Capítulo 45: Agonía sin fin
Día 22 en la Vorágine.
Que la Luz me perdone, pero estoy mancillando este manuscrito ancestral con un bolígrafo infame y una letra torpe y temblorosa, a través de las últimas páginas en blanco que, sospecho, la sibila Herófile debió dejar para mí. Quizá el que yo, Marcus, el Sabio, haya de escribir esto, sea otro de los grandes planes de la maligna voluntad que a todos nos devora.
Digo que es el vigésimo segundo día, y parece cosa de risa, dado que aquí es difícil percibir el paso del tiempo. Nada cambia en esta vasta extensión. Pero yo soy capaz de percibirlo, quizá porque de nuevo, eso es lo que interesa a alguien. Se han ido arrastrando lentamente, y aquí estoy, al término de mi camino, sin haber avanzado hacia ninguna parte y sin casi alimento o bebida. De todos modos, sé que no moriré hasta que mi tarea no esté completada, sea cual sea.
A través de brumas sutiles percibo a mis otros compañeros, que no me perciben a mí ni se perciben entre ellos. Confieso que me está resultando enloquecedor ser testigo de la lenta agonía del hermano Kurtis, tal y como debe estar sintiéndose la pobre Giulia. Me pregunto por qué este malvado plan la habrá arrojado en medio de tan macabro escenario. Pero los demonios siempre han adorado el sufrimiento gratuito. En eso, no es que sean muy diferentes de los seres humanos.
Ahora, cuando por fin el Guerrero parece estar entregando los últimos resquicios de su fortaleza física bajo la despiadada embestida de nuestros ancestrales enemigos, no puedo dejar de admirarme por la fortaleza de Lara. No es que a ella la hayan tratado con más piedad. Pero no le han temblado las piernas en ningún momento, ni la mueve a compasión el futuro incierto de su hijo. Ha recibido ya más heridas de las que podrían caberle en el cuerpo y algunas son insoportables, pero no he visto que se rompa su máscara de dureza. Acaso ella sea la más fuerte de todos nosotros.
Qué puedo decir de Betsabé, salvo que sigue siendo un misterio impenetrable para mí. Ya tiene aspecto de fantasma. Sé que puede verme, que me devuelve la mirada cuando los demás no pueden hacerlo, pero siempre lo hace en silencio. ¿Qué pasa por tu mente, Hija Bendita? Sabes que creo en tu pureza y en tu bondad, pero si no luchas contra tu naturaleza, no te salvarás. No se salvará nadie.
En medio de esta demencial sucesión de horas vacías y artificiales, pues sé que aquí el tiempo debe arrastrarse cuando en el mundo mortal vuela, una misteriosa revelación ha llegado a mí de una forma terrible y certera. Sé por qué la Amazona y su hijo no nacido deben acabar en el altar de Lilith. No me atrevo a escribirlo aún. Temo que semejante abominación tome forma y fuerza al haberlo escrito. Soy un viejo supersticioso y la sola idea de la aberración que le espera a Lara me hace doblarme de náuseas. Y la sola idea de que Betsabé consienta algo así hace desmoronarse mi fe por momentos, pues ahora sé, con conciencia totalmente lúcida, que ni siquiera Joachim Karel, que era un ser sin sentimientos ni escrúpulos, hubiera tolerado semejante acción. Más que nada por lo que ello representa.
Betsabé debe abandonar esta locura, debe rebelarse a lo que se está preparando para cumplir con toda docilidad, o la humanidad entera estará perdida. Se me parte el corazón, que aún conservo a pesar de todos mis largos años, al ver este esperpéntico panorama, pero el bien de la humanidad bien vale el sufrimiento de un hombre justo como Kurtis. Si se cumplen los planes de Betsabé, tanto dolor, tanta agonía sin fin, no habrá valido para nada.
(...)
Pero... ¿qué ven mis ojos? ¿Un Lux Veritatis... desprevenido?
Al sonido de la voz burlona, cruel, Kurtis entreabrió levemente los ojos. Estaba reclinado en otra abrupta roca, donde se había dejado caer tras su último combate. De los despojos ensangrentados que había hecho con los demonios que le habían atacado, no quedaba nada. En fin, para qué sorprenderse.
- Te equivocas, Moloch.- susurró, entreabriendo los labios llenos de sangre seca – Te he percibido hace rato.
