040 | Límites

KANSAS

—¿Crees que Ben esté bien? —inquiere Harriet mientras abre mi nevera y toma una jarra de agua. Su expresión está cargada de preocupación—. ¿Y si Bill tomó medidas? No podré tener la conciencia tranquila si sé que no puede jugar el próximo partido por mi culpa.

—Por decimoquinta vez, no es tu culpa. —La tranquilizo tomando dos vasos y llevándolos a la mesa—. Es culpa de las tres y, por supuesto, de Galileo —añado mientras vierte el líquido en los vasos.

Ojalá fuera vodka, necesito un trago, pero, lamentablemente, mis suministros han desaparecido.

—Esto es increíble. —Exhala—. No puedo creer que todo este lío se armó por un simple secreto. Necesitamos que Lingard se confiese —apunta con determinación.

—No puedes obligarlo a hacerlo, no es tu decisión —señalo—. La gente necesita tiempo para aceptarse y permitirse ser aceptados —le recuerdo dando un salto y subiendo a la mesada de la cocina. Ella se acerca y me tiende el vaso de agua en silencio, considerando cada una de mis palabras.

—¿Por qué las personas ocultan este tipo de cosas? —inquiere—. Se supone que deberían sentirse orgullosos de quienes son —argumenta.

—Supongo que hay personas que necesitan la aprobación de los demás para poder mostrarse como verdaderamente son.

—Me encojo de hombros—. Y si no lo consiguen simplemente siguen fingiendo.

Galileo Lingard es un buen ejemplo de eso.

Supongo que debe ser duro ser el mariscal de los Warriors, uno de los muchachos más populares de la universidad, hijo único y la persona a la que todo el mundo recurre. Es duro debido a que todos los ojos están sobre ti, todo el mundo espera algo de tu persona y escriben tu futuro en papel. Critican lo que haces mal y también lo que haces bien, ponen otro peso sobre tus hombros y buscan en ti la perfección inalcanzable.

Galileo parece ser el estereotipo de muchacho que todos piensan que es, pero la realidad es totalmente diferente: detesta el fútbol y solo lo practica para enorgullecer a su padre, no tiene ni una pizca de superficialidad en todo su cuerpo, posee las notas más altas de la Crisville National University... y es gay.

Hace un año atrás, una vez que Harriet lo atropelló, decidimos subirlo al Jeep y llevarlo a casa. Ninguna de las tres pensaba con toda claridad, pero concordamos en que no podíamos dejarlo tirado en medio de un estacionamiento o en una discoteca donde sería pisoteado. Una vez en casa, lo subimos a mi cuarto y limpiamos las leves heridas que Harriet le había provocado, en su mayoría simples raspones, pero mientras estábamos jugando a las enfermeras, el muchacho inconsciente despertó.

Y no salió nada bien.

Se asustó y comenzó a gritar. Estaba borracho, desorientado e inquieto, una muy mala combinación si me lo preguntan.

Jamie entró en pánico y le metió una media en la boca mientras Harriet y yo lo sujetábamos contra la cama e intentábamos explicarle que todo estaba bien. Al final, terminamos atándolo al colchón con todos los cinturones que tenía en el armario.

Sé que suena ridículo, pero el alcohol tiene ese efecto que vuelve estúpidas a las personas. Ahora que lo pienso, el chico probablemente pensó lo peor al notar que lo postrábamos a cama, pero en su momento, y en aquel deplorable estado, creímos que era lo correcto. Además, vale resaltar que entramos en pánico: teníamos a Bill durmiendo en la habitación al final del pasillo y eran las tres de la mañana.

Una vez que Galileo se calmó y se percató de que no éramos parte de ninguna secta, comenzó a hablar, y mientras se encontraba atado de pies y manos nos contó su vida de atrás para adelante, ida y vuelta. ¿Otro dato de los borrachos?

Suelen ser muy sinceros.

Él dijo cosas de las que luego se arrepintió, como por ejemplo, que le gustaba uno de los Jaguars de Betland. Confesó que le atraía un chico que solo había visto en algunos partidos. Ben. Tras hablar por horas, Harriet, Jamie, Lingard y yo nos quedamos dormidos. Entiendo la reacción de mi padre al entrar a las diez de la mañana a mi cuarto y encontrar a mis amigas y a mí acurrucadas sobre un chico amarrado al colchón, que por cierto estaba sin camiseta porque se había manchado con la sangre que salió por su nariz cuando la rubia lo atropelló.

Uno pensaría que Galileo es la víctima al ver la terrorífica escena, pero mi padre automáticamente lo acusó de ser un depravado que disfrutaba del masoquismo. En cuanto intentamos explicárselo, Lingard nos detuvo. Él quería guardar las apariencias y no sentirse avergonzado por lo que había ocurrido, así que nos pidió mentir. Dejamos que Bill se quedara con una imagen errónea, aunque de todas formas no lo hubiéramos podido convencer de otra cosa, y prometimos no decirle a nadie sobre su sexualidad, pero claro está que negamos haber hecho algo esa noche. Esa parte es pura verdad, pero claramente pocos nos creyeron.

