023 | Huesos

MALCOM

Cuando era pequeño aprendí a medir mis palabras, y sobre todo a las personas; las estudiaba y procuraba hacer lo necesario para que se sintieran bien, para no hacerlas enojar. Tal vez sea por eso que ahora me siento un tanto desestabilizado, porque nunca había dicho o hecho algo para herir a otra persona de la forma en que lo hice con Kansas.

Si hay algo que aprendí del execrable ser que es mi padre, es que jamás se debe tomar la debilidad de uno y jugar con ella.

En algún punto, la línea entre el juego y la realidad se desvanece, y las personas salen heridas. En la mayoría de los casos quedan corazones rotos, en el mío, gracias a Gideon Beasley, también hematomas y fracturas de huesos. Desde el momento en que le pregunté a Kansas por qué cuidaba a Zoe y no me respondió, supe que tenían algo especial.

A veces la ausencia de una respuesta es la clave a una pregunta, y ese fue el caso.

Sé a ciencia cierta que ningún universitario cuidaría por dinero, eso es algo que solo los adolescentes realizan porque no pueden encontrar un trabajo real. Sé que existen casos donde estudiantes mayores cuidan a los niños por el simple hecho de que son familia y los aman. Mirando a Kansas y a Zoe se puede decir que son hermanas, porque independientemente de las diferencias biológicas, se nota a millas que se tratan como tales. Sin embargo, la castaña logró detonar algo en mí durante la disputa. Eso desencadenó que dijera la mayor mentira que he dicho en toda mi vida: que a Kansas no le importa esa niña. Si no le importara, yo no estaría tan tranquilo.

—¿Malcom? —llama Claire antes de apretar suavemente mi hombro—. ¿Estás bien? —inquiere con el ceño fruncido.

—Sí —respondo hundiendo una de mis manos en mi cabello—. ¿Cuál era la pregunta? —murmuro intentando enfocarme en sus palabras.

Ella me observa en silencio antes de dejar salir un suspiro y apartar su libreta y grabadora.

—Creo que necesitas eso para hacer la entrevista —digo apuntando las cosas que ha dejado a un lado en el porche.

—Digamos que te someteré a otro tipo de interrogatorio —divaga antes de bajar al segundo escalón y arrodillarse frente a mí—. Te he hecho unas cinco preguntas y solo has contestado una.

—¿Cuáles son las desventajas de ser un disciplinado y dedicado atleta a corta edad? —seguramente respondí a esa.

—No, la de cómo te llamas —corrige.

Esto es más serio de lo que pensé.

—Puedes hablar conmigo, Malcom —asegura, extendiendo su mano hasta mi rodilla—. ¿Ocurrió algo con Kansas?

—¿Cómo lo sabes? —Me gustaría seguir pensando que Claire es una chica normal, sin poderes que abarquen la telepatía y psicometría.

—Soy periodista, es mi deber dar en el clavo con las preguntas —dice encogiéndose de hombros—. Voy a suponer que discutieron —añade, escudriñándome con sus ojos cafés.

Son bonitos, y tienen una chispa de calidez que le dan un aspecto comprensivo y tranquilo, y aunque soy consciente de que debería abrir mi boca y comenzar a gesticular, me encuentro comparándolos con los de Kansas. Ella tiene ojos felinos y penetrantes, unos que expresan cosas muy distintas a los de Claire.

—Dije algo que probablemente no debería haber dicho. —Y ella también, en realidad—. Pero creo que no se conformará con una simple disculpa.

—Ninguna mujer lo hace —apunta—, las disculpas están bien, pero no tenemos la certeza de que en verdad se arrepienten de lo que dijeron e hicieron.

—Conozco el dicho de que una acción vale más que mis palabras, pero me parece que está sobrevalorado —confieso.

¿Qué pasaba si William Shakespeare discutía con su esposa? Ese hombre le dedicaba una escena de Sueño de una noche de verano o Romeo y Julieta y ya estaba perdonado. ¿Y qué hay de Federico García Lorca? Bueno, él era homosexual pero eso no quita que sus poemas y canciones pudiesen conmover a sus amantes. Era un genio.

Mi punto es que a veces las palabras pueden ser exactas, pueden expresar lo que se siente sin la necesidad de nada más. Y me considero mejor con las palabras que con las acciones.

—Intenta disculparte mediante el habla —aconseja la castaña—. Y si no funciona, probaremos a mi forma.

—Jamás creí que iba a idear tácticas de disculpa para alguien que no fuera mi entrenador —confieso.

—¿Nunca debiste disculparte con una chica en Londres? —inquiere con incredulidad—. ¿Ni una vez?

