018 | Antropoide
MALCOM
—Monroe, cubre la primera planta junto a Chase y Claire —ordena Joe sin dejar de escanear el lugar con sus ojos cafés—. Beasley y yo nos ocuparemos del segundo piso —explica como si fuera un plan de juego—. Gran parte del equipo está indispuesto por alta ingesta de alcohol —añade en cuanto ve a Ottis parloteando animadamente con lo que parece ser un cuadro de la abuela de Chase.
—Bill odia a Hyland —recuerda Timberg, como si pudiéramos olvidarlo—. Si se entera de que estuvo a solas con Kansas, nos arrancará cada pelo del pecho. —Su expresión se cubre de horror—, y no tengo muchos —añade frotándose la parte delantera de la camiseta.
Preocupado por el hecho de una posible depilación en manos de Bill, Chase, Claire y Monroe se sumergen en la exuberancia de personas mientras que yo me encamino escaleras arriba. Kansas había estado bastante callada esta noche, y como usualmente tiene su lengua fuera de control, me resultó extraño verla de esa forma. Varias veces la había visto escudriñando a Claire, como si la analizara. Y sinceramente me hubiera gustado que permaneciera en su lugar, ejerciendo cualquier clase de inservible psicoanálisis en la recién llegada antes que irse con Gabe.
Solo me bastó con ver sus sucias manos rodeando su cintura para saber que habría problemas.
Y ahora los hay.
Llegamos al segundo piso y vemos que hay varias puertas dispersas a lo largo de dos pasillos. La casa de Timberg es grande, y es obvio que proviene de una familia acaudalada. Sin embargo, ni todo el dinero del mundo podría apaciguar el odio de Bill Shepard hacia el número dieciséis. Levanto mi puño listo para tocar en la primera puerta, pero antes de que pueda hacerlo, los dedos de Joe ya están alrededor de mi muñeca.
—¿Qué crees que haces, Beasley? —me espeta observándome como si en verdad fuera un auténtico imbécil.
—Voy a tocar, ¿no es obvio? —interrogo vacilante.
—Se nota que eres inglés. —Suspira—. Si tocas, les das tiempo para que se detengan y arreglen, y de esa forma no tendrás la certeza de que estaban haciendo algo no apto para todo público —explica rápidamente—. No podrás acusar a Hyland de nada, y créeme que la parte divertida de esto es sacarlo a patadas de la habitación mientras le gritas todas las advertencias e insultos que Bill te enseñó. —Sonríe.
—No es la primera vez que haces esto, ¿verdad?
—Probablemente sea la tercera en el año.
Entrar sin tocar no es mi estilo, y creo que no debería ser el de nadie. Interrumpir la privacidad de alguien —incluso la de dos ebrios que intentan sacarse la ropa—, es descortés desde cualquier punto de vista. Estoy seguro de que no me gustaría abrir la puerta y encontrar a Gabe sobre Kansas.
Definitivamente no me agradaría, y luego está el hecho de que esto ya ha ocurrido antes y, por alguna razón, me pregunto quiénes fueron los otros chicos con los que estuvo la hija del entrenador.
¿Y qué ocurrió con ellos? Ya puedo imaginarme la respuesta a eso.
—Suponiendo que Kansas esté con Hyland, debes saber que no lo voy a golpear —advierto.
—¿Y qué vas a hacer? —espeta cruzado de brazos—. ¿Darle un sermón e invitarlo a tomar el té? —añade incrédulo—. Hazme un favor y muévete para encontrar a Kansas, llámame si no eres capaz de dejar de lado tus modales de buena ética y meterle un pie en el trasero a Hyland —finaliza antes de adentrarse en el pasillo izquierdo—. ¡Encuentra a Sunshine, Beasley!
Me giro para enfrentar la primera puerta. Estudio la situación por un momento antes de inclinarme y apoyar mi oído contra la madera: nada. Supongo que esta carencia de sonido solo puede significar que la habitación está vacía, y lo compruebo asomándome en el interior del cuarto antes de ir a la siguiente puerta. Aún no estoy de acuerdo con el asfixiante rol de padre que cumple Bill. Kansas debería tener un poco de libertad respecto a los chicos —si bien elecciones como Gabe y Mercury no son las mejores—, reconozco que el entrenador es un tanto extremista. Sin embargo, no puedo culparlo por ser sobreprotector con su única hija. La verdad es que, a pesar de resultar algo sofocante, es admirable, tiene lógica preocuparse de la forma en que él lo hace. Así que, mientras tomo el pomo de la siguiente puerta, es inevitable pensar en mi propio padre. Recordarlo no hace más que avivar las llamas de un antiguo odio, y si hay algo de lo que jamás me arrepentiré es de haberme alejado de él. Uno suele pensar que no hay nada más valioso para un padre que su hijo, pero a veces lo hay. Dejar Londres era la mejor forma para olvidarlo.
