031 | Acéptalo

MALCOM

Atravieso el gimnasio tan rápido como mis piernas me lo permiten. Tomo el celular de la mano de Timberg y murmuro un agradecimiento antes de caminar directo a los vestidores.

Es complicado mantener la calma cuando rechazo la llamada y Nancy vuelve a llamar. No hemos estado en contacto desde el momento en que me dejó en el aeropuerto de Heathrow y, con toda honestidad, esperaba que nuestros caminos no tuvieran que cruzarse otra vez hasta que terminara con todo el asunto de Betland.

Apago el teléfono antes de abrir mi casillero y lanzarlo dentro. No quiero estar en contacto con nada que me recuerde a Londres, y claramente la hijastra de mi antiguo entrenador entra en esa categoría. Ni siquiera me percato de lo frustrado que estoy hasta que es demasiado tarde: todos los casilleros vibran en cuanto cierro bruscamente el mío. El sonido del metal junto con el palpitante tránsito de sangre en mis oídos me consume, tanto hasta el punto en que no me doy cuenta de que Ben está detrás de mí hasta que posa su mano en mi hombro.

—Tranquilízate, Tigre —dice apretando los músculos tensos.

Cierro los ojos en el intento de reacomodar todos los pensamientos que se salieron de control. Las teorías a partir de la llamada de Nancy surgen una tras otra en mi cabeza, y en verdad me esfuerzo por empujarlas lo más lejos posible para así pensar con claridad.

—Vuelve al gimnasio, Ben —murmuro moviendo el cuello de un lado al otro, lentamente. Puedo escuchar el crujido de mis huesos contracturados tan bien como se oye el silencio en el salón de máquinas.

—No lo haré —replica con firmeza, dejando caer su mano—. Sienta tu apestoso trasero en esa banca, vamos a hablar —añade cruzándose de brazos y ladeando la cabeza en dirección al banco más cercano.

—Estoy bien —aclaro comenzando a escuchar la voz de Kansas desde el gimnasio, parece un tanto vacilante, y hasta podría jurar que acaba de tartamudear—. Solo necesito un minuto.

—Beasley... —la advertencia de Hamilton es clara, y de mala gana me dejo caer en la banca—. ¿Qué diablos acaba de suceder? —inquiere.

—Fue solo una llamada —comienzo a decir, pero él me interrumpe.

—No me estoy refiriendo a eso, Malcom. —Sus ojos parecen querer taladrar mi cabeza y abrirla en dos—. ¿Por qué no le respondiste a Mercury?

—Jamie interrumpió —replico encogiéndome de hombros antes de ponerme de pie—. Será mejor que vayamos.

Él me toma por los hombros y tira de mí hacia abajo, sentándome otra vez.

—No vamos a ningún lado sin que me digas la verdad, amigo —se burla antes de ponerse de cuclillas, pero más allá de la ligereza que hay en su voz, también se percibe cierta advertencia—. No le contestaste a Logan, y eso lo sabes, pero probablemente no sepas que parecías estar a punto de romperle la nariz.

—Estamos hablando de Logan Mercury —señalo—, todo el mundo quiere romperle la nariz.

—Y tú no eres del tipo rompe narices —recalca—, pero podrías haberlo sido hace rato. —Hay algo que no me está diciendo aún.

—¿A dónde quieres llegar, Ben?

Sus ojos me evalúan con una mezcla de inquietud e inseguridad, y estoy seguro de que se está debatiendo internamente entre hablar o permanecer callado.

—No solo te molestó Mercury, también lo hizo el hecho de que dijera que no tenías posibilidades con Kansas. —Mi mandíbula se tensa ante las palabras y tragar se vuelve más complejo—. Y juro que por un momento pensé que ibas a golpearlo, pero luego me recordé que no eres del tipo que busca pelea, así que dime, ¿querías golpearlo? Porque eso implicaría que en verdad te molestó que... —lo interrumpo.

—Sí, quería y aún quiero darle un puñetazo —confieso, dado que mentir no me llevará a ningún lado—. Y es exactamente por la razón que crees que es.

Ben me mira por lacónicos segundos en silencio, como si estuviera asegurándose de que no estoy mintiendo. Es cuanto se percata de que no hay más que la pura verdad en mis ojos, se deja caer en la banca a mi lado y hunde las manos en su cabello.

—¿Alguien lo sabe? —pregunta en voz baja.

—No.

—¿Crees que sospechen?

—Probablemente —admito.

—Estás en problemas, Tigre.

—Lo sé.

Ambos nos derrumbamos contra los casilleros y observamos el vestuario vacío.

—Te gusta Kansas. —Suena tan incrédulo como aterrado.

—Desgraciadamente lo hace.

KANSAS

Vuelvo a observar el reloj de la cocina antes de revolver los guisantes en mi plato.

