Capítulo 8: Huesos

Estaba concentrado en el periódico, leyendo atentamente las noticias de la mañana – todas plagadas con los sucesos del Monstrum – cuando distinguió a la mujer que daba vueltas alrededor de su motocicleta, aparcada a las puertas del café.

Tampoco es que le sorprendiera. A las mujeres les encantaba su motocicleta. Las atraía como moscas, al menos, a una buena parte de ellas. Siempre había sido un fantástico recurso para ligar – entre otras cualidades personales que, debido a quién era y lo que había vivido, nunca había tenido demasiado tiempo ni interés en desarrollar.

A través de las cortinas que cubrían el vitral del café apenas alcanzaba a distinguir el rostro de la mujer, alta, esbelta y de hermosa figura, enfundada en unos ajustados vaqueros y cazadora a juego. Tenía el largo cabello, de un espléndido color castaño, trenzado en una coleta que le llegaba hasta casi el final de la espalda. Se movía con gracia, como un felino, como cardumen en el mar.

Bueno, quizá fuese fea, aunque eso no le quitaría el resto del mérito.

La mujer no se entretuvo demasiado en admirar el vehículo, sino que de pronto empujó la puerta y entró dentro del café. En ese momento sonó el teléfono y Pierre, aquel estúpido barman, se acercó a contestar sin prestarle mayor atención a la recién llegada.

Pero el cliente sí que le prestó atención. De hecho, se quedó pasmado.

La conocía. ¿Quién no podía conocerla? Era tan famosa que no alcanzaba a entender cómo aquel idiota de la barra no había caído en la cuenta. Forzándose a bajar la vista, el hombre sentado en la mesa de la esquina, al fondo del café, hizo como que seguía leyendo con interés el periódico, aunque por encima de sus pestañas, estudió a la mujer.

Era aún más impresionante en persona. Alta, esbelta, grácil como una gacela, con aquel cuerpo adorable y aquel rostro de muñeca, tan poco acorde con su estilo de vida. Desde luego, aquel póster pegajoso que durante años se habían ido pasando los compañeros de la Legión le hacía poca o ninguna justicia.

Y de pronto, ella dio media vuelta y se acercó. Se acercó a él, en línea recta, dando tres grandes, pero elegantes zancadas, y plantándose junto a él, que había bajado de nuevo totalmente la vista hacia el periódico. ¿Pero qué...?

- Disculpa. - dijo. Su voz era clara, sonante, levemente cantarina, inmensamente femenina. – Y discúlpate tú también. ¿Conoces a un tal Louis Bouchard?

Había soltado todo de un tirón, sin vacilar, con un tonillo levemente pedante, bueno, aristocrático en su caso. A él no le quedó más remedio que levantar la vista y mirarla.

Y si era posible, de cerca aún era más impresionante. Dios mío, era preciosa. Y eso que estaba pálida, parecía cansada y hasta tenía sombras oscuras bajo los ojos. Pero, aun así, la nariz recta y noble, las cejas finas, una de ellas arqueada en una leve expresión sarcástica, los ojos grandes, castaños, profundos y expresivos, y aquellos labios gruesos y encarnados que ya se estaba muriendo por besar – qué va, por morder – sin quererlo, o tal vez sí, queriéndolo.

Y su aroma de mujer.

Se dio cuenta de que la había observado durante unos segundos sin proferir palabra, y entonces, la voz le salió ronca y monocorde, apagada, con lo primero que le pasó por su aturullada cabeza.

- Soy un extraño aquí.

Ella, que se había inclinado ligeramente hacia él, claramente invadiendo su espacio personal – no es que le molestara en absoluto, podía olerla mejor, y Dios, vaya si olía bien – incluso apoyando la mano sobre la mesa, junto a la suya, de pronto se irguió, como un obelisco que se enderezara, y lo miró como se mira a un curioso insecto.

- No dejes que te distraiga de tu periódico. - dijo, con cierta sorna, y entonces se volvió, dándole la espalda, su trenza meciéndose al compás de su elegante giro, y se alejó en dirección a la barra.

Sin poderlo evitar, sus ojos se fueron tras sus firmes glúteos enfundados en los vaqueros, tras el suave, incitador balanceo de sus caderas, tras la increíble elegancia con la que se alejaba de él. La saliva se le secó en la boca. Rara vez se disfrutaba tanto ver alejarse de uno a una mujer.

Se obligó de nuevo a fijar sus ojos en el periódico, que de pronto ya no tenía el menor interés para él. Todo se antojaba fútil ahora. Había conocido a la mujer más deseada del planeta, con la que él - y tantos otros – habían soñado a menudo, y ella ni siquiera sabía su nombre.

Él hubiera podido tener a la mujer que quisiera – o a varias de ellas – si lo hubiese querido, si hubiese escogido atarse a alguna, o a varias, si hubiese elegido complicarse una vida que ya era suficientemente complicada, suficientemente desgraciada.

Pero por una mujer como ella... no, mejor dicho, por ella, lo hubiese arriesgado todo.

Mientras la mayor parte de su agobiado subconsciente daba vueltas, su fino instinto, siempre activado, aunque el resto de él mismo se ofuscara, oyó claramente que la mujer repetía la pregunta. Louis Bouchard. Quién era Louis Bouchard. Dónde estaba.

¿Por qué una mujer como ella buscaría a ese tipo repugnante, el jefe de la mafia parisina, de aquel asqueroso gueto de mierda? No había muchas razones, y él las conocía todas.

Se obligó a moverse un poco – la tensión le estaba agarrotando la espalda – y entonces la vio abandonar la barra y pasar de nuevo frente a él, sin mirarlo una segunda vez, y abandonar el café de un portazo.

Ya podía mirarla todo lo que quisiera, pero apenas fue un instante, y se alejó hasta perderla de vista.

