056 | Escalar
KANSAS
—¡Formen tres filas a unos cinco pies de la pared! ¡Una para los que estén furiosos, otra para los que se sientan tristes y la última para los que se sientan de ambas formas! —ordeno. Subo el cierre de mi chaqueta cuando la brisa de octubre sopla—. ¿Cuánto recaudamos, Harriet? —inquiero observando a la muchacha que cuenta el dinero a mi derecha.
—Cuatrocientos ochenta dólares, un dado y una goma de mascar —informa antes de pasarme el fajo de billetes. Jamie se encarga de arrebatarle el chicle y llevárselo a la boca, ganándose una mirada de completo desagrado por parte de la rubia.
—¿Estás segura de que esta es una buena idea, Sunshine? —inquiere Timberg depositando una caja en el césped. Todavía me mira desconcertando, y no puedo culparlo teniendo en cuenta que le pedí que vaya a la tienda de Cosett, que vende todo por un dólar, y me consiguiese tantas piezas de vajilla como su alcancía se lo permitiese. Él vive casi a las afueras de la ciudad, así que aprovecharemos para hacer ruido—. Porque puedo jurar que mi madre es más aterradora que el entrenador cuando se enoja, y créeme que lo hará cuando se entere de que... —lo interrumpo.
—Aquí hay dinero suficiente como para reponer tu alcancía de cerdito partida al medio, y hasta sobra para que pidas la cena. No te preocupes por tu madre, me encargaré de que el jardín quede impecable —explico tendiéndole los cuatrocientos ochenta dólares. El muchacho murmura algo sobre pizza con pepperoni mientras cuenta el monto y se posiciona al final de la fila destinada a las personas que se encuentran tristes.
—De acuerdo, muchachos —comienzo. Me acerco frente y abro una de las cajas que trajeron Chase y Monroe—. Sé lo que es la impotencia, la aflicción y la cólera; el pensar una y otra vez qué hubiera sucedido si hubiéramos hecho las cosas de forma distinta —explico sintiendo las decenas de ojos posándose en mí—. Lamentarse no sirve de nada, enojarse tampoco, y llorar menos. Pero la realidad es que a veces no somos capaces de controlarnos a pesar de que luchemos contra ello, así que quiero pedirles que no se controlen, o por lo menos no lo hagan esta noche. —Me inclino y saco un plato de la caja, y entonces, a una velocidad poco humana, me giro y lo lanzo contra uno de los descomunales laterales de la casa, uno que carece de ventanas.
La porcelana se fragmenta en centenares de pedazos originando un estridente sonido, los trozos del platillo vuelan por los aires obligando a algunos a retroceder ante la sorpresa. Un silencio sepulcral se extiende tras los segundos consecutivos a la explosión. Los Jaguars y varios universitarios me observan con expresiones que van desde el desconcierto a la estupefacción.
—41 a 23 —murmura alguien al final de la fila. Mercury aparece en mi campo de visión y se acerca a la caja para sacar una pequeña taza floreada—. Perdimos por dieciocho malditos puntos —dice jugando con la delicada vajilla en sus manos. Su brazo se extiende hacia atrás y, en menos de una milésima de segundo, el crujido de la porcelana hace eco en mis oídos—. No sé qué clase de extraña y destructiva terapia sea esta, pero funciona —añade con ojos cargados de emoción y la respiración acelerada.
Seguido a esto, una fila de platos comienzan a lanzarse contra el concreto del lateral de la casa. Las exclamaciones de personas furiosas llenan el aire y las emociones reprimidas tienen la libertad de salir una vez que cada miembro del equipo destroza una parte de la vajilla. Algunos se lamentan por lo bajo, otros maldicen con rabia y veo varios ojos cristalizarse a medida que la lluvia de platos y tazas se incrementa.
Puede que yo no entienda lo que sienten estos muchachos respecto al fútbol americano, pero tengo la certeza de que lo que se hace por pasión puede tener fuertes repercusiones si se fracasa. Y a veces, tal vez en este caso, es necesario perder el control para recuperar la estabilidad. Al pensarlo carece de lógica, pero si se analiza adquiere más sentido, o por lo menos para mí.
