035 | Lavanda

MALCOM

Merton jamás se sintió como mi hogar, pero no sirve negar que en verdad extrañaba el aire fresco y el olor a lluvia que inunda las calles de la ciudad. Las nubes grisáceas cubren el cielo y amenazan a los habitantes que, al conocer a la perfección el clima de la metrópolis, cargan paraguas antes de salir de sus hogares. Todos piensan que en Londres siempre se despierta con un día gris, pero la realidad es que el sol se ve más de lo que se cuenta. Sin embargo, hoy la lluvia parece haberse encaprichado en ser la protagonista del día.

Me bajé del taxi que me trajo desde el aeropuerto hace varias cuadras, y esto solo fue para caminar por las mismas calles que solía transitar hace años. Luego de que Gideon fuera arrestado me mudé a otro de los barrios de Londres, Enfield para ser exactos. Allí tuve la suerte de conocer al entrenador Brune, quien terminó de enseñarme todo lo que el fútbol americano tenía para ofrecer. Abandoné el orfanato para quedarme en una pensión cerca de su hogar y de la universidad donde él trabajaba. Se convirtió en mi tutor legal tiempo después. Luego, como si fuera un regalo de disculpas por todo lo que tuve que atravesar, el destino me hizo conocer a Nancy. Alegre, delirante, estridente y afectuosa, esa fue la primera descripción que vino a mi cabeza al conocer a la hija del entrenador. Ella es como un pequeño, molesto y demasiado brillante rayo de sol. Puedo apostar mi rombencéfalo, mesencéfalo y prosencéfalo a que Nancy Brune puede traer calidez y alegría a cualquier época del año.

Y a cualquier persona.

Resulta bastante cómico el contraste de mi primera impresión de la embarazada contra la que tuve de Kansas. A la castaña la clasifiqué como una persona imprudente y desinteresada por la seguridad de los niños, y también por una chica terca y desdeñable. Para mi completo estupor resultó ser todo lo contrario.

Aún tengo un gusto amargo en el paladar, y creo que se debe a las palabras que no fui capaz de decir antes de subirme al avión. No puedo confesar que me gusta y luego desaparecer, así que primero voy a priorizar a Gideon y a Nancy para luego tener todo el tiempo que me queda priorizándola a ella. Las preguntas se formulan en mi cabeza a una velocidad inimaginable, y entre ellas está aquella que cuestiona si en verdad Kansas siente algo por mí. Estoy seguro de que ella negaría absolutamente todo si se lo preguntara, pero la realidad es que la atracción entre ambos es tan intensa que negarla solo empeoraría la situación, y no hablo de una simple atracción física, sino de algo mucho más grande. Tengo la certeza de que hay algo entre nosotros, pero parece muy poco probable que la hija de Shepard lo vaya a admitir. Así que cuando vuelva, vamos a tener que aclarar todo.

Quiera o no.

Mientras tanto, las hojas anaranjadas y amarillentas de los árboles dejan de crujir bajo mis zapatos. La leve llovizna moja los restos del otoño que adornan las veredas y, por lo tanto, me obligo a acelerar el paso. No me quiero resfriar, tengo un juego que ganar el sábado y, a pesar de tener un sistema inmunológico de lo más extraordinario, de seguro tengo la suerte de que un insignificante resfrío haga quedar en ridículo a mi mecanismo de defensa.

Nancy me contó que un abogado había contactado a su padre hace dos días atrás, el hombre me estaba buscando a mí.

Supuestamente, Gideon Beasley había dejado todo lo que tenía a mi nombre. Le dejó su herencia, aquello que comenzó a construir tras salir de la cárcel, al muchacho que lo había enviado a prisión en primer lugar.

Me cuesta comprender el porqué de su decisión. Tal vez sintió pena y por eso me dejó todo lo material como un consuelo por haber hecho lo que hizo, pero honestamente no me importa nada que tenga posible valor. La verdad es que, personalmente, creo que vale más todo aquello que no tiene precio: el perdón, la amistad, la pasión, el sentir y el pensamiento, pero no puedo recriminarle nada a un cadáver, por más grotesco y frío que suene.

—¡Malcom! —Me detengo de forma automática al escuchar el sonido.

Proviene de una voz demasiado familiar, una que tiene la capacidad de congelar cada músculo de mi cuerpo. Levanto la mirada y allí la encuentro, observándome desde el otro lado de la calle, en el café en el que planeábamos reunirnos.

Nancy Brune.

Se protege de la lluvia bajo un paraguas con flores, pero como ya mencioné antes, ni los días grises ni la lluvia pueden quitarle ese resplandor tan especial que tiene. A pesar de tener una barriga enorme por estar a punto de dar a luz, se las arregla para lanzarse a mis brazos y abrazarme en cuanto cruzo la calle.

Aspiro su perfume a lavanda y por un segundo recuerdo la dulce fragancia a rosas que suele usar Kansas, esa que se mezcla con su acondicionador.