Dejó escapar, lentamente, el aire que había acumulado en sus pulmones. Se pasó la lengua por los labios secos.

- Lara Croft. - murmuró, saboreando aquellas dos palabras.

Lara Croft. Lara Croft. Lara Croft.

Parecía imposible, pero allí estaba. Bueno, allí había estado.

Y de pronto, se levantó de la mesa, dejó caer unas monedas sobre ella, y se acercó a su vez a la barra. Pierre se encogió al tenerlo cerca. Le tenía miedo, como tantos otros. Había que ser idiota para no ver la enorme pistola que tenía enfundada bajo el brazo. Y eso que no sabía, ni sabría nunca, todo lo que él era capaz de hacer, con pistola o sin ella.

Lara Croft buscaba a Louis Bouchard, pero él la iba a buscar a ella, y a averiguar qué estaba haciendo allí, en aquel sucio lugar, alguien como ella.

Tenía un plan. La próxima vez que se encontraran, todo iba a ser diferente.

Muy diferente.

(...)

Anna se despertó pronto, como siempre. Tenía el mal dormir de los niños pequeños, es decir, conciliaba el sueño con facilidad, dormía como un tronco y despertaba demasiado pronto y demasiado activa. Claro que eso nunca había sido un problema para sus padres. Ni para Kurtis, insomne crónico, ni para Lara, que podía pasar de 0 a 1000 en un segundo.

Salvo aquel día. La niña se extrañó de ver que su madre no se movía y, al volverse, la vio todavía dormida profundamente, exhausta. Inclinándose sobre ella, le apartó un mechón de la frente y examinó la cara pálida y las sombras oscuras bajo los ojos.

De hecho, ¿no estaba más delgada que de costumbre? ¿Se había puesto enferma?

Parecía que mientras ella lidiaba con sus problemas en el colegio, los adultos la habían vuelto a liar por su cuenta también.

Suspirando, Anna saltó de la cama y se dispuso a preparar su mochila, cuando cayó en la cuenta, fastidiada, de que la tenía su padre. No le quedaba otra sino ducharse y volver a ponerse la misma ropa del día anterior.

Cuando salió de la ducha una hora después – solía quedarse atontada debajo del agua corriente, pensando en miles de cosas irrelevantes a la vez – Lara seguía inmóvil, profundamente dormida. Anna la observó con el ceño fruncido.

- Pues vaya. – murmuró. De normal era la misma Lara la que la hacía levantarse y prepararse rápidamente, mientras la esperaba ya lista, resoplando, con los brazos cruzados y dando golpecitos con la punta del pie en el suelo mientras Anna corría de un lado para otro recogiendo sus cosas desperdigadas.

No debía de haber dormido en tres meses, a lo visto.

- Mamá. - la empujó suavemente por el hombro. Lara no reaccionó. Anna la empujó un poco más. - Mamá, vamos, hay que ir a Capadocia. - Nada. Inclinándose hasta que sus labios rozaron la oreja de Lara, Anna chilló - ¡¡MAMÁ!!

Su madre tenía la cara contra la almohada, pero Anna vio vibrar su párpado y éste se abrió lentamente. Volvió el rostro hacia ella y la escrutó entre mechones de pelo desastrado.

- Vuelve a hacer eso - susurró Lara – y te empaqueto de vuelta a Inglaterra.

Luego se incorporó lentamente y se quedó sentada. El cabello deshecho le cubría el rostro.

- Uau. - Anna la miró de arriba abajo. - Parece que te haya caído encima una bola de piedra enorme. – Discretamente le subió el tirante del camisón de dormir y se lo puso en el sitio. - ¿Qué narices te pasa?

Lara se desperezó y se levantó de la cama sin pronunciar palabra alguna. Luego anduvo vacilante hacia la ducha.

Anna se enderezó en la cama.

- ¿Se trata de revistas porno?

- ¿Qué has dicho? – Lara se volvió hacia ella, perpleja.

- Es que los padres de Kat se pelearon también. - bajó la mirada – Lord Kipling tenía revistas porno en la licorera y un día Lady Kipling las encontró. Y entonces se pelearon y Lady Kipling mandó a Kat con su abuela y echó a Lord Kipling de casa.

Lara le miró durante unos instantes y, de pronto, se echó a reír.

Anna frunció el ceño, ofendida.

- ¿Qué es tan gracioso?

- No se trata de eso.

- Ah. Menos mal. Porque dice Zip que mirar revistas porno es una idiotez.

- ¿Eso dice? - Eso no sonaba a Zip en absoluto.

- Sí, dice que por Internet ya encuentras de todo y a mejor calidad.

Lara gruñó por lo bajo y se metió en la ducha.

(...)

Zip fue lanzando, como quien lanza frisbees, los diferentes USBs sobre la mesa, ante un Kurtis sentado con los brazos cruzados. Cuando terminó, debía haber unos cinco sobre la mesa.

Kurtis arqueó una ceja.

- ¿Qué hay de los CDs y los disquetes?

Zip soltó un bufido.

- ¿Me tomas el pelo tío? Dejaron de usarse en el Paleolítico. Ya nadie us...

- Selma es una arqueóloga universitaria. - Kurtis sonrió – Vieja escuela. Seguro que ha hecho copias en CDs y disquetes. Sácalas.

El hacker le sostuvo la mirada durante unos instantes. Luego se encogió de hombros, abrió un cajón a su izquierda y empezó a apilar CDs y disquetes, todos con el nombre de Selma y de su tesis.

- Le he dicho mil veces que esto está más pasado que el pedo de una momia, pero ella ni caso.

Kurtis fue recogiendo lentamente los disquetes y CDs y colocándolos en una bolsa de tela, como si no hubiese oído nada. Ni siquiera preguntó dónde estaba Selma y por qué no estaba presente. Ya lo sabía.