—Quiero el reembolso de mi dinero —dice una voz a mis espaldas, el cálido aliento roza mi oído—, porque no pienso destrozar vajilla nueva.
Me giro para encontrar unos intensos ojos azules contemplándome a través de delgadas pestañas.
—Sé que te mueres por tomar una de esas tazas y prepararte un té —señalo antes de encogerme ante el estruendo de un plato.
—Morir por cosas materiales no vale la pena —replica mientras comienzo a caminar hacia el final de las filas. Sus pasos me siguen de cerca mientras observo como la pequeña multitud se expresa mediante la violencia, y gracias a esta se detona una pequeña bomba de sentimientos dentro de cada Jaguar y fiel fanático—. Y no me gusta hablar de la muerte dado que creo que es un tema de conversación significativo y serio, pero si tuviera que decidir a causa de qué quiero morir, elegiría a las personas que considero simbólicas para mí y para el mundo, no a los objetos tangibles.
—No te tomes todo de forma tan literal, Beasley —espeto subiendo la mirada hacia el cielo. El hecho de que Chase viva prácticamente a las afueras de Betland, lejos de todas las luces de la ciudad, me agrada en el aspecto de que las estrellas parecen poblar las alturas y brillar más de lo que usualmente lo hacen—. Yo solamente hablaba sobre té, pero de todas formas comparto el pensamiento —señalo.
—¿Y también compartes la idea de acompañarme a una cita?
Cada músculo de mi cuerpo se tensa ante la palabra. Pronto me encuentro observando una de sus cejas arqueadas y aquella mirada interrogativa en su rostro.
El término ya no suele ser utilizado, se perdió hace tiempo junto con el significado. En épocas o años anteriores era bastante frecuente y común invitar a alguien a salir y denominar lo que sea que tuvieran ese día como una cita, pero en la actualidad es casi imposible que un chico pronuncie la palabra. Todavía hay citas aunque nadie las llame así.
—¿Cita? —inquiero con escepticismo—. Eso suena muy formal, y no quiero sonar muy inflexible, pero no asistiré a ningún lugar donde deba usar vestido.
Él se cruza de brazos sobre su amplio pecho y me mira con ojos expectantes. Su camisa blanca se adhiere a los músculos y, solo por un segundo, me permito ver la manera en que la prenda se ajusta a su figura.
—Sospecho que le estás prestando más atención a músculos como a mi serrato mayor, pectorales y bíceps antes que al hecho de que te estoy invitando a salir, Kansas —replica en voz baja—. Y quiero tener, si estás de acuerdo, esa cita ahora mismo.
—¡Hijos de perra! ¡Métanse la victoria por donde no les da la luz, Saviors! —El grito cargado de aversión y ferocidad sale de los labios de Jamie antes de que tres platos, uno detrás del otro, se estrellen contra la pared externa de la casa—. ¡Los vamos a aplastar el año que viene, cretinos roba gloria! —chilla antes de patear una de las cajas con desenfreno.
—¿Ahora? —interrogo desviando la mirada hacia el número veintisiete nuevamente—. ¿No puede esperar? No quiero que Jamie termine en la estación de policía, además debo llevarla a su casa junto a Harriet —recuerdo.
—Ben y Chase lo tienen cubierto —asegura al mismo tiempo en que una sonrisa pequeña y ladeada tira de sus labios. Hay misterio en su mirada mientras enfoca su atención en mí—. Y nuestro cuento no puede esperar.
***
—¿Por qué estamos en mi casa? —inquiero aferrándome a su mano. No me gusta el hecho de que me haya pedido que me vendara los ojos tres cuadras antes de llegar—. Sé que Bill salió a ahogar sus penas con Anneley, pero si tu idea de cita se reduce a cuatro paredes y una cama debo confesar que estoy algo decepcionada —murmuro antes de sentir sus dedos subiendo y enroscándose alrededor de mi brazo. Tira de mí y segundos después estamos cara a cara, o eso creo—. Pensé que eras más de cursilerías.
