043 | Necesidad

KANSAS

—Repasemos los hechos —dice Harriet. Cierra la Constitución de los Estados Unidos y guarda sus resaltadores por tonalidad.

—¿Qué hechos quieres repasar? —escupe Jamie dando vuelta la página de su revista—. Gideon está vivo, fin del repaso.

Entierro el rostro en mis manos y cierro los ojos por un segundo. Me gustaría estar preocupada por el hecho de que tengo clases de Estadística con la señora Grimes, porque recién es lunes y porque tomaron nuestro lugar en la mesa de la cafetería. Sin embargo, lo que más me preocupa es Beasley, su padre, el paquete misterioso y todos los sentimientos que eso me provoca.

Mi vida era mucho más sencilla antes de que el inglés apareciera, y solo ahora que echo de menos las absurdas preocupaciones de una estudiante de segundo año me percato de la cantidad de cosas que están ocurriendo. Y de lo graves que son.

—Ese día, mientras estábamos en el cementerio, noté algo extraño en la lápida —repito la historia una vez más—. Lo primero que vi fue la oración: «Amado padre, esposo y amigo». Entonces recordé que Gideon crio a Malcom solo, no tenía esposa —explico con los atentos ojos de Harriet sobre mí—. Luego miré la fecha de su nacimiento, que era alrededor de 1924. Intenté convencerme de que estaba mal, porque eso querría decir que Gideon murió cuando tenía 93 años. El lapso de tiempo y su edad no encajaban.

—Nadie dejaría que un anciano adopte a un niño —asume la pelirroja—. Porque sus capacidades y su movilidad son limitadas, mucho menos si pretende encargarse de alguien tan joven por sí solo.

—Si suponemos que Gideon tenía noventa y tres años cuando murió, eso querría decir que adoptó a Malcom cuando tenía alrededor de ochenta —apunta Harriet—. Es imposible. Servicios infantiles aprobaría uno de mil millones de casos como este, y ni hablar de lo que diría un juez —especula—, pero puede ser un error, tal vez alguien puso mal la fecha de nacimiento.

—¿Y cómo explicas lo de la esposa? —inquiero—. ¿Y qué con el paquete? No creo que haya llegado del más allá.

Ambas chicas permanecen en silencio e intercambian una mirada rápida; por la forma en que me observan, sé que existe algo más formulándose en aquella conversación muda.

—¿Pero entonces quién está enterrado en el cementerio? —interroga la rubia con sus ojos color cielo escaneando mi reacción—. ¿Por qué alguien le cedería semejante herencia a Malcom en nombre de Gideon? Esto no tiene ningún sentido, debemos comunicarnos con la funeraria —añade guardando sus útiles en su bolso y poniéndose de pie—. Y tú—agrega señalándome—. Debes darle ese paquete a Beasley.

—¿Y decirle qué? —espeto—. No sabemos quién murió y tampoco el origen de la herencia. Solo tenemos un montón de teorías que lo único que harían serían desconcertarlo y ponerlo aún peor —señalo. Siento que la impotencia se expande a lo largo de cada fibra de mi cuerpo.

—Tenemos evidencia, Kansas —asegura Jamie observando mi morral. No necesita decirme nada para que me percate de que habla del paquete—. Alguien envió eso, y una vez que Harriet se contacte con la funeraria sabremos si se trata de una broma de mal gusto o de un idiota, pero mientras tanto deberías decírselo a Malcom.

Atravesamos las puertas del edificio y cada una toma el camino hacia su facultad, no sin antes dirigirme una última mirada cargada de advertencia.

Soy consciente de que debo darle el paquete a Malcom, y también sé que no tenía derecho a tomarlo y ocultárselo. Probablemente, y con eso quiero decir seguramente, se enoje por el simple hecho de que no le comenté lo que vi en el cementerio, pero no sabía si era correcto jugar con su estabilidad emocional al decirle que su padre muerto en realidad estaba vivo. Antes no tenía prueba alguna, solo suposiciones, y no olvidemos el hecho de que su ahijado acababa de nacer. Ahora la situación es bastante diferente, así que en cuanto lo vea voy a obligarlo a sentarse y a escucharme decir todo lo que no dije.

