032 | Artero
KANSAS
Me gustaría no ser una chica heterosexual en este momento.
He visto muy pocas veces a Malcom sin camiseta, pero lo sorprendente de todo esto es que cada vez que pasa logro sorprenderme más que la vez anterior: caderas estrechas, abdominales definidos que descansan bajo pectorales trabajados y unos anchos hombros de los cuales nacen sus trabajados brazos. Podemos añadir que su piel es de un suave color crema, que se ve decorada con venas que sobresalen, como en sus antebrazos o cuello, y con varios lunares dispersos en la longitud de su caja torácica. Tiene el tipo de brazos perfectos para dar un abrazo, el tipo de cuello indicado para hundir tu rostro tras un mal día y el pecho en el que muchas chicas quisieran poder llorar.
—¿Tengo que repetir que mis ojos están aquí arriba? —inquiere arqueando una ceja.
—¿Tengo que repetir que soy consciente de que tus ojos están allá arriba y tus testículos allá abajo? —replico recordando una de nuestras primeras conversaciones—. Además, si en verdad quisieras que te mirara a los ojos te hubieses puesto una camiseta. —Me encojo de hombros—. Es lo mismo que yo salga en sostén a la calle, solo podrías mirar una cosa, y no sería exactamente mi rostro —ejemplifico.
—¿Quieres apostar? —pregunta.
Lo miro unos instantes sin emitir sonido, silenciando el ruido de los motores, el agua corriendo, los bocinazos y las voces alrededor. Intento encontrar alguna pista sobre su estado de ánimo, aunque pocas veces las personas lo muestran realmente. Muchos pueden aparentar que algo está bien cuando ocurre todo lo contrario y, a decir verdad, conozco a bastante gente que es muy buena haciéndolo. Sin embargo, en el rostro del inglés no hay nada que pueda decirme que siente algo negativo. Las emociones que vi florecer en el gimnasio en cuanto vio el número de Nancy Brune en la pantalla de su teléfono parecen haberse ido, pero no estoy segura de ello, y por primera vez en mi vida desearía poder leer la mente de alguien.
—¿Apostar? —inquiero con cierta incredulidad—. ¿Me ves con un puñado de cartas y cara de poker, Beasley? — pregunto antes de llevar el silbato a mi boca otra vez—. No estamos aquí para juegos tontos de doble sentido, muchacho. ¡Aquí se trabaja! —añado antes de que el chillón sonido proveniente de mi boca lo aturda—. Toma una maldita esponja y ve a fregar los autos, Malcom.
Intento sonar lo más dura posible, pero soy incapaz de impedir que cierta diversión retuerza mis labios.
—La esponja es demasiado áspera para la piel de mis manos —se queja descansando ambas manos en sus estrechas caderas. «No mires abajo, no mires»—. Yo quería usar la manguera.
Noto el brillo travieso en sus ojos, uno que jamás pensé que podría encontrar en la mirada de un británico por demás de correcto y educado.
—Tu doble sentido es muy de principiante —critico.
—Con algo se empieza —se defiende—. ¿Verdad, entrenadora?
Prácticamente lo obligo a marcharse para que vaya a lavar los autos. Y, prácticamente, me obligo a mí misma a alejarme en cuanto oigo la singular bocina de la señora Murphy.
—Ya tenemos más de quinientos sesenta dólares —informa Harriet mientras escribe en su portapapeles tras el pasar de siete largas horas—. Por lo tanto ya podemos cerrar el lavado —dice desde la reposera a mi derecha.
—Dejemos que sigan trabajando, aún quedan unos ocho coches —respondo dando un sorbo mi Coca-Cola—. Probablemente tendremos unos ciento veinte dólares a nuestro favor cuando terminen, es suficiente para recompensarlos llamando al delivery.
