006 | Globos

MALCOM

Ya es tarde cuando paso por el umbral de la puerta de los Shepard. Bill fue muy considerado al hacerme una copia de las llaves de su casa, porque de otra forma tendría que esperar a que su antipática hija me abriese la puerta, y existen grandes probabilidades de que Kansas me haga dormir en el jardín si de ella depende.

Lo primero que veo al entrar es a un pequeño parásito rubio lamiéndose los dedos de las manos. Sus ojos, una mezcla de tonalidades azules bastante bonita, se clavan en mí en cuanto cierro la puerta. Un peso cae sobre mi pecho en cuanto algo en ella se ilumina ante mi presencia.

—¡Malcom! —chilla la cría antes de correr en mi dirección—. ¿Quieres probar mi pastel de cumpleaños? —pregunta antes de tenderme uno de sus sucios dedos, del que cuelga una sustancia viscosa de color rosado.

—Eso no es muy higiénico, Zoe —me excuso antes de rodearla y dirigirme a la cocina.

Escucho sus pasos siguiéndome desde el living mientras voy por un vaso de agua, pero me detengo al ver un caótico y deformado pastel sobre la mesa.

—¿Te gusta? —inquiere la niña—. Kansas me dejó decorarlo —informa orgullosa de su trabajo antes de pasarle el dedo una vez más y llevárselo a la boca.

Luce como la torre inclinada de Pisa y es posible que se derrumbe en cualquier momento. No parece tener una base sólida y está sobrecargado del color favorito de Barbie. El pastel define la palabra antiestético con lujo de detalles, pero obviamente no digo ninguna de esas cosas en voz alta.

—Zoe espera por tu respuesta, Malcom —indica una voz a mis espaldas, presionándome.

Kansas aparece desde el cuarto de lavado y se encamina al fregadero con dos guantes de hule puestos. Ni siquiera me mira, pero puedo reconocer por su voz que aguarda con ansias por mi respuesta. Creo que se debe a que sabe que el pastel es un asco y quiere verme mentirle a la niña.

—El color es aceptable —apunto, porque no hay otra cosa que logre salvarse, estéticamente hablado, de la torre inclinada de Kanzoe.

—¿No lo vas a probar? —anima Kansas, y veo que sus ojos resplandecen con cierta malicia.

—No necesito probarlo para saber que tus habilidades culinarias están averiadas —le espeto antes de abrir la heladera y tomar una botella de agua.

Esta vez la olfateo antes de servirme, solo por precaución.

—¿Crees que podrías hacerlo mejor? —interroga mientras Zoe hunde todos los dedos de su mano en el pastel. No creo que pase mucho tiempo antes de que estrelle su cara contra él.

—No —replico, llevándome el vaso a los labios—. Pero podría comprar uno y ahorrarme ese desastre —añado señalando a una cría cubierta de glaseado que parece un ñandú con la cabeza enterrada en esa especie de pastel no apto para diabéticos.

—Si quieres probar tus habilidades para marcar el número del delivery, ordena la cena —dice cerrando el grifo y quitándose los guantes—. Yo voy a tomar una ducha —informa antes de salir de la cocina.

La sigo hacia el living negándome a creer que piensa dejarme a solas con la infante.

—No voy a cuidar a esa niña, es tu responsabilidad —le recuerdo cuando me da la espalda para subir los peldaños de la escalera—. A esto me refería con que eres una mujer imprudente que no es apta para el trabajo.

Ella se gira sobre sus talones y me lanza una mortífera y silenciosa mirada. Entonces, me percato de lo sucia que está su ropa, llena de manchas de glaseado. También hay un poco en su mejilla, y me doy cuenta de las oscuras bolsas con forma de media luna que cuelgan bajo sus ojos. Parece cansada, pero esa no es una excusa válida para dejarme como niñero y exonerarse del parásito.

—Tomará menos de cinco minutos —espeta con firmeza—. Intenta que Zoe no te emborrache hasta la inconsciencia esta vez —agrega con voz desdeñosa antes de desaparecer en la cima de la escalera.

Me paso las manos por el pelo pensando que, claramente, es una persona difícil de tratar. Me da impotencia que no se haga cargo de las responsabilidades que recaen en ella, y también encuentro irritante la forma en que me habla.