Una risa seca y cascada resonó en sus oídos. La criatura que se había materializado ante él era un ser de auténtica pesadilla, un íncubo atroz. Era alto y fornido como un hombre, y tenía el cuerpo recubierto de escamas. Alrededor de sus formas desnudas se enroscaba una blanca serpiente de ojos rojos. El rostro del demonio era horrible, tenía ojos de serpiente y una enorme boca llena de dientes triangulares como serruchos, que tenía deformada en una espantosa sonrisa. La cabeza, de forma ovoide, estaba coronada con una serie de cuernos retorcidos. Unas tenues alas coriáceas completaban el resto.
Miradlo. El indomable Kurtis Trent. Toda una leyenda. Aunque me gustabas más cuando te dedicabas a destripar soldaditos en el Golfo. Eras la máquina de matar más pulida de toda la maldita Legión. Lo que nos hemos divertido mirándote. Desde que se te han ablandado los sesos por esa furcia inglesa, no vales lo que antes.
- Vaya, Moloch.- gorgoteó Kurtis, escupiendo un coágulo de sangre – Si hablas como un legionario.
He tenido ocasión de aprender mucho de los mortales. Sobretodo de ti. Admítelo, no eres más que un asesino, pero lo bien que nos lo hemos pasado contigo. Ah, y lo bien que nos lo vamos a pasar ahora...
Dejó la frase sin acabar para soltar otra monstruosa sonrisa. Kurtis esbozó una mueca demente. Tenía el cuerpo flácido, relajado, la cabeza ladeada, como si su cuerpo no respondiera ni la terrible presencia del contrario le intimidara.
- Tendrías que estarme agradecido, Moloch. La última vez que nos vimos me faltó poco para dejarte sin cuernos.
Eso me recuerda que tenemos un asuntillo pendiente, Lux Veritatis.
- Cierto. Tendrías que besarme el culo, si mal no recuerdo. No olvides que gracias a mí ahora eres la primera potencia en todo el puto infierno.
Moloch soltó otra carcajada.
Cierto. Te cargaste al viejo Karel. Acabados los Nephilim, los íncubos heredamos el reino del Padre. Y yo disfruto de una nueva posición. Muy cierto. Pero aún así, no te besaré el culo... prefiero besarte las entrañas, cuando te las haya arrancado.
- Es una pena. Porque no creo que vosotros podáis con ella.
La faz espantosa del íncubo se torció en un gesto de odio.
¿Ese ser híbrido que pretende ser una Nephilim? ¿Esa que se hace llamar Betsabé?
- Cuidado, a tu Señora le gusta. Me parece que os enviará a los íncubos otra vez al séptimo círculo. Tendréis que volver a mendigar almas.
No si Moloch lo puede impedir.
- El único que puede impedirlo soy yo.
¡Ya no eres necesario! No tienes el Fragmento del Orbe. Y podemos usar al maldito viejo, el Sanador, para que la elimine. Por lo que sé, ella le tiene una estúpida confianza.
- Pobre, pobre Moloch. De tanto poseer monjitas se te han reblandecido los cuernos.
El íncubo soltó un rugido ensordecedor y golpeó a Kurtis con su garra. Éste se dobló hacia un lado, soltando un jadeo de dolor.
No eres más que una piltrafa. Tarde o temprano, se os acaban las fuerzas. No sois más que mortales. ¿Te he contado cómo lloraba tu padre cuando lo crucificaron? Fue patético.
- No puedes herirme con eso. Mi padre está en paz.
Moloch se inclinó hacia Kurtis, lo agarró por el cabello y lo forzó a mirarlo. Tenía las babeantes fauces del demonio a sólo unos centímetros de la cara.
Sin embargo, sé cuál es tu punto débil, soldadito de la Luz. Y te lo voy a contar: la puta esa a la que dejaste preñada está aquí, con nosotros. Y nos vamos a divertir con ella. ¡De lo lindo!
Aún estaba diciéndolo cuando la mano de Kurtis se alzó bruscamente y se oyó un chasquido metálico. El demonio soltó un rugido de dolor y se incorporó aullando. La cuchilla del Chirugai le había vaciado el ojo derecho.
Kurtis se levantó de un salto mientras Moloch retrocedía, limpiándose la mezcolanza de sangre negra y fluidos que le manaban de la cuenca del ojo. Lanzó una mirada amarga al Lux Veritatis, que por toda respuesta le mostró provocativamente la mortífera arma.
- Mientes muy mal, Moloch.