—¿Podemos pedir alitas de pollo? —inquiere Zoe desde el césped, mientras juega con su hámster—. Ratatouille las adora, y yo adoro todo lo que mi rata adora, a excepción de las verduras —arruga la nariz y saca la lengua asqueada.
—Buena idea, engendro del diablo. —Le sonríe Jamie desde mi derecha, y automáticamente la fulmino con la mirada.
Mi teléfono comienza a vibrar en el bolsillo de mis jeans y lo tomo para observar una notificación de Skype que ilumina la pantalla. Es de un desconocido e instantáneamente pienso que debe ser Chase. Jamie lo mandó a comprar más detergente dado que ya estaba escaseando un poco, y antes de partir me dijo que llamaría para saber qué marca debía traer. Harriet fue muy clara respecto a que teníamos que montar un lavado de autos de calidad, así que los productos tienen que estar a la altura de la situación y de los Jaguars.
Acepto la videollamada mientras tomo un poco más de mi bebida, y enseguida lamento haber hecho eso.
—¡Bill! —Trago y exclamo lo suficientemente alto como para que la gente a mi alrededor se dé cuenta.
Jamie se lanza de su reposera y apaga la música mientras Harriet corre a cortar el agua y a indicar que todo el mundo haga silencio. El ruido a los alrededores se apacigua en cuestión de segundos, y me obligo a fijar los ojos en Shepard.
—¿Qué diablos? —inquiero con el ceño fruncido ante la imagen.
Mi padre no solo está usando Skype, aplicación de la cual no sabía de su existencia hasta ahora, sino que también está usando un vendaje alrededor de su cabeza y una bata de hospital.
—Antes de que dispares con todas tus preguntas —se apresura a decir el hombre—, quiero decir que, en mi defensa, ese idiota de la tribuna me golpeó primero.
—Tienes cinco segundos para explicarte, papá —advierto—. O juro que me subiré al Jeep, iré hasta allí y seré la próxima persona en golpearte y averiarte el hipotálamo.
—Los Chiefs ganaron y un idiota de los Raiders dijo que el último touchdown no tendría que haberse cobrado, y, como ya te dije, él empezó —explica rápidamente, su voz elevándose sobre el sonido de las máquinas a su alrededor—. Deberías verlo, está en la habitación que sigue y solo le quedan nueve dien... —alguien lo interrumpe, y pronto la nariz de Zoe aparece en la pantalla.
—¡Billy! ¿Qué te pasó? —inquiere preocupada—. ¿Por qué estás en un hospital? ¿Vas a morir? —chilla espantada ante la idea—. ¡Yo no quiero que te mueras, dile al doctor que te mantenga con vida hasta Navidad!
—No va a morir, yo lo voy a matar —replico—. Dime dónde estás y dejaré a Zoe en el trabajo de la señora Murphy e iré para allá.
—Nada de eso, Kansas —dice dando un bocado a lo que creo que es la insípida gelatina de hospital—. Tengo una pequeña fractura en la tibia y el imbécil de aquí al lado me golpeó la cabeza contra un parabrisas, pero no es nada serio. Solamente estaré un par de días aquí ya que los doctores insisten en hacer innecesarios estudios médicos y reposo —dice restándole importancia—. Tú debes ir a clases.
—Mi mamá dice que imbécil es una mala palabra —acota Zoe.
—Los mayores pueden decir ese tipo de cosas y, de todas formas, ¿tú no deberías estar con tus amigos de teatro? —interroga el hombre recordando mi pequeña mentira piadosa.
—Estoy con mis amigos, pero no son los de mi grupo de tea...
—La fiesta se canceló —interrumpo mientras acaricio el cabello de la niña—. Jamie y Harriet vinieron a hacernos compañía, ¿verdad?
La rubia y la pelirroja aparecen detrás de mi reposera y saludan a Bill sincronizadas, con un cántico que dice: «¡Hola, señor Shepard!» Obviamente que esto lo hacen alargando el -pard.