—Nunca tuve nada serio con nadie, solo relaciones transitorias —declaro encogiéndome de hombros. La verdad es que las personas del sexo opuesto no están en mi lista de prioridades, solo el fútbol lo está—. Con las únicas mujeres con las que me he disculpado son con las vecinas con las que he chocado sin querer en el supermercado.

—Así que hubo un choque de carritos en el pasillo de los lácteos —comprende—. Muy pasional tu vida amorosa.

No sé cómo lo logra, pero Claire me hace reír y eso alivia un poco la tensión de la situación. Sin embargo, lo único que hay presente en mi cabeza son los ojos de la infrecuente hija de Bill Shepard.

KANSAS

Abro la puerta lista para subirme al Jeep e ir a buscar a Zoe, pero hay algo que me detiene: una risa.

Es un sonido totalmente extraño, algo que jamás escuché. Estoy segura de que en otras circunstancias me hubiera parecido una de las risas más gratas de oír, dado que es profunda, masculina y agradable.

Mis ojos caen en Claire, que está arrodillada en las escaleras de mi porche. Su mano descansa sobre la rodilla de Malcom y una sonrisa tira de sus labios. Beasley está de espaldas y solo soy capaz de ver sus anchos hombros que tiemblan levemente mientras ríe.

—Kansas... —Los ojos de la castaña caen en mí y automáticamente el número veintisiete se gira.

—Hola. —La saludo, porque claramente no tengo motivos para tratarla mal. Sin embargo, mi saludo vuelve a sonar más como un discurso fúnebre que como palabras corteses.

Comienzo a bajar las escaleras y a seguir el sendero que lleva a la acera antes de que la voz de Malcom llegue a mis oídos.

—Kansas, ¿podríamos hablar? —pide acercándose mientras abro la puerta del coche.

—No tengo tiempo, luego será. —La hostilidad en mi voz me sorprende porque estuve practicando cómo decirle que lo sentía unas diez u once veces.

Pero ahora no tengo intenciones de disculparme, o eso es lo que mi subconsciente trata de decirme al hablar con tanta antipatía. La realidad es que no debería haber mencionado a sus padres, en gran parte porque no sé absolutamente nada sobre su vida en Londres y, en otra porque no tengo derecho a juzgar la crianza que le dieron. Lo que dije en su moment fue una estupidez, pero gran parte de las personas, sobre todo en momentos de enojo, dicen cosas de las que luego se arrepienten. Admito que creo que Malcom se crio de la mejor manera, porque a pesar de ser un tanto extremista respecto a los modales y demás, es un buen chico.

Lástima que ni su inteligencia ni su educación pueden salvarlo de la repentina cólera que me consume. Me recuerdo que él reía segundos atrás mientras yo estaba escaleras arriba practicando cómo pedirle perdón por haber hablado sin pensar. También hago memoria y recuerdo lo que dijo de Zoe, lo cual no se justifica con que lo haya mencionado en un momento de enojo porque, desde el primer día, dejó muy en claro que yo no debería hacerme responsable de la niña. ¿Y lo mejor? Jamás mencionó ni una palabra sobre Anneley Montgomery.

—Intento disculparme —dice tomando la manija del Jeep para impedir que cierre la puerta una vez que estoy dentro—. Podrías ser un poco más receptiva.

—Y yo intento cerrar la puerta —replico sin dejar de jalar. Su agarre se mantiene firme—. Pero tú eres un estorbo —señalo.

Él resopla antes de pasar la mano libre a través de su cabello que, como de costumbre, está perfectamente desordenado, y digo perfectamente porque se nota que se esfuerza por tenerlo así. Otra cosa que se ve a millas de distancia es que está pensando cómo sobrellevar mi desencanto respecto a la situación.

—Tengo que ir a recoger a Zoe, así que agradecería que dejaras a esta mujer imprudente y desinteresada por la seguridad de los niños hacer su trabajo.

—Eres rencorosa, ¿lo sabías? —inquiere entrecerrando sus ojos en mi dirección. Vuelvo a intentar cerrar la puerta, pero él, como buen óbice, me lo impide—. ¿No quieres que me disculpe? —pregunta.

—Ahí está el problema —apunto exasperada—, no se trata de lo que yo quiera oír, Malcom. Se trata sobre si en verdad te arrepientes de lo que dijiste —explico—. No me va a complacer que me digas que lo sientes si son solo palabras vacías.

—Por lo menos lo intento —se defiende—. Siendo honestos, creo que tú también me debes una disculpa.

