002 | Resaca

MALCOM

Siento la forma en que mi cabeza palpita frenéticamente y me produce un dolor insoportable. Abro los ojos y, por un segundo, creo que estoy otra vez en mi antigua habitación de Merton, en Londres. La idea me trae un gusto acerbo a la boca, porque lo último que quiero es recordar todo lo que dejé en esa ciudad.

Pasan los segundos y recuerdo haber llegado al aeropuerto de Betland gracias a mi antiguo coach. Pagué un taxi que salió fortuna para llegar hasta la casa de Bill Shepard, también con dinero prestado, y eso no es algo que mi billetera, mi moral o yo podamos olvidar.

Hace días había hablado por primera vez él, con el hombre que se convertiría en mi entrenador en cuanto cruzara el Atlántico y comenzara a jugar junto a los Jaguars de la BCU. Estaba todo planeado con extrema minuciosidad: llegaría a la ciudad y el nuevo entrenador me hospedería en su casa hasta que pudiese conseguir solventar mi propio espacio o concluyera lo que he venido a hacer.

Mientras tanto, me incorporaría como jugador al equipo y podría concentrarme en lo único que es constante y realmente grato en mi vida: el fútbol americano.

Comienzo a escuchar voces, pero la sangre que palpita en mis oídos consume cualquier sonido proveniente a mi alrededor. Echo un vistazo y me percato de que estoy sobre una cama de dos plazas, en una habitación que jamás he visto en mi vida. Intento recordar cómo llegué aquí y repaso todos los acontecimientos del último día en mi cabeza. Estoy seguro de que, luego de pagar el taxi y buscar la dirección que Bill me había enviado por email, había encontrado una típica casa de barrio en la que toqué timbre. En cuestión de segundos se abrió la puerta y bajé la mirada para encontrar a una niña de no más de siete años.

Sabía que el nuevo entrenador tenía una hija, pero no me imaginé que sería una niña de preescolar. Automáticamente, la extraña me invitó a pasar y me sorprendí de que estuviera completamente sola en casa. Dijo que su niñera la había dejado para ir al supermercado e instantáneamente pensé en la falta de responsabilidad y compromiso de la mujer que la cuidaba.

Bill debía enterarse de que su hija estaba en manos de una imprudente.

Sin embargo, lo peor llegó cuando me senté frente a la niña en la mesa de su cocina. Ambos nos miramos en silencio y, por mi parte, sentí una profunda incomodidad junto con una mezcla de fascinación e intriga. Internamente estaba deseando que llegase su niñera para no tener sus atentos ojos azules sobre mí. Entonces, comenzó a hacerme más de media docena de preguntas por minuto.

Empezó preguntándome qué hacía aquí y todas las que le siguieron consistieron en cuál era mi color, comida, nombre, deporte y animal favorito. La niña no paraba hacerme preguntas irrelevantes, así que implementé una táctica inversa y le pedí que me dijera cuál era su color, comida, nombre, deporte y animal favorito.

Tal vez si gastaba mucha saliva, se callaría un rato. Pero, para mi sorpresa, contestó a mi cuestionario con eficacia y rapidez: rosa, galletas, Kansas, patín y oso panda. No le cuestioné que eligiese el color rosa ni las galletas, ¿pero Kansas? ¿Qué clase de estrafalario nombre es ese?

Me comentó que era el nombre de su niñera y solo logré pensar en el nivel de locura patriótica que tendrían sus padres para ponerle a su hija el nombre de uno de los cincuenta estados de su país. Ni siquiera era Virginia o Alaska, era Kansas. Y mientras la niña parloteaba acerca de su amor por los osos pandas y me preguntaba si alguna vez había visto uno en Londres, se subió a una silla y abrió una de las alacenas.

Me ofreció un paquete de avena para comer y lo rechacé al instante. Debí recordarme que no tenía más de seis o siete años en cuanto se ofreció a servirme algo de leche, y el problema con eso fue que el producto había caducado hace más de dos semanas. Pero, por supuesto, me guardé el comentario y no se lo dije. Pensé que su niñera ni siquiera la alimentaba como se debía. Los niños necesitan alta ingesta de calcio, hierro, zinc, potasio y una amplia variedad de vitaminas. ¿Y qué le daban de comer a la pobre hija del entrenador? Avena y leche caducada.