Y, como si el universo estuviera de buen humor para hacer bromas, una vez que llega mi última hora en la facultad el profesor Ruggles comienza a hablar de algo que llama «El arte de la complicación».

—Quiero hablarles de un tipo de personas en específico —comienza el hombre limpiando sus gafas—. Son aquellas que hacen difícil lo sencillo, las que a veces denominamos como complicadas; se les presenta un problema para cada solución, y así tornan algo que describimos como simple en otra cosa sumamente compleja. Esta gente, como ya he dicho, es complicada y posee la habilidad de ver cualquier problema desde un plano negativo. —Hace una pausa para colocarse sus anteojos y comienza a caminar a paso lento a través del aula—. Cabe resaltar que todos somos complicados a nuestra manera y que, por más tranquila, lógica y analítica que sea la persona, siempre va a existir un momento donde sus inseguridades la sobrepasen y sus pensamientos hagan de un punto negro todo un abismo.

—¿Podríamos hablar de una escala de complejidad? —inquiero—. Porque independientemente de que todos somos complicados hay algunos que van más allá de eso.

—Se podría decir que sí —reflexiona el señor Ruggles—. Los casos más extremos son aquellos que tienen una clara inestabilidad emocional, los que no logran establecer relaciones con otros de forma funcional y afectiva. Estas personas, vale resaltar que no todas, pueden padecer, por ejemplo, un trastorno afectivo de carácter depresivo crónico. Sin embargo, yo no busco concentrarme en los casos extremos.

—¿Vamos a analizar a alguien medianamente cuerdo? ¿De qué serviría eso? —Ríe Nevil, ganándose una mirada desaprobadora por parte del docente.

—No todas las personas son blanco o negro, la mayoría son de una tonalidad gris —explica con las manos entrelazadas tras su espalda—. Tomemos a un sujeto cualquiera, alguien con virtudes y defectos, que es bastante lógico y estable emocionalmente. En algún momento, por el simple hecho de ser humano, puede dejarse llevar por sus emociones y pensamientos, tal vez, por ejemplo, por el estrés. Este sujeto puede hacer de un problema minúsculo algo monumental, y esto se debe a que las noticias se reciben de forma diferente en cada persona y, la mayor parte del tiempo, por desgracia, tenemos una tendencia natural a ver las cosas mucho más complicadas de lo que son en realidad.

—¿Puede ejemplificarlo? —pide Sierra, cuyos ojos se encuentran por una milésima de segundo con los míos.

—Busquemos un ejemplo cotidiano, uno que ustedes, o mejor dicho los estudiantes de su edad, hayan atravesado o estén atravesando —murmura pensativo—, como por ejemplo, el hecho de aceptar que alguien nos atrae.

¿De verdad? ¿De todos los ejemplos que podría haber dado escoge ese?

—Uno se da cuenta si tiene sentimientos por otra persona, no le veo el punto —se queja una muchacha de la última fila.

—No se trata de darse cuenta, sino de aceptarlos —replica Ruggles—. Muchos temen que les rompan el corazón, tal vez porque ya estuvieron en una relación que no funcionó. Otros tienen miedo a experimentar algo que jamás sintieron y hasta hay casos en donde las circunstancias no son las ideales y entonces nos prohibimos reconocer sentimientos hacia el otro. Nos negamos cierta felicidad por algo que, en muchos casos, tiene una solución. Dicha solución está ante nuestros ojos, pero la vista se ve nublada por un montón de inseguridades y una pequeña tendencia hacia el pesimismo. —No me gusta su última ejemplificación. Para nada.

Y sé exactamente el motivo: me encuentro en esa misma posición. Soy consciente de que los sentimientos están ahí y no van a desaparecer, no basta con querer cambiar lo que sentimos para que suceda. Pero ojalá pudiera hacerlo.

Mientras el profesor habla enfoco la vista en el reloj tras su escritorio. Pienso en el tiempo y automáticamente mi cerebro comienza a sacar cálculos.

