033 | Sentir

MALCOM

Gideon Beasley murió.

El embrión vivíparo verá la luz pronto.

Y yo, al otro lado del océano, estoy sentado en un viejo diván dejando caer el teléfono al piso.

El ruido sordo penetra mis oídos y se oye la voz de Nance algo distorsionada, ella repite mi nombre una y otra vez. A pesar de tener el celular a unos pocos pies de mí, no logro incorporarme para alcanzarlo. No puedo mover mis brazos, mucho menos mis piernas. Siento que lo único que se mantiene en constante movimiento es mi corazón, que a diferencia del resto de mi cuerpo se encuentra acelerado e inquieto.

Es difícil asimilar las cosas que acabo de oír dado que no soy ni fui testigo de ninguna de ellas, pero pronto lo seré porque voy a regresar a Merton. Es algo realmente agridulce y, como la mayoría de las situaciones que pueden ser descritas por aquella palabra, también es de lo más irónico; una vida y una muerte, un trozo de cielo y otro de infierno, alguien que nace y alguien que sucumbe. Cada día millones de personas mueren, y no hay duda de que es algo tan devastador como trágico. Sin embargo, cada vez que sale el sol otros millones nacen, y eso solo se puede describir como lo grato y fascinante de la vida. Un sabor a acre y dulce me llena el paladar, vivir es algo de lo más contradictorio.

¿Cómo se supone que seremos felices cuando existe la muerte? ¿Y cómo debemos estar de luto cuando aún existe la vida?

Con toda sinceridad, no siento lo que creo que debería sentir. Sé que Gideon no es —era—, más que un monstruo que asomaba a plena luz del día. Sin embargo, no le deseaba la muerte. Lo que quería era que se arrepintiera, que reflexionara y que comprendiera lo que hizo. Quería que de cierta forma pagara, pero saldar las deudas de la moral ni se asemeja a pagar los delitos con nuestra propia vida. Estoy preocupado. No me siento feliz, pero tampoco destrozado; tengo una reacción tan neutral que logra inquietarme. No lloro por aquel padre que fue los primeros meses en que nos conocimos: atento, alegre y comprensivo. Tampoco siento el renacer de un viejo odio por la persona que dejó esas cicatrices en mi espalda. El rencor no está, la ira se esfumó, y solo queda una tranquilidad tan intensa que me llena de desasosiego. Una parte de mi conciencia me reitera que debería ser capaz de distinguir algún sentimiento, pero de forma inexplicable solo siento un vacío. No hay emoción, solamente cruda apacibilidad.

Él está muerto y no siente nada.

Yo estoy vivo y no logro sentir algo.

Y luego está Nance: esa pequeña rubia de grandes ojos verdes, la hija de Sam, mi antiguo entrenador. La última vez que nos vimos fue en el aeropuerto, y puedo decir que su embarazo ya estaba bastante avanzado. Me dijo que pronto daría a luz y que deseaba saber si podría acompañarla. Negarme no es una opción, pero debo confesar que no creí que la fecha del parto sería tan próxima. Me inquieta que lo hayan reprogramado.

Ella y Niall, su prometido, son novios desde que tengo memoria. Y no tengo duda de que serán el tipo de padres que todo niño desea tener, la clase de padres que yo anhelaba conseguir mientras me encontraba entre las paredes del orfanato.

Tomo el teléfono y murmuro una disculpa a Nancy antes de colgar. Camino hasta el armario y lo abro, listo para sacar un par de cosas, como mi pasaporte y mi carné de conducir, pero entonces me detengo a mitad de camino. Considero que Bill está en el hospital, que el sábado tengo un partido que jugar y que no puedo irme sin dejar alguna clase de explicación, pero al fin y al cabo nada de eso importa tanto como lo demás, tengo que ver a Nancy y asimilar lo de Gideon.