—Estoy usando la cuenta de Skype de mi enfermera, así que no tengo mucho tiempo —se apresura a decir él—. Solo quería que supieras que estoy bien y que les digas a los muchachos que no estaré en el partido del sábado. —Prácticamente debo amenazar a los Jaguars con la mirada para que no emitan sonido alguno—. O por lo menos no en forma física.
—¿A qué se refiere, señor Shepard? —se entromete Harriet.
—A que voy a dirigir el partido desde aquí —dice haciendo un ademán a su camilla de hospital—. Lo único que necesitaré será un ayudante, y esa serás tú —señala.
Los Jaguars se observan el uno al otro con expresiones de auténtica incredulidad y desacuerdo. Veo a Mercury acercarse listo para enfrentar a su coach, pero Beasley es lo suficientemente rápido y lo retiene tirando del cuello de su camiseta mojada.
—No, no me refería a Kansas —replica Bill al oír una queja—. Espera, ¿quién diablos dijo eso si no fueron ustedes? —pregunta.
—Nadie —respondemos las tres chicas al unísono.
—Como sea —prosigue mientras toma otro poco de gelatina—. Necesitaré de tu ayuda, Lynn. —Jamie ve a mi padre como si él fuera el mismísimo conejo de Pascuas—. Tú vas a... —La oración queda a mitad de camino en cuanto otra voz lo interrumpe.
—¡Lo conseguí! —Mis ojos se expanden al ver cómo Chase llega del supermercado y atraviesa el césped con una botella de detergente en mano—. Traje varias marcas porque no sabía de cuál te gustaba —explica observando la etiqueta del envase y meciendo dos bolsas en su otra mano—. Algunos vienen con olor a limón o a fresa, y el chico de la caja registradora dijo que son de buena calidad y duración. Él los usa muy a menudo. —Ríe—. Su novia adora esta marca, dice que funciona de maravilla para... —Su voz se desvanece al percatarse del silencio y la tensión que se eleva a sus alrededores, y en cuanto ve a varios compañeros inmóviles y a otros haciendo señas para que cierre la boca se paraliza.
Traslado mis ojos de vuelta hacia mi padre, quien tiene la cuchara de gelatina a medio camino de su boca. Su ojo derecho parece haber adquirido un tic nervioso de lo más reciente, pero el resto de sus facciones y cuerpo permanecen inamovibles. Nunca había fantaseado con que la tierra se abriese en dos y me engullera, no hasta ahora.
—¿Timberg? —La voz de mi padre es apenas un susurro mientras me observa con una mezcla de sentimientos explosivos en sus ojos. Esto no es bueno, y lo digo porque la descripción de Chase respecto al detergente podría ser malinterpretada por Shepard—. ¡Timberg! —grita a todo pulmón, tan alto que creo que podría averiar mi teléfono—. ¡¿Qué haces en mi casa pedazo de sanguijuela?! ¿Y por qué diablos hablas de condones con mi hija real y mis hijas de otros hombres? —espeta con sus fosas nasales abriéndose y cerrándose a una velocidad poco humana.
Y, como siempre que hay algo que debe salir mal, Bill acaba de malinterpretarlo.
—No es lo que crees, papá —me adelanto a responder mientras el muchacho deja caer las bolsas del supermercado con una expresión de pánico.
—¡Lo único que creo es que ese chico es una sucia sanguijuela de pantano! —exclama apuntándome con su cuchara y lanzando gelatina a la pantalla—. Si estuviera allí le daría una patada lo suficientemente fuerte como para romper su orificio a... —Desconecto la videollamada y cierro los ojos fuertemente, pero mi cabeza no puede liberarse de la imagen del hombre gritando frente a una pantalla cubierta de gelatina roja.
Hablaré con él cuando se tranquilice, y preferentemente cuando no tenga a más de cincuenta espectadores alrededor.
—Soy hombre muerto —susurra Chase.
—Sanguijuela en este caso —corrige Beasley.