No quise ser descortés y, al ver la mirada de tristeza y decepción que le atravesó los ojos, le pedí un vaso de agua. Con toda la emoción del mundo, corrió hacia la heladera, se trepó en el cajón de los vegetales y alcanzó una jarra que

probablemente contenía lo único sano, necesario y apto para beber en esta casa. Luego me tendió el vaso con una sonrisa de autosuficiencia. Le faltaban unos cuantos dientes.

Me miró fijamente, como esperando que degustara lo que ella me había servido y le dijera que el agua era lo mejor que había bebido desde mi nacimiento. Parecía no recordar que se trataba de eso, solo agua, pero intenté complacerla y comencé a beber con fingido deleite.

Y me costó no escupir el líquido en su cara. El agua de Estados Unidos era horrible. Tenía un gusto amargo y ardiente que me provocó estragos en la garganta. Pobre cría, ni agua para beber tenía.

Sin embargo, ella me siguió mirando, como si esperara que me terminara el vaso de lo que, a mi parecer, eran fluidos químicos no aptos para el consumo humano. Me guardé todas mis quejas y bebí para complacerla. Si se largaba a llorar porque le había menospreciado el agua, no sabría dónde meterme. Y mientras tragaba, maldecía a su niñera en mi interior como nunca antes lo había hecho. Además de ser irresponsable, impuntual, imprudente y todos los adjetivos negativos que empiezan con la letra I, era una desalmada por no darle agua potable a la hija del entrenador.

Me terminé el vaso en menos de un minuto y la cría sonrió satisfecha. Comenzó a parlotear otra vez y sentí que algo andaba mal conmigo, pero no involucraba a la niña, era algo con respecto a mi cuerpo. Empecé a sentirme mareado al pasar los minutos, y llegó un punto donde las náuseas hicieron estragos en mi faringe. Le pedí permiso para ir al baño, pero en cuanto me incorporé de la silla, no fui capaz de sostenerme sobre mis pies. Caí, y eso es lo último que recuerdo.

Ahora tengo la garganta seca y un dolor de cabeza que crece a pasos agigantados con el transcurso de los minutos. Me obligo a incorporarme en la cama y hundo la cara entre las manos antes de pasarlas por mi alborotado cabello. La habitación es sencilla: un ropero, un escritorio, la cama y una pequeña mesa de luz. También hay un diván de cuerina, de aquellos que usan los psicólogos, y sobre él están mi maleta y mi mochila.

Anclo mis ojos en la ventana que está sobre el diván. Había llegado a la casa de Bill al mediodía, pero se nota que el sol ya se oculta entre las copas de los lirondos árboles en el exterior. Me pongo de pie y compruebo no tener náuseas ni ninguna otra clase de síntomas familiares. Si voy a quedarme aquí, voy a procurar no tomar ni una sola gota de esa agua. Mi dieta de alto rendimiento no puede tener falla alguna, como la que me podría haberme costado el agua de este país.

Con mi cerebelo aún palpitando, abro la puerta y observo un corredor vacío. Debo estar en el segundo piso de la casa y me sigo preguntando cómo llegué hasta aquí arriba. Las voces se oyen mucho más claras y fuertes ahora, y el intolerable dolor que parece atormentar mi cerebro se multiplica. Comienzo a descender las escaleras y la voz de la niña inunda mis oídos. Es irritante, y no sé si seré capaz de tolerarla hablar de pandas otra vez. Una vez que llego al pie de la escalera, me encuentro a un hombre de gran tamaño sentado en la cocina. Es alto y con una contextura física bastante firme para estar pisando los cuarenta. Su cuerpo está envuelto en pantalones deportivos y a su torso lo abriga una sudadera de la BCU.

En cuanto se oye la madera hundirse bajo mis pies, él levanta la vista de los papeles que tiene frente a sí.

—¿Bill Shepard? —adivino, observando la gorra de los Jaguars que cubre la mayor parte de su cabello azabache. El hombre se pone de pie y se apresura a llegar a mí con una expresión ciertamente cautelosa.

—El mismo —responde, tendiendo una mano en mi dirección. La estrecho y me da un firme apretón, uno que trasmite formalidad y cordialidad—. Será genial tenerte en el equipo, Beasley —agrega al instante. Y, como todo buen entrenador, me llama por mi apellido aunque no estemos en el campo.

—Coincido —apunto al instante—. No puedo esperar para conocer el campus y al equipo —admito con abierta sinceridad. Entonces el hombre aplaude estruendosamente y emite un extraño y ronco sonido desde el fondo de su garganta, algo que se asemeja a un festejo. Se ve que las formalidades no le duran mucho.

