054 | Sobrevalorar

KANSAS

Estoy envuelta en la oscuridad para el momento en que siento la calidez de una gran mano deslizarse bajo mi espalda. La confusión persiste mientras lucho por abrir los ojos y ver qué está sucediendo, pero, antes de poder hacerlo, siento un par de largos dedos serpentear en la parte posterior de mis rodillas. Un segundo después, me encuentro en el aire.

Mis ojos se abren de golpe y me aferro a lo primero que encuentro, cosa que es una camiseta. Vislumbro el perfil de Malcom mientras él me sostiene contra su amplio pecho y, aún confundida, deslizo la mirada hacia abajo; hay una bola de carne humana bajo las frazadas en el lado derecho de la cama, una que reconozco como Harriet. A su lado, en la mesa de luz, el despertador electrónico marca que son las dos de la mañana. Mi mirada vuelve a la camiseta a la que me estoy aferrando, mi puño arruga y tira de la tela.

—¿Qué diablos, Beasley? —me las arreglo para balbucear.

Él comienza a caminar hacia la entrada del dormitorio, sosteniéndome contra el calor y la dureza de su cuerpo.

—Si vamos a escribir un cuento en una semana no podemos permitirnos desperdiciar el tiempo —murmura saliendo al pasillo y maniobrando con facilidad para cerrar la puerta de mi habitación. A continuación, él me deja en el suelo y me sostiene por los hombros mientras me acostumbro a estar en posición vertical.

—Son las dos de la mañana, Malcom —me quejo con somnolencia y algo de irritación, pero soy consciente de que mi corazón se ha precipitado contra mis costillas en mis adentros—. ¿Dónde quedó eso de dormir tus ocho horas diarias sin interrupciones? —inquiero.

—En el mismo lugar donde quedó el pensamiento de que jamás golpearía a alguien por una chica —susurra desviando su mirada a la puerta al final del pasillo, donde detrás de la misma descansa el dragón escupe fuego que aparece en cientos de cuentos de hadas.

Sin embargo, la mención de mi padre es despojada de mi mente cuando Malcom me hace recordar la forma en que golpeó a Galileo Lingard. Siento su mano llegar a mi espalda baja y guiarme suavemente en dirección a su dormitorio. En sus ojos veo cierto temor mientras mantiene la vista anclada en la puerta de su entrenador, y siendo sincera, yo también estaría algo aterrada.

Una vez dentro de las cuatro paredes a las que se reduce la habitación de huéspedes, el número veintisiete deja escapar el aliento retenido mientras me observa de pie en medio de la recámara. Yo también me lo quedo contemplando por algunos segundos. Está descalzo y usa pantalones de pijama negros; sobre ellos, la camiseta blanca a la que me aferraba segundos atrás envuelve su atlética figura. Su cabello rubio está terriblemente desordenado al igual que los sentimientos que nublan sus ojos, ojos que ahora me escanean con lentitud.

No creo lucir tan bien como él en mi camiseta dos tallas más grande de los Kansas City Chiefs o en mis pantalones cortos con dibujos que ni siquiera sé lo que son, y ni hablar de las medias largas que llegan hasta mis rodillas y resaltan por su característico color amarillo.

—Ese atuendo es realmente horrible —se sincera en voz alta.

—¿A quién le importa lo que uso para dormir? —Arqueo una ceja en su dirección—. Lo que importa para lograr un gran descanso es estar cómodo.

—¿Eso se traduce a lucir como una vagabunda? —replica haciendo un ademán al agujero que hay en una de las medias, si lo miras fijamente puedes divisar uno de los dedos de mis pies a través de él.

Comienzo a encaminarme hacia la puerta lista para salir de aquí y volver a yacer en los resortes de mi amado colchón, pero Malcom me obstruye el camino con una sonrisa casi infantil decorando su rostro.

—No debo criticar tu indumentaria callejera, lo entiendo —se precipita a decir antes tomarme suavemente por los hombros y obligarme a retroceder hasta el punto en que mis piernas encuentran el borde de la cama—. ¿Ahora podrías hacerme el favor de subirte a este colchón y dejarme abrazarte por un rato? —La diversión decora la pregunta.

Me dedico a mirarlo por algunos segundos antes de permitirme responder. El océano en sus ojos parece ser bañado por suaves rayos de luz, y allí surge una calma y felicidad que jamás había visto bordeando sus pupilas.

