045 | Balas
KANSAS
—Mañana es el cumpleaños de mi maestra, ¿qué puedo regalarle? —inquiere Zoe de forma pensativa mientras enrolla un puñado de fideos alrededor de su tenedor.
—En mis tiempos les llevábamos una manzana —explica mi padre mientras engulle algo de pasta—. Rica y saludable.
—Si yo fuera una maestra no querría una manzana, sino chocolate. Mucho chocolate —replica la niña tomando una servilleta y extendiéndose a través de la mesa para alcanzársela a Bill.
—Te saldrían caries —señalo.
Observo de reojo la escalera, creo que ya es la séptima vez que lo hago.
—Pero sería feliz —objeta jugando con una de sus dos trenzas y volviendo la atención a su plato—. Si tengo caries es porque como dulces, y si como dulces soy feliz.
—¿Entonces le vas a regalar un chocolate a tu maestra?
—No —niega sorbiendo un fideo ruidosamente—. No quiero que a mi maestra le salgan caries, así que el chocolate me lo voy a comer yo. Le voy a regalar una manzana. —Una excusa bastante inteligente para alguien de su edad.
Mientras que mi padre y Zoe devoran su almuerzo, yo me encuentro con los ojos fijos en la escalera. Espero un grito, llanto, una señal de humo o al mismísimo Malcom. Tengo un nudo en la boca del estómago que me quita todo el apetito y me es difícil controlar el impulso de levantarme de la mesa e ir por Beasley.
Con ojos abiertos o cerrados aún me viene esa imagen a la mente, la forma en que sus labios se apretaron en una inexpresiva línea, la mirada flemática que nació en sus ojos al ver el paquete y la respiración entrecortada. «Sal de la habitación, Kansas», fue casi todo lo que dijo, en un tono bajo y monótono. No se enojó ni se alteró, tampoco me miró ni me tocó. Él solo se sentó en la cama con el paquete entre sus manos y sus pupilas fijas en el nombre del remitente, «por favor», añadió al percatarse de que aún seguía allí.
Me bastó con mirarlo una vez para salir de la habitación y cerrar la puerta tras de mí. Él necesitaba tiempo para procesar todo, y una explicación rápida y desesperada no me serviría si Malcom ni siquiera me miraba a los ojos, así que bajé. Saludé a mi padre y le dije que su jugador estrella se sentía mal y que probablemente debería dejarlo dormir. Zoe llegó con Ratatouille en su jaula al cabo de cinco minutos, y ahora me encuentro impaciente, incapaz de hacer algo más que deslizar mis ojos a lo largo de la escalera.
—¿De qué me perdí estos días? —inquiere mi progenitor obligándome a centrarme en su pregunta—. Beasley dijo que no había pasado nada interesante.
Bueno, si con nada interesante se refiere al hecho de organizar un lavado de autos, tomar un vuelo a Londres y conocer a Anneley, yo creo que tiene una definición bastante errónea de la palabra.
—Nada de otro mundo —replico observando la forma en que Zoe cuelga un fideo de la parte superior de la jaula de Ratatouille. El hámster se sube a su rueda e intenta alcanzarlo, pero falla una y otra vez—. Conocí a dos personas —añado clavando mis ojos en los suyos—. Una ya la conoces, es esa mujer con la que has estado saliendo desde hace más de un año. ¿La recuerdas? —me burlo.
—Kansas. —El reproche acompaña mi nombre—. No hables así de Anneley. Sé que te lo oculté y que probablemente no debería haberle dado permiso para entrar a la casa, pero Beasley dijo que se llevaron medianamente bien —apunta—, hasta hablaron de mis problemas intestinales, eso es un progreso.
Tengo la intención de mencionar el supuesto casamiento, pero me obligo a mantener la boca cerrada porque no creo que sea el momento indicado para hablarlo, no con lo que está ocurriendo con Beasley y con la presencia de Zoe aquí.
—Ella no está mal, en absoluto —me sincero, pero la vacilación en mi voz le indica que es un tema bastante delicado, así que lo deja pasar. Solo por ahora, claro—. Y Adam tampoco, en realidad, me cayó bastante bien.
—¿Quién es Adam? —Zoe frunce el ceño.
—Uno de los nietos de la señora Hyland. Creo que tiene tu edad, tal vez podrías jugar con él.
—No creo que sea buena idea —interrumpe Bill con ojos desconfiados—. Si es pariente de los Hyland no es digno de fiar, en absoluto.
—Es solo un niño —defiendo al joven Rickmount.
—Esos son los peores —indica mi padre apuntándome con su tenedor cubierto de salsa—. Hyland a esa edad era una pequeña y maloliente sabandija que se sacaba los mocos y los pegaba a mis paredes. —La aversión y rencor se filtran a través su voz—. Así que aléjate de él, Zoe.
La niña desliza sus grandes y brillantes ojos desde mi padre hasta mí, luce realmente intrigada.
—No tengo que hacerle caso a Billy, ¿verdad, Kansas? —pregunta poniéndose de pie y tomando la jaula de su mascota que aún lucha por alcanzar el fideo.
