037 | Tradicional

MALCOM

No he dormido mis ocho horas diarias, mis horarios están completamente desordenados, apesto a defecación de recién nacido y creo que estoy resfriado.

Suelo planear absolutamente todo, pero esto no es algo que haya siquiera considerado que iba a pasar. Sin embargo, la pestilencia, el cansancio y la frustración pueden esperar dado que hay cosas que requieren de mi completa concentración en este momento, como, por ejemplo, la correcta colocación de mis pantalones de fútbol en la parte trasera de un Jeep en movimiento.

—Esto está muy ajustado —me quejo intentando subir la prenda por mi pierna izquierda mientras la sacudo. Entonces, en una milésima de segundo, mi rostro se encuentra estampado contra la ventanilla trasera y tengo medio cuerpo en el piso del coche—. Deja de tomar las curvas a propósito, eso no me ayuda —espeto a la conductora, quien arquea sus cejas con inocencia observándome por el retrovisor—. Y no me mires, Kansas —reitero por cuarta vez.

—Te estás cambiando en la parte trasera de mi auto, tengo derecho a mirar —argumenta tomando otra curva con demasiada brusquedad.

—Pero no quiero que tu primera imagen de mi desnudez sea esta —replico antes de tirar de la cintura de los pantalones hacia arriba, con un gruñido cargado de impaciencia—. Es una completa humillación a mi masculinidad.

—Perdiste tu masculinidad en cuanto te pusiste ese sostén —apunta haciendo referencia a la prenda que cubre parte de mi pecho.

—Por enésima vez... —murmuro colocándome la camiseta de los Jaguars tras ajustar las hombreras—. No es un sostén, es un sujetador deportivo para hombres —digo bajando la mirada y observando el número veintisiete. Necesito una plancha, no puedo presentarme a un partido con semejantes arrugas en la ropa—. Y es tecnológico, por lo que viene equipado con un dispositivo GPS que lo controla todo: monitoriza el ritmo cardiaco, controla la distancia recorrida y a qué intensidad se ha recorrido, su velocidad, el número de sprints y aceleraciones —explico—. Hasta puede prevenir lesiones si se analizan las variables desde una computadora, como lo hace Bill. Y no juzgues, es obligatorio.

—Menos charla y más acción, Beasley —dice aumentando la velocidad—. Quiero que te pongas esos malditos pantalones antes de que estacione en el campus —advierte pasando un semáforo en rojo, y si no estuviera en una extraña posición intentando que mi trasero entre en esta prenda, le recordaría las leyes y decretos de la seguridad vial—. Y aplícate algo de desodorante, aún hueles a deshechos de Kaden.

En cuanto el nombre sale de sus labios recuerdo de forma automática esos grandes ojos cafés que tiene el hijo de Nancy, y lamentablemente, también la forma en que me empapó de orina y otras clases de deshechos realmente tóxicos cuando me ofrecí a cambiarle su primer pañal.

Kaden Malcom Fox es un espécimen bastante peculiar. Tres kilos, doscientos veintisiete gramos y cuarenta y nueve centímetros de largo: ojos saltones y una calva que hizo suspirar a todas las enfermeras. En definitiva, es una bendición del universo, pero en mi caso, cuando apesto terriblemente a excremento, solo puedo pensar en ese bebé como una pequeña escoria inglesa.

Y un inoportuno, a decir verdad.

Lo que pasó en las últimas horas me resulta remoto y casi inconcebible. Ni aunque mis más grandes ídolos literarios vinieran a contármelo sería capaz de creerlo.

Tras juntarme con Nancy y su prometido fui directamente a ver al abogado. Me esperaban montones de papeles, una herencia más grande de la que alguna vez imaginé y un sujeto que decía una y otra vez que lo sentía, que Gideon había sido un buen hombre. Sin embargo, no lo corregí, porque de alguna forma preferí que se quedara con una imagen positiva de él a una totalmente caótica y horrible como la que yo tenía.

Me sorprendió la cantidad de terrenos y dinero que tenía Beasley, no sé en qué momento logró construir semejante herencia, pero no hace falta aclarar que no la tomé.

Firmé los papeles, pero no me adueñé de absolutamente nada. Fui directamente con Niall, quien trabaja en bienes raíces y prometió encargarse de las pertenencias de Gideon para luego vender los terrenos. El dinero iría directamente a los orfanatos de Enfield y Saint Vilmore. Una cantidad mínima terminaría en mi cuenta bancaria dado que tengo que comprarle algo a mi ahijado, el pequeño Kaden, y el resto supongo que terminaría en Betland, pero no en mis manos.