—¿Siquiera escuchas lo te que digo? —inquiero antes de dejar caer mi cabeza contra el volante, claramente frustrada—. Tu no vas por ahí preguntando quién quiere una disculpa, debe nacer de ti. Y tampoco se puede demandar que te pidan perdón —murmuro—, y no me vengas con toda la palabrería de la honestidad, porque si fueras honesto, me hubieras dicho que mi padre sale con alguien.

Él asimila cada palabra antes de abrir la boca para replicar, pero no oigo lo que dice a continuación porque acabo de lograr cerrar la puerta. Giro la llave y el motor del Jeep cobra vida. Les rezo a los dioses de la gasolina para que no se me acabe el combustible a la media cuadra.

—Abre la puerta, Kansas —gesticula él golpeando el vidrio de la ventanilla con ridícula suavidad. Yo, en su lugar, rompería el vidrio si alguien se negara a hablar conmigo. El coche de Derek Pittsburgh es un buen ejemplo de lo que Malcom jamás haría.

—Vete al diablo —me despido antes de arrancar.

A través del retrovisor soy testigo de la forma en la que Claire se acerca y pone una mano sobre el hombro del número veintisiete.

***

—¿Bill se la está metiendo a la entrenadora de natación?

—¡Jamie! —la regaña Harriet—, ¿podrías dejar de ser tan vulgar? Hay menores presentes —añade mi amiga, haciendo un ademán hacia la muy distraída Zoe, que está concentrada en no colorear fuera de las líneas.

—Los niños de ahora no son inocentes —dice encogiéndose de hombros la pelirroja, antes de llevarse una papa frita a la boca—. Saben qué son los condones y demás —divaga.

No debería haber dicho eso.

—Son mis aves favoritas, siempre las veo en National Geographic —informa Zoe entrometiéndose—. Y un día mi mamá me llevó al zoológico para tocar una.

—Será mejor que no vuelvas a repetir eso, linda —le sonrió con labios apretados mientras intento tragar un pedazo de carne.

Helen y Robbie, los padres de Harriet, fueron a pasar el fin de semana a Garden City. Esto implica que la estudiante de derecho se quedará sola en casa y, como es tan buena cocinera como yo, nos ha invitado a cenar solo para que Jamie haga la cena.

Una invitación sin intereses ocultos no es una invitación, mucho menos cuando viene de tus amigos

—A veces quiero a esta niña —reflexiona la pelirroja—. ¡Abre la boca, mocosa! —exclama, y automáticamente Zoe tira la cabeza hacia atrás y deja al descubierto los pocos dientes que tiene. Jamie le lanza una papa y da justo en el blanco—. Buena chica.

—Retomando el tema principal de la conversación —prosigue Harriet—, me parece increíble que Malcom no te lo haya dicho, ¿pero sabes qué es aún más imposible de creer? —inquiere, llevándose un vaso de agua a los labios—. Que la misma Sierra no te lo haya echado en cara.

—Puede que esa víbora no sepa nada —apunto.

—Sierra tiene un oráculo incrustado en el trasero —se burla Jamie, y seguidamente lame los restos de sal de sus dedos—.

Seguramente lo supo desde el principio y solo esperaba el momento justo para decírtelo.

—Siempre estamos al borde de una pelea —murmuro—. Creo que tuvo suficientes buenas oportunidades para decírmelo en todo un año.

—En la venganza, como en el amor, la mujer es más bárbara que el hombre —cita Jamie—. Eso dijo el viejo Friedrich Nietzsche.

Harriet, Zoe y yo compartimos una mirada cargada de ignorancia.

¿Friedrich-qué?

—¿Qué? Es necesario para mi carrera —defiende su conocimiento.

—Sierra y yo no nos llevamos bien, pero eso no quiere decir que intente idear un macabro plan para vengarse de mí —explico—. Además, ella no tiene motivos. —Bueno, no le caigo bien, pero el disgusto no es motivo de venganza.

—Tal vez me dejé llevar con la idea —divaga la pelirroja—. Y creo que he estado viendo muchas películas italianas últimamente, pero eso no quita el hecho de que Sierra tiene intenciones ocultas.

No voy a negar que hay cierta razón en sus palabras, porque la realidad es que decir o callar un secreto siempre depende de las intenciones de una persona, y Sierra jamás dijo ni una palabra de su madre.

Un teléfono comienza a vibrar cerca de mi plato y lo alcanzo para pasárselo a su dueña, pero se me hace inevitable leer el mensaje.

«¿Esta noche en tu casa?»

No.

No.

No.

—¡Jamie Elizabeth Lynn, ¿te estás acostando con Timberg?!

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