Sin decir nada me arrastro sobre el pesado edredón hasta llegar a descansar mi espalda contra la cabecera de la cama. No paso desapercibida la pequeña pero significativa sonrisa que curva los labios del inglés mientras cierra la puerta y se acerca hacia mí.

—No hablaremos de la estructura narrativa de un cuento, ortografía o cualquier cosa como esa, ¿verdad? —inquiero mientras se trepa al colchón, porque probablemente Malcom Beasley sea la única persona en todo el planeta capaz de despertarte a las dos de la mañana de un sábado para hablar de ese tipo de cosas.

—Puede que haya usado lo del cuento como una excusa para verte dado que tengo insomnio por primera vez en mucho tiempo —reflexiona tomando mis tobillos y comenzando a separarlos hasta el punto en que mis piernas se abren lo suficiente. La respiración se me corta y él parece ser consciente de ello dado que arquea una ceja en mi dirección—. Tienes una mente bastante sucia, Kansas —añade como si pudiera leerme el pensamiento.

—Eso sueles pensar cuando alguien te abre con la tranquilidad con la que se abre una heladera.

Él ríe. Una profunda y ronca risa trepa por las paredes de su garganta y se vuelca en el aire estremeciendo cada pulgada de mi piel. Es un sonido tan poco usual en él; es una hilaridad que penetra tus oídos y va directo a tu corazón, una que te acelera el pulso y logra sacar tu propia alegría a flote. Malcom no suele reírse, pero cuando lo hace convierte de cualquier segundo una eternidad, y lo ordinario en extraordinario.

Él se arrastra sobre mí y sus manos se presionan a cada lado de mi cuerpo y se hunden en la almohada debajo de mí. Me mira a los ojos antes de, rápidamente, girarse y dejarse caer boca arriba; su cuerpo posicionado entre mis piernas, sus manos acariciando mis rodillas y su cabeza en mi estómago.

Miro hacia abajo y encuentro su mirada invertida, las sombras juegan con su rostro y resaltan las facciones definidas y masculinas. Mis propias manos encuentran su cabello y acarician las hebras color trigo provocando que sus párpados se cierren con lentitud, se deleita ante el movimiento de mis dedos y soy testigo de la forma en que su pecho sube y baja con más lentitud.

—No te ríes muy a menudo —susurro dejando vagar mis manos sobre los mechones que suelen descansar en su frente.

—Tú tampoco —replica aún con los ojos cerrados—. Mejor así —añade provocando que mis cejas casi se eleven a una altura antinatural en lo que a un rostro se refiere.

—Será mejor que te expliques, Beasley —ordeno—. Porque eso sonó realmente ofensivo —señalo antes de jalar un puñado de su cabello, obviamente que a propósito.

—No me malinterpretes —se apresura a decir abriendo los ojos con inocencia—. Tu risa probablemente sea mi sonido favorito en esta vida, en realidad creo que lo es —asegura provocando un revoloteo en mi pecho, como si una mariposa estuviera encerrada en mi caja torácica. Pobre de ella, en tal caso—. Pero me agrada el hecho de que no la dejes salir a menudo —confiesa mientras las yemas de sus dedos acarician con delicadeza y pereza mis muslos, trazando patrones imaginarios en mi piel—. Las personas están acostumbradas a decir las cosas sin sentirlas, simplemente lo dicen porque creen que deben hacerlo —comienza a explicar capturando mi mirada—. Dicen «gracias» sin sentir ni la más mínima pizca de gratitud, murmuran «lo siento» sin saber lo que es el verdadero arrepentimiento y se atreven a decir que quieren a alguien cuando ni siquiera están seguros de ello. —Sus dedos reducen la velocidad a medida que puntualiza los hechos—. Todo está sobrevalorado hoy en día; lo que se dice, lo que se siente y lo que se ve. Y cuando alguien se ríe tantas veces, con cualquier persona, en cualquier lugar, incluso cuando no quiere hacerlo y solo lo hace por obligación... se pierde el valor de la auténtica risa, al igual que ocurre con todo lo demás. Creen que vale y significa más reírse con mayor frecuencia que con mayor espontaneidad y franqueza —reflexiona—. Así que me gusta que no vivas riéndote de todo, porque de alguna forma eso me da la certeza de que cuando en verdad quieras reír lo harás sin pensar, con naturalidad y honesti... ¿qué? ¿Ocurre algo? —inquiere al percatarse de que mis manos se han quedado completamente quietas y que lo estoy contemplando en completa mudez.

