042 | Eupéptico
KANSAS
Luego de prepararme mentalmente por alrededor de diez minutos, decido bajar las escaleras. Tras haberle enviado unos quince mensajes a mi padre, haber echado a Malcom de mi habitación y haberme cambiado el pijama por ropa decente, me siento lista.
Llego al pie de la escalera y veo que Harriet y Ben duermen en el sofá. Están invertidos, por lo que Ben tiene sus pies a un lado de la cabeza de Harriet y ella tiene los suyos sobre el abdomen y rostro de Hamilton. No creo que sea agradable dormir con un talón clavándose en tu mejilla o en tu estómago, así que solo se me ocurre que Ben puede estar anestesiado o que simplemente es una persona muy tolerante.
Al lado de ellos, en el piso, descansa Timberg acurrucado en la alfombra, así que deduzco que Jamie fue la que durmió sobre la mesa de la cocina. Pienso en lo adoloridos que deben estar por dormir en esas posiciones y superficies, pero en cuanto me adentro en la sala y observo a la pelirroja de un sorprendente buen humor, me percato de que tan buen estado de ánimo no debería provenir de dormir sobre una mesa de madera toda la noche.
—Buenos días, Kansas —habla con la boca llena y una dona a medio comer en la mano—. Debes probar esto, tal vez no son las de Blair's, pero son bastante ricas —añade limpiando las migas que se adhieren alrededor de su boca con el dorso de su mano libre.
—¿Kansas está despierta? —inquiere una voz femenina, y solo es cuestión de segundos para que una mujer aparezca frente a mis ojos con un plato de tostadas entre sus dedos.
Es alta, lo suficiente como para lucir intimidante; su cabello es rubio y corto, le roza la nuca. Jamie ha hablado de lo bien que le queda el corte pixie a Anne Hathaway y Jennifer Lawrence, así que lo reconozco como tal. El look logra acentuar un par de ojos cafés grandes y redondos, que me observan con una mezcla de vergüenza y entusiasmo.
—Antes de que digas algo, déjame explicarte —se precipita a decir en cuanto abro la boca—. Tu padre me pidió que viniera a chequearte, dijo que luego de cada partido hay una fiesta y las cosas a veces se salen de control —explica de forma insegura—. Dijo que no eres una persona muy madrugadora, así que me permitió usar la llave que esconden en la maceta. Sé que no esperabas encontrarme aquí y que probablemente no sea una grata sorpresa, pero creí que era hora de conocernos —confiesa, pero en cuanto ve que me mantengo muda agrega algo más—. No sé preparar algo que no sea café y tostadas, así que compré unas cuantas donas por si querías.
—Y están muy buenas —acota Jamie lamiéndose los dedos cubiertos de glaseado.
La observo durante lo que parece una eternidad porque, honestamente, no sé cómo reaccionar. Mi padre, que está a cientos de millas de distancia, se las arregló para invitar a su novia a nuestro hogar y, a pesar de que estoy en todo mi derecho de echarla ya que esta es mi casa, sé que sería totalmente grosero de mi parte y que probablemente disgustaría profundamente a Bill.
Pienso que la mujer que tengo frente a mí es la misma con la que él se ha estado viendo a escondidas en los últimos meses, es aquella con la cual ha estado saliendo desde hace un año, la misma que posiblemente se convierta en mi madrastra algún día.
El pensamiento forma un nudo en la boca de mi estómago. Quiero abrir la puerta y lanzarla a ella y a su hija a la calle, pero me resisto: Anneley no hizo nada malo. En realidad, fue mi padre en todo caso el que se negó a confiar en mí.
—No tengo mucho apetito —declino su oferta de desayunar con toda la amabilidad que tengo—, pero estoy segura de que los chicos estarán hambrientos cuando despierten —añado al ver cómo cierta decepción inunda sus ojos.
No puedo simular que estoy feliz con su presencia, porque no es así. Ella no luce como una persona desagradable, pero preferiría que nuestro primer encuentro hubiese sido con mi padre como mediador. Ahora no sé qué hacer, solo tengo la certeza de que quiero volver a la cama y arrastrar a Beasley conmigo.
—Te dije que no le agradaría esto —reprocha una voz a Anneley, una que automáticamente asocio con Sierra.
Ella baja las escaleras de dos en dos y me pregunto qué estaba haciendo en el segundo piso, o mejor aún, ¿cuándo subió?
—Yo no... —intento hablar, pero ella me interrumpe.