Martes once de octubre: no sé si lo recuerdo porque Zoe me hizo ver demasiadas veces Juego de gemelas y lo asocio con la película o por el hecho de que es el único día de la semana en el que los lácteos están a un 15% de descuento en el supermercado. Cualquiera sea el porqué, no lo sé, pero tengo en claro que ese día encontré a Beasley inconsciente en el piso de mi cocina. Eso fue exactamente hace una semana y seis días. Ni siquiera se cumplieron dos malditas semanas desde que nos conocimos y ya estoy complicándome la vida por él.

Parece que pasaron meses cuando en realidad fue casi medio mes, siento que lo conozco hace más tiempo del que transcurrió y no puedo terminar de comprender cómo pasaron tantas cosas en un lapso de tiempo tan pequeño. ¿Quién atraviesa el Atlántico por alguien que conoce solo hace un par de días? Es algo que recién ahora me estoy cuestionando, y siendo totalmente sincera, es algo que me aterra.

No sé qué siento con respecto a Malcom, pero puedo decir que en el escaso tiempo que lo conozco me ha hecho experimentar tantos sentimientos que los encuentro casi incontables: felicidad plena, furia pura, ternura y empatía, melancolía y tristeza, ira ciega y comodidad extrema. Siento que me comprende y a la vez no lo hace, que hay algo y a la vez no hay nada. Estoy haciendo de algo simple un caos de complejidad.

Lo sencillo e ideal sería admitir que me gusta, que es posible que me esté enamorando. Lo simple es decir que siento amor por él, ¿pero lo hago? ¿Estoy en realidad enamorada de esta persona? ¿Siquiera es posible conociéndolo tan poco? Amor: es una palabra peligrosa, compleja y engañosa. Difícil de definir y fácil de malinterpretar. Mi parte lógica me indica que no, que es imposible sentir tanto por alguien en tan poco tiempo. Me repito que solo pasaron dos semanas, que el amor no se da de un día para el otro y que probablemente me encuentre confundida. Sin embargo, luego llega la parte sentimental.

La maldita parte sentimental.

Esta me dice que me preocupo por él, que de otra forma no hubiera viajado al extranjero solo para acompañarlo en un momento crítico. Es la parte que se encarga de asociar todo lo que me pasa con Beasley, la encargada de ilusionarme y no permitirme olvidarlo. Tengo un serio problema con esta parte mía, y creo que en aspectos generales se debe a que es aquella que me controla la mayor parte del tiempo que estoy con él. Cuando estamos juntos no pienso, solamente siento, y permitirse sentir sin pensar a veces trae consecuencias.

Como ahora.

El profesor Ruggles sigue hablando por los cuarenta minutos restantes. Mientras tanto yo me encargo de tomar nota y subrayar los términos complejos de mi material de estudio. Sin embargo, mi cerebro no parece estar dispuesto a dejar ir el tema del trasero europeo, así que reflexiono sobre lo que voy a hacer en cuanto lo vea.

Ayer tuve la oportunidad de escapar. No me animé a volver a casa por la noche por miedo a que él estuviera despierto o quisiese hablar por la mañana. Me quedé a dormir en la casa de Harriet, pero sé que no puedo refugiarme en el hogar de mis amigas por mucho tiempo. Así que en cuanto toca el timbre junto mis útiles, saco las llaves de mi Jeep y me pongo el morral al hombro.

Me voy a casa.

Ahora que no está mi padre voy a aprovechar para hablar con Beasley. Primero voy a dejar en claro mis sentimientos por él, luego voy a explicarle lo de Gideon y por último le daré el paquete. Entonces, estoy segura de que voy a pedir perdón y, a pesar de que se encuentre furioso —aunque no sé cómo reaccionará—, lo voy a besar.

Tal vez no sepa qué es con exactitud lo que hay entre nosotros, pero sé con certeza que lo necesito.

Y él a mí, más que nada ahora que su padre parece un misterio que hasta el mismísimo Sherlock Holmes y el doctor Watson amarían resolver.

MALCOM

No tengo tiempo para reaccionar cuando la puerta de la habitación se abre de par en par. Bill, quien mañana volverá a retomar los entrenamientos en el campus, creyó que salir en una excursión por Oakmite sería una buena idea. Estuve de acuerdo con él hasta que al llegar gritó «¡Cuerpo a tierra!». En ese momento supe que tal vez hoy no habría yardas ni aparatos de gimnasio, pero sí un arduo entrenamiento al estilo militar.