- Bien. - dijo, cerrando la bolsa con un cordón – No está mal para empezar.

Esta vez fue Zip quien levantó una ceja.

- Para... ¿empezar?

- ¿Crees que nací ayer, amigo? – los ojos de Kurtis lo taladraron - ¿Cuántas copias más tienes? ¿Cuántas has enviado a Bucarest? ¿Cuántas copias digitales en tu nube? ¿En tu ordenador viejo? ¿En tu portátil? ¿En tu ordenad...?

Zip había empezado a sudar bajo su camiseta.

- Tío, no hagas esto. Este trabajo es su vida. La estás destrozando.

- ¿Has olvidado quién la destrozó? Juraría que eras tú quien la velaba cuando estuvo en coma.

- Joder, sí, ya lo sé. Pero la hijaputa que le hizo eso está muerta.

- Hay mucha gente más que puede estar muerta para cuando esto se publique. - Kurtis se levantó – Con una ronda me basta, pero no creas que me has tomado el pelo. Eres el rey de los hackers. Volveré a por más backups y, si te importa lo mínimo la vida de Selma, me los darás. O ahórrame el trabajo y bórralos tú mismo.

Por una vez, Zip guardó silencio. Pero Kurtis no había terminado.

- Necesito que colabores en esto. Tú en particular.

El hacker arqueó las cejas.

- No jodas. ¿Para qué quiere mi ayuda Super Kurt?

El exlegionario intentó ignorar el mote.

- Tengo que coger al cabrón que nos está rondando. Llevo años intentándolo, pero es bueno, muy bueno; y listo, muy listo. Ahora ya no tengo ni la mitad de recursos que tenía antes. -e hizo un gesto vago, tocándose la sien, para aludir no sólo a medios corrientes – Necesito cogerle de una vez. Y tú eres bueno rastreando información en canales no oficiales. Incluso más que un doble agente.

Zip se había quedado completamente serio, algo del todo extraño en él. Pero Kurtis sabía, como cualquiera que se hubiese molestado en conocer y apreciar a aquel friki, que debajo de toda esa payasonería se encontraba una mente absolutamente brillante. Y absolutamente competente.

- ¿Quién es? – preguntó entonces.

- Adolf Schäffer.

El hacker frunció el entrecejo.

- Ese hijo de la gran perra... ¿estás seguro?

Kurtis asintió.

- Anna me ha descrito su voz, cómo sonaba, qué timbre incluso. No ha logrado deshacerse del acento alemán. Un fallo en su impecable historial.

- Podría ser cualquiera.

- Sólo había dos agentes en la Agencia igual de buenos, o levemente mejores, que yo. – Zip no pudo evitar una mueca, aunque sabía que Kurtis no pretendía fanfarronear. - Uno era Marten Gunderson, por eso era nuestro cabecilla. Otro era yo. El tercero era Adolf Schäffer. No me extrañó nada que él pasara a ser el jefe después de que Gunderson muriera. Es él. Después de todos estos años, ese cabrón nos está rondando.

- ¿Y qué puede querer ahora? ¿Vengarse? Le hundimos el negocio, después de todo.

Kurtis sacudió la cabeza.

- Para un mercenario, todo negocio es temporal. Pasamos de un trabajo a otro sin problemas. Nos adaptamos a los cambios. - sin darse cuenta, se había puesto a hablar en primera persona. – Si matan al jefe, nos buscamos otro. Si algo sale mal con un cliente, nos quitamos de en medio y pasamos al siguiente. Si el negocio se hunde, pasamos a otra cosa. En todos estos años ha tenido tiempo de sobra para reconstruirse un garito para él solo.

- Sin embargo, ahí está, rondando al pequeño monstruo.

- No quiere a Anna. – Kurtis se cruzó de brazos – Si la quisiese ya la tendría. – E intentó contener el deje de amargura que le producía decir aquello. - Pero va tras otra persona. La ha llamado puta, según lo que ha contado Anna. Va tras una mujer.

Se hizo un espeso silencio. Zip se había quedado pensativo.

- Puede que no tenga nada que ver con nosotros.

- ¿Y qué hace aquí, justo en un momento donde hemos coincidido todos?

- Yo que sé, tío. Estambul es una ciudad enorme y está llena de gente hasta las trancas. Aquí hay miles de posibles objetivos para ese matarife.

Kurtis sacudió la cabeza.

- He desatendido este problema demasiado tiempo. No pienso dejar pasar esta oportunidad. – se inclinó hacia Zip, apoyándose en el respaldo de su silla de escritorio - ¿Has pensado que podría ir tras Lara, o incluso tras Selma?

Zip se estremeció.

- Se me ocurre que quiera ir antes a por Croft...

- ¿Por qué?

- Joder, ¿porque la tía le soltó a la flor del ejército británico en su isla?

- Cuando la tuvo prisionera no la hirió, no la torturó, no la maltrató. Incluso reprendió a aquel italiano cabrón por intentar abusar de ella. Me querían a mí. Luego, la soltaron.

- Fue una gran cagada por su parte. - Zip torció la boca.

- Te digo que no quiere vengarse de eso. Un mercenario pasa página muy rápido. Es otra cosa. Es otra persona. Y tiene otros motivos.

- Vale, tío, pero ¿por qué Selma? – Zip se encogió de hombros, impotente. – La princesa es un ser inofensivo. No hace nada mal...

- ... salvo publicar una tesis donde no sólo expone los resultados de su excavación, sino también describe con todo detalle la historia de la Cábala, los Lux Veritatis, y da nombres de todos los integrantes... el suyo incluido.

Zip se pasó la lengua por los labios, pensativo.