A su vez, también recuerdo lo ocurrido con Kansas. No puedo describir con exactitud lo que sentí al verla en aquel cementerio esperándome bajo la lluvia con la respiración acelerada, el cabello mojado y enredado, las ropas arrugadas y la nariz completamente roja por el frío. Era un caótico y hermoso desastre, un lío andante que esperaba por mí junto a una tumba.

Bastante macabro a primera vista.

Y luego abrió la boca y comenzó a decir cosas que fundieron mis oídos, palabras que hicieron un camino directamente a esa parte tan frágil que tienen los humanos. Esa parte que los hombres no mencionan mucho. Entonces, en el más inesperado de los escenarios, me dio un beso. Bueno, en realidad yo la besé, pero ella me correspondió. Un solo beso, uno con la capacidad e intensidad de hacer volar mi cabeza en cientos de millones de pedazos.

No sé cómo me las arreglé para no robarle otro o lanzarme sobre ella en las últimas horas, y a decir verdad tuve bastantes oportunidades: las diez horas de vuelo, el camino en taxi hasta su casa e incluso ahora mismo. Podría saltar al asiento del copiloto y besarla, pero creo que Bill no estaría feliz de saber que por mi desesperación y altos niveles de testosterona su hija chocó contra un árbol andando a varias millas por hora.

Definitivamente me voy a contener.

Sin embargo, me es imposible no pensar en lo bien que se sintió tener mis labios sobre los suyos, y que ahora me observe con esos peculiares ojos a través del retrovisor no mejora la situación.

Una vez que estoy completamente cambiando —y no estoy seguro de cómo lo logré—, ella ingresa al campus a toda velocidad. Los neumáticos chillan en cuanto frena de golpe para meter el Jeep en un reducido espacio entre una camioneta y un BMW. Puedo jurar que mi corazón da un vuelco dentro de mi pecho ante la brusquedad.

—Me gustaría que mis órganos se quedaran en su lugar la próxima vez —me quejo bajando del coche algo mareado ante el recorrido—. No eres una buena conductora bajo presión —recalco mientras ella desciende y observa su reloj.

—Mi eficacia automovilística trajo tu trasero hasta aquí, Beasley —replica comenzando a trotar en dirección al campo—. Así que menos quejas y más acción, tienes un juego que perder.

—Sabía que tu amabilidad duraría poco —digo alcanzándola.

Ella no dice nada, pero las comisuras de sus labios se elevan.

—¿Sabías que encuentro tu pesimismo bastante atractivo? —inquiero.

KANSAS

El campo se extiende a lo largo de las hectáreas iluminadas por inmensos reflectores, a sus laterales las gradas están completamente repletas de vida.

La aglomeración de universitarios origina una masa de gritos, palabras y silbidos que surcan y se superponen en los alrededores. Las personas están ansiosas. Demuestran su fanatismo con sudaderas, gorras y maquillaje en los colores de la Betland Central University.

Los sábados son sagrados en la ciudad y nadie se resiste al espíritu deportivo que mueve a Betland los fines de semana. Padres e hijos, madres e hijas, familias enteras que vienen a apoyar a los jugadores que se fusionan con la muchedumbre estudiantil. El resultado es fatal: los vendedores de hotdogs y palomitas hacen fortuna en una noche, los más jóvenes hacen sus apuestas y las madres procuran tener suficientes accesorios de cotillón para todo el mundo.

Los sábados son días de juego, e independientemente de si eres un fanático del fútbol o no, es una obligación asistir. La tradición permanece latente y es aquella que mueve a la multitud. Eso no se discute.

—¡Sunshine! —El grito de Joe atraviesa el campo en cuanto ve que Malcom y yo nos acercamos, así que aceleramos el trote—. Harriet dijo que te sentías mal, no tendrías que haber venido —agrega cuando estamos frente a frente, con el equipo entero a nuestro alrededor. Sus ojos cafés me observan compasivos, pero en cuanto se deslizan hacia el inglés, sus sentimientos cambian—. ¿Y tú dónde estabas, Beasley? ¡El juego está por comenzar, tendrías que haber llegado hace más de media hora!

—¡¿Beasley está aquí?! —Siento cómo cada fibra de mi cuerpo se tensa al oír la voz de mi padre.

Diablos, demonios, infiernos y santas matemáticas.

Malcom y yo intercambiamos una mirada que lo dice todo. Me falta el aire. Los gritos de Bill siguen llegando a medida que nos adentramos en el círculo interno de los Jaguars y mi cabeza se ve invadida por todas las posibles excusas que podría dar. Lástima que ninguna es considerablemente buena.