Eso quisieras tú, hijo de la gran puta. Que fuera una mentira.
- Me estás aburriendo.
Pues divirtámonos.
Con un rugido tremendo, desplegó las alas y se elevó un tanto, sobrevolando a su contrario. Kurtis ya sabía qué esperar de aquel ataque. Se acuclilló en el suelo, aferrando el Chirugai, tratando de no hacer caso del punzante dolor de las heridas. Oteó un instante el ancestral demonio, que se mantenía suspendido, examinándolo detenidamente.
- La verdad es que sólo faltabas tú.- dijo, tomando un poco de arena del suelo y frotándose las manos con ella, antes de volver a empuñar el arma – El infierno no sería lo mismo sin Moloch, ¿verdad?
Soltando una risa cavernosa, el íncubo descendió en picado. Kurtis mantuvo la posición, y en el último momento adelantó el Chirugai y lo abrió. El golpe fue bastante violento, él y su atacante prácticamente rodaron por el suelo, pero cuando Moloch se elevó de nuevo, tenía un espantoso tajo en el vientre escamado y Kurtis seguía ileso.
- Veo que sigues siendo tan presuntuoso como antes.- le gritó – Sigues cayendo en las mismas trampas.
Otra risa acompañó el nuevo descenso del íncubo. La estrategia no funcionaría de nuevo, así que esta vez, esquivó el ataque de su adversario y retrocedió de un salto. Moloch soltó otra carcajada y descendió otra vez a gran velocidad. No veía tan bien con un solo ojo y Kurtis aprovechó para estamparlo un puñetazo en la cara, lo que fue cortarse los nudillos con las afiladas escamas que tenía por piel, pero tuvo la virtud de desequilibrarlo y mandarlo al suelo, en medio de una nube aparatosa de polvo.
Moloch apenas había aterrizado cuando ya tenía a su adversario encima. Podría habérselo sacudido fácilmente de encima, ya que era el doble de corpulento y tenía una fuerza brutal, pero vio a pocos centímetros de su ojo sano una de las cuchillas ensangrentadas del Chirugai. Odiaba aquella maldita arma con todas sus fuerzas. Todos los demonios habían aprendido a temerla y a odiarla. Por eso no se movió.
Pese a su debilidad, Kurtis no estaba para finezas. Agarró a Moloch por los cuernos y le retorció brutalmente la cabeza, pegándole la cuchilla a la cara.
- Vamos a ir largando.- le siseó al oído.
El demonio rió quedamente.
¿Qué quieres que te cuente? ¿Lo que te espera? Pero así arruinas la emoción.
- Si de verdad Lara está aquí, muéstramela.
No puedo hacer eso.
- Eso es porque eres un mentiroso.
Los ángeles y los demonios no mienten, hijo de perra.
Otro retortijón le hizo crujir los huesos del cuello. Vio reflejados sus ojos de ofidio en el metal de la cuchilla.
- Los Lux Veritatis tampoco, así que oye esto: voy a romperte el cuello.
Entonces sucedió algo que no esperaba: la serpiente blanca, que había estado aletargada durante todo el rato, reaccionó de repente y alzó la cabeza. Kurtis no lo esperaba. El reptil le mordió en el cuello y, con una fuerza tremenda, lo arrancó de la espalda del demonio y lo arrojó al lado. Al instante ya estaba incorporándose, pero un latigazo proveniente de la afilada cola de Moloch le atravesó la cara y lo derribó de nuevo. El rostro le estalló en una ola de ardiente y pegajoso dolor y por un momento dejó de ver nada, porque tenía los ojos llenos de sangre.
La garra de Moloch le asió por el cuello y lo alzó en el aire con la misma facilidad con que alzaría a un niño. El Chirugai le resbaló de la mano y cayó con un estrépito al suelo. El íncubo lo mantuvo durante unos instantes cogido así, levantado por encima de su cabeza, y mirándole con fría satisfacción.
Anda, hazle un favor a tu amigo Moloch. Suplica un poco por tu vida.
Incluso a través de la sangre que se le deslizaba a hilos por el rostro, el demonio vio claramente la mueca sarcástica de Kurtis. Trató de hablar, pero la voz salió muy débil. Moloch aflojó la garra para permitirle hablar.
- Yo te pediría que me hicieras el favor a mí y me mataras, pero no tienes huevos para eso.
Con un rugido, Moloch lo estampó en el suelo. El golpe pilló su pierna izquierda en mala postura y se le torció el tobillo.