Automáticamente comienzo a analizar la diferencia horaria con la fecha de parto y el tiempo de vuelo estándar. Me tomará alrededor de diez horas llegar a Merton y otras diez para volver en caso de que no haya ninguna complicación. Son un total de veinte horas, sin contar la burocracia aeroportuaria, y solo tengo alrededor de cincuenta antes de que comience el partido. Podría irme y volver sin que Bill lo supiera, la realidad es que él y yo tenemos un contrato, y eso incluye no volver a Londres hasta que finalice la temporada. Sé que el coach entendería si le dijera que mi padre adoptivo murió, pero me siento incapaz de hablar con alguien sobre Gideon. Solo he hablado de él con una sola persona, y esa es Kansas.

Kansas, recuerdo.

Puede que no esté Bill, pero está su hija. Y la pregunta es cómo puedo pasar sobre Kansas Shepard. Porque eso, a mi parecer, es lo más complicado.

Más allá de todo, hay una pregunta que no debería formularse en mi cabeza en este instante, no cuando Nance está por dar a luz, no cuando Gideon falleció y Shepard se encuentra en el hospital. Sin embargo, los signos de interrogación se dibujan en el aire.

¿Cómo voy a confesarle a la hija de mi entrenador que me gusta? Y aún peor, ¿cómo voy a hacerlo y luego ser capaz de subirme a un avión? Decir la verdad y quedarse a enfrentar las consecuencias es lo que hacen las personas audaces, confesar y huir es aquello que solo hacen los temerosos.

Tal vez debería esperar para decirlo, eso debería funcionar.

KANSAS

—¿Qué son las estrellas, Kansas? — inquiere Zoe observando el manto oscuro que se extiende a nuestro alrededor.

Tanto Jamie como Harriet y los Jaguars se han marchado hace rato. La mayoría debe levantarse temprano para afrontar otro día de universidad y entrenamiento, así que la cena con pizza quedó para mañana. Mientras tanto, la niña y yo nos sentamos en las reposeras que aún ocupan el jardín delantero.

—¿Quieres la verdad o una «kansastontería»? —Tal vez no tengo la inteligencia de Malcom, pero sé que las estrellas son esferas de gas que producen energía y poseen luz propia. La preparatoria sirvió para algo.

—Una «kansastontería», por favor —pide Zoe con sus ojos clavados en el firmamento.

Una sonrisa se despliega en mis labios en cuanto escoge esa opción. Una «kansastontería», según mi propio diccionario, es un disparate que invento con el objetivo de entretener a la niña. Son teorías creadas a partir de mi indomable imaginación, la cual no parece descansar en ningún momento.

—¿Qué es una estrella? —reitero la pregunta para mí misma, observando los rutilantes puntos que surcan la noche—. Creo que las estrellas son personas, Zoe. ¿Piensas que estoy loca por pensar eso? ¿Qué la gente que cree tal cosa lo está? —le pregunto, y automáticamente niega con la cabeza—. Me gusta pensar que nuestros antepasados descansan en las estrellas, que cada persona es dueña de un trozo de cielo —comienzo a explicar mientras me inclino para subir el cierre de su abrigo—. Así, todos los niños, hombres y mujeres son eternos. Puede que ya no estén en la tierra, pero ahora iluminan el cielo: ellos son las estrellas, y cuando brillan, nos están sonriendo.

—¿Y qué hay de las estrellas fugaces? —inquiere acurrucándose contra mi costado y presionando su mejilla en mi brazo.

—Bueno, sabes que está mal hacer diferencia, pero digamos que las estrellas fugaces son personas especiales —divago—. Tuvieron un corazón tan puro, noble y alegre cuando habitaron la tierra, que cuando llegaron al cielo se tornaron más rápidas y resplandecientes que las demás. —Las luces del coche de la señora Murphy aparecen en la esquina de Trinity Street—. Y ahora, para llevar su luz y felicidad a toda la inmensidad del universo, son estrellas fugaces. Sus sonrisas adornan ocasionalmente el cielo, y solo aparecen ante personas de gran corazón, Zoe.

La característica bocina resuena en mis oídos y la niña se incorpora. La ayudo a ponerse su mochila y le paso la jaula de Ratatouille, quien está masticando un pedazo de... ¿chocolate? ¿De dónde sacó un chocolate?