Entonces, Harriet aparece con su laptop en mano, y mi padre con su bata de hospital brilla en la pantalla. Ella la posiciona para que esté exactamente frente a nosotros, así Bill puede hablarnos y expresar toda su furia como si estuviera presente en carne y hueso. Para ser sincera, no sé si luce más aterrador a través de una computadora o en persona.

—¡Llegas tarde, muchacho! —escupe con el ceño fruncido—. Más te vale que tengas una buena explicación para mí una vez que termine el partido, porque ahora no hay tiempo para palabrería —añade apuntándolo con el dedo índice—. ¡Es tiempo de ganar este maldito juego, ¿entendido?!

Los jugadores se arremolinan a nuestro alrededor para observar a su entrenador dar las siguientes indicaciones, las cuales expone gritando a pesar de que no hace falta que fuerce tanto sus cuerdas vocales.

—¡Los Warriors de Crisville están a punto de entrar en nuestro campo y están dispuestos a despedazarnos para quitarnos el puesto! —explica con furia y emoción reflejada en sus ojos—. Sin embargo, deberán pasar sobre mi cadáver antes de salir invictos esta noche, señoritas. ¡Vamos a demostrarles quiénes son los Jaguars de Betland, vamos a mostrar de qué estamos hechos y les partiremos el trasero en dos, cuatro, ocho y diez pedazos! Así que no me avergüencen, o juro que tendrán severas lesiones físicas cuando regrese.

—¿Las posiciones permanecen igual, coach? —Ben inquiere colocándose el protector bucal.

—¡Mercury tomará la posición de receptor, ya está todo arreglado! ¡Timberg, ¿dónde estás, niño?! —inquiere con frustración hasta que Chase aparece frente a la laptop—. Te mantendrás como corredor, pero si llegas a arruinarlo juro que te quedarás en la banca por el resto de la temporada. ¿Quieres quedarte sin jugar o estoy siendo claro? —pregunta.

—¡No, entrenador! —responde con emoción, y automáticamente todos giran la cabeza en su dirección—. Quiero de-decir sí, está siendo claro, muy claro, señor, claro como el agua... pero yo me refería a que no quería quedarme sin ju...—lo interrumpe.

—Ya me estoy lamentando por esto —dice frotándose las sienes.

—Lamento la pregunta, pero si yo ocupo uno de los lugares como receptor me gustaría saber quién toma mi puesto como quarterback —espeta Mercury—. Y espero, más bien ruego, que no haya considerado poner a Beas... —El apellido se desvanece en sus labios.

—¡Beasley como mariscal, y no quiero quejas al respecto!

—Él no respeta las reglas ni las jugadas —añade con rapidez el número siete, realmente en desacuerdo.

—Lo hará si no quiere terminar en la banca con el zopenco de Timberg —advierte Shepard—. Por eso seguirá mis órdenes una por una, sin alterarlas ni cambiarlas sin previo debate con mi persona. Si digo ruta Ave María es ruta Ave María, si digo ruta Slant es ruta Slant. —Estoy mareada por la cantidad de información que se supone que tengo que procesar. La realidad es que no entiendo absolutamente nada, solo sé que a mi padre le gusta combinar la palabra ruta con un montón de palabra—. Ahora acepta la realidad, Mercury. ¡Y hazlo sin lloriquear, tendrás tu puesto de vuelta si Malcom se atreve a arruinar mi partido!

Los ojos de Logan se encuentran con los míos antes de enfocarse en Malcom, y estoy segura de ver destellos de cólera y decepción mientras lo hace. Sé que le molesta, que no le gusta ser desplazado por nada ni por nadie. Él quiere ser el que mande, aquel que tenga el mayor control posible. Quiere ser el primero, pero creo que alguien le ha robado el puesto.

Y ese alguien es el número veintisiete.

—¡Mantengan sus bragas en su lugar, señoras! ¡Este juego está por comenzar! —indica la galante voz de Gabe Hyland que se oye a través de los altavoces.

Entonces, los Warriors aparecen.

En cuanto veo al mariscal del equipo contrario mi cerebro entra en cortocircuito: olvido el casamiento que nunca se confirmó, la mentira que le dije a mi padre, el mejor beso en un cementerio que jamás se haya dado, el hecho de que posiblemente Gideon esté vivo y creo que hasta olvido cómo respirar.

—¿Ese es...? —Bill no es capaz de terminar la frase antes de que alcance la laptop y la cierre brusca y rápidamente.

Lo siento, amado progenitor.

—Sí, lo es —confirman los Jaguars al unísono.

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