He estado tan dispersa en mis clases que no he argumentado contra Sierra en la hora del profesor Ruggles. Esto es grave, ¿dónde quedó mi amor por las batallas verbales?

Reconozco los sentimientos que se presentan como síntomas de una enfermedad: ansiedad, inquietud, inseguridad. Son palabras que en verdad detesto y que no he sentido desde hace un largo tiempo. La última vez que experimenté eso fue durante mi noviazgo con Mercury. Pensaba en él varias veces al día, me preocupaba por su estado de ánimo y me impacientaba si pasábamos muchos días sin vernos.

No me gusta ser esa clase de chica dependiente del estado emocional del otro, odio no poder dejar de pensar en alguien, aborrezco todos los síntomas de novia preocupada y, sobre todo, detesto que las personas tengan algún tipo de control sobre mí, independientemente de si son conscientes de ello o no.

Desde el segundo en que Timberg apareció con el teléfono de Malcom supe que algo andaba mal. Sentí la preocupación nacer en mí y lo odié. La expresión en el rostro del inglés se transformó por completo: sus ojos se volvieron tan serios como distantes, su mandíbula se tensó y cada facción de su rostro de tornó indescifrable. Todo por la enigmática e inoportuna Nancy Brune.

Él ni siquiera me dirigió una mirada, simplemente se precipitó a agarrar el teléfono como si de ello dependiera su carrera futbolística. Desapareció en los vestidores y al poco tiempo se oyó un estruendo metálico, y si Harriet no me hubiera codeado para que comenzara a hablar, estoy segura de que me hubiera quedado inmóvil hasta que regresara.

De todas formas no regresó.

Y de todas formas tuve que hablar.

Los Jaguars no creyeron que Bill podría dejarme como entrenadora suplente, así que tuve que dar un pequeño discurso acerca de lo que ocurriría si llegaban a molestar a su coach con un mensaje. Tras varias amenazas y la exposición de los papeles firmados por el propio Bill, solamente les quedó aceptar la realidad. Pronto llegarían más de cinco docenas chicos convocados «supuestamente» para una charla motivacional. Es una mentira piadosa, así que dudo que Satanás me arrastre al infierno por ello.

La verdad es que Jamie ya ha hecho difusión sobre el lavado de coches y lo único que tenemos que hacer ahora es esperar a que lleguen los muchachos; es cuestión de prepararnos para la lluvia de billetes. Pero, mientras tanto, estoy sentada frente a un plato de guisantes viendo el reloj de mi cocina, con la imagen de un inglés dando vueltas en mi cabeza.

Malcom no es agresivo en absoluto, ¿qué fue lo que detonó algo como eso en él?

—Ya no puedo soportarlo —murmura la pelirroja lanzando su servilleta a su regazo y apuntándome con su tenedor—. Mi comida es fabulosa, el plan es fabuloso y yo soy fabulosa —enumera—. Sin embargo, no pareces estar enfocándote en lo fabuloso del día. Estás preocupada.

—¿A qué te refieres? —inquiero.

—Se refiere a que estás más pendiente del reloj que de nosotras y del plan —explica Harriet sirviéndose un poco más de agua. Ojalá fuera vodka—. Estás distraída, y será mejor que nos digas la verdad antes de que te la saquemos a la fuerza —farfulla antes de llevarse un tenedor cargado de pollo a la boca.

—O aún peor —añade Jamie—, que usemos nuestro sentido de la deducción.

Que tus amigos deduzcan algo que esperas esconder no es bueno, sino todo lo contrario. Y trae consecuencias.

—Es solo que la señora Murphy está retrasada. —Mi padre dijo que mentir no es exactamente la decisión correcta, pero sí la más fácil—. Zoe debería haber llegado hace veinte minutos. —Sé que en realidad ella está tardando un poco más dado que tiene cita con el dentista, pero omito tal conocimiento.

—No intentes engañar al sabueso, huelo una mentira a millas —replica la pelirroja.

—¿Por qué otra cosa podría estar preocupada? —interrogo obligándome a llenar mi boca con guisantes.

—No por algo, sino por alguien —apunta la rubia—. Y no es por Zoe, lo sabemos.

Ambas me miran con una expresión difícil de describir, es una fusión de desconfianza y anticipación, como si supieran que la verdad es mala, pero no saben con exactitud de qué se trata. Es la mirada de un amigo preocupado, uno que tiene una corazonada.

El problema sería que la corazonada termine siendo un hecho.

—Sé lo que están pensando —me adelanto a decir antes de que alguna de las dos abra la boca—. Y les recomiendo que descarten la idea de sus cabezas.

—¿Entonces no sientes nada por Beasley? —Jamie se atreve a preguntar, y como algo automático Harriet la observa con reproche.

—No, no lo hago —me obligo a decir tras tragar los guisantes.

Y por alguna razón mi garganta quema, solo espero que sea por la comida y no por las palabras.