—Te encantará —dice con voz grave, casi a los gritos, antes de que lo que se asemeja a una extraña sonrisa le curve los labios—. El nuevo césped sintético es una belleza, y no puedo esperar para que conozcas a mis mucha... —Alguien interrumpe su energético parloteo.

—¿Te encuentras mejor? —La voz de la niña llega a mis oídos antes de que aparezca al lado de su padre—. ¡Yo no quería envenenarte! —jura con ojos de cachorro.

Le sonrío a modo tranquilizador, analizando esos ojos tan singulares. Puede que sienta que alguien está utilizando mi cabeza a modo de tambor, pero no puedo culpar a esta niña por intentar ser cortés y ofrecerme algo de beber a pesar de que me intoxicara hasta los más recónditos trozos del intestino.

Bill abre los ojos al recordarlo y todo su frenesí de emoción se torna una rápida disculpa.

—Beasley, lo lamento. —Comienza palmeándome el hombro con demasiada fuerza, se nota que hay vergüenza y remordimiento en sus ojos almendrados—. Mi hija... —lo corto, y lo hago porque no necesito que se responsabilice de consecuencias que son ajenas a él.

—Su hija no tiene la culpa —replico antes de extender la mano y acariciar la cabeza de la niña. Automáticamente, ella cierra los ojos disfrutando del tacto, como hacen los felinos. No voy a negar que es empalagosamente linda y, al fin y al cabo, también es solo una cría—. Y, sin ánimos de ofender, creo que debería contratar a otra niñera —opino, e instantáneamente sus facciones se cubren de desconcierto—. No creo que sea seguro dejar a su hija en manos de una mujer tan imprudente y desinteresada por la seguridad de los niños.

Bill abre la boca para replicar, pero la cierra mientras analiza mis palabras. Una de sus cejas se mantiene arqueada, dejándome saber que está claramente desorientado con el rumbo de la conversación.

—Zoe no es mi hija —confiesa con lentitud.

Me toma unos segundos percatarme de que se refiere a la niña. Automáticamente, mi mano deja de trazar círculos en la cabeza de la mini humana y ella emite un quejido. Mientras la confusión me invade, la denominada Zoe agarra mi mano y la hace girar sobre su cabello, implorando en silencio que la siga acariciando. Observo cómo utiliza el reverso de mi mano como si fuese un jabón, e intercambio una mirada cargada de incredulidad con el entrenador.

—Claramente no lo es. —Está de acuerdo una voz femenina que proviene de las escaleras, a mis espaldas.

Mis ojos caen en una chica que se encuentra en el segundo piso. Se mantiene de brazos cruzados y una expresión de pocos amigos le atraviesa el rostro. Jeans se adhieren a sus largas piernas, al igual que una camiseta de mangas largas lo hace alrededor de su torso. Me tomo unos segundos para apreciar su figura, pero el tiempo se me agota antes de lo estipulado en cuanto comienza a bajar los peldaños de la escalera con lo que reconozco como indignación.

—Esa —señala el entrenador con su dedo índice—, es mi hija.

La auténtica Shepard llega al último escalón y me envía una mirada cargada con un poco de resentimiento. Su cabello, que seguramente no cepilló, cae sobre sus hombros y las puntas rozan su busto.

Hay que admitir que tiene una linda anatomía, pero por más linda que sea, no se quita el hecho de que me observa con un nítido enojo. Sus ojos se clavan y me evalúa.

—Y también soy la imprudente y desinteresada por la seguridad de los niños —agrega, dejándome saber que escuchó cada una de las palabras que salieron de mi boca.

No siento remordimiento alguno por expresar que es una irresponsable, pero tal vez no sea lo más inteligente teniendo en cuenta que es la hija de mi entrenador. Si vamos a convivir, debemos llevarnos bien desde el principio.

—Malcom —dice Bill frotándose las sienes, incómodo y cansado ante el problema que se origina ante sus ojos—. Ella es mi hija, Kansas —esclarece, y me alegro de no haber expresado mis anteriores pensamientos sobre su ridículo nombre en voz alta—. Y la niñera de Zoe.

—Creo que empezamos con el pie izquierdo. —Rompo el silencio que nos envuelve mientras la castaña sigue disparando miradas envenenadas en mi dirección, la niña continúa frotándose mi mano por la cabeza y Bill Shepard esconde sus ojos tras una mano.

Kansas me dispara una última mirada antes de pasar por mi lado a toda velocidad.

—Soy zurda —aclara, dejándome saber que la cagué aún más. 

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