Entonces, la abrazo más fuerte.

KANSAS

Perseguir a alguien no es sencillo, mucho menos si debes hacerlo en un lugar que desconoces y quien te lleva es un taxista que te observa con algo desdén solamente por venir de otro país y tener un acento diferente.

El vuelo de Malcom se retrasó en salir, así que la primera persona que dejó el continente americano fui yo. Luego tuve que esperar alrededor de dos horas en el aeropuerto hasta que él llegó. Estaba lista para ir a hablar con Malcom hasta que el arrepentimiento se adueñó de cada fibra de mi cuerpo.

Tal vez no debería haberme subido a ese avión, y con toda sinceridad no tengo la certeza de que Beasley reaccionará bien por eso, pero, por otro lado, no puedo tolerar que vaya a enfrentarse a la muerte de Gideon solo, y por experiencia personal puedo decir que a pesar de que busquemos soledad cuando alguien cierra sus ojos para siempre, en el fondo sabemos que necesitamos compañía.

Cuando me enteré que mi tía Jill había muerto me encerré en mi cuarto por días. Lo único que hacía era tocar con furia el piano y bajar a ver si mi madre necesitaba algo, luego volvía a encerrarme y a rogar que nadie tocara mi puerta.

Sin embargo, alguien siempre lo hacía.

Harriet respetaba mi decisión de no querer hablar, así que solía dejar en mi casillero un viejo walkman de su madre y, junto a él, varias cintas con música de otra época. Ella sabía, y aún sabe, que las melodías logran relajarme y ayudarme a sobrellevar las dolencias de la vida. Luego estaba Jamie, quien claramente no respetaba mi decisión de no hablar y llegaba a mi casa a altas horas de la madrugada. Traía su mochila cargada de todas las cosas que me gustan, a veces potes de helado, otras veces algún que otro chocolate con maní. Nos sentábamos en el porche y ella hablaba de cosas irrelevantes en el intento de despejar mi mente. Mirábamos las estrellas y relataba viejos mitos griegos, otras veces me enseñaba las constelaciones, que las señalaba con dedos cubiertos de chocolate derretido.

Mi madre, por otro lado, estaba demasiado ocupada emborrachándose, así que mi padre se ocupaba de absolutamente todo en la casa. Él nunca dijo nada al respecto, pero sé que intentaba animarme a partir de las pequeñas cosas. Se esforzaba en hacer mis comidas preferidas, y sí, esa fue la única época en que cocinó algo más que salsa. Dejaba al pie de mi cama viejas sudaderas de cuando él asistía a la universidad porque sabía que amaba usarlas, y procuraba afeitarse, porque era consciente de que no me gustaba que su barba raspara mi mejilla cuando lo saludaba. En conclusión, si me pongo a pensar en qué hubiera sucedido si no hubiera tenido a esas personas, puedo afirmar que todo se habría vuelto más difícil, más insuperable de lo que aparentaba ser.

Ellos, a partir de los pequeños gestos como un abrazo o una cinta de los ochenta, lograron contenerme. Y si pienso en Malcom solo me enfoco en que no tiene a nadie que lo apoye. Él no tiene a su propia Harriet ni a una terca Jamie, y mucho menos a alguien como Bill.

Él se tiene a sí mismo, pero a veces eso no es suficiente.

El profesor Ruggles siempre recalca que los seres humanos somos sociales, que no podemos vivir aislados porque en nuestra naturaleza siempre está ese característico sentido de pertenencia hacia un grupo. Nos relacionamos con otros por muchas razones, ya sean físicas, tácticas o psicológicas, pero en el fondo somos sociales porque no podemos cargar el mundo en nuestros hombros por sí solos. Necesitamos ayuda, a alguien que logre aliviar el peso de esta caótica vida que tenemos. A alguien con quien compartirla.

No voy a mentir, aún me cuestiono si fue una buena decisión tomar ese avión, pero la realidad es que, en el fondo, jamás podría arrepentirme de ser el apoyo que alguien necesita. Así que dejo a un lado todas las dudas y le digo al taxista que se detenga. Le he pedido que siga al taxi de Malcom desde que salió del aeropuerto —sí, lo sé, es bastante perturbador y extraño—, pero en cuanto estoy por bajar veo algo.

A alguien, en realidad.

Bajo la lluvia hay una chica que se protege del agua bajo un paraguas floreado. Ella viste un saco escarlata que contrasta contra el rubio y lacio cabello que cae sobre sus hombros. Sin embargo, lo que más llama la atención es la forma de su cuerpo.

Está embarazada.

Malcom camina hacia ella.

La muchacha deja ir el paraguas y lanza sus brazos alrededor del cuello del inglés, quien entierra su rostro en su hombro y aspira el aroma de la desconocida. Malcom cierra los ojos y su cuerpo parece relajarse a pesar del frío y la situación, ambos se acurrucan bajo la llovizna del otoño y disfrutan del abrazo en silencio.

