019 | Sunshine

MALCOM

Estoy seguro de que no es el mejor momento: son las dos de la mañana, tengo la nariz sensible por el golpe que el energúmeno de Gabe me dio —en parte lo merecía, así que mucha queja no puedo hacer—, y parece que siempre que se menciona a su madre, un sentimiento de angustia nace en sus ojos. No sé exactamente por qué me acuerdo de esto ahora, pero se ha impregnado en mis pensamientos y sé que no podré pegar un ojo en toda la noche si no se lo doy.

—¿Kansas? —pregunto al ingresar a su habitación, cosa que no haría si la puerta no estuviese abierta.

Ella se pasea de lado a lado, como si estuviera nerviosa. De sus hombros cuelga la vieja camiseta con el logo de Pearl Jam, y de sus caderas unos holgados pantalones de pijama a cuadros. Llego a la conclusión de que su aspecto es ridículo, pero es inevitable pensar que se ve linda incluso así.

—Espero que sea un buen porro —dice cruzada de brazos y observando lo que he ido a buscar.

—Y yo espero que bromees —respondo con honestidad y algo de horror.

Estoy a favor del uso medicinal de cualquier sustancia que se compruebe apta y no tóxica para el cuerpo humano, pero creo que ella no se está refiriendo al cannabis como yo lo hago. En cuanto Kansas arquea una ceja —como si en verdad estuviera preguntándose si he creído lo que dijo—, me percato de que era solo un chiste.

Una broma de mal gusto, definitivamente.

—Volví a guardar las partituras que encontré —comienzo a decir mientras me adentro en la recámara—. Lo hice porque no parecías feliz al verlas y porque, claramente, las hubieses reclamado de quererlas de regreso —añado, y esa mezcla de verde y café en sus ojos adquiere un brillo expectante—. No soy del tipo entrometido, pero confieso que no pude mantenerme alejado de ellas.

Ella clava su mirada en la partitura que descansa entre mis manos antes de tomar una profunda respiración.

—En especial de esta —confieso.

Se mantiene en silencio mientras extiendo la mano y sus yemas rozan el papel.

—¿Qué canción es? —inquiere mientras duda entre tomarla o no.

—Ese es el problema —reconozco—. No es ninguna melodía que haya escuchado antes, y debo resaltar que la composición musical y su clasificación se me da bastante bien. —No lo digo en modo altanero, lo menciono porque en verdad es extraño ver algo que desconozca sobre música clásica. La musicología me gusta, y la ignorancia es mi peor enemiga, así que esa es la respuesta al porqué no puedo esperar un minuto más para saber quién escribió esto.

Sunshine —lee el título en la parte superior de la hoja, su voz es casi inaudible.

Ella desliza las yemas de sus dedos por las letras musicales, como si pudiera acariciarlas y hacer que hablasen, que contasen la verdad.

—No la conozco —dice con el ceño fruncido, arrugando un poco su nariz.

Entonces sus ojos viajan hacia el viejo piano que descansa contra una de las paredes de la habitación. En este instante, una batalla se libera en su interior, o eso creo que es lo que sucede por la forma en la que la incertidumbre y la indecisión pelean en la fusión de colores de sus ojos. Se nota a millas de distancia sus ansias por tocar, es como si el piano y ella estuvieran en el mismo campo magnético.

—¿No tocas porque es doloroso recordarla? —No puedo evitar preguntar, y estoy seguro de que mi atrevimiento hace disparar su pulso por la forma en que me observa—. ¿O es porque no quieres hacerlo?

No sé qué ocurrió con su madre, pero no es difícil descifrar que en un punto de la corta vida de su hija, ella se marchó, voluntaria o involuntariamente, y solo dejó una caja de partituras atrás.

—Es complicado —suspira.

Traslada sus ojos al piano y lo contempla con una mirada agridulce.

—Las matemáticas son complicadas, ¿los sentimientos? Esos son solo contradictorios, pero ser así no los torna complicados.

Ella se toma unos segundos en silencio antes de deslizar sus pies descalzos sobre la alfombra, en dirección al instrumento.

—¿Así que no es complicado desear estar con alguien y a la vez anhelar jamás volver a verla? —pregunta, pero aún no puedo imaginar lo que hizo su madre como para que Kansas piense así de ella.

—No, es contradictorio —señalo—. Eso implica que hay dos posibilidades, dos formas de afrontar algo. Si fuera complicado, tendrías un problema, porque en las cosas complicadas no se escoge, se acepta.

—¿Y qué debería ser más fuerte? —inquiere envolviéndose en la propia calidez de sus brazos—. ¿El anhelo de abrazarla o el de alejarla? —Traga en cuanto las palabras escapan de sus labios.