Entonces, cada pensamiento de Merton se desvanece en cuanto un sonido me trae nuevamente a la realidad. Y no, no es un simple sonido. Es un sonido inarticulado con la capacidad de expresar dolor, pena o placer: un gemido. Mis oídos queman al oírlo, y no me percato de cuán acelerado está mi corazón hasta que irrumpo en la habitación.
No.
No.
No.
Hay poca iluminación, pero la suficiente como para ver a Gabe de espaldas. Cabello revuelto, piel totalmente expuesta, movimientos carnales y rápidos. No sé en qué momento atravieso los escasos pies que nos separan y mi mano rodea su cuello, pero lo hago. Jalo de él y automática Kansas chilla e intenta cubrir su cuerpo con las sábanas. Obligo al lujurioso imbécil a ponerse de pie y mis manos lo hacen retroceder. Su espalda colapsa contra la pared más cercana y noto el brillo de sorpresa en sus ojos.
Estoy siendo agresivo, actuando como un auténtico energúmeno, pero la realidad es que no tengo ni la menor idea de por qué hay tan repentina vehemencia en mí.
—Te advirtieron que te alejaras —mi voz se hace presente en la habitación mientras Gabe me observa con un total desconcierto—. Veo que no captaste el mensaje, ¿se te ofrece que lo transmita en algún otro idioma? Soy bueno en francés, Cochon.
Le toma una milésima de segundo zafarse de mi agarre y empujarme de vuelta. La acción desencadena una sensación para nada pacífica en mi interior.
—¡¿Qué diablos está mal contigo?! —me espeta con una cólera ciega, sus manos tornándose puños. Ni siquiera se preocupa por cubrir sus genitales. Es desagradable, y estoy seguro de que también es la peor cosa que he visto en toda mi vida.
—¿Conmigo? —interrogo con incredulidad, dando un paso en su dirección—. Creo que esa es mi línea, porque sin duda eres tú el que... —alguien chilla, interrumpiéndome.
—¡¿Qué diablos?! —grita la voz femenina—. ¡Sal de aquí, imbécil! —ordena.
Y entonces la veo.
Ella no es Kansas.
KANSAS
—Esto es una mierda —murmuro para mí misma, frustrada.
Hace más de diez minutos que intento alcanzar las malditas llaves, pero es imposible hacerlo sin romper mi blusa o quedarme prácticamente desnuda.
Todo iba genial en la improvisada pista de baile hasta que una castaña apareció en mi campo visual. Solo me bastó con ver el guiño que le dirigió a Gabe para saber que era la responsable del labial en su cuello. Él me observó con ojos suplicantes en cuanto la extraña comenzó a subir las escaleras sin apartar sus ojos de él. La verdad es que solamente conozco un animal con la capacidad de girar la cabeza unos doscientos setenta grados, pero claramente esta chica se acercó bastante al récord que imponen los búhos.
No iba a negarle a Gabe una noche de diversión, así que solo le sonreí y le recordé de la existencia de los condones. Me encontré sola en medio de la pista y, al observar cómo Malcom y Claire seguían muy entretenidos el uno con el otro, no quise volver a la otra sala. No únicamente por ellos, la realidad era que no había señal de Jamie y Harriet, y tampoco de alguien del equipo que estuviera un cien por ciento sobrio como para entablar una conversación. Así que salí por un poco de aire, pero en cuanto el frío me caló los huesos, me vi obligada a ir por mi chaqueta al Jeep.
Cosa que no conseguí.
La busqué por cada rincón del coche, pero lo único que encontré fueron envoltorios de caramelos, bolas de pelusa y un trozo de dona de Blair's Place.
Esa fue Jamie, estoy segura.
Cerré la puerta trasera al mismo tiempo en que puse el seguro.
Mala idea, Kansas.
Una parte de mí ya maltratada blusa quedó atrapada, pero no me di cuenta de eso hasta que comencé a caminar y de pronto una fuerza tiró de mí, de vuelta hacia el coche. Empecé a tironear lo suficiente como para que comenzara a deshilacharse, y en ese momento fui testigo de cómo se rompía. Maldije y rebusqué las llaves en mis vaqueros. Tal vez fue el hecho de estar enojada con la simpleza y estupidez de la situación, o tal vez fue porque aquella era mi blusa preferida —y lo último que me había regalado mi madre—, pero entre enojo y la desesperación por salvar la prenda, las llaves se me cayeron.
Y terminaron debajo del auto.
Ahora hace diez minutos que espero que alguien aparezca para ayudarme, porque no es una opción seguir rompiendo la blusa o quitármela. Hace alrededor de seis grados y no voy a exponerme a un resfrío. La realidad es que estoy perdida en una hilera de coches mal estacionados a pies de la casa y la música está demasiado alta como para que oigan la voz de una idiota que está adherida a su coche. ¿Y la mejor parte? No encuentro mi teléfono.
Esta no es una noche agradable, todo lo contrario. Suelo divertirme cada sábado en que salgo, o por lo menos intento hacerlo, pero hay algo diferente hoy. No me siento bien, y no me refiero a dolores corporales ni nada por el estilo. No sé qué diablos me pasa y detesto ser incapaz de identificar mis sentimientos.