—No —digo mientras enfoco mis ojos en Shepard—. Nadie puede decirte con quién puedes salir o juntarte, Zoe. Así que, si quieres, ve a buscar a Adam.
Ella sale disparada hacia la puerta principal y yo me pongo de pie sin quitar mis ojos del hombre cuya camiseta está cubierta por manchas de salsa.
—¿Esa fue una indirecta? —Enarca ambas cejas.
—Sí, papá —respondo—. Lo fue.
Tal vez no vaya a mencionar lo que ocurre entre Beasley y yo —o lo que ocurrió, mejor dicho—, pero eso no quita el hecho de que mi padre debe aceptar que puedo salir con quien quiera, incluso si se rompe su regla de oro y si se trata del número veintisiete. Si yo no puedo decidir sobre su relación con Anneley, él no puede decidir respecto a las mías. Y es hora de que se vaya acostumbrando a la idea, porque a pesar de que pueda evitarlo por ahora, sé que en algún momento la verdad saldrá a la luz, ya sea por boca de Malcom o de alguien más.
Y cuando el momento llegue todo se irá a la mierda.
***
—Tiene buenas notas, es responsable, autosuficiente, recatada y el tipo de chica que se pondría a cocinar galletas con mi abuela —explica Hyland recargándose sobre la cerca que separa la casa de Mary de la mía—. Y yo soy un ermitaño que juega videojuegos hasta las cuatro de la mañana, se baña solo dos veces a la semana y aún no sabe qué hacer con su vida. ¿Cómo se supone que una chica como ella se fijará en alguien como yo? No sé qué hacer.
—Podrías empezar bañándote más seguido —apunto observando la forma en que Adam reprocha a Zoe por darle de comer dulces a su hámster. Él le dice algo de la probabilidad de vida de Ratatouille si lo sigue alimentando incorrectamente. Zoe, por otro lado, lo ignora mientras sigue dándole de comer al animal y tararea una canción de alguna película de Disney—. Escúchame, Gabe —llamo su atención apartando la vista del porche de mi casa donde están los niños—. Los estereotipos se mezclan, es así de sencillo. Así que vas a ir y le vas a pedir una cita, porque a pesar de que digas que es imposible que siquiera se fije en ti, tal vez lo haga. Sin embargo, no lo sabrás si no lavas tu apestoso trasero y hablas con ella. Ten algo de confianza, hombre.
—Eres más directa que una bala, ¿dónde se supone que está tu sutileza?
—Kansas no sabe lo que es la sutileza —dice una voz desde el porche.
Cada fibra de mi cuerpo se tensa al oír a Beasley, y ni hablar de lo que me ocurre cuando mis ojos encuentran los suyos.
Se ha deshecho de la toalla y ahora tiene unos sweatpants grises colgando de sus caderas; combinan con la gorra de béisbol que tiene puesta. Nunca antes la había visto, y por lo vieja que aparenta ser deduzco que era lo que podía palpar en el paquete que Gideon envió.
El pensamiento me revuelve el estómago y me encuentro buscando alguna señal de ira, dolor o acusación en sus ojos azules. Sin embargo, no existe sentimiento malo en ellos. La intriga por saber lo que decía la carta y cómo lo ha tomado me consume, pero, sobre todo, me preocupa lo que está pensando de mí en este momento y lo que está sintiendo con todo el asunto del padre no muerto.
—¡Malcom! —saluda Zoe desde los escalones del porche—. Kansas dijo que te sentías mal, ¿necesitas que te llevemos con el doctor O'Malley? Es el hombre que atiende a Ratatouille cuando se siente enfermo —explica.
—Si atiende a tu hámster entonces es un veterinario —corrige Adam—. Los humanos deben ir al doctor.
—Es una rata, imbécil —escupe la niña.
—¡Zoe! —la reto en cuanto la palabra sale de sus labios fruncidos—. No vuelvas a mencionar esa palabra, es de mala educación.
—Bill la dice todo el tiempo —se defiende—. Timberg es un imbécil, un zopenco, Timberg es un estú... —imita, pero esta vez es Malcom quien la interrumpe.
—Los adultos dicen cosas que no deberían decir todo el tiempo —explica poniéndose en cuclillas y desviando la mirada hasta mí—, pero que ellos lo digan no implica que sea correcto, así que no vuelvas a repetir esa clase de cosas, menos si piensas atacar a otro niño con ellas. —Zoe lo observa con las mejillas sonrojadas, verdaderamente avergonzada—. Y tú —dice dirigiéndose a Adam—, no debes contradecir a una chica, eso trae problemas. Así que, si Zoe dice que Ratatouille es una rata, así lo es.
—Los Hyland tenemos un talento innato para llevarle la contra a todo el mundo —replica Gabe—. Especialmente a las chicas, Marcos.
—Mi apellido es Rickmount, no Hyland. Y cabe resaltar que tú no le llevas la contra a la abue... —comienza Adam, pero antes de terminar cualquier oración que podría avergonzar a su primo, Gabe habla.