Sin embargo, no continúo con la discusión. Miro mi reloj, voy a tomarle la palabra de que serán menos de cinco minutos.

Y, como una ingrata sorpresa, las agujas marcan las ocho en punto.

***

—Quédate quieta.

El parásito no deja de revolverse sobre la mesa mientras intento limpiar las toneladas de glasé que tiene en la cara.

No entiendo por qué hacen un pastel de cumpleaños cuando esta niña cumple dentro de cinco meses, o por lo menos eso me ha dicho para mi total estupefacción.

Lanzo el trapo al fregadero y me paso las manos por el rostro, no he estado ni diez minutos con Zoe y ya quiero coserle la boca. Habla demasiado.

—¿Terminaste? —inquiere antes de intentar bajarse de la mesa—. Porque quiero jugar al veo-veo —añade, e instantáneamente me rehúso a pasar las siguientes horas escuchándola parlotear.

Le paso las manos bajo los brazos y la levanto para depositarla en el piso, donde pertenece.

—¿Por qué no jugamos a las escondidas? —pregunto poniéndome de cuchillas, hasta que sus ojos están a la altura de los míos—. Tú te escondes y yo cuento hasta un millón.

Ella sonríe con los pocos dientes que tiene antes de salir corriendo para buscar un escondite. Los niños son tan flexibles y fáciles de tratar, y me pregunto por qué las hijas de los entrenadores no lo son.

Miro el reloj para confirmar que Kansas es una mentirosa, ya pasaron siete minutos desde que escuché abrirse la ducha y comienzo a debatirme si debería abrir el grifo de agua caliente de la cocina para que ella se congele en el tocador. Tal vez cuando le empiece a salir agua fría y el cuarto de baño se convierta en un iglú, ella se digne a salir de la bañera.

En estos siete minutos me he preguntado cómo es posible que Logan Mercury supiera que Kansas toma su ducha a las ocho, porque la verdad es que, si estuvo espiando a la hija de Bill, previamente advertido de las consecuencias, tiene tremendas ganas de que lo echen del equipo. Además de que es desagradable hasta niveles insuperables, un pervertido hecho y derecho. No me cuesta trabajo imaginarlo trepado del árbol, como un mono en la selva. Ciertamente creo que es su hábitat natural, y es un animal que encaja perfectamente con su personalidad.

—¿Dónde está Zoe? —la voz de Kansas me saca de mis pensamientos del número siete balanceándose de liana en liana.

—Estamos jugando a las escondidas —le explico.

Se ha puesto una camiseta que le queda demasiado grande, y tiene el logo de Pearl Jam incrustado en el pecho. Le siguen unos pantalones largos de pijama y pantuflas de lo más extrañas. Aún tiene el cabello mojado y enredado, pero no parece tener ni la más mínima intención de peinarlo.

—Le dijiste que ibas a contar hasta un millón, ¿verdad?

Guardo silencio y enarco ambas cejas en su dirección, preguntándome cómo averiguó lo que le dije al parásito rubio.

—Yo también intenté liberarme de ella de esa forma el primer día que vino —satisface mi curiosidad.

Me sorprende que no haya desdén ni rencor en sus palabras, y por primera vez puedo percatarme de que el sonido de su voz es bastante relajante cuando no estamos lanzándonos indirectas.

—¿Por qué la cuidas? —pregunto tras un breve silencio.

Ella vive con su padre quién tiene un sueldo fijo y un techo sobre su cabeza. No parecen faltarle comodidades y ella aún es joven. Se nota y no lo digo únicamente por el vodkaque le gusta salir, además de que tiene una carrera universitaria en la cual enfocarse. No parece hacerle falta el dinero, y teniendo en cuenta la cantidad de horas y días que se encarga de cuidar a Zoe —y eso lo sé porque hay una especie de organizador semanal con los horarios en el refrigerador—, puedo deducir que no tiene mucho tiempo libre porque se carga con responsabilidades. Indiferentemente de que cumple su papel como niñera de la forma incorrecta.

—¿Por qué la cuido? —repite, pero hay algo que cambia en su voz.

Esa combinación de verde y café en sus ojos se encuentra con mi mirada y destella con un brillo de nostalgia que me origina unas profundas ganas de inquirir.

Acabo de tomar a Kansas Shepard con la guardia baja, y es algo que no creo que ocurra todos los días.