Solo hicimos una pausa para venir a almorzar, y mientras él salió por el almuerzo yo aproveché para tomar una ducha. Por tal motivo estoy a solas en la casa, con una toalla alrededor de la cintura y observando atónito la puerta abierta.

Y a Kansas en ella.

Está algo agitada, como si hubiera corrido escaleras arriba por primera vez —lo cual creo que es verdad—, y tiene una expresión complicada de descifrar en su rostro. Es una mezcla de determinación y seriedad, concentración y pesadez.

Tal vez está estreñida, creo que necesita ir al baño.

—Si necesitas usar el... —las palabras se desvanecen en la punta de mi lengua en cuanto acorta la distancia entre nosotros.

Por un segundo me quedo inmóvil, sin saber si son sus manos las que tiran suavemente de mi cabello mojado. Entonces, mientras acerca su boca a la mía, mientras siento su respiración y tacto, me percato de cuán real es esto.

—Tengo algo que confesarte —murmura a escasas pulgadas de mi boca—. Y probablemente no querrás besarme una vez que lo diga en voz alta, así que tú escoges.

Observo sus ojos con detenimiento. Esa mezcla de verde y café es capaz de seducir a cualquier espectador. Las manos que se mantienen en mi cabello y bajan hasta mi cuello me provocan un estremecimiento total, y no estoy seguro de que haya hombre heterosexual alguno que se resista a la combinación de su tacto y su mirada. Va desde lo hipnotizante a lo explosivo.

—Malcom —me apresura—. Es algo importante, así que dime si debería comenzar a hablar o a... —la interrumpo.

—Cualquier cosa que quieras decirme puede esperar —aseguro deslizando mis manos alrededor de su cintura con lentitud.

Ella cierra los ojos como si en verdad estuviese lamentándose por lo que sabe que va a ocurrir, pero sin preámbulo alguno, me permite acercarme lo suficiente.

Lo suficiente como para darle un beso.

Su cuerpo parece adherirse al mío mientras nuestras bocas se fusionan para dar origen a una explosión. Las ansias de tocarnos una vez más encabezan la lista de sentimientos que vienen después.

Me abro paso en su boca y su lengua comienza a trazar un vaivén junto con la mía, se rozan provocativamente al igual que nuestros cuerpos cuya temperatura parece aumentar con cada segundo que pasa. Una de sus manos se tira con suavidad de mi cabello y aquel movimiento me mantiene al borde de la locura. La otra se arrastra con lentitud desde mi cuello hasta mi pecho, como si fuese consciente de que las yemas de sus dedos moviéndose con semejante tardanza son las responsables de mi insaciable necesidad de tenerla un poco más cerca.

Acaricio la curva de su cintura sobre las prendas y me pregunto qué tan abrasadora podría llegar a ser su piel. Mis pensamientos acerca de la calidez y suavidad de la misma me obligan a devolverle el beso con más urgencia. Una de mis manos llega hasta su cabello como por arte de magia y, en cuanto se enreda entre las hebras castañas, tiro lo suficiente como para tener acceso a su cuello.

Su corazón golpea frenéticamente contra el mío mientras dejo un camino de húmedos besos en su piel. Es como un mapa, un recordatorio de algo ya explorado que estoy dispuesto a recorrer una y otra vez. Sin vacilación ni cansancio, sin temor o vergüenza. Sentir su piel contra mis labios es algo que no tiene comparación ni precio, algo que me vuelve completa y perdidamente loco.

Un suave suspiro se escapa de sus labios mientras mi boca regresa a la suya, y otra vez me encuentro con algo realmente frustrante: jamás parece que voy a obtener lo suficiente de Kansas Shepard. Creería que me estoy volviendo un adicto y, como tal, necesito una dosis cada vez más fuerte de este alucinógeno que tiene nombre y apellido.

No sé en qué momento nos movemos, pero el sonido del interior de sus rodillas golpeando el borde de la cama parece detonar una bomba entre nosotros.

A continuación viene la explosión.

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