—Nada, es solo que... —Tomo una bocanada de aire antes de seguir—. Admiro tu forma de deducción, reflexión y expresión. Me hubiera ido genial en filosofía de la preparatoria con tu cerebro, con tu pensamiento en general —admito—. No siempre estoy de acuerdo contigo, pero debo aceptar que es verdaderamente fascinante ver tu concepción de las cosas.

—Los pensamientos o convicciones de una persona no deben encajar con los tuyos para ser fascinantes, el hecho de que sean distintos es lo que los hace así —murmura—. Y ya que estamos metidos en el tema de los ideales, me encantaría saber en qué crees.

—¿En qué creo? —pregunto más para mí que para él—. Bueno, supongo que creer abarca muchas cosas en lo que a mí se refiere —divago sintiendo su mirada deslizándose sobre mi rostro. Él se mantiene en silencio, con paciencia y serenidad relajando sus facciones—. Creo en las segundas oportunidades, en la justicia y en el perdón que viene acompañado de más que palabras. Creo en las acciones más que en los discursos, en los pobres más que en los ricos y en los desgraciados más que en los afortunados. Creo en la confianza, el azar, la bondad y en la gente que te mira a los ojos. Creo en los enigmas, en las estrellas, en el equilibrio natural, en la ciencia y el mañana. Creo en muchas cosas, pero, más que nada, creo en mí.

—Me detengo gracias a la corriente de electricidad que me recorre la columna en cuanto Malcom desliza sus cálidas manos a lo largo de mis piernas—. Creo en todo y a veces no creo en nada, mis creencias se modifican según lo que voy comprendiendo de la vida y supongo que son pocas las cosas en las que creo ciegamente —digo encogiéndome de hombros.

—¿En el amor? —curiosea.

Mi labio inferior queda atrapado entre mis dientes cuando me obligo a guardar silencio; esa no es una pregunta que quiera responder porque no sé cómo hacerlo.

Él se incorpora y me da la espalda por un momento, entonces se gira y sus ojos me escudriñan bajo el sutil fulgor de la lámpara. Parece que busca contestación alguna en mi rostro, pero soy cuidadosa en no dejar ver más de lo que quiero.

—Hay muchas clases de amor, Malcom —replico—. El amor por un amigo, por una pasión, por un... —me interrumpe.

—Sabes a lo que me refiero, Kansas —aclara antes de extender su mano y colocar un mechón de mi desastroso cabello tras mi oreja.

Me limito a mirarlo por segundos que se extienden a casi un minuto, y en el momento en que su pecho baja y deja salir un suspiro sé que no volverá a insistir.

Llega a mi lado y se acuesta. Su fragancia inunda mi sistema en el momento en que tira gentilmente de mi brazo hacia abajo, obligándome a tumbarme a su lado. Me giro para darle la espalda por una pequeña fracción de segundo, aún cuestionándome si es que no tengo respuesta a su interrogación o no quiero dársela. Siento la pesadez de su brazo rodeándome y jalando de mi cuerpo hacia el suyo. Sobre mi hombro puedo verlo incorporado sobre su codo, con la cabeza descansando en la palma y los mechones rubios cayendo sobre su frente.

—No necesitas contestar —asegura antes de inclinarse y depositar un beso en mi mejilla, el gesto provoca que mi pulso se dispare.

Malcom se acomoda y ajusta a mi cuerpo como una segunda piel, con sus brazos a mi alrededor y su respiración acariciando la piel de mi cuello. Cierro los ojos disfrutando del calor y la firmeza de sus músculos, de la sensación de seguridad y armonía que solo él puede brindarme.

No estoy segura de la cantidad de tiempo que pasamos así, en silencio, deleitándonos del placer de yacer piel contra piel sin tener que hablar o pensar en alguna de todas las cosas que estaban pasando o de las que tendrían que suceder.

La cuestión es que el sueño me alcanzó y pronto fui incapaz de recordar que debería ir a mi habitación, pero teniendo a Malcom Beasley abrazándote de tal forma es poco probable que pienses en algo más que en sus bíceps, su olor, su calidez o los sosegados e idílicos latidos de su corazón golpeando tu espalda.

Ya en un estado de absoluta somnolencia lo oí decir:

—Yo no creía en el amor tampoco, Kansas.

Y sí, no utilizó el verbo en presente.

En mis adentros, supe perfectamente a lo que se refería.