KANSAS

Jamás nadie me había cuestionado respecto a eso, la mayoría ni siquiera estaba lo suficientemente interesada como para preguntar. ¿Por qué precisamente Malcom Beasley tiene que ser la persona que lo pregunte? No quiero traer al presente los recuerdos del pasado y tampoco deseo rememorar lo que alguna vez mi madre me hizo sentir.

Lo miro directamente a los ojos y es imposible no recordar el océano al hacerlo. Puede ser un jugador altanero con aires de superioridad y sabiduría, pero eso no quita el hecho de que tiene una mirada extremadamente suave. Aunque creo que no es consciente de eso.

Veo que apoya su cadera contra la mesada de la cocina. Me observa en silencio mientras busca respuestas en mi rostro. Estoy agradecida de que los zapatos de charol de Zoe resuenen con estruendo en las escaleras y, segundos más tarde, la pequeña atraviese el umbral de la cocina inflando un globo, o eso es lo que veo por mi visión periférica dado que todavía miro a Malcom.

—Tú no sabes jugar a las escondidas —lo acusa ella antes de tomar una bocanada de aire para volver a inflar su globo.

Aparto la mirada y me dispongo a alcanzar mi teléfono de la mesa.

—Kansas —me llama el muchacho.

—No quiero hablar de eso —le espeto con rapidez, alcanzando el Samsung.

—Kansas —repite, con cierta urgencia.

—Ya déjalo, Malcom.

—Kan...

—Comienzas a fastidiarme, Beasley —gruño girándome para enfrentarlo.

Odio que me presionen para hablar, y mucho más cuando se trata de un chico al que conozco desde hace menos de tres días. No es que fuera a abrirme con él a la primera mirada de suavidad que me diera.

Sus ojos están bien abiertos, observa algo a mis espaldas. Siento el rubor extenderse por mis mejillas en cuanto me percato de que trata de decirme otra cosa.

—¿Puedes, por el amor de todos los santos, decirme qué diablos te pasa? —interrogo.

Él traslada sus ojos a mi dirección y abre la boca para replicar, pero alguien se le adelanta.

—¡Mira esto, Kansas! —me llama Zoe con euforia.

Me giro y la contemplo inflando su globo.

Solo que no es un globo. Es un condón.

—¡Zoe, escupe eso! —exclamo completamente horrorizada.

Ella me ignora y sigue inflándolo con fuerza. Definitivamente su madre me demandará si esto se divulga más allá de estas cuatro paredes.

—¿Cómo pudiste dejar tus condones al alcance de una niña? —le ladro al rubio que la mira con una mezcla de pavor y náusea.

—No es mío —miente, enfrentándome con el ceño fruncido—. Y te recomiendo que no vuelvas a acusarme de algo sin evidencia alguna —espeta.

—¡Zoe, te dije que lo escupieras! —reitero a la pequeña—. Tú eres el único sexualmente activo en esta casa —escupo—. Si eso no es evidencia suficiente dime qué lo es —agrego sintiendo la forma en que el enojo comienza a verterse en mi sistema.

—¡No es mío, ni siquiera uso esa marca! —ruge con indignación—. Y si ya terminaste de exhibir tus poco sólidas acusaciones, hazme el favor de quitarle esa cosa de la boca —replica apuntado hacia Zoe—. Dios sabe cuántos gérmenes tendrá eso.

—Es obvio que nadie lo ha usado aún, pero en tal caso serían tus gérmenes —le recuerdo encolerizada.

—¿Les gusta mi globo? —interroga la niña ajena a nuestra discusión, con toda la inocencia del bendito planeta.

El condón es ahora un globo que ella observa con fascinación, y es imposible evitar pensar que la señora Murphy me demandará.

—No es un globo, linda —le intento explicar mientras me acerco con cautela. Como se lo vuelva a llevar a la boca me quedo sin trabajo—. Así que será mejor que lo tires a la basu... —las palabras mueren en mis labios en cuanto se oye una explosión.

Y ahí está, el número veintisiete con un tenedor en mano y una mirada de horror plasmada en el rostro.

Acaba de pinchar el globo-condón con un tenedor.

A Zoe se le cristalizan los ojos.

«Es mejor que corras, Beasley». 

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