- Pero ella defiende que son meras leyendas y que carece de pruebas para refutar...

- ¿Crees que eso le va a importar a Schäffer?

- Los mercenarios usáis... usan, digo... diversos alias.

Kurtis rió.

- No es necesaria la cortesía. Sí, usamos diversos alias. Y nos fastidia cuando alguien nos quema uno. Puede que ya no se llame Adolf Schäffer, que haya cambiado de identidad. Pero cualquiera puede rastrear identidades... tú, por ejemplo. O yo.

El hacker se levantó y empezó a dar vueltas alrededor del estrecho espacio plagado de ordenadores.

- No puedo creer que quiera matarla por algo así.

- Se mata por mucho menos. – murmuró Kurtis, más para sí mismo que para el hacker. Luego pareció centrarse de nuevo. - Lo que nos lleva al punto de partida. Hay que purgar la tesis de Selma de todo elemento comprometedor, y para eso necesito todas las copias. No me hagas esto más difícil.

De pronto, Zip alzó la mano, como para detenerlo.

- Eh eh, espera tío. - el hacker se volvió hacia él – Hagamos esto bien. - Kurtis alzó una ceja. Pero Zip había empezado a dar vueltas de nuevo, cada vez más excitado. - Tío, tenemos la oportunidad de hacer esto bien.

Kurtis cruzó los brazos sobre el pecho. Tenía su atención, que era mucho más de lo que él le había concedido en mucho tiempo.

- Mira tío. Selma está... planeando un gran evento para presentar su tesis. - oyó al exlegionario gruñir audiblemente, pero no se detuvo. – Un evento gordo. Ha estado trabajando duro en ello. Podría ser la ocasión de oro para atrapar a ese cabrón. Si realmente es Selma, o la tesis, quien le está tocando los cojones, aparecerá por allí. Y entonces lo tendrás todo para ti.

- Hablas de tenderle una trampa. – replicó Kurtis con calma.

- Sí. ¡Sí!

- ¿Y quién es el cebo? – Kurtis no pudo contener el sarcasmo - ¿Selma? ¿Lara? ¿Mi hija? ¿O todas a la vez? ¿Es de eso de lo que estás hablando? ¿De usarlas como cebo para que un asesino tenga la oportunidad de matar tres pájaros de un tiro?

Zip se pasó la mano por la frente. Había empezado a sudar.

- Mira tío, sé que parece una locura...

- Una puta locura. - masculló Kurtis entre dientes.

- ... pero quizá sea la única oportunidad de atraparlo. Durante años se te ha escapado. Si se nos escapa de nuevo, se quedará como un problema pendiente, jamás nos lo quitaremos de encima. ¡Como una bolsa de mierda flotando encima de nuestras cabezas, macho! Puede que vaya a por Selma o puede que no, puede que quiera a alguna de nuestras chicas, o a ninguna, pero nunca lo sabremos y nunca estaremos en paz.

Kurtis estaba en silencio ahora. Le escuchaba atentamente.

- Pero si aprovechamos el evento en que Selma va a presentar su tesis... y efectivamente acude... le tendremos, macho. Le tendremos agarrado por los cojones. Podrás hacerte con él. Y ya te lo cargas como tú quieras, jefe. Pero nos habremos librado de él.

Dio otra vuelta rápida sobre sí mismo, y alzó el dedo.

- Y eso sólo será posible, jefe, si quitas tus heroicas manos de encima de su tesis. Necesitamos atraerle de verdad. Que le toque bien los huevos. Que ella mencione su nombre. Que la Cábala, los Lux Veritatis, toda la historia quede expuesta. Tío, Selma ha planeado un homenaje a los Lux Veritatis y a los demás muertos, a todos aquellos que perdimos: Ivanoff... la chamán beduina esa...

- Putai. - murmuró Kurtis. - Se llamaba Putai.

- Ésa. ¡Joder, si hasta quiere hacerle un homenaje al viejo Von Croy, y eso que ese cabronazo me puso en la calle! Y me parece todo perfecto. Si ese matón excolega tuyo viene a por nosotros, aparecerá ahí. Es la mejor ocasión.

Kurtis le estaba mirando fijamente. Zip ya no dijo nada más. Había jugado todas sus cartas.

- Me estás pidiendo que ponga en riesgo la vida de Selma, - murmuró Kurtis lentamente – la de Lara, la de mi madre y la de mi hija, y que las exponga como cebo en un evento que no quiero que suceda siquiera. Que las ofrezca en bandeja a un tipo que no sé si vendrá solo o con un comando, si actuará con un perfil bajo o buscará una acción terrorista, que puede venir armado hasta los dientes, o con un simple cordel de estrangular.

Zip se pasó la mano por el cuello.

- A veces, tío, en la vida, hay que arriesgar. ¿Quieres coger al cabrón? Ése es el único camino. Y además – exclamó de pronto – joder, tenemos a Croft. Ella no es una damisela en apuros. Joder, ¡ella sola se cepilló a todos los guardias de los cuarteles de la VCI! Es tu chica, tío, la conoces de sobra. Da más miedo que un mono con dos pistolas.

Kurtis seguía en silencio, mirándolo fijamente.

- Mira tío, - intentó Zip de nuevo – no sé qué mierdas te traes con ella últimamente, y no te culpo. La chavala es dura de roer. Pero más vale que os arregléis rápido porque tenemos que ser un equipo, o la vamos a cagar. La vamos a cagar bien cagada.

De pronto, Kurtis se movió. Recogió la bolsa de tela con las copias y se la echó al hombro.

- Bien. - Y esto fue todo lo que dijo.

Zip levantó los brazos, exultante.

- Entonces, ¿tenemos un trato?