—No nos quieres aquí, lo entiendo. —Se encoge de hombros observándome con indiferencia—. Yo tampoco quería venir de todos modos, aunque admito que fuiste bastante sutil al negarte a pasar tiempo con mi madre frente a sus narices. —Mis ojos perforan los suyos en cuanto escupe las palabras.
—Es solo que me sorprendieron, eso es todo —argumento.
—Ni tú te crees eso, Kansas —bufa—. Toma tus cosas, mamá —dice atravesando el pequeño espacio hasta llegar a la puerta—, será mejor que nos vayamos.
Los ojos cafés de Anneley se encuentran con los de su hija y establecen una comunicación silenciosa. Ella parece estar reprochando a la castaña, y una batalla se desata en mi cocina. No me gusta la forma en que le habla a su madre, y
tampoco me agrada el hecho de que me haga quedar tan mal frente a ella.
—¿Sabes qué? —inquiero—. Creo que sí tengo apetito después de todo —apunto alcanzando una tostada del plato de la nueva novia de Bill y llevándola a mi boca.
Los ojos de Anneley se esperanzan, los de Sierra se oscurecen y los de Jamie se iluminan en cuanto toma otra dona.
***
—Espera un momento —la detengo depositando mi taza de café sobre la mesa—. ¿Tú fuiste la responsable de que mi padre tuviera gases por toda esa semana? —inquiero—. Me gasté todos mis ahorros en desodorante de ambiente y hasta le programé una cita con el gastroenterólogo —me quejo.
—Recuerdo que se tiraba unos gases de muerte. —Arruga la nariz Chase— ¡Y me echaba la culpa a mí! —espeta ofendido.
—Te llamábamos la flatulencia Timbergtosa. —Ríe Ben mientras unta un poco más de mermelada en su tostada—. Esos gases se oían a través de todo el campus, eran ultrasónicos.
—Desayunar no es posible si hablan de temas relacionados con el aparato digestivo —informa Harriet alejando su plato de tostadas con una expresión cargada de disgusto.
—Y de los residuos gaseosos acumulados en el intestino tras la digestión. —Malcom imita su gesto.
Si hace cuarenta minutos atrás me hubieran dicho que estaría riéndome con Anneley sobre las flatulencias de mi padre no les hubiera creído. Sin embargo, mientras ahora observo a la mujer con lágrimas en los ojos puedo decir que estoy disfrutando de esto.
Los primeros quince minutos fueron realmente incómodos. Solo nos limitábamos a observarnos y a comer en silencio, pero tras la llegada de Timberg, Ben, Harriet y un educado Beasley —que se presentó como todo un inglés—, la tensión en el ambiente cayó en picada.
Todos parecen disfrutar del momento, hasta la irascible Sierra lo hace. Puede que no hablemos directamente y que de vez en cuando la pelirroja y la rubia le lancen miradas en forma de advertencia, pero por lo menos no estamos atacándonos verbalmente como solemos hacerlo.
No puedo decir en base a cuarenta minutos de compañía que estoy de acuerdo con un casamiento, porque no lo estoy; aún debo hablar con mi padre y plantearle todas estas cosas que dan vueltas alrededor de mi cabeza. Entre ellas se encuentra el hecho de que jamás me comentó que tenía pensando ir al altar y otro factor clave: que aún no conozco lo suficiente a Anneley. Sin embargo, se podría decir mi primera impresión de ella es un ocho en la escala del uno al diez.
—¿Qué órganos y cosas intervienen en la eliminación de deshechos, Tigre? —pregunta Ben.
—Colon transverso, ascendente, descendente, la vesícula ileocecal, las bacterias, el colon sigmoideo, el recto, ano y... —Hace una pausa mientras aparta la mirada de la comida con repugnancia— ...por último, las heces. ¿Por qué preguntas? —inquiere con evidente náusea.
—Por nada, solo quería ver tu expresión.
Beasley fulmina con la mirada a Hamilton al mismo tiempo en que se oye el timbre. Me levanto para atender y dejo la suerte de Ben en manos de los Dioses. Malcom no parece ser vengativo, pero no quiero estar presente si le devuelve el golpe.
Abro la puerta para encontrar que no hay nadie fuera, solo la calle vacía y el sol ascendiendo entre los tejados de las casas vecinas. Entonces intento cerrarla, pero algo me detiene.
Una voz.
—No es muy cortés cerrar la puerta justo frente la nariz de alguien —habla un desconocido obligándome a bajar la vista.
—No te vi —aseguro—, lo siento.
—Pocos te ven cuando mides menos de un metro cincuenta —dice encogiéndose de hombros—. Soy Adam Rickmount, y tú debes ser Kansas —se presenta extendiendo su pequeña mano en mi dirección.