***

—¿Por qué hay tanta luz aquí? —inquiero con mis ojos ardiendo ante la cantidad de luminosidad—. ¿Nadie se dio cuenta de que es sábado? —me quejo rodando en el colchón—. Cierra esas cortinas, Beas... —Las palabras mueren en el momento en que mis irritados ojos encuentran a Harriet sentada a mi lado.

Me incorporo y mi mirada recorre los alrededores. Esta no es la habitación de huéspedes, definitivamente.

—Él te trajo en brazos hace rato —explica la rubia observando el árbol fuera de la ventana, ahí que se ve a un pequeño pájaro cantando agudamente horrible en una de las tantas ramificaciones color tierra—. Y abrí las cortinas porque ya son las diez de la mañana, debes levantarte —masculla sonriendo en cuanto otra diminuta y chillona ave se posa en la rama.

—Pero es sábado —me quejo jalando de las sábanas sobre mi cabeza—. Vuelve a dor... espera un minuto —digo tirando de las mantas hacia abajo y sentándome totalmente erguida—. Mi Harriet detesta a los animales y no sonríe antes de tomar su café matutino —apunto deslizando mis ojos de la ventana hacia ella—. ¿Qué ocurre?

Ella no dice absolutamente nada, solo se limita a mirarme y me da ese tipo de mirada que las chicas conocen muy bien.

—Detalles —ordeno, pero no hay respuesta que salga de sus labios. Sin embargo, el rubor en sus mejillas me lo dice todo antes de que tome el suficiente coraje como para gesticular.

—Lo besé.

—¿Lo besaste? —murmuro incrédula.

—Lo besé, en verdad lo besé. Yo, Harriet Margaret Quinn, tomé la iniciativa y besé a un chico sin haberme lavado los dientes.

—Omitiendo la última parte de la oración, esto es... —Ni siquiera tengo palabras para describirlo.

Ella no es el tipo de chica que da el primer paso, jamás.

—No te atrevas a decirlo —me advierte al borde de que su rostro se torne totalmente escarlata—. Yo me desperté cuando él me cargó hasta aquí, y entonces se dio cuenta y comenzó a molestarme con el hecho de que había fingido dormir a propósito para que me traiga a la cama y estemos solos —relata—. Yo lo negué, porque no es cierto, o bueno, en parte lo es —divaga—. El hecho es que comenzamos a discutir porque Ben me dijo que no podía esperarme más, que estaba cansado de mostrar interés y que yo lo ignorara. Me estaba volviendo loca porque hablaba sin parar a una velocidad poco humana y entonces lo callé.

—Con un beso —señalo sintiendo la forma en que las comisuras de mis labios se curvan y mis cejas se elevan aún sin poder creerlo.

—No me mires así.

—¿Cómo?

—¡Como algún tipo de degenerada sexual! —exclama echándose el cabello tras su hombro—. Déjale esa mirada a Jamie.

Sin embargo, soy incapaz de replicar dado que mis ojos se han anclado en una parte del cuello expuesto de la rubia.

—¿Ese es un chupón, Harriet?

Ella chilla y se esconde bajo las sábanas.

Pero no lo niega.

MALCOM

—Necesito que sepas que no jugarás por meses, Malcom. —Mark, el miembro del equipo técnico de los Bears, entrelaza sus manos tras el escritorio de Bill—. El proceso de selección es solamente el comienzo. Una vez que firmes y te mudes a Chicago vendrán semanas repletas de exámenes médicos deportivos que van desde las medidas antropométricas, anamnesis, test de esfuerzo, análisis de sangre, orina y un montón de otras cosas que me resultan impronunciables —concluye—. Tendrás un equipo médico estudiando desde tu frecuencia cardíaca hasta tu flexibilidad, esto vendrá acompañado por un nuevo itinerario de entrenamiento y charlas mensuales acerca de cómo nos manejamos en las ligas superiores. Tu dieta cambiará, tu tiempo libre se limitará y deberás comenzar desde cero otra vez.

—¿En qué se basa el contrato además de todo lo que involucra exámenes y reglas? —inquiero.

—Queda pautado que nos haremos cargo de tu seguro médico y que financiaremos tu estadía en Chicago, te hospedarás en una de nuestras sedes adicionales junto con otros muchachos que han clasificado o han sido seleccionados por el cuerpo técnico. También se establece que el convenio durará hasta que finalice, por lo menos, la temporada siguiente.