—¿Vas a bajarte o no, niña yankee? —inquiere el taxista en tono irritable. Creo que no le agradan los americanos. O los seres humanos en general.

—En realidad no —murmuro observando la forma en que los fuertes y extensos brazos de Malcom envuelven a la pequeña rubia, la que creo que es la enigmática Nancy Brune.

Le digo al taxista hacia dónde quiero ir y nos ponemos en marcha. A través de los vidrios empañados observo cómo Beasley dirige a Nancy al pequeño café, no sin antes saludar al muchacho rubio que anteriormente abrazaba a la embarazada intentando protegerla del frío otoñal. Creo que ese es el padre del bebé.

Aunque Malcom no tenga hermanos, también pienso que podría ser el tío de aquel futuro niño o niña, o eso puedo deducir por la forma en que Nancy y su novio lo observan. Me percato de que Beasley atravesó el océano por una muerte, pero también por una vida, y me doy cuenta de algo más: él no está solo, no como yo asumí que lo estaba.

Él no me necesita.

***

—De verdad fui una idiota —admito—. Ni siquiera lo pensé dos veces antes de tomar ese avión —añado observando el cielo grisáceo, desde la banca—. No conozco a Malcom Beasley, no en realidad, así que no sé a qué se debe la precipitada decisión de cruzar el océano Atlántico por él.

Asumir que él se encontraba absolutamente solo contra el mundo fue un error, un terrible error. No es que no me ponga feliz el hecho de que tenga a Nancy y a su prometido para acompañarlo en esto, en realidad me trae cierta paz saber que tiene personas en quien confiar. No estoy molesta con él y no tengo ninguna razón para estarlo. Sin embargo, es inevitable sentirme decepcionada y enfadada conmigo misma. No estoy furiosa por lo que ocurre, sino por lo que siento.

Asumí que Malcom me necesitaba y vine sin conocer la historia completa, fui impulsiva y totalmente terca. Siento el gusto familiar de un recuerdo, algo muy similar que ocurrió en el pasado cuando Logan me dijo que sería mejor tomar caminos separados, a lo que automáticamente le respondí que era imposible. Argumenté que nos queríamos, que él me necesitaba.

Sin embargo, Mercury demostró que no lo hacía.

Él estaba centrado en su carrera deportiva y no dio explicación alguna antes de marcharse. Simplemente dijo que sería mejor alejarnos, pero claro está que yo no sabía cuál era la historia completa, todo aquello que él omitió. Con el tiempo descubrí que me había dejado para concentrarse en el fútbol y su carrera universitaria. Él no tenía tiempo para mí o para otra relación, y solo podía pensar en cumplir sus metas. Jamás podría enojarme con alguien que decide perseguir sus sueños, y la realidad es que hoy en día Logan no me agrada por el simple hecho de que me ocultó sus razones. Si me hubiera dicho la verdad, yo no me hubiera enfadado, sin embargo, me dejó sin dar explicación alguna. Se marchó y me dejó pensando que algo andaba mal conmigo, que yo no era suficiente. Mientras tanto, seguía sosteniendo que él me necesitaba, que nadie podría apoyarlo o quererlo como yo lo hacía. Me llevó un tiempo averiguar que había roto conmigo para enfocarse su futuro y en lo que él creía importante.

Ahora siento algo parecido, desgraciadamente.

No conozco lo suficiente a Malcom, y fue una equivocación pensar que necesitaba de mí. Él tiene personas que lo apoyan y tal vez no necesita ni quiere otra más. Solo conozco una mínima parte de su historia, y otra vez siento que un chico se fue sin darme una explicación. La única diferencia está en que seguí a Malcom y dejé ir a Logan, y eso me aterra, porque significa que en verdad siento algo por él. Algo más fuerte de lo que debería sentir por alguien que conozco desde hace tan poco tiempo, porque de otra forma no hubiera subido a un avión con la idea de que necesitaba de mí.

—Mi plan de fin de semana no era hablar contigo —murmuro a la lápida frente a mí. El nombre de Gideon Beasley resalta tallado en el margen superior de la piedra—. Sin embargo, aquí estoy. —Hago un ademán a mí misma—. Hablando con el hombre que no fue capaz de apreciar y amar a, posiblemente, uno de los mejores seres humanos que ha existido en este maldito planeta —acuso al objeto inanimado—. Deberías... —Las palabras se desvanecen en mis labios en cuestión de segundos.

Parpadeo ante la lápida y me obligo a incorporarme y acercarme para ver un poco más de cerca aquellas palabras que descansan bajo el nombre del padre adoptivo de Malcom. Siento que un nudo se forma en la boca de mi estómago al instante, y debo recordarles a mis pulmones que deben seguir trabajando.

Gideon Beasley no está muerto.

—¿Kansas? —inquiere una voz a mis espaldas.

Malcom Beasley no lo sabe, porque de otra forma no estaría en este cementerio.

Y yo tampoco.

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