—Lo soy —admite antes de dejarme ir para acomodar un mechón de mi cabello tras mi oreja. El gesto me estremece, no sé si es por la extrema suavidad con la que lo hace o porque entonces me quita la venda y me mira de aquella característica manera en que solo él puede hacerlo—. Y tengo la certeza de que te gustan ese tipo de cosas a pesar de que lo niegues constantemente. Eres una sentimental, acéptalo —señala antes de llevar su mano a mi espalda baja y hacerme girar. Nos encontramos en lo que reconozco como el lateral de mi casa, justo frente al árbol que da a la ventana del baño—. Ahora, si deseas ser testigo de algo realmente romántico, voy a pedirte que comiences a trepar —murmura haciendo un ademán con la cabeza hacia el tronco.
—¿Noche romántica en el cuarto de baño? ¿Al lado del retrete? —Es inevitable que la incredulidad no se filtre a través de mi voz—. Mejor paso.
—Solo súbete al árbol, Kansas —dice con cierta exasperación ante mi negación.
—¿Para que veas mi trasero de camino a la ventana del baño? —replico antes de comenzar a darme la vuelta, pero él me toma por los hombros antes de que pueda dar el primer paso.
Entonces, estoy nuevamente cara a cara con el árbol.
—¿Puedes dejar de ser tan terca solo por esta vez? —Suspira antes de pasar una de sus manos por su cabello, despeinándolo un poco. Los mechones caen sobre su frente y enmarcan su rostro ante la poca luz que brindan las farolas—. Si quieres iré delante de ti —ofrece antes de tomar la primera rama, la cual, con su altura, es bastante sencilla de alcanzar—. Pero cabe resaltar que ya he visto tu trasero antes. Lo veo todos los días. Y también lo he tocado, así que tu pretexto no es válido.
Mi mano vuela directo a su brazo y se queja cuando lo golpeo. Sin embargo, comienza a trepar con agilidad. Se ayuda con las ramas y pisa con firmeza en el tronco. Cuando logra equilibrarse se gira y me tiende una mano que escudriño con desconfianza.
—Tu concepto de romántico es bastante extraño —acoto antes de que mis dedos encuentren los suyos y tire de mí sin esfuerzo hacia arriba—. Las citas no deberían involucrar sanitarios —insisto en cuanto mi zapato encuentra un lugar consistente en el cual pisar.
—Si quisiera tener una en el baño, lo cual encuentro bastante inapropiado y desagradable, usaría las escaleras de la casa. Nosotros iremos a otro sitio, Kansas —replica Malcom mientras deja ir mi mano y comienza a trepar con gracia. Uno creería que al ser tan alto y tener una estructura de grandes medidas verlo escalar un árbol sería bastante caricaturesco, pero la realidad es que lo hace como si hubiera practicado alpinismo por años—. ¿Sabías que se estima que las escaleras fueron creadas en el año seis mil antes de Cristo? Son algo fascinante respecto a la historia de la arquitectura, y el final del siglo XIX es considerado como la era de oro de la construcción de escaleras.
Que hecho tan revelador...
—Primera cita y hablas de la historia de las escaleras —murmuro aferrándome a una rama sobre su cabeza y siguiendo el camino hacia arriba, dejándolo atrás—. Me intriga saber de qué hablaremos en la segunda, ¿serán rocas? ¿Puertas? —inquiero ya a la altura de la ventana del baño—. O aún mejor: las bisagras de las puertas.
—Eres ironía pura, Kansas —responde.
Niega con la cabeza y llega a mi lado con la ayuda de unas cuantas ramificaciones. Espero que no haya ningún vecino despierto y observando, porque debe ser complicado encontrar el motivo por el cual una muchacha esté trepando un árbol a mitad de la noche junto con un chico. Tal vez piensen que soy una especie de ladrona, pero la realidad es que dentro de mi hogar no hay cosas de gran valor: ¿un televisor de la prehistoria? ¿Calcetines de Bill Shepard? ¿Alacenas carentes de alimento?