Kurtis asintió. Zip se tiró las manos a la cabeza en señal de alivio. Pero antes de que pudiera decir nada, el exlegionario le señaló con el dedo:

- Quiero dejarte una cosa muy clara, Zip, antes de que volvamos a ser amigos. Tú estás metido en esto, y tomarás tu parte de responsabilidad en ello. ¿Sabes lo que quiero decir?

Zip no era tan estúpido como parecía, por lo que guardó silencio y ni siquiera se inmutó cuando Kurtis continuó:

- Quiere decir que si a mi hija, o a Lara, les pasa algo por culpa de este plan tuyo – le miró con absoluta seriedad – te juro que primero las entierro y luego te mato. No me importa cuánto corras, ni lo bien que sepas esconderte. Si me haces enterrar a mi propia hija, te juro por los huesos de mi padre que emplearé el resto de mi vida en encontrarte y una vez te tenga, te mataré. ¿Te ha quedado claro?

El hacker le miró en silencio durante un instante. Luego asintió lentamente.

- Bien. - dijo Kurtis, y se alejó. Pero antes de descender las escaleras, oyó aún la voz de Zip:

- Si te hago enterrar a tu propia hija, te juro que ni siquiera huiré. Tienes mi palabra.

(...)  

Selma había organizado una pequeña expedición hacia la excavación arqueológica en Capadocia, que, de hecho, no se encontraba lejos de Göreme y sus chimeneas de hadas. La única manera de arrancar a Zip de su teclado y de su pantalla era ponerlo al volante de la furgoneta del Departamento de Arqueología para el trabajo de campo, y eso hizo, dejando también que se llevara todo el material informático que pudiese transportar. Zip seguía peleándose con la cobertura de la zona, pero esta vez, estaba seguro de que iba a ganar.

Después de cargar todo lo necesario, Selma acomodó a Marie en el asiento trasero. Luego se volvió hacia Anna, que había llegado en la motocicleta de su madre y daba vueltas alrededor del vehículo, nerviosa.

- ¿Quieres venir con nosotros? – le ofreció Selma – Estarás más cómoda en la furgoneta.

- ¡No! – respondió Anna, saltando de un pie a otro. Luego se suavizó – Es decir, no gracias, tía Selma. Quiero ir en la moto de papá.

Selma arqueó las cejas y miró a Lara. Ésta, todavía montada en su propia moto, se encogió de hombros.

- Es más cómoda y segura para ella.

Aún estaba hablando cuando el rugido más grave y denso de otra motocicleta inundó el callejón. La vieja Brough Superior hizo su aparición y Kurtis la frenó al lado de la furgoneta con una destreza que no había perdido lo más mínimo en los últimos años. Llevaba una pequeña mochila colgando del brazo.

- ¡Por fin! – Anna corrió hacia su padre, recuperó la mochila y empezó a escarbar dentro - ¿Has tocado mis cosas?

- Sí todas y cada una de tus braguitas rosas.

Anna enrojeció.

- ¡No uso braguitas rosas! – miró atribulada a su alrededor - ¡Está mintiendo!

Aunque bromeara, Kurtis estaba mirando fijamente a Lara, que apartó la vista, molesta, y arrancó la moto.

- ¡Nos vemos en Capadocia! – gritó Selma, antes de apartarse para dejar paso a la motorista, que desapareció en una nube de humo.

- Vaya mala ostia con que se ha levantado hoy. – farfulló Zip, sacando la cabeza por la ventanilla. Selma lo fulminó con la mirada.

- ¿Estás lista? Vamos. - Kurtis tendió la mano a su hija, que se acababa de ajustar la mochila a la espalda, y la ayudó a subir a su espalda. Anna se abrazó a su espalda y despidió con la mano a Marie, Zip y Selma, antes de que Kurtis arrancara la moto y desapareciera también en un rastro de humo.

- Por favor. - murmuró Selma al cielo, antes de subir a la camioneta junto a Zip – Por favor, que todo el mundo se comporte.

- ¡Ja! – estalló Zip.

(...)  

Demasiados recuerdos. Aquella tierra tenía demasiados recuerdos.

Siempre pensó que Egipto sería su dolor, su condena, su trauma perpetuo. Pero fue fácil superar Egipto. Fue fácil volver a él. Lo que le había dolido, lo que todavía le dolía y no sabía expulsar de su interior, como un clavo retorcido que se le hubiese atascado en la boca del estómago, era haber perdido a Werner y a Putai.

Habían muerto injustamente, y ni siquiera se había podido despedir de ellos. Sí, les había vengado, pero eso no había logrado calmarla. Tenían razón los que decían que la venganza no era suficiente. Todavía tenía ese dolor allí atascado.

Lara se preguntaba si algún día podría expulsarlo.

Por lo demás, se había reconciliado con Egipto. Pero Capadocia le traía recuerdos más recientes, más vívidos, y ahora, además, más desconcertantes y dolorosos.

Había reencontrado a Kurtis en Capadocia, débil, ligeramente enfermo, pero dispuesto a luchar. En aquel mismo lugar, en aquella misma excavación.

Allí, también, había hecho el amor con él por primera vez, no muy lejos de allí, junto al arroyo en la hondonada. Allí habían concebido a Anna.

Qué doloroso era todo aquello, en aquel preciso instante.

Lara pasó los dedos por la oxidada verja de hierro que cerraba la entrada a la excavación subterránea. Luego se volvió hacia el desierto ardiente. Selma había transformado aquel lugar en un camping decente, con barracones de madera, agua corriente y luz eléctrica, equipamiento de todo tipo.

Suspirando, Lara se sentó al pie de la motocicleta y se abrazó las rodillas.

Tenía que reconstruir lentamente todos aquellos recuerdos, ponerlos en orden y darles un nuevo sentido.

No podemos estar a la greña mientras ella sea vulnerable.