***

—¡Monroe al parabrisas, Mercury a los neumáticos! ¡Joe con las ventanillas, ya! —ordeno antes de hacer sonar el silbato de mi padre a todo pulmón—. ¡Quiero que este coche brille, muchachos!

Mientras el Volvo de una estudiante de cuarto año se pierde en una maraña de músculos y espuma, la dueña observa atónita a los tres chicos que limpian su auto desde el asiento del piloto. Su rostro es una mezcla de emoción e incredulidad, y parece estar rozando el cielo con las manos en cuanto la camiseta de Monroe termina de adherirse a su cuerpo, resaltando abdominales, pectorales y todo lo que una chica quiere ver.

—¡El siguiente, por favor! —exclama Harriet mientras toma nota en su portapapeles—. A este ritmo tendremos los quinientos dólares en unas pocas horas.

—¡Ya la oyeron, linces! —dice Jamie mientras cuenta los billetes que acaba de darle una chica que reconozco de la facultad de Psicología—. ¡Con la mente en el auto! —Su parodia de High School Musical resulta ser bastante peculiar.

La fila de vehículos se extiende unas tres cuadras a la redonda, a los costados de los mismos las muchachas de la Betland Central University se apoyan en sus autos observando el espectáculo. Bocinazos llenan el aire y se mezclan con la música de la radio, que se oye terriblemente alta desde el Jeep a mis espaldas.

Un viejo escarabajo de un marrón bastante feo avanza por la calle y sube a la vereda de mi garaje listo para ser aseado. Hyland, quien hace publicidad sosteniendo un letrero desde la calle, gira automáticamente la cabeza en nuestra dirección. Una expresión de horror cubre sus facciones al ver cómo el piloto del escarabajo toca bocina.

—¡¿Abuela?! —inquiere espantando—. ¡¿Qué estás haciendo?!

Me toma unos pocos segundos deducir lo que está pasando, y en cuanto una anciana de cabellos blancos y anteojos redondos asoma su cabeza por la ventanilla del coche, no puedo evitar ser consumida por una profunda incredulidad.

—¿Señora Hyland? —interrogo acercándome al vehículo.

—Hola, Kansas. —Me sonríe acomodándose su suéter con cuello de tortuga—. Creí que este vejestorio necesitaba una lavada —dice palmeando al escarabajo, pero yo no sé si es a lo único a lo que se está refiriendo—. No ha visto la luz del sol desde los años setenta.

Observo cómo sus ojos se desvían a lo largo de los otros coches que están rodeados por jugadores de ropas mojadas, algunos ya ni siquiera tienen camisetas puestas a pesar de estar en octubre. Sus pupilas se dilatan y sus mejillas se tornan más rosadas de lo que usualmente son.

—Entiendo su punto, señora Hyland —digo con una sonrisa amenazando con curvar mis labios, pero la reprimo por puro profesionalismo—. Creo que su coche en verdad necesita de nuestros servicios.

—¡Eso es mentira! —interrumpe su nieto—. Abuela, por favor... —ruega desde la calle, mirando nervioso a un grupo de chicas de tercer año que se está riendo—. Vuelve a la casa, me avergüenzas.

—¡Cállate, Gabriel! —exclama Mary—. Lo consulté con tu abuelo y él está de acuerdo con esto —dice haciendo un ademán en dirección a los Jaguars empapados.

—¡Pero el abuelo está muerto!

—Exacto —contesta la mujer—, así que vas a seguir sosteniendo ese cartel y me vas a dejar disfrutar del espectáculo —aclara observándolo con fastidio—. O duermes con el perro esta noche.

—De acuerdo —digo retrocediendo varios pasos y observando al personal disponible—. ¡Esta señorita y su auto necesitan cuidados especiales, muchachos! —explico—. Así que quiero a Timberg con la manguera, Ben se encarga del parabrisas, Tristán y Fred de la parte trasera. ¡A trabajar! —ordeno con el silbato entre los dientes.

Mientras observo a los jugadores que toman sus respectivas posiciones y artículos de limpieza, me es inevitable disfrutar un poco de la vista. Este es, posiblemente, el negocio más rentable y exitoso que podré tener en toda mi vida. Es una verdadera pena que todo el dinero vaya directo a las sucias manos de Derek Pittsburgh.

—Entrenadora —dice una voz a mis espaldas—. Creo que se olvidó de asignarme un puesto.

Siento que mi corazón comienza a acelerarse al reconocer el acento inglés. No he visto a Malcom desde la mañana, y sinceramente pensé que no iba a participar en el lavado de autos dado que él no parece el tipo de persona que hace estas cosas.

—Beas... —su apellido queda a la mitad de mi garganta en cuanto mis ojos colisionan contra su pecho desnudo—...ley. —

Trago.

Intento controlar mi reacción al percatarme de que Harriet y Jamie están a pocos pies de mí, pero, desgraciadamente, el número veintisiete no parece querer facilitarme las cosas.

En absoluto.

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