MALCOM
Mientras los muchachos terminan de lavar el último coche aprovecho para ir a tomar una ducha. La temperatura ha bajado lo suficiente como para anhelar un poco de agua caliente, pero claro está que ninguna de estas personas conoce el verdadero frío. De todas formas, el motivo principal de mi pequeño escape hacia la ducha tiene nombre: Ben.
Me toma unos pocos minutos regresar al cuarto con una toalla alrededor de la cintura y pocas ganas de volver a bajar. Hamilton dijo que teníamos que hablar, pero no estoy completamente seguro de querer escuchar lo que sea que tenga para decir. Tras confesarme en los vestuarios me ha estado observando por demasiado tiempo, como si estuviera analizando la situación una y otra vez, de mil formas diferentes.
Una parte de mí preferiría haberse quedado callada. Creo que se debe a que nunca he tenido a nadie con quien hablar de estas cosas, ni de nada en realidad. Nunca tuve a alguien demasiado cercano, alguien con quien pudiera compartir más que conversaciones superficiales o unas pocas opiniones. Mis problemas eran, son y serán míos, y no me gusta involucrar a otros en ellos, pero esta vez se sintió necesario. Ben no me ha juzgado, solo me ha escuchado hablar y ahora analiza el panorama en general. El problema ya no pesa tanto como antes y mi conciencia ha logrado tener cierto respiro. Lo único que hice fue hablar con Hamilton, así que puedo deducir por qué la gente cuenta sus problemas: para que alguien los ayude a sobrellevarlos, para no sentirse solos en el proceso.
Como si los problemas hubieran sido invocados, mi teléfono vuelve a sonar desde el diván en la habitación. Termino de abotonarme el pantalón y atravieso el pequeño espacio para encontrar el nombre de Nancy iluminando la pantalla.
Sé que tendré que contestarle en algún momento y que solamente estoy posponiendo un hecho inevitable. Así que me planteo lo siguiente: si quiero olvidarme de Londres debo cortar toda conexión con el lugar, y eso incluye a Nancy reprochándome por tener ideas que no encajan con las suyas. Por lo tanto, si atiendo esta llamada será para escucharla y luego dar por cerrado un capítulo de mi mísera vida en Merton, así que con un gusto bastante acerbo en el paladar atiendo.
—¿Malcom? —Su voz suena insegura a través de la línea telefónica, como si en verdad no pudiera creer que he contestado.
—Así es, Nance.
Ella deja salir un suspiro cargado de alivio al oírme llamarla por su antiguo apodo. Solamente espero que no esté llamando por lo que ya discutimos una incesante cantidad de veces.
—No necesitas darme una explicación —dice un poco más relajada—. Sé que no querías atender, pero me alegra que lo hayas hecho —añade.
—Gracias por entenderlo. —Siento que mi corazón comienza a desacelerar sus latidos con cada palabra que oigo, a pesar de todas las diferencias respecto a Betland la echo un poco de menos.
—No te hubiera llamado si no hubiera sido importante, lo sabes, ¿no? —inquiere—. En el aeropuerto me dijiste que no querías volver a pensar en Londres, y lamento ser la responsable de que lo hagas —susurra.
—Está bien —aseguro para calmarla—. Sé que jamás harías algo que me lastime a propósito.
Un silencio se desliza repentinamente en la línea telefónica, únicamente interrumpido por su respiración. Un presentimiento bastante desagradable se asienta en la boca de mi estómago y tomo asiento en el diván en cuanto la oigo balbucear.
—¿Nance? —llamo en voz baja, preocupado por su inusual mutismo.
—Lo lamento, Malcom —susurra con lo que aparentemente es un nudo en la garganta—. Pero debes regresar, debes volver a Londres —añade con tintes de tristeza en las palabras.
Y lo siguiente que me dice son las palabras más agridulces que he escuchado alguna vez.
—Tomaré el próximo vuelo.
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