- Lo sé. - murmuró Lara al sol ardiente. - Lo sé. Sólo... dame tiempo.

Como respuesta a su ruego, oyó en la distancia el rugido de la familiar motocicleta.

(...)  

- Aquí estamos. - anunció Kurtis, y se quedó quieto mientras Anna saltaba al suelo sosteniéndose de su brazo. Luego desmontó él y empezó a desatar el equipaje.

Anna escrutó levemente el paisaje a su alrededor, pero de pronto, se volvió hacia él.

- Papá.

- ¿Mmh?

- ¿Qué narices está pasando? Entre tú y mamá.

Kurtis suspiró y se irguió. Tenía el rostro cansado y triste.

- Eso no tiene que preocuparte, Anna.

- ¿Es por mí?

- No.

Anna pegó una patada en el suelo.

- Mientes muy mal.

Su padre se inclinaba de nuevo sobre el equipaje y lo estaba desatando hábilmente. Molesta, Anna le dio un leve puntapié.

- ¡Contéstame!

- Eh. - Kurtis se volvió hacia ella – Guárdate el pie para patear piedras, peque.

- ¡Nadie me dice nada! ¡Me tratáis como una cría!

- Los adultos se pelean. - gruñó Kurtis- Y no es la primera vez. Ya deberías saberlo.

- Los adultos sois un asco.

- Esa boca, peque.

La niña soltó un bufido y, girándose, se alejó.

- ¡Está bien! – estalló - ¡Paso de vosotros!

(...)  

En realidad, para Anna no era nada nuevo que sus padres se pelearan. Se peleaban, y mucho. Eran como dos volcanes en erupción, como dos bombas de relojería andantes, especialmente su madre, que bajo toda esa fría calma británica escondía un caldero de lava en ebullición. Desde que era muy pequeña recordaba a sus padres peleándose por cualquier cosa, casi siempre relacionada con su madre empeñada en algo insensato o peligroso. Pero pronto dejó de preocuparse por ello.

Primero, porque Winston, la persona que más se había ocupado de ella mientras había usado pañales, ni siquiera se inmutaba. Podían oírse gritos y portazos en la mansión sin que él dejara de tararear suavemente mientras le ponía la papilla en la boca. Nadie conocía a Lara como el viejo y cariñoso mayordomo, ni siquiera sus propios padres. Mientras Winston estuviera tranquilo, todo estaría bien.

Segundo, porque los accesos de enfado y las peleas siempre duraban muy poco, dando lugar a apasionadas reconciliaciones que, ya en su cercana adolescencia, le causaban la inevitable vergüenza ajena – no pasaba nada con besuquearse y magrearse como una puta y un borracho en una taberna, pero que lo hicieran tus padres era harina de otro costal -. Pero aquellas cochinadas eran la prueba, precisamente, de que nunca habían sido peleas realmente serias. Anna se acostumbró: aquello era normal.

Era tan cierto que sus padres no podían estar el uno sin el otro como que no podían soportarse tampoco durante demasiado tiempo. Por eso no estaban siempre juntos. Lara no había renunciado a ninguna de sus aventuras, a sus largos viajes exploratorios. Kurtis también pasada temporadas ausentes, aunque Anna no tenía demasiado claro a qué se dedicaba. Ni le importaba demasiado, siempre que volviera.

Sus padres se querían, pero los dos, a su manera, eran difíciles. Sobre todo Lara, que siempre debía salirse con la suya. Anna intuía, a su corta edad, que si su madre hubiese sido más tolerante o menos obcecada, las peleas se habrían reducido a la mitad. A menudo era la actitud paciente de su padre la que evitaba una pelea.

Sólo que esta vez parecía algo serio. Tres meses sin hablarse, peleados. Ella nunca había visto a su madre tan destrozada – ni siquiera después de que le hubiese caído un techo de vigas encima en un templo vikingo de Noruega. Y puede que, después de todo, la actitud taciturna y triste de su padre no se debiese sólo al estado de salud de Marie.

No, esta vez iba en serio. Y vaya momento habían escogido para pelearse de nuevo, ahora que ella tenía el Don, la abuela Marie se moría y la tía Selma estaba a punto de hacer la presentación del trabajo sobre Capadocia y los Nephili.

Desde luego, los adultos eran un asco.

(...)  

- Queridos amigos y compañeros... - empezó Selma, y paseó la mirada alrededor de los que la estaban escuchando, o al menos fingían hacerlo. Los había reunido delante de uno de los grandes barracones prefabricados, y después de haber ventilado y puesto en marcha algunos de los suministros y servicios del complejo, estaba lista para empezar. Lástima que fuera la única, pues allí, lo que veía, era a Zip, bienintencionado, pero más bien centrado en un pad que tenía en la mano y en ajustarse bien los mini-cascos que llevaba en los oídos; a Anna, que estaba en una esquina, cruzada de brazos y enfurruñada, en Marie, delicadamente sentada en un taburete pero a punto de salir volando como soplara una leve brisa, y finalmente, a ambos extremos, bien separados... a Lara y a Kurtis, los dos con una expresión que hubiese agriado la leche fresca. Especialmente Kurtis.

Pues menudo panorama, pensó Selma, desalentada. Luego carraspeó de nuevo.

- Queridos amigos y compañeros, - continuó – os he reunido aquí después de tantos años para mostraros el resultado del trabajo de mi equipo en la universidad, que ha consistido básicamente en la remoción de los estratos IV y V de...

Anna bostezó ruidosamente, pero cerró la boca en seco al ver que Lara la fulminaba con la mirada.

- Mientras Anna recuerda sus modales. - masculló la exploradora británica – me gustaría pedirte, Selma, que aligeres un poco el discurso.

La arqueóloga turca suspiró.