Esto quiere decir que el contrato se extiende alrededor de un año, luego podrás firmar el que dicta que eres un jugador de los Chicago Bears de forma oficial.

—¿Por qué el acuerdo no se puede firmar aquí mismo, en Betland? —Mark había dicho que la idea era viajar a Chicago el fin de semana que viene y firmarlo allí mismo. Una vez hecho esto, ya quedaría en manos de los Bears.

—Necesitas conocer al resto del cuerpo técnico y debemos arreglar los asuntos con un escribano y un abogado —explica—. Te recuerdo que Mississippi, donde estamos actualmente, es el único estado de USA donde la mayoría de edad es a los veintiún años. Esto quiere decir que actualmente te encuentras bajo la tutela de Bill Shepard, pero cuando estemos en Chicago esto cambiará, y para hacerlo es necesario pasar por un extenuante proceso legal.

La puerta del despacho del entrenador es abierta silenciando la conversación. El coach se adentra en la habitación con una expresión de pocos amigos, la misma que lleva cada vez que estamos a solo horas de un partido.

—Lamento interrumpir, Mark —se disculpa—. Pero necesito hablar con Beasley. ¿Puede esperar todo esto de la porquería legal? —inquiere con confianza, y su amigo se pone de pie y asiente con una sonrisa tirando de sus deshidratados labios.

Segundos después se oye la puerta cerrarse.

Y que me salve el Espíritu Santo.

—De acuerdo, Malcom —comienza el hombre dejándose caer en la silla giratoria tras el escritorio de caoba—. Seré totalmente directo contigo, quiero que te alejes de Kansas. O por lo menos de forma sentimental.

—Con todo respeto... —comienzo, pero él me interrumpe.

—Te vas en una maldita semana —señala cruzando sus brazos sobre su pecho y reclinándose en el asiento—. Y en siete días pueden pasar un montón de cosas, Beasley. Sé que mi hija y tú se atraen, pero no quiero que vaya más allá de eso, ¿me sigues? —inquiere, pero yo estoy pensando en el beso del cementerio, los momentos previos a caernos de la cama y la forma en que dormimos anoche. Creo que ya fuimos más allá de lo que el coach cree—. Tengo cuarenta y seis años, sé que hay mujeres que son conscientes de que saldrán lastimadas de una relación, pero de todas formas se lanzan a la misma con los ojos cerrados. Kansas es de ese tipo, o por lo menos aparenta serlo en cuanto a ti se refiere —indica—. Ella probablemente quiera seguir adelante con cualquier vínculo que hayan desarrollado, con el cual, por cierto, estoy totalmente en desacuerdo —señala observándome con una fijeza e intensidad sobrecogedora—. Y sé que ella ya es grande, puede encargarse de sus relaciones sin que yo me meta en ellas. Pero, para su desgracia, tiene un padre que se entromete sin ser llamado. No quiero verla mal una vez que hagas tus maletas y te largues de aquí, y tampoco quiero tenerte rencor por eso dado que en verdad me enorgulleces. Sé que no ha pasado demasiado tiempo, pero eres mi jugador estrella, parte de los Jaguars y en cierta forma parte del clan Shepard. —Sus palabras cargadas de honestidad y afecto, al estilo Bill, llenan mis oídos y hacen eco en mis adentros—. Significas mucho para mí, Beasley, pero Kansas es...

—Tu hija —finalizo por él—. Ella es tu hija, lo entiendo.

—¿Entonces harás lo que te pedí? —inquiere arrastrando las palabras en el silencio recientemente formado.

Me pongo de pie y me aseguro de observarlo fijamente a los ojos, dejando en claro lo que siento respecto a esto.

—Aunque pudiera hacerlo, no lo haría, coach —confieso. Me encamino hacia la puerta y la abro sin dejar de hablar con el mayor nivel de confianza y de coraje que jamás utilicé con un adulto—. Pero créame, haré todo lo que esté a mi alcance para que sea mi corazón el que reciba el peor golpe.

Él me escudriña con cautela y pesadez antes de que su pecho suba en una pausada inhalación.

—Eso espero, Beasley —se limita a decir sin estar conforme con la decisión, pero aceptando que esto está fuera de sus límites—. Porque de otra forma juro que estrellaré el avión al que vayas a subirte.

—No lo dudo. Ahora, si me disculpa, hay un partido que jugar —respondo antes de deslizarme fuera del despacho.

—Que ganar —corrige mientras cierro la puerta.

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