—Te amo —murmuro al coche—, pero no podemos seguir así —añado estirándome por enésima vez en busca de las llaves.
Algo me detiene. Escucho pasos.
—¿Hola? —inquiero observando a mi alrededor—. Necesito ayuda aquí —agrego un poco más alto.
—Somos dos —dice una voz masculina a mis espaldas.
Siento la forma en que mis ojos se amplían al verlo, y me percato de que, en comparación con mi problema, el suyo aparenta ser el cuádruple de grande.
—Oh, Beasley... —susurro—. ¿Qué diablos te ocurrió?
***
—Repítelo una vez más —pido sacando el botiquín de primeros auxilios del armario, ya en mi casa.
Malcom hunde los dedos en su cabello mientras se limita a cerrar los ojos, cansado. Está sentado en la tapa del retrete con los codos apoyados en sus muslos, con la nariz y la boca pintadas de rojo.
Y no es labial.
—Interrumpí el acto sexual de Gabe Hyland —explica en pocas palabras—. Me golpeó, pero creo que tus globos oculares andan lo suficientemente bien como para darte cuenta de eso —añade señalando su rostro.
Me arrodillo frente a él y comienzo a rebuscar algodón y alcohol en la pequeña caja de plástico, sin mirarlo a los ojos. No sé si quiero golpear a Gabe por ser tan agresivo o si quiero abrazarlo por el buen gancho derecho que hizo. Sé que puede sonar un poco cruel, pero la realidad es que Malcom se lo buscó. Él no tenía por qué acatar las estúpidas órdenes de mi padre, y el hecho de que estuviera dispuesto a vigilarme al igual que los otros jugadores me cayó mal desde el primer momento.
—Espero que te hayas dado cuenta de que mi vida no te concierne —digo mientras limpio la sangre de su nariz—. Ni a ti ni a nadie más —agrego en relación con las otras oportunidades en que Joe y sus muchachos se encargaron de ahuyentar a otros chicos—. Y aún no puedo creer que hayan pensado que iba a acostarme con Gabe —confieso con incredulidad y asco en mi voz—. Es mi amigo, uno con posibles enfermedades de transmisión sexual.
—Vaya amigo —se burla, y presiono el algodón con alcohol en la herida a propósito.
Emite un gruñido e intenta apartarse, pero sujeto su barbilla para seguir con el trabajo de desinfección y limpieza.
—Mi amigo se encargó de torcer tu hermosa nariz —apunto—, y probablemente de reacomodar tus dientes.
Espero un mordaz comentario de su parte, pero en cuanto el silencio nos envuelve, me percato de que está demasiado concentrando en algo, en mí.
—Tienes suerte de que haya personas que te cuiden —dice de repente y, en cuanto las palabras salen de sus labios, mis ojos encuentran los suyos.
Su mirada es más suave, y ya no parece ser consciente del ardor que produce el alcohol contra los cortes en su piel.
—Los cuidados excesivos no son buenos.
—Pero son mejores que nada.
Algo ha cambiado en su tono de voz, y no estoy segura de que si lo imagino o si en verdad hay una mezcla de nostalgia y sinceridad en sus palabras.
Tomo otro trozo de algodón y lo deslizo por su labio inferior, que es el que se ha llevado la peor parte. Puedo sentir que sus ojos escanean mi rostro a medida que limpio la herida y, por primera vez en los seis días que lo conozco, desearía que estuviera parloteando acerca de cualquier cosa.
—¿Por qué no golpeaste a Gabe de vuelta? —inquiero rompiendo el silencio que se ha instalado entre nosotros. Intento comprender la mente de este chico.
—Porque no soy un salvaje —confiesa, y por más extraño que suene me reconforta ver que Malcom Beasley está intacto. No me siento cómoda cuando adquiere un estado silencioso—. Me adiestraron para ser una persona civilizada, no un clase de antropoide rompe narices.
—¿Por qué tienes que complicarlo tanto? ¿No puedes decir simio en vez de antropoide? —pregunto girando su barbilla en busca de otro corte.
—Insultar requiere de ingenio, y lo complicado es lo que lo hace divertido.
Aún entre sus piernas, guardo todo de vuelta en el botiquín y lanzo los algodones usados al cesto.
—Se ve que el golpe no afectó nada importante —concluyo—, porque tu esencia de irritante sabelotodo sigue intacta.
Sus ojos brillan con diversión antes de que las comisuras de sus labios se curven en dirección al cielo. Entonces, mientras veo cómo la sonrisa se extiende, me doy cuenta de que, desde que llegó, no lo he visto sonreír así. La realidad es que nunca lo he visto sonreír.
Y me está sonriendo, justo ahora.
—Buenas noches, Beasley —me despido rápidamente antes de comenzar a incorporarme, pero algo me detiene en cuanto cruzo el umbral de la puerta.
—Kansas —llama, y mi corazón comienza a bombear a otra velocidad—. Hay algo que necesito darte.
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