Me da la espalda, se concentra en esconder lo que sea que no quiere que vea en su rostro. Parece tan insegura que me cuesta creer que la chica que se abraza a sí misma es la persona que hace segundos atrás lucía tan confiada.

—No puedo decidir por ti, Kansas —hablo desde mi lugar, a escasos pies de ella—, pero puedo ayudarte a averiguarlo.

KANSAS

En cuanto me giro para enfrentarlo, él ya está encaminándose en mi dirección. Toma la tapa del piano y la levanta dejando a la vista las ochenta y ocho teclas que no he visto en años.

Los latidos de mi corazón se disparan ante la cantidad de emociones que se desatan en mis adentros al ver unas simples y ordinarias teclas. Desde que mi madre se marchó no he vuelto a tocar el instrumento, prácticamente lo evito cada vez que Zoe me pide que toque alguna canción. Doy excusas para no hacerlo. A pesar de que sé que es un simple objeto, tiene demasiado valor sentimental como para deshacerme de él.

—No he tocado en dos años —confieso, porque tal vez he olvidado cómo hacerlo.

Eso espero.

—Yo no he visto a mi padre en cuatro —habla él en cuanto sus ojos encuentran los míos—. Y eso no me impide olvidar su rostro.

El color oceánico de su mirada parece oscurecerse, luce como si una tormenta naciera en las recónditas profundidades de sus pupilas. Malcom camina hasta tomar el banco que descansa a los pies de mi cama, lo levanta y lo deja caer justo frente al piano, en silencio. A continuación, coloca las partituras de la desconocida canción en el atril, sobre las últimas melodías que practiqué.

—¿Por qué crees que tocaré para ti? —espeto en cuanto se sienta en la alfombra, al lado del asiento, como un niño a punto de oír un cuento de Navidad junto a la chimenea.

—No se trata de lo que harás, ni para quién. Se trata de lo que quieres hacer —replica observándome desde abajo—. Te mueres por tocar, y quieres saber cómo suena esa canción tanto como yo. —Parece muy seguro. Me molesta que sea capaz de leerme con solo una mirada.

—Hazlo tú si tanto quieres escuchar esa estúpida canción —bramo dando un paso hacia atrás, a la defensiva.

—No hace falta ocultar tu inseguridad con algún patético ataque verbal —dice con naturalidad.

Tú te la buscaste, Beasley.

—Debes estar bromeando —digo. Paso las manos por mi cabello, porque en verdad no puedo creer que diga ese tipo de cosas en voz alta—. Insinúas que le tengo miedo a un par de letras musicales. —No es una pregunta, es una afirmación.

—No es una insinuación, es un hecho.

—Cierra la boca, Malcom —advierto.

—Y eres consciente de que tengo razón, no sabes lo que sentirás al tocar, pero es la única forma de enfrentar lo que ocurrió con tu madre.

—Esto es una estupidez —replico al instante—. Tocar no me ayudará a decidir si quiero o no a mi madre otra vez en mi vida.

En cuanto las palabras se deslizan de mis labios, mi pulso parece congelarse. No puedo creer que dije eso en voz alta, frente a Malcom. Cierro los ojos en el inservible intento por olvidar lo que acabo de decir. La vergüenza me consume al igual que la cólera se apropia de una parte de mí. Lo odio, odio que me haya hecho confesar algo que no he sido capaz de decir en años.

—Kansas... —llama, en un tono más suave—. Está bien...

—Ella era hermosa, preciosa en cada aspecto y sentido. —La voz me tiembla mientras abro los ojos y observo el piano—. Siempre tenía el cabello hecho un lío, pero sus rizos lucían geniales desde cualquier ángulo. Todo en ella irradiaba alegría y caos —recuerdo, y en cuanto las imágenes de su rostro cobran vida en mi cabeza, mi corazón se acelera—. Era mamá, maestra, pianista, cocinera, jardinera, artista y cientos de cosas más, pero también era alcohólica —confieso.

La última palabra lo resume todo.

—Hizo cosas terribles, Beasley —añado trasladando mis ojos hacía él. No sé en qué momento se puso de pie, tampoco sé por qué se encuentra tan cerca de mí—. Y a veces años de buenas acciones no son suficientes para compensar un desliz en el camino equivocado.

Él me observa en silencio, como si analizara en detalle cada una de mis palabras. Ladea la cabeza y se acerca antes de extender una mano en mi dirección.

—Toca el piano, Kansas —pide en un murmuro—. No sé cómo te sientes y no soy la persona adecuada para dar consejos familiares, pero puedo jurarte algo —agrega mientras contemplo su mano con algo de desconfianza. Es grande, de dedos largos y piel pálida, y me pregunto si su tacto es frío o cálido—. Te prometo que tocar te ayudará de alguna manera.