- Está bien. Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Vedlos vosotros mismos. – Se volvió hacia las puertas del barracón y sacó la llave. - Aviso que no va a ser una visión agradable.

Lara rió por lo bajo. Pero su risa murió en cuanto Selma empezó a encender luces en el interior del barracón.

- Oh, Dios mío. – murmuró Marie. Kurtis frunció el ceño. Anna dio un largo silbido.

Y Zip, sin levantar la vista del pad, empezó a retroceder.

- Yo me abro, troncos. Ni ganas de eso otra vez.

El barracón era enorme y espaciado. A lo largo de varios metros se sucedían una serie de mesas y tableros puestos en filas.

Ciento veinte mesas y tableros.

Ciento veinte esqueletos sobre ellas.

Los visitantes habían enmudecido, salvo Anna, que volvió a dar un silbido largo y empezó a moverse entre las mesas. Lara la siguió, peros e detuvo ante la quinta mesa mientras la niña se escurría hacia más adelante.

- Así que los has sacado. – le dijo a Selma, que, sin embargo, se había quedado junto a Marie y a Kurtis, los dos inmóviles en su sitio.

- Los hemos recuperado, limpiado, recolocado e identificado. – la arqueóloga hizo un vago gesto hacia unas tablas de madera colocadas junto a cada cráneo. - He de decir que la Cábala nos facilitó la tarea. Cada crucificado tenía su titulus.

La expresión de Kurtis se había vuelto más sombría. Era obvio que estaba tratando de contener su enfado. Pero Marie parecía súbitamente serena. Se volvió hacia Selma.

- Enséñame a Konstantin. Quiero verlo.

Selma asintió respetuosamente y la guió hasta una habitación separada. Abriendo la puerta, la hizo pasar hacia adentro.

Kurtis no se había movido de su sitio. Lanzó una mirada furiosa a Selma:

- ¿Qué has hecho?

- Honrar a los muertos. - respondió ella, y se irguió dignamente. Por un instante, Lara la admiró. - Sé que no lo apruebas, Kurtis, pero es mi trabajo. Aquí hubo una masacre, hubo un genocidio. Los muertos necesitan justic...

- ... ya hubo justicia. El precio se pagó. – de pronto, Kurtis miró a Lara - ¿Tú sabías algo de esto?

Ella se sintió levemente irritada por el tono, y abrió la boca para darle una réplica agria. Pero de pronto vio a Anna, que seguía moviéndose entre las mesas llenas de esqueletos, y se contentó con cerrar la boca, encogerse de hombros y sacudir la cabeza.

- Ven. - dijo entonces Selma, resuelta a no dejarse intimidar por él. - Tienes derecho a verle el primero.

- Pero no a que nadie me pregunte mi jodida opinión, desde luego. - masculló el aludido, y pasó rápido, como una tromba, en pos de su madre.

Cuando Selma entró en la habitación y cerró la puerta, Lara soltó un leve suspiro y se apoyó en la mesa.

Anna seguía moviéndose entre las mesas. Lara observó sus delicados labios ir pronunciando los nombres de los fallecidos.

(...)  

Konstantin Heissturm.

El titulus reposaba sobre la mesa y, al lado, había una caja de cartón grande, cerrada con una tapa. Una ficha adherida en uno de los laterales tenía mayores datos sobre su contenido, e incluso algunos diagramas. Estaba claro qué era.

Maria se acercó vacilante hacia la mesa, sostenida por Kurtis, y observó en silencio la caja cerrada. Selma comentó:

- Habrás observado que los demás esqueletos están extendidos sobre una mesa y estos restos, en una caja. – tragó saliva – Se debe a que no hemos podido recuperar la totalidad de ellos. Después del incendio se desprendieron de la cruz y mucho me temo que han sido dispersados por algún tipo de roedor o animal salvaje.

- ¿Y no le ha ocurrido a ninguno más? – ante la vacilación de Selma, Marie sonrió amargamente. – Qué casualidad. Deben haber sido las mantícoras. – Luego miró hacia la caja de nuevo – Ábrela.

- Marie, yo...

- Ábrela, he dicho.

Selma intercambió una mirada preocupada con Kurtis. Él asintió en silencio. Selma puso sus manos delicadamente sobre la tapa y la levantó.

Al igual que en caso de los demás esqueletos, los huesos de Konstantin Heissturm, esposo de Marie y padre de Kurtis, se habían rubefactado después de que ella misma les prendiera fuego años atrás en un arrebato de rabia y desesperación. Cuando Selma y su equipo de arqueólogos y forenses habían decidido recogerlos y catalogarlos, estaban ennegrecidos y parcialmente desintegrados, pero tras la limpieza tan sólo había quedado el leve enrojecimiento debido al calor y las llamas. Y eso era lo que veían ahora, una pila de huesos enrojecidos apilada respetuosa y ordenadamente, son el cráneo, desprovisto de mandíbula, en la parte superior.

Marie deslizó las manos, deformes y temblorosas a causa de la enfermedad, por el borde de la caja. Luego introdujo la mano y acarició levemente la frente de la calavera. En otras circunstancias, Selma no habría permitido a nadie ajeno a la excavación tocar los restos, mucho menos sin guantes. Pero ella guardó silencio esta vez.

- Es tan extraño. - comentó Marie. Su voz sonaba tranquila y serena. - La última vez que le vi con vida fue como cualquier otro día. Un hombre que habla, que camina, que respira, que ríe y que sonríe. Me cuesta tanto asimilarlo a este montón de huesos...

Durante un momento, sólo se oyó el rumor lejano del generador eléctrico que alimentaba el barracón. Luego, Selma murmuró:

- ¿Queréis que os deje un rato a solas?

- Sí. - suspiró Marie. – A solas con él... un poco más...

