella necesita a su mamá y yo necesito a mi hija, Kan... —Esta vez la oración muere en sus labios ante lo que ocurre repentinamente frente a nuestros ojos.
La puerta de una habitación es abierta de golpe y personal del hospital comienza a salir de ella con rapidez. Maquinaria es jalada por los enfermeros que gritan cosas que nos soy capaz de comprender mientras una camilla es empujada por dos doctores con expresiones severas. Y ahí, entre sábanas blancas manchadas de sangre, yace el pequeño cuerpo de Zoe.
Siento que mis vías respiratorias se cierran de forma automática en cuanto mis ojos se caen en el cabello rubio de la niña; el color del trigo se desvanece entre el tinte carmín del que nacen pequeños destellos gracias a los trozos de cristal en él.
Un respirador cubre sus labios y nariz para llevar oxígeno a sus pulmones y más arriba sus párpados permanecen cerrados con sus delgadas pestañas acariciando unos pómulos magullados. Una gran herida sangra y traza un camino desde su sien derecha hasta su mentón, y estoy segura de que jamás había experimentado el dolor que envuelve mi corazón en el momento en que soy testigo de la atrocidad. Entonces, como si la imagen no fuera lo suficientemente cruel, mi mirada se traslada a aquello por lo que los médicos están preocupados.
Hay un puñal clavado en su estómago.
—¡Traumatismo abdominal severo, preparen el quirógrafo dos y pidan unidades de sangre O negativo! —La orden del doctor es acatada de inmediato mientras el corredor se convierte en un auténtico caos donde el terror es el protagonista de tal vorágine.
La señora Murphy se retuerce y sus manos terminan en sus rodillas mientras las lágrimas y los sollozos producen espasmos en su cuerpo. Un enfermero acude al instante y la sostiene con fuerza, susurrando palabras que no soy capaz de entender. La mujer y su voz cargada de desasosiego llenan mis oídos y el sonido se estanca en mi memoria como algo desgarrador, digno de cualquier desdicha.
Me precipito hacia el pasillo, hacia Zoe.
MALCOM
Hay momentos que parecen ser fugaces, al igual que existen otros que aparentan ser eternos, pero estoy seguro de que uno puede hallar en algún punto de su vida minutos como los que acabo de experimentar; tan largos como cortos, tan breves como extensos.
Recuerdo presenciar la forma en que Kansas se alejaba, la manera en que comenzó a correr y automáticamente la voz de Bill llegó a mis oídos. Harriet tomó el teléfono que la castaña había dejado caer y todo su cuerpo se tensó al oír a la persona a través de la línea telefónica. Ordenó a Ben que buscara las llaves de su auto mientras Jamie intentaba alcanzar a la hija del coach, cosa que no logró dado que ella se subió a su Jeep y dejó el campus de la BCU antes de que cualquiera pudiese detenerla. Entonces comenzó la carrera al hospital, donde según la muchacha de ojos celestes era donde se dirigía Kansas. Y, sin duda alguna, fue un viaje que pareció durar una eternidad mientras todos los posibles escenarios se desarrollaban en mi mente, pero a su vez aparentó ser efímero, tanto como para que ya esté vislumbrando a la castaña adentrándome en el corredor tras ella.
Los gritos llenan el aire mientras un equipo de doctores y enfermeros jalan de una camilla a través del pasillo. Los enfermos, familias y otros especialistas ajenos al caso se apartan para dar lugar a aquel pequeño caos de órdenes, máquinas y personas que están precipitándose hacia dos puertas dobles que son exclusivas para el servicio médico.
Una joven con uniforme corta el paso de Kansas e intenta hacerla retirarse diciendo que no puede ir más allá del umbral de aquella puerta, pero la castaña la ignora y la hace un lado para llegar a tocar la camilla donde sé que está Zoe. Estoy de pie tras ella antes de siquiera poder notarlo, y es ahí donde envuelvo mis brazos a su alrededor y la obligo a retroceder.
Cada músculo de su ser se tensa instantáneamente mientras intenta combatir la fuerza que ejerce mi cuerpo, y es ahí donde empieza a temblar y gritar, su voz se convierte en agonía pura y provoca que todo en mí se desequilibre.
—¡Suéltame, Malcom! —grita revolviéndose en mis brazos, luchando por liberarse de mi agarre mientras la desesperación la consume—. ¡Suéltame, por favor!
Su respiración está tan descontrolada como deduzco que lo están los latidos de su corazón; su cabello está revuelto, su rostro pálido y sus pupilas totalmente dilatadas. El verde y café en sus ojos se oscureció hasta llegar a tornarse de un color opaco, casi carente de color y vida.
—¡Déjame pasar de una maldita vez! —exclama con exasperación y desamparo. Su voz parece quebrarse con cada palabra que sale de sus labios—. Ella me necesita, ella debe saber que yo la... —habla con rapidez, sin siquiera tomar una bocanada de aire mientras las sílabas se arrastran y colapsan unas contra otras.
—Lo sé —murmuro intentando conservar la calma, tratando de ocultarle mi preocupación y la sensación de completa y horrible desolación que parece golpearme—. Lo sé —repito en un susurro, mirándola directamente a los ojos—. Créeme, Zoe sabe que la amas. Lo sabe, Kansas.
Sin embargo, ella no se da por vencida.
No puedo detenerla.
Es entonces cuando soy testigo de la forma en que ella intenta llegar a la niña una vez más, donde da hasta su último aliento por llegar a tocar su mano mientras la llevan lejos de, posiblemente, una de las personas que más la quiere en este mundo. Y cuando las puertas dobles se cierran frente a sus ojos no soy capaz de mirar la desesperación que la domina, y es allí donde aparto la mirada y me encuentro con una imagen que llega a destrozarme aún más. Veo por primera vez a la señora Murphy de cerca, su maquillaje corrido, sus manos y piernas temblando, su cabello revuelto, sus ojos cristalizados y su corazón roto en miles de fragmentos.
Roto por la pequeña que se acaban de llevar.
Y es inevitable no sentir una presión sobre mi pecho porque la realidad es que esa niña es mi familia. Jamás lo quise reconocer, jamás quise pensar acerca de eso desde que me enteré...
Zoe Murphy es mi hermana.
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