Ella corre hasta el auto y abre la puerta trasera, pero antes de subir se gira y me observa.

—¿Sabes qué, Kansas? —habla dejando a la vista los pocos dientes de leche que aún le quedan—. Tú serías la estrella fugaz más brillante y veloz del universo —susurra como si fuera un secreto.

Hay ciertas personas que tienen la capacidad de hacer sonreír el alma, y Zoe Murphy, en mi opinión, es una de ellas.

Entro a la sala en cuanto el coche se pierde entre las calles de la ciudad y, como si fuera algo automático, un nudo se instala en la boca de mi estómago. Estuve todo el día rodeada de personas y, a pesar de no haberlo dicho en voz alta o haberlo confesado en mis adentros, sé que he evitado este momento a lo largo de todo el día. Uno puede pensar mientras está con otros, pero una vez que llegamos a casa y descansamos la cabeza en la almohada nuestros sueños, temores, dudas y pensamientos atacan contra nosotros de forma inevitable y voraz. Ahora solo puedo pensar en el hecho de que estoy a solas con Beasley. Mis ganas de vaciar el refrigerador, subir a mi cuarto, meterme a la cama y hacer una maratón de Presuntos Inocentes se intensifican. Todo por una misma razón: para evitar al inglés.

Tras lo que Harriet y Jamie me plantearon esta mañana, he desarrollado algo de miedo. No quiero pensar en si tengo o no sentimientos hacia Malcom, y tampoco quiero pasar tiempo con él solo para descubrir si mis amigas tenían razón.

Porque, tal vez, la tienen. Y eso es algo que no estoy preparada para aceptar. Sin embargo, mi plan de cena-cama-serie se ve terriblemente afectado en cuanto oigo los pesados pasos del británico desde el corredor del segundo piso.

—¿Kansas? —Mi nombre parece hacer eco entre las paredes, y noto cierta inquietud en su voz—. Necesito un favor —murmura llegando a la escalera.

—¿Qué clase de fa...? —comienzo a preguntar, pero las palabras se desvanecen en el aire en cuanto lo veo—. ¿A dónde vas, Malcom?

Él parece haber salido de la ducha hace rato, tiene jeans, una camiseta limpia y una chaqueta. Su cabello aún mojado lo delata y lo hace lucir un poco más joven. Sin embargo, lo que en realidad llama mi atención es el bolso que carga sobre su hombro. Sus ojos azules colapsan contra los míos, y uso el verbo colapsar porque eso es exactamente lo que hacen: me golpean bruscos y repentinos. No hay gracia ni tranquilidad en las facciones del inglés, y por la forma en que mira puedo descifrar que algo anda mal. Está tan serio como lo estuvo al recibir el llamado de la enigmática Nancy Brune.

—Debo regresar a Merton, Kansas —dice para mi completo estupor. Intento encontrar algo en su voz que me indique que es una broma, y hasta incluso guardo silencio unos segundos en la espera de que se retracte—. Esta noche —añade.

—¿De qué hablas? —inquiero con la voz atestada de escepticismo—. Espera, ¿de verdad estás pensando en tomar un avión justo ahora?

—Ya he llamado a un taxi —informa llegando al pie de la escalera.

—Tú no puedes... —Me obligo a tragar saliva y cerrar la boca. Yo no soy quién para decirle qué es lo que puede o no puede hacer.

—¿Yo no puedo qué? —inquiere acercándose, dejando que el silencio se despliegue cargado de tensión tras sus palabras.

—¿Mi padre sabe que te marchas? —pregunto cruzándome de brazos, y automáticamente los descruzo. Este es el momento en el que me arrepiento de haber estudiado la expresión corporal de la gente, porque ahora más de ocho posibles razones por las cuales hago el gesto se alinean en mi cabeza: ¿Será un auto abrazo por consuelo o por inseguridad? ¿Y si es por miedo o negación? ¿Para mantener el autocontrol o por nada en particular?

Maldita psicología.

—No, y no puede saberlo —dice para mi sorpresa—. Estaré aquí para el juego del sábado, y necesito que no digas nada a Bill —prosigue con ojos sensatos—. Él ya tiene suficiente con lo que le ocurrió.