Kurtis se movió entonces. No había pronunciado una sola palabra y su rostro estaba absolutamente inexpresivo. Miró alrededor y tomó la silla que Selma le ofrecía, y ayudó a su madre a sentarse en ella, frente a la caja de huesos.

- No.- dijo, rechazando la silla que Selma le ofrecía a él también. - Tengo que hablar contigo.

(...)  

Anna extendió la mano y metió los dedos en una de las cuencas de la calavera.

- Estate quieta. - gruñó Lara- Muestra un poco de respeto por todos estos restos.

- ¿Eso es lo que le dices a los muertos que saqueas diariamente?

- Saqueo los muertos porque necesito ver si tienen algo útil o interesante para mí. Éstos no tienen nada. Estate quieta.

Poniendo los ojos en blanco, Anna retiró la mano y siguió vagando por el pasillo, mirando los esqueletos y leyendo sus nombres.

Lara la perdió de vista entonces, pues otro detalle captó su atención. Kurtis y Selma habían salido del pabellón adyacente y él le hablaba en voz baja. Durante unos minutos, la arqueóloga turca escuchó con atención lo que él le decía. De pronto, el rostro se le iluminó y, lanzando un grito de excitación, le echó los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza.

- Hala, mira eso. - oyó comentar a su hija – Seguro que ya no destroza su tesis. Papá es demasiado bueno para hacer eso.

- Qué raro. - murmuró Lara. De pronto, se puso tensa al notar que Kurtis venía hacia ella ahora. En cualquier caso, le sostuvo la mirada con firmeza hasta que se paró frente a ella.

Anna desvió la mirada hacia Selma y la vio haciendo aspavientos en silencio, indicándole que se fuera con ella.

- Ehm, bueno, yooo... - miró alternativamente a sus padres, que sólo tenían ojos el uno para el otro – yo me largo con la tía Selma. ¡Hasta luego!

Y salió corriendo.

Esperaron en silencio hasta que la puerta se cerró. Entonces Lara dijo:

- ¿Y bien? ¿Qué ha sido eso? ¿Parece que después de todo Selma no va a tirar sus años de trabajo por la borda?

- Tengo que hablar contigo. - dijo Kurtis – Pero es importante que lo hagamos fuera, con Zip.

- ¿Zip? – Lara arqueó las cejas.

- Sí, Zip. - Una leve mueca asomó a la comisura de los labios del hombre - ¿Por qué? ¿Esperabas otra cosa?

Lara le sostuvo la mirada durante unos instantes. Aquellos ojos. Aquellos ojos la volvían loca.

- No, claro que no.- dijo, apretando los dientes. - Vamos.

Y pasó a su lado en dirección hacia la puerta.

Kurtis la observó durante unos instantes. Y de nuevo, qué absurdo, aquel flashback, aquella memoria de la primera vez en que la vio, en carne y hueso, en aquel café parisino. Todavía caminaba como una reina. No había perdido nada de su garbo.

(...)  

La mujer volvió caminando lentamente a su habitación, mientras pensaba, extrañada, qué diantres había sido aquello. La recepción del hotel le había hecho bajar para comunicarle que tenía una llamada importante, pero que no podían transferirla a la habitación, a petición del que llamaba. Ya era raro que el personal del hotel se plegara a semejantes exigencias. Pero aún fue peor cuando, tras coger el auricular y decir "¿Sí?", quien fuera que había llamado había colgado inmediatamente.

Ni siquiera le había llegado a oír respirar.

Qué raro, se dijo.

Salió del ascensor y enfiló el pasillo hacia su habitación. Y entonces, apenas a cinco pasos de la puerta, se quedó parada, clavada al suelo.

La puerta de la habitación estaba entreabierta.

Una oleada de terror la asaltó. Intentó moverse, pero los pies parecían habérsele pegado a la moqueta del pasillo. ¿Qué era aquello? ¿Se había dejado la puerta abierta? ¿Había olvidado cerrarla? ¿Quizá había entrado alguien del personal de limpieza? Pero no era probable a aquellas horas.

- No tener miedo. - murmuró, temblando, el mantra con el que había sobrevivido todos aquellos años. - No tener miedo.

Por fin logró avanzar y, finalmente, empujó la puerta y entró. La habitación estaba en orden, silenciosa.

- ¿Hay alguien ahí? – gritó, mirando a su alrededor, haciendo uso de su rudimentario turco - ¿Hola?

Silencio.

Suspirando, se volvió hacia la puerta y la cerró. Luego anduvo hasta la cama, y entonces, por el rabillo del ojo, distinguió algo rojizo a través de la puerta entreabierta del baño.

La garra del miedo le estaba atenazando las entrañas mucho antes de que se decidiera a avanzar y abrir la puerta de un empujón. Entonces fue la realidad la que la golpeó a ella.

Alguien había abierto su bolso de maquillaje y cogido el pintalabios rojo. Con él, había escrito, hasta desgastar totalmente la barra de labios, una única palabra. La había escrito por todo el baño, cubriendo el espejo, la mampara de la ducha, las pulcras baldosas blancas, incluso el interior de la bañera. Estaba por todas partes.

PUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTAPUTA

Le fallaron las rodillas y cayó contra la puerta. Luego miró a su alrededor, los ojos casi saliendo de las órbitas.

La había encontrado.

- Eres tú, ¿verdad? – chilló, y su voz le sonó estridente y aflautada – Pues bien, ¡aquí estoy! ¡Ya me tienes! ¡Acabemos de una vez!

Silencio.

Cayendo de rodillas al suelo, gateó sobre la moqueta y, de un tirón, alzó el faldón de la amplia cama.

No había nada.

No había nadie.

La habitación estaba vacía.

Acurrucándose en posición fetal, la mujer rompió a llorar.

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