¿Matarte? La diversión no ha hecho sino empezar.
Kurtis creyó que la monumental paliza iba a proseguir, pero entonces, el íncubo, con una sonrisa siniestra que prometía futuros suplicios, se disolvió en el aire.
(...)
Maddalena se repitió mil veces que era una cobarde. Había estado acurrucada junto a Kurtis, mientras él, medio desvanecido, dormitaba sobre la roca, acariciándole el rostro y el cabello pese que a sabía que él no lo iba a notar. Cuando había aparecido el demonio, sin embargo, no había tenido valor para afrontarlo. Corrió a esconderse detrás de la roca, mientras escuchaba, estremeciéndose a cada golpe, la terrible conversación y el brutal ataque, llorando silenciosamente. Ni siquiera la certeza de que en cualquier caso no hubiera podido hacer nada por él, ni intervenir en su favor, la liberó del agobiante peso de la culpa.
Durante un instante, le pareció que aquel ser aberrante que estaba atormentando a Kurtis miraba en dirección a ella y sonreía con satisfacción, como si supiera que ella lo estaba viendo y que gozaba con ello, pero no podría haberlo asegurado. Cuando desapareció aquella horrenda criatura, se aprestó de nuevo a correr a su lado, pero tampoco había nada que pudiera hacer. Kurtis se limitó a soltar una maldición entre dientes y a limpiarse la sangre del rostro. Su pie izquierdo estaba torcido en una posición horrible. No podría andar así.
Todavía estaba inclinándose sobre él cuando, súbitamente, desapareció de su vista. Soltó un grito y miró a su alrededor. No había rastro de Kurtis, ni de la roca, ni de los restos de sangre sobre el suelo. Se echó a temblar.
Hay alguien que quiere saludarte, Giulia, dijo la Voz.
Una sombra se perfiló cerca de ella. Se dio la vuelta, sorprendida, y halló a Daniele Monteleone.
Era el último a quien hubiera esperado ver. Se quedó contemplándolo boquiabierta. La certeza absoluta de que había muerto la invadió aun antes de que alcanzara a percibir la palidez cadavérica, lo amoratado de sus labios y lo muerto de sus ojos, por no hablar de aquel gran orificio de bala en el centro de la frente. Estaba sentado en una butaca no muy diferente de la que tenía en Italia, y daba vueltas a una copa vacía.
- ¡Daniele! – exclamó ella con voz quebrada.
El mafioso alzó los ojos, vacíos, inexpresivos, y la miró durante largo rato. Ella temblaba de la cabeza a los pies. Avanzó un par de pasos.
- Daniele... ¿quién... quién...?
Lara Croft.
La voz conocida había resonado en sus oídos sin que aquellos labios cadavéricos se hubieran movido. Con un gesto vacío de expresión, de acercó la copa a la boca e hizo como si bebiera, pero no había nada que beber. Maddalena soltó un sollozo.
- Oh, Daniele, no lo sabía... ella... nadie dijo nada... ¡creía que seguías vivo!
Pagué mi deuda, Maddalena. He venido a despedirme.
La pelirroja extendió la mano y tocó el brazo de Monteleone. Lo halló frío, duro y rígido. Le fallaron las rodillas y se desplomó a sus pies.
- De todos los hombres que he conocido, sólo tú te apiadaste de mí.- musitó.
De todas las mujeres, sólo tú me has amado de verdad. Y aún así te fallé. Maddalena... carissima... qué razón tuviste al abandonarme.
Las lágrimas le corrían por el rostro pero ni las notaba. Hundió la cabeza en el muslo de Monteleone. Notó una mano seca jugueteando con sus rizos.
- ¿Razón? – sollozó – Fue un gran error hacerlo. Dejé mi lugar seguro y fuerte a tu lado para lanzarme tras un hombre al que no le importo nada. Estoy perdida, Daniele, no sé qué hago aquí. Sólo espero morir, ahora que sé que tú también has muerto.
Ni siquiera podía sentir rencor contra Lara por haberlo matado. Sólo sentía un gran vacío y desolación por dentro.
Tuve a mi lado a la mejor mujer de este mundo, y la traté como a una ramera. Vida de reina es lo que debí haberte dado. Menos perder el tiempo en mi prestigio y en mi orgullo. Ahora no tengo nada. Perdóname, Maddalena.
Los hombros de la mujer se estremecieron.