Galileo aún no estaba listo para salir del clóset, tenía miedo y vergüenza de lo que los demás pudieran pensar.

Y lo entendí, aún lo hago.

Uno debería aceptarse de pies a cabeza, de adentro hacia afuera: comprenderse, reconocerse y amarse, en ese orden. Sin embargo, sé que a veces parece imposible amar a la persona que vemos frente al espejo. No todos nos enorgullecemos de nuestros gustos, de nuestra apariencia, de nuestro pensar y creer. No lo hacemos, aunque deberíamos.

Aprender a quererse lleva tiempo, y nosotras no éramos —ni somos—, nadie para obligar a alguien a hacerlo, independientemente de que creemos que ser diferente no es malo. Todo lo contrario.

—Jamie acaba de enviarme un mensaje —informa Harriet frunciendo el ceño hacia su teléfono.

Decidí que debíamos venir a casa en cuanto Hamilton casi golpeó a Lingard, y por venir me refiero a sacar a la rubia de ese juego. Ben no podría jugar con ella ahí, y conociendo lo bueno pero estúpido que puede llegar a ser el mariscal de los Warriors, supuse que haría otro comentario para llamar la atención de Ben. Independientemente de si tal comentario solo lograba dejarle un hematoma en el rostro.

—¿Qué tan mal les fue? —inquiero bajándome de la mesada para leer el texto. Espero que mis intentos por detener una posible golpiza hacia Galileo hayan dado frutos.

De: Jamie

Buenas y malas noticias. Los Jaguars ganaron y Lingard terminó con un ojo morado.

—Creo que Hamilton no pudo controlarse —murmuro al terminar de leer, pero en cuanto me alejo otro mensaje parece llegarle.

—En realidad... —repone Harriet con los ojos fijos en la pantalla—. No creo que Jamie esté hablando de Ben, deberías leer esto.

De: Jamie.

Preparen una bolsa de hielo, vamos para allá y Malcom está quejándose como una niña. Fue su primer golpe y estuvo bastante mal.

MALCOM

Creo que nunca sentí tantos celos en toda mi vida.

En verdad me molesta que alguien como Lingard lleve el nombre de uno de los científicos más emblemáticos e influyentes de la historia. Galileo Galilei es uno de mis tantos favoritos del Renacimiento. Daría lo que fuese por indagar dentro de su asombroso cerebro, pero dado que murió hace más de trescientos años me conformaría con llevar su nombre.

Sería un honor.

Lástima que es Lingard quien lo lleva.

—Creo que tenemos un problema —murmura Ben al volante, girando en la esquina de Trinity Street y observando la casa de los Shepard.

Joe organizó una improvisada fiesta de celebración en la casa de su novia, pero tanto Hamilton como yo no estábamos de humor para borrachos chocándose con las paredes. Por lo tanto, decidimos traer a Jamie y ver si podíamos solucionar cualquier malentendido con Harriet y Kansas, porque conociendo a estas chicas, probablemente existe un problema.

—En realidad son dos —apunta Timberg, quien se subió al Volkswagen de Ben solo por ser un entrometido. De todas formas, creo que también lo incentivó a venir la presencia del mapache rabioso sentado a su lado.

Harriet y Kansas están de pie en el porche de la casa, ambas de brazos cruzados, cuerpos estáticos y ojos que siguen el camino del coche en completo silencio.

—¿Cómo se enteraron tan rápido? —inquiero confundido.

—Las mujeres siempre lo saben todo —replica Ben tragando saliva y aparcando el automóvil frente a la casa de Bill. El motor muere lentamente y el número trece apaga la radio dejándonos en completo silencio—. Es como un sexto sentido.

Quiero corregir a Ben y explicarle que los seres humanos no tenemos cinco sentidos, sino que poseemos más de veinte, pero antes de que pueda abrir la boca para replicar, mapache rabioso se me adelanta.

—O tienen una amiga que les cuenta todo. —Sonríe y se encoge de hombros desde el asiento trasero antes de saltar fuera del coche.

Tanto Timberg como Hamilton y yo intercambiamos miradas por unos cuantos segundos, nos permitimos respirar dentro de la pequeña cabina antes de tener el suficiente coraje como para salir y enfrentarnos a Harriet y Kansas.

—¿Cómo se te ocurre golpear a Galileo? —La voz de la castaña llena mis oídos en cuanto doy un paso fuera del vehículo—. Él es un buen chico, alguien en... —la corto.

—Alguien que no sabe medir sus palabras —aclaro recordando lo que Ben me dijo en el campo—. ¿Sabes lo que dijo sobre tus amigas y tú? —inquiero acercándome a ella—. Dijo que...

—Es mentira —salta Harriet—. Él no lo decía en serio.

—¿Y cómo lo sabes? —pregunta Ben con el ceño fruncido, creo que en verdad le molesta que estas chicas defiendan a Lingard tanto como a mí—. Conozco a los chicos y sé cuándo están...

—Conoces menos de lo que piensas —replica Kansas.