—Me alegra que seas lo suficientemente inteligente como para captar... ¡¿qué haces, Beasley?! —exclamo en cuanto siento cómo sus manos encuentran mi trasero y me empuja hacia arriba, directo para alcanzar el borde del techo. Me aferro al mismo con la respiración entrecortada antes de impulsarme con mis brazos para rodar por él.
No entiendo cómo es que aún no escuché el sonido de Malcom estrellándose contra el césped dado que él debió soltar las ramas para manosear la parte trasera de mis jeans, pero en cuanto él salta del árbol, el cual cabe resaltar que está a centímetros de distancia, tengo la certeza de que tiene habilidades para el parkour.
—Imbécil —escupo antes de ponerme de pie con cuidado. El techo inclinado y las leyes de gravedad no están a mi favor.
Con precaución sacudo la suciedad que se ha adherido a mis vaqueros—. Podrías haberme advertido que ibas a hacer eso.
—También podría haberte advertido sobre esto, pero eso le hubiera quitado la magia, por así decirlo —replica haciendo equilibrio mientras se pone de pie.
Alcanza mi mano y me ayuda a caminar por la inclinada superficie. Comienzo a quejarme sin quitar mis ojos de mis zapatos. Un paso en falso y podría...
Me quedo sin aliento al ver el resplandor de una luz.
Literalmente sin aliento.
—Globos de luz, fuego, o deseos —explica Malcom antes de dar un suave apretón a mi mano, su cálido tacto logra alejar la frialdad que envuelve mis propios dedos—. Globos de cantoya, luminosos, linternas chinas, de Kongming o velas voladoras. —Me deja ir para acercarse al borde del tejado y descender con gracia al considerablemente amplio balcón. Una vez que sus pies tocan la superficie de este, se gira y extiende los brazos, invitándome a seguirlo y saltar—. Se los conoce de distintas formas alrededor del mundo y pueden tener más de un significado según el país, pero todos coinciden en que es algo realmente extraordinario de ver.
No sé cómo lo hago, pero termino sentándome al final del techo algo aturdida, y él me baja sin mucho esfuerzo. Una vez que me estabiliza sobre mis pies doy un paso atrás, observando la escena atónita.
No recuerdo cuándo fue la última vez que estuve en el balcón que corresponde a la habitación de Bill Shepard. No entro al cuarto de mi padre —sí, la posibilidad de encontrar algo peor que bragas con cierre está presente en mi conciencia—, además del hecho de que su dormitorio suele estar bajo llave, lo que le daría sentido a que me hiciera arriesgarme a una caída de varios pies para llegar por el techo hasta aquí.
En fin, mi punto es que este balcón jamás lució como lo hace ahora: globos rectangulares llenan el espacio. Se distribuyen como un abanico a nuestro alrededor y aleatoriamente sobre el barandal, intercalándose con velas de diferentes tamaños y colores.
Malcom enciende cada vela mientras me cuenta que en varios países de América Latina se solía utilizar el término «balconear», que hacía referencia a coquetear desde los balcones con las personas que andaban por la calle. A pesar de que sigue hablando me es imposible mantener la concentración en sus palabras cuando mis ojos todavía intentan asimilar la escena.
En poco tiempo las diminutas llamas están por doquier, resplandecientes en tonalidades cálidas y brindando cierto refugio ante la leve y fresca brisa de octubre.
La luz que se irradia a pocos pies de la tierra se complementa con la oscuridad que se extiende en el cielo y da forma a una combinación idílica y digna de contemplar. Los puntos rutilantes parecen estrellas que han aterrizado en el balcón, y pronto estas velas le quitan protagonismo a los mismísimos astros que decoran las alturas junto con la luna.