Este niño parece tener unos seis o siete años, aunque habla como alguien mayor. Tiene unos ojos que me resultan bastante familiares y esa tonalidad de cabello rubio cenizo también lo hace.
—Adam Hyland, en realidad —dice una nueva voz, y en cuestión de segundos tengo a Gabe atravesando mi jardín delantero.
—Rickmount —corrige el niño mientras estrecha mi mano—. Ese es el apellido de mi papá, no le hagas caso a Gabriel.
—Eres un Hyland de pies a cabeza —señala el muchacho mientras se pone su característica gorra de los Denver Broncos—, aunque tendríamos que renovar ese atuendo y lanzar ese libro a la hoguera —añade observándolo.
Me percato de que Adam tiene en su mano libre un paquete y un libro, uno que reconozco como El viento en los sauces, que es un clásico de la literatura infantil. Zoe ama esa novela.
—No le hagas caso a Gabe —replico poniéndome de cuclillas y enderezando sus gafas, las cuales están un poco torcidas—. A las chicas nos gustan los chicos que leen —aseguro, y él sonríe.
—¿Eso quiere decir que moriré solo? —inquiere Hyland cruzándose de brazos.
—Tienes a la abuela —replica Adam encogiéndose de hombros otra vez, y en cuanto las palabras salen de sus pequeños labios tengo la certeza de que a Malcom le caería bien este niño. Tiene bastante lógica y sentido del humor como para ser tan joven—. Bueno, no queremos molestarte —dice volviendo a mirarme con esa mezcla de verde y dorado en sus ojos—. Solo quería darte esto —señala extendiendo el paquete en mi dirección—. Lo dejaron por error en la puerta de la abuela y Gabriel lo quiso abrir, pero lo detuve —explica con orgullo en su voz, mostrando su dentadura repleta de dientes de leche.
—Raro de ti tocar lo que no te pertenece —murmuro arqueando una ceja hacia Hyland.
—Sabes que no puedo resistirme —espeta con ojos cargados de falsa inocencia—. De acuerdo, creo que es hora de irnos. La abuela está haciendo el desayuno y sabes que no puedo decirle que no a sus panqueques —le dice a su primo, alguien que no tenía ni la más remota idea de que existía. La familia de Mary es demasiado numerosa, y por un segundo recuerdo cuando creí que Malcom era parte de ella—. Tú y yo tenemos que hablar luego —me dice mientras comienza a alejarse arrastrando a Adam consigo.
—¿Sobre qué?
—Claire Whittle.
Ellos desaparecen al cabo de los segundos y me quedo observado el jardín vacío, pensando en el parecido que tiene Adam con Malcom: su forma de hablar, su cabello cuidadosamente peinado, su vestimenta.
Es como un Beasley en miniatura.
—¡Kansas! —llama Jamie desde la cocina—. ¡El idiota de Timberg se está por comer la última dona, haz algo! —chilla—, o tendrás que oler y oír gases ultrasónicos dentro de media hora.
Sonrío, y lo hago porque parece ser un buen domingo. Estoy por entrar cuando mis ojos caen en el paquete entre mis manos. Entonces veo la cantidad de sellos y colores que lorecubren, la caligrafía y hasta la estampilla.
Malcom Beasley.
Roosevelt y Trinity Street 327, Betland, Mississippi, USA.
Remitente: Gideon Beasley.
MALCOM
Estoy solo en casa.
Casi anochece y hace tiempo que se fueron Anneley, su hija, Ben, Chase y las amigas de Kansas, incluyendo a la misma.
La castaña no dijo mucho, solo que volvería tarde. Tomó un par de cosas de su habitación y se montó en el Jeep con las chicas pisándole los talones. A mi parecer se notaba algo tensa, y creo que se debió a que se percató de que volveríamos a estar solos otra vez.
Mientras preparo un salteado de pollo con verduras y pongo a Vivaldi y a sus melodías a un volumen tolerablemente alto, me pregunto qué me ocurre. No debería estar desarrollando sentimientos por Kansas, pero aquí estoy: cortando cebollas y decepcionándome por el hecho de que ella no esté.
Lo que ocurre es que soy consciente de que Bill volverá en algún momento, y no sé si está bien o mal lo que pienso, pero creo que deberíamos aprovechar el tiempo a solas.