—Pero... —Chase intenta hablar, pero esta vez es Jamie quien lo interrumpe.

—Es gay, supérenlo —escupe antes de dar media vuelta y entrar a la casa seguida por una decepcionada Harriet y una totalmente descontenta Kansas.

Los tres nos observamos una vez más y automáticamente me arrepiento de lo que acabo de hacer hace unos veinte minutos atrás.

—¿Por qué los hombres siempre hacemos las cosas mal? —Suspira Chase—. Bueno, en realidad ustedes fueron los que hicieron las cosas mal —reflexiona antes de darnos una palmada en el hombro a cada uno y adentrarse a la casa.

Gracias, Timberg. Gran apoyo el tuyo.

***

Su cabello está mojado y enredado por una reciente y rápida ducha. Puedo aspirar la fragancia del acondicionador y perfume que la envuelve mientras se inclina para revisar mi mano. Viste con una desgastada camiseta de Pearl Jam, pantalones de pijama a cuadros y una media de cada color, y llego a la conclusión de que, a pesar de ser una persona desaliñada, cualquier cosa puede quedarle bien.

Ella no me habla, ni siquiera me mira mientras pasa un trozo de algodón con desinfectante por mi palma. Simula estar concentrada cuando en realidad sé que está disgustada por lo que acaba de pasar.

Jamie y Harriet nos contaron la historia mientras ella se duchaba y, tras prometer que no se la diríamos a nadie, entendí a qué se debe su enfado. Prácticamente golpeé a su amigo sin motivo alguno, pero vale aclarar que al principio Galileo aparentaba ser el típico patán de película romántica adolescente.

Desde el piso de abajo se oye a Timberg hablar sin pausa alguna, tanto él como Ben y las amigas de Kansas debaten acerca de ir a hablar con Lingard mañana por la tarde antes de que se marche. Hamilton siente tanto remordimiento como yo, y creo que es muy probable que vayamos a hablar con el mariscal de los Warriors. Sin embargo, ahora, mientras la castaña se encuentra arrodilla en el piso del baño limpiando las heridas que me autoprovoqué por no saber golpear, solo puedo enfocarme en ella.

—¿Sabes por qué comencé a jugar fútbol? —inquiero tomando el algodón que desliza sobre mi piel y haciéndolo por mi cuenta. La pregunta parece llamar su atención dado que me observa a través de sus prolongadas y delgadas pestañas.

A pesar de eso, no contesta.

—En el fútbol americano, como en muchos deportes, existen reglas que uno no puede romper —comienzo a hablar observando mi palma—. Y si lo haces, hay consecuencias. Es simple, justo y lógico, son reglas escritas en papel que todo jugador debe respetar —explico elevando la mirada y contemplando la brillante aleación de verde y café en sus ojos—. En la vida real, fuera del campo, las reglas existen también. El problema está en que no todos los que las quiebran pagan. Gideon era de ese tipo, el tipo de hombre que no siguió las reglas por mucho tiempo —añado deteniéndome para tirar el algodón y colocar un mechón de su cabello tras su oreja—. Elegí el fútbol americano porque las reglas jamás se rompen, porque todo jugador tiene un límite. Si cruzas ese límite de forma automática obtienes una penalización y, mientras tanto, en la vida real uno rompe las reglas y pueden pasar años hasta que al fin se haga justicia, hasta que te penalicen —señalo—. Yo empecé a jugar porque adoraba esas reglas, porque cada penalización se veía perfecta y justa para cada infracción, porque quería hacer respetar las normas en el campo y fuera de él, y en verdad lamento haber cruzado el límite con Galileo. Rompí una de las reglas que más valoro, que es nunca lastimar a alguien más, no convertirme en lo que Gideon fue.

—Romper una regla no te transforma en lo que tu padre es —apunta con una expresión tan neutral que logra inquietarme—. Fue —corrige al cabo de unos segundos—. Y a pesar de que estuvo mal, debo confesar que me reconforta el hecho de que te duela la mano y que no sepas golpear. —Una pequeña sonrisa parece curvar sus labios tras la colación de su característico humor, sin embargo, sus ojos parecen estar ocultando algo más.

De todas formas, no puedo culparla, está bien si aún está algo molesta por mi salvaje actitud de matón. O intento de uno.

—Créeme que duele bastante. —No importa cuánta fuerza tenga o el hecho de que sea un jugador de un deporte tan brutal como el fútbol americano, mis nudillos aún arden. Voy a necesitar mucho hielo y crema hidrante—. Parece bastante sencillo en los libros y en las películas, pero la realidad es distinta. —Creo que nunca volveré a golpear a alguien.

—La realidad siempre es diferente, Beasley —asegura en un susurro.

Ella se incorpora y tiende una mano en mi dirección. Por un segundo dudo en tomarla, aún presiento que hay algo que no me está diciendo. Sin embargo, en cuanto las yemas de mis dedos rozan su piel no puedo negarme. Sus dedos se entrelazan con los míos y tira de mí hacia el lugar que Bill describiría como prohibido.

Su habitación.

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