—No voy a hacer nada por ti hasta que me digas el porqué de esta espontánea y lunática idea tuya de ir a Londres, pasar un día allí y volver —refuto—. ¿Vas a ir a tomar un café con Nancy y luego regresar? No te ofendas, pero es absurdo y también costoso —señalo.

—Yo no solicité tu opinión, Kansas —replica con la voz más grave y baja de lo normal—, así que no hables de Nancy o del dinero, porque son temas que no te conciernen —contesta al borde de la irritación—. Solo dime si vas a comentar mi ausencia con Bill o no.

—Debería hacerlo. —No sé por qué sueno más brusca de lo que normalmente soy.

—Deber y querer son cosas diferentes, así que dime si vas a mantener tu boca cerrada o no, porque tengo un vuelo que tomar. —Ya no hay amabilidad en su voz, solo resta un enojo que crece con cada segundo que pasa sin ninguna contestación.

Entonces la bocina del taxi se escucha, surca las masas de aire y llega a nuestros oídos para intensificar la tensión que crece a paso agigantado a nuestro alrededor.

—Kansas. —Sus nudillos se tornan blancos alrededor de las correas del bolso, y soy testigo de cómo la exasperación ciega sus ojos—. ¡¿Puedes responderme?! Necesito irme —demanda y apresura.

Mis labios están listos para dejar salir las palabras, pero yo no. La decepción inunda las facciones del inglés y abre la puerta de forma brusca. Lo observo atravesar el jardín a paso acelerado y solo soy capaz de seguirlo con el corazón acelerándose dentro de mi pecho. No sé por qué, pero cierta angustia me provoca estragos en la garganta y estiro mi mano lista para aferrarme a algo. Tiro de la manga de su chaqueta con fuerza, obligándolo a que me mire.

—No puedes irte así como así. —Las palabras parecen hacer eco en la noche—. No sin darme una explicación, no sin dejarme saber si algo está mal contigo —añado con aquella mezcla de furia, exasperación y desconsuelo que azota mi cuerpo—. Las personas no se van sin dar explicaciones, y tú no serás la excepción —ladro—. ¡Así que dime qué diablos está mal, porque honestamente necesito averiguarlo! —Siento que una bomba detonará dentro de mi organismo y que pronto volaré en pedazos—. No te subas a ese taxi, déjame llevarte al aeropuerto. Déjame ayudarte, Malcom —intento convencerlo.

No logro comprender por qué mi pecho sube y baja a tal velocidad, por qué me siento al borde de la mismísima desesperación ante la idea de que se aleje. Lo conozco desde hace menos de un mes y ya actúo como si lo hiciera de toda la vida. Odio esto, eterna y definitivamente.

Sus ojos oceánicos perforan los míos, me atraviesan como dagas y parecen hacerme transparente. Está tan quieto que me cuesta distinguir si respira o no, tan estático que parece que el tiempo se ha detenido. Entonces, con un simple gesto le indica al taxista que se marche. El hombre se queja en voz baja y desaparece con el correr de los segundos. Sin embargo, lo que no desaparece es mi inquietud.

—Confiaste en mí para que viera tus cicatrices, para que escuchara tu historia —le recuerdo con la respiración acelerada—. No quiero presionarte, pero no te vayas sin darme una explicación —susurro—, porque no puedo tolerarlo, no otra vez. Déjame ayudar.

No hagas lo mismo que hizo mi madre.

No hagas lo mismo que hizo Logan.

Él se limita a mirarme y es inevitable imaginar cómo luzco en este momento: desaliñada, desesperada, histérica y probablemente patética. Por un segundo vuelvo a ser la muchacha a la que Mercury le partió el corazón, y odio eso. Lo que siento ahora es tan fuerte como lo fue aquella vez, pero la diferencia está en que yo sentía algo por Logan en aquel entonces. Y, por mi reacción, solo puedo reconocer dos posibles teorías: estoy exagerando o en verdad comienzo a sentir algo.

Algo por Malcom Beasley.

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