—Zoe me dio la idea hace unos días —confiesa Malcom dándome la espalda y caminando entre los fulgores. Los músculos se mueven de forma hipnotizante bajo la delgada tela de su camisa blanca, y en cuanto se gira estoy segura de que me he quedado sin aliento por segunda vez en el día. Las minúsculas llamas iluminan su rostro y dejan al descubierto su característica y fuerte mandíbula, sus pómulos altos y elegantes, sus labios rellenos y rosados, sus facciones masculinas y aquellos cordiales ojos de colores fríos—. Ella no paraba de hablar sobre una película de Rapunzel, Pascal y un tal Flynn Rider. —Sonríe, y esa sonrisa logra acelerar mi corazón de la forma más impensada—. Sin embargo, pensé en una versión más adulta del film. Una que termina en cosas no aptas para todo público.
—Yo... —intento hablar, pero siento que mis cuerdas vocales han desaparecido sin dejar rastro alguno—. Yo siempre tengo algo que decir —me sincero; paso una mano a través de mi enredado cabello y observo alrededor—, pero no creo que pueda expresar lo que pienso y mucho menos siento en este maldito instante —reconozco en voz cada vez más baja.
—No hay necesidad de palabras, los sentimientos siempre encuentran la forma de manifestarse —recuerda antes de dar un paso hacia una de las linternas nocturnas y tomarla junto con una vela—. Tenemos veinte globos que encender y veinte deseos que pedir, así que ven aquí y ayúdame, Shepard —pide—. Y por si te lo preguntas, no creo que esto en verdad pueda cumplir deseos. Es cuestión de esperanza y no de ciencia.
—Y tú siempre estás del lado de la ciencia —apunto.
—Pero intentarlo no cuesta nada. Además, la ciencia está a favor de la experimentación.
Asiento reprimiendo la sonrisa que lucha por hacer presencia en mis labios y comienzo a encender el interior de los globos. En silencio jugamos con fuego y nos observamos mientras las linternas comienzan a iluminarse. Suaves colores serpentean en los alrededores mientras murmuramos deseos inconcebibles y el manto oscuro en las alturas comienza a llenarse de luminosidad. La tenue y gélida brisa se encarga de hacer danzar los globos entre las masas de aire, formando una coreografía de luces que cualquier fotógrafo desearía capturar con el lente de su cámara. La imagen rebosa de una belleza sosegada y rutilante, agraciada y frágil; deleita los ojos y relaja el corazón.
Saca su celular del bolsillo de sus jeans, lanzándome una rápida sonrisa antes de volver a guardarlo.
Música comienza a sonar.
Mis ojos se encuentran con los del muchacho a escasos pies de mí. Se acerca a paso lento con una expresión casi indescifrable decorando sus facciones.
—¿Sabes bailar? —inquiere.
—¿Debería? —replico en cuanto sus manos alcanzan mi espalda baja y tira de mi cuerpo hacia el suyo. Un escalofrío me recorre la columna vertebral ida y vuelta en el segundo en que su respiración acaricia mis labios.
—Se deduce que las princesas de los cuentos saben bailar. —Se encoge de hombros mientras entrelazo mis propias manos tras su cuello.
—¿Y quién te dijo que yo era la princesa? —interrogo arqueando una ceja—. Esas chicas no me agradan, y si quieres que haya una princesa en este cuento será mejor que te vayas comprando un vestido —aclaro—. Yo quiero ser el tipo de la espada.
—¿El príncipe? Pero ese era yo —se queja mientras comenzamos a balancearnos al ritmo de la acorde y suave melodía.
Reconozco la pieza al instante, es una canción de piano que mi madre adoraba.
Él estuvo revolviendo mis partituras.
Y organizó esto en una hora y media.
—Yo también estoy escribiendo la historia, así que acéptalo o estás fuera.
—¿Y dejarte con los derechos de autor? —Bufa con incredulidad—. Prefiero el vestido.