Da escalofríos, su tacto es lo suficientemente frío como para erizar el vello de mis brazos. Lo siento en carne propia en cuanto sus dedos envuelven los míos y tira de mí hacia el instrumento. Tomo asiento y dejo ir su mano, él vuelve a tomar su lugar en la alfombra y me contempla en silencio, sin presionarme.

—Tal vez está desafinado —expongo la posibilidad sin haber presionado tecla alguna todavía.

—Podemos buscar cómo afinarlo en YouTube.

—Tal vez despertemos a mi padre —añado haciendo una lista de pros y contras en mi mente, como suelo hacer cada vez que estoy insegura de algo.

—En todo caso, tendré que correr algunas millas para recompensarlo.

—Tal vez...

—Buscar excusas solo hace más notable tu cobardía.

—¿No puedes ser un poco más sutil? —me quejo ante su franqueza.

—Sabes que no.

Me obligo a alejar los ojos de Beasley y a concentrarme en el piano, porque sé que no me dejará en paz hasta oír la canción. Lo peor es que no puedo culparlo por ser curioso cuando es un adjetivo clave para describir mi personalidad.

Sunshine.

Reconozco la letra de mi madre, las elegantes curvas de «S», seguidas de otras un poco más pequeñas. No es una canción que conozca y tampoco se me ocurre que la haya escrito para mí. Ella jamás se enteró del apodo que me dieron los jugadores de mi padre, y eso se debe a que ya se había marchado para cuando los Jaguars aparecieron en mi vida.

Mis dedos encuentran las teclas y presiono un Do solo para probar. Al instante en que el instrumento vibra, cierro los ojos y vuelvo a repetir el movimiento. El sonido viaja a través de mis oídos y mi tacto, siento cada vibración y me percato de lo bien que se siente volver a poner mis manos sobre las teclas de este viejo y maltratado piano.

Comienzo con la primera línea de la canción. Me sumerjo en el sonido que se expande desde el instrumento. La melodía es dulce y lenta, con destellos de letras melancólicas. Es como si mi corazón comenzara a latir a la par de la música. Siento que algo ha regresado al lugar donde pertenece. Es complicado, más allá de los años, la música todavía tiene el mismo efecto en mí. Nada cambia, se siente como si, luego de décadas, algo que me faltaba volviera a insertarse en mí.

Cometí un error, nunca debí haber dejado de tocar.

Nadie me había animado a usar el piano luego de que mi madre se marchó, creo que se debe a que todos asumen que la música solo trae recuerdos dolorosos.

Todos menos Malcom, quien ahora me observa desde abajo, apoyado en sus codos.

—¿Qué diablos es esto? —espeta alguien a mis espaldas, con voz ronca.

Mis dedos se alejan de las teclas con rapidez en cuanto mi padre atraviesa la habitación y cierra la tapa del piano bruscamente.

—¡Casi me arrancas un de... ¿Papá?! —interrogo observándolo de pies a cabeza—. ¿Qué haces vestido? ¿Acabas de llegar? —Las preguntas son disparadas por mi lengua.

—Beasley —ladra ignorándome y clavando sus ojos en el número veintisiete—. A tu cuarto, ¡ahora! —exclama con la voz cargada de firmeza.

Malcom se incorpora con prisa y comienza a caminar hacia la puerta, pero no es lo suficientemente rápido como para evitar que lo tome por el cuello de la camiseta y tire de él.

—Él no se va a ningún lado hasta que me digas qué estabas haciendo.

—Suelta a mi mariscal de campo, Kansas —advierte.

Los ojos del inglés de abren en cuanto las palabras descienden de la boca de Bill, y estoy segura de que no esperaba que su entrenador revelara algo como eso en este momento. Al ver que no tengo ni la más mínima intención de dejar ir la camiseta de Beasley, mi padre me enfrenta con ojos coléricos.

—No tengo que darte explicaciones y no lo haré —aclara—. Y la única que debería darlas eres tú. ¿Qué hacías con el piano de tu madre, Kansas?

—¿Qué haces vestido así a las dos de la mañana? —contraataco evadiendo su interrogatorio.

Bill Shepard usa jeans, pero no creo que sus pantalones deportivos estén muy lejos.

—En cuanto vuelva a verte otra vez en el cuarto de mi hija, te desmantelo, Beasley —dice ignorándome, otra vez—. Lárgate de una vez, muchacho. Y tú... —agrega señalándome—, a dormir, ahora. Fin de la discusión.

Pero tanto él como yo sabemos que está muy lejos de ser el fin de algo.

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