—Y hablando de la abuela, ¿qué tal si vamos por algunas galletas? —inquiere—. Trae a esa cosa peluda, Zoe —añade refiriéndose al pequeño y regordete hámster—. Vamos a ver si explota cuando lo sobrealimentamos.
Ni siquiera soy capaz de abrir la boca para replicar. Ellos, en menos de diez segundos, ya atraviesan el umbral de Mary y me dejan a solas con Malcom.
Diablos.
MALCOM
Ella sube los escalones del porche a paso lento, como si intentara ganar tiempo. Se apoya en el barandal sin mirarme, con sus ojos fijos en el sol de octubre que se eleva entre los tejados. Se va a quedar ciega si lo sigue mirando.
La luz ilumina cada una de sus facciones y deja al descubierto la preocupación que le embarga. No sé si siente vergüenza o arrepentimiento por haberme ocultado el paquete, y eso se debe a que Kansas Shepard es una persona difícil de leer a veces o, por lo menos, lo es cuando no te mira a los ojos. Así que lo único que puedo deducir por su seriedad es que está inquieta, preocupada.
Yo lo estaría en su lugar.
—Lo entiendo —comienzo a decir acercándome hasta ella—. Sé que probablemente no me lo diste porque estabas confundida y no querías infundirme tu confusión ni crearme una propia —añado apoyándome en el barandal, mi brazo rozando ligeramente el suyo—. Yo hubiera hecho lo mismo, me hubiera asegurado de que todo fuese real antes de entregártelo. En una errónea, pero entendible forma, lo hiciste para protegerme de lo que sea que había dentro del paquete. Y créeme, a pesar de que quiero, no puedo enojarme contigo por intentar ahorrarme toda esta cosa del dolor.
Ella ladea su cabeza en mi dirección y me examina en silencio. Sus ojos felinos vagan de norte a sur y de este a oeste por mi rostro. Parece que busca encontrar algo allí.
—¿Estás seguro de que eres humano, Malcom Beasley? —inquiere con toda seriedad, dejándome totalmente desconcertado—. Porque jamás conocí a alguien tan tolerante, comprensivo y empático. Tendrías que estar disgustado, ofendido o furioso. Eso sentiría una persona normal al enterarse de que le ocultaron algo que no tenían derecho a esconderle.
—Soy humano, Kansas. —No puedo evitar reír ante la intriga e incredulidad que nublan y hacen estrechar sus ojos—. Pero soy del tipo que intenta ahorrarse los problemas y malentendidos. Esto es la vida real, no una película, y si la gente se esforzara por ponerse en el lugar del otro y analizara las cosas antes de reaccionar, todos se entenderían —explico—. Como yo entiendo por qué hiciste lo que hiciste.
—¿Alguna vez pensaste en estudiar psicología? —Sé que está bromeando por el ligero empujón que me da.
—Cuando puedo, leo a Gordon Allport y a Sigmund Freud, pero no me considero un fanático del psicoanálisis y tampoco alguien con potencial de psicólogo —reconozco—. Lo mío es el fútbol.
—¿Y qué hay del béisbol? —inquiere haciendo un ademán a mi gorra, o mejor dicho a la de Gideon.
Me la quito y la sostengo entre mis manos, pasando las yemas de mis dedos por lo hilos deshilachados que cuelgan de ella. No paso por desapercibida la mirada de Kansas, la forma en que sus ojos se suavizan y traga en silencio. Ella sabe que la gorra le pertenece a mi padre, sin embargo, de una forma sutil y muy astuta me está obligando a hablar de ello. Está indagando.
Al final ella sabe lo que es la sutileza, y hasta creo que la domina. Característica de una buena psicóloga, en mi opinión.
—Está vivo —declaro—. El que murió fue su padre, o por lo menos eso es lo que explica en la carta —digo encogiéndome de hombros—. En un resumen conciso y general puedo decir que ese paquete fue un cierre a nuestra historia, un cierre entre nosotros. No estuvo bien ni mal, fue solo... El cierre que necesitaba.
Ella asiente en silencio, reflexionando acerca de cada palabra y la situación en sí. Luego, con lentitud y confianza, toma la gorra y vuelve a colocarla en mi cabeza.
—A veces es bueno terminar el capítulo, eso da la posibilidad de empezar otro.
—¿Uno mejor o peor? —inquiero creyendo que esto ya no se trata sobre Gideon.
—Uno incierto.
Nos observamos durante algunos segundos, segundos que parecen estar encapsulados en horas. Me gusta este momento, este instante en el que puedo contemplar y absorber cada una de sus facciones. De alguna forma es cómodo mirarnos en silencio, se siente como algo grato y natural.
Tiro de su mano y, de forma inconsciente, entrelazo sus dedos con los míos, adorando que su piel sea tan fría y fresca. Su toque es como la brisa de verano, suave y sosegada.
—¡Beasley, mira lo que acabo de conse...! —Adiós verano.
Hola, Bill.
Un estupefacto y muy serio Bill.
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