Porque la realidad, desgraciadamente, es que cuando el coach regrese y vea que hay algo que va más allá de lo amistoso con su hija, es probable que quiera despedazarme. Además, no sé cuánto tiempo me queda aquí. ¿Cómo se supone que voy a explicarlo? Ella y yo no somos nada y, en definitiva, solo nos hemos dado un beso. ¿Pero qué hay del hecho de que cruzara el océano Atlántico por mí? ¿Y qué con que yo fuera el responsable de que volviera a tocar el piano? ¿Debería omitir que me esperó en la tumba de mi padre por horas o que yo golpeé a Galileo Lingard por ella? ¿Tengo que rememorar que subí a un escenario y le pedí disculpas en público? Físicamente no ocurrió nada, pero a nivel sentimental es una historia completamente diferente, una historia que parece inverosímil dado el tiempo en que nos conocemos.
Y no creo que Bill Shepard esté feliz con eso.
—¡Ya me estaba hartando de esa insípida gelatina de hospital! —exclama una gruesa y ronca voz a mis espaldas, y seguida de ella de oye el fuerte crujir de la puerta.
Como si hubiera sido invocado, el entrenador entra a la sala y deja caer un bolso con un ruido sordo en la alfombra. No le veo hace casi cuatro días, pero creo que luce más grande e intimidante que la última vez. Me pregunto si en verdad lo hace o si la imaginación y la culpa afectan mi percepción.
—Bill —saludo. Aparto el sartén del fuego y extiendo una mano para estrechar la suya—. Veo que el fanático de los Broncos no pudo contigo.
—¡Lo hubieras visto, Beasley! —exclama acercándose y jalando de mi brazo para envolverme en un abrazo que se asemeja más a exprimir una naranja que a un gesto afectuoso—. Me dieron el alta primero y casi se muere de envidia —explica antes de dar media vuelta sobre sus talones y observar las escaleras. —¡Kan...!
—Ella no está aquí —informo atrayendo su atención hacia mi persona, y por un momento sus ojos parecen estar a punto de atravesarme—. Salió con Harriet y Jamie —agrego para tranquilizarlo.
Él me observa con cierta desconfianza durante algunos segundos, pero luego se deja caer en una silla y se adueña del plato en el que iba a cenar.
—Tengo hambre, Beasley. Más vale que tu comida sea buena, estoy cansado de alimentarme con gelatina y guisantes congelados —informa mientras busco otro plato y calculo la porción adecuada de alimento—. ¿Kansas dijo a qué hora llegaría? —inquiere tomando el tenedor y clavándoselo a un trozo de pollo.
Por alguna razón puedo verme reflejado en esa pobre gallina mientras habla de su hija.
—No lo sé —me sincero—, Pero si está preocupado por el encuentro con Anneley, déjeme decirle que fue bastante exitoso —explico—. Tal vez no haya sido un touchdown, pero sin dudas fue un field goal.
El tenedor queda a medio camino de su boca en cuanto escucha mis palabras. Sus ojos que usualmente contemplan a los demás con desafío y suspicacia se tornan más suaves. Parece sorprendido.
—Y hablando de field goal... —intenta que no note su reacción al enterarse de que Anneley y Kansas podrían llevarse bien en un futuro, y para eso no existe nada mejor que cambiar de tema—. Ese gol de campo fue bastante sorprendente, Beasley. Todos pensábamos que perderían —confiesa—. Trabajas bien bajo presión, y no fui el único que notó eso.
—¿A qué se refiere? —interrogo llenando mi vaso con agua.
—A que yo no fui el único que se percató de tu potencial como quarterback, a eso me refiero —señala—. No te lo dije antes porque quería ver de qué forma sobrellevabas la situación, y no creí conveniente decirte que varios cuerpos técnicos de otros equipos venían a verte jugar. —La incredulidad se expresa en mi rostro a medida que sigue hablando—. Hay muchas personas interesadas en ti, Malcom. No me pareció correcto decírtelo por teléfono, pero ya hay algunas ofertas y ni siquiera has jugado tres partidos desde que pisaste tierra norteamericana. ¡¿Sabes qué quiere decir eso?! —inquiere.
Me concentro en procesar la información que acaba de darme y, por lo tanto, no respondo.
—Que en un futuro te comprarán y, cuando lo hagan, te irás lejos para jugar con un equipo profesional.
—¿Y cuándo cree que ocurra eso, coach?
—Tan pronto que no tendrás ni tiempo para despedirte —dice con entusiasmo—. Tendrás que enviarme una postal —añade engullendo algunas zanahorias—, también una para el equipo y otra para Kansas, aunque dudo que a mi hija le gusten las postales —reflexiona.
No, no creo que a ella le guste recibir postales. Y, en lo que a mi persona se refiere, no me gusta la idea de enviárselas.
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