Así bailamos alrededor de las velas, nuestros pies siguiendo el ritmo de la música cuyo origen desconozco. Las linternas iluminan la atmósfera y contrastan con la oscuridad de la noche. El viento las mece con serenidad y nuestras miradas se encuentran con cada movimiento que damos; sus ojos reflejan las luces flotantes, tantos sentimientos mudos e intensos atrapados en el color oceánico que se ve enmarcado por sus pestañas.
Él rebosa de encanto, elegancia y fascinación.
—No está mal para una primera cita —reflexiono en voz alta, pero en mis adentros sé que esto es insuperable en cada sentido. Dudo que alguna vez alguien vaya a alcanzar el grado de romanticismo que Malcom Beasley tiene, que alguien sea capaz de acelerar mi pulso como él logra hacerlo.
—Entonces espera a ver lo que tengo planeado para la segunda. —Sonríe de lado.
Dudo que vaya a decepcionarme en los seis días que nos quedan.
MALCOM
Siempre consideré que invitar a bailar a alguien era señal de buena ética, pero mientras rodeo la cintura de la castaña comienzo a cuestionarme el pensamiento. No sé si es muy ético pensar en ella de la forma en que lo estoy haciendo. Mi cerebro va a toda marcha e intento alejar los pensamientos inapropiados cuando sus labios rozan los míos.
Me concentro en la forma en que su perfume nos envuelve al igual que los globos que surcan la noche y comienzan a alejarse a medida que la canción sigue sonando, a medida que nos acercamos tanto como para que el oxígeno entre en escasez.
Sus ojos brillan bajo el resplandor de las velas y linternas flotantes, diciendo cosas que ni el mismo Shakespeare o Edgar Allan Poe podrían expresar mediante palabras.
La literatura no le hace justicia a Kansas Shepard, en absoluto.
Mis labios están a punto de atrapar los suyos, a solo pulgadas de tocarlos cuando dos brillantes faros de una camioneta iluminan con luces blanquecinas el lugar.
—¡¿Beasley?! —el grito de Bill proviene del vehículo, y segundos después saca su cabeza por la ventanilla del pasajero—. ¡¿Qué rayos haces en mi balcón?! ¡Más vale que estén intentando llegar a las canaletas para limpiarlas! —advierte antes de que la que reconozco como Anneley baje del asiento del conductor y ayude al coach a salir del automóvil.
—¿Saboreaste unas copas de más, Shepard? —inquiere Kansas frunciendo el ceño y posicionando sus brazos en jarras.
—¿Y qué si lo hice? ¡Tú te estás saboreando a mi jugador! —acusa apuntándola con el dedo pulgar. Sí, dedo pulgar, en verdad Bill no está muy consciente de lo que hace—. ¿Y qué son esas malditas cosas en el cielo? ¿Ya llegaron los ovnis? —inquiere frunciendo el ceño ante los globos de luz—, porque no les di permiso para estacionar en mi casa.
—Creo que será mejor que entremos, señor «tráeme una cerveza más fuerte que mi novia» —dice la madre de Sierra mientras obliga a caminar al entrenador. Jamás hubiera imaginado que Bill le diría algo como eso a un mesero, y por la expresión en el rostro de su hija, ella tampoco.
—Creo que deberíamos bajar —murmura antes de permitir salir un suspiro cargado de pesadez y dejar caer su frente contra mi hombro.
—La puerta corrediza está abierta —respondo haciendo un ademán a nuestras espaldas antes de abrazarla. Siento la risa trepar por las paredes de mi garganta ante su frustración. Sin embargo, esta se ve interrumpida ante la brusquedad de un movimiento. Su cabeza se alza de golpe.
—¿Conseguiste desbloquear la habitación de Bill, lo que implica que podríamos haber ido por dentro de la casa, y aun así me hiciste trepar un maldito árbol? —Sus ojos se estrechan con rabia, pero tras ellos la diversión hace acto de presencia.
—El árbol fue una buena excusa para tocar tus nal...
Me interrumpe.
—Ni siquiera te atrevas a terminar la oración, Beasley —advierte antes de empujarme a un lado.
Comienzo a reír.
Y se siente bien hacerlo.
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