- Yo fui feliz a tu lado... perdóname, Daniele.
Los dedos rígidos del mafioso tomaron la barbilla de Maddalena y le alzaron el rostro. Se encontró mirando el rostro de un hombre muerto.
¿Sabes por qué estás aquí?
- Por abandonar al hombre que podía protegerme, por perseguir a uno al que no puedo tener.
Pero incluso eso lo has hecho conforme a los planes de alguien, Maddalena. Se te va a exigir un gran sacrificio.
- No me importa. Si él no me ama y tú ya no vives, no tengo nada que hacer ya.
Monteleone enmudeció. Temblorosa, Maddalena se incorporó para alcanzar los labios amoratados de él. Apenas había empezado a rozarlos cuando pareció hablar de nuevo.
Eres la Inocente de la profecía, Maddalena.
Ella se detuvo.
- Creí que sería el Impuro. Soy una prostituta.
Los pecados del cuerpo no dañan el alma. Tú lo sabes, cara mia. Es el odio, el rencor y la sangre lo que la mancillan.
- Betsabé, Kurtis, Lara... incluso el hijo que ella lleva en el vientre, son cien veces más inocentes que yo. – se le llenaron los ojos de lágrimas – Kurtis está sufriendo atrozmente, No puedo soportarlo más.
No más que tú, Maddalena, no más que tú. Cada uno está pagando por lo suyo. Tú, carissima, también pagarás pero por nada. Yo ya he pagado, y por eso me marcho.
Fue decir eso, y empezó a disolverse en el aire. Ella, aterrada, trató de retenerlo, pero sus manos sólo aferraron aire.
- ¡Daniele! ¡No! ¡No, por favor! ¡No me dejes! ¡Llévame contigo!
Pero se disolvió, engullido por la nada, y tan sólo quedó ella, arrodillada en la dura tierra, enfrentándose sollozante al vacío.
¡Tú sí que me has amado, hermosa mía!
(...)
Giselle aterrizó de bruces por enésima vez. Se levantó jadeando, tocándose los labios que chorreaban sangre. Miró atrás. La turba proseguía, imparable, siguiéndola. No sabía cuánto tiempo llevaba huyendo de ellos. Caminaban muy lentamente, arrastrándose, como los zombis que eran, pensó furiosa. No importaba. Si se detenía, la alcanzaban tarde o temprano.
Así llevaba días, semanas quizá. Los zapatos los había perdido hacía mucho. De sus piernas sólo colgaban restos de sus medias ensangrentadas por los cortes, los moratones y las rozaduras de haber caído mil y una veces. Su falda estaba hecha jirones. El pelo, revuelto y manchado de sangre, se le había apergaminado de polvo. En su vida se había sentido tan sucia, miserable y furiosa.
- ¡Largo, hijos de puta! – chilló con una voz aguda y desgarrada - ¡Dejadme en paz!
Nunca en su vida hubiera empleado un lenguaje así, pero estaba fuera de sí. Si le ponían la mano encima, la golpeaban, la abofeteaban, la pisoteaban, trataban de estrangularla. Le habían arrancado el cabello a mechones. Y pese a que se había defendido a conciencia, nada podía herir a aquellos seres, porque ya estaban muertos.
A su lado divisó la etérea silueta de Selma, que observaba aquello con serena indiferencia. Extendió una mano llena de cortes, con las uñas rotas, para tratar de agarrarla, pero la muchacha turca no era más que un jirón de niebla.
- ¡Diles que se vayan! – aulló más que dijo.
La mirada de Selma se cruzó con la de ella, impenetrable.
Ya te he dicho que no puedo impedirlo. Quieren vengarse del daño que tú les hiciste. Y lo harán hasta que queden satisfechos.
- ¡Pero tú no lo haces! – estalló.
Yo aún no estoy muerta. Y quisiera estarlo para poder unirme a ellos y destrozarte como tú me destrozaste a mí.
Giselle soltó un alarido largo, inhumano. La sombra de sus perseguidores ya se proyectaba sobre ella. Se alzó y corrió de nuevo, jadeando, sin aliento. Un instante lo empleó para mirar atrás, y fue su desgracia. Tropezó con una piedra, que parecía sospechosamente colocada allí, y al caer se dislocó la rodilla.
Soltando un grito de dolor, se sujetó la articulación. Empezó a arrastrarse con las manos, desesperada, haciendo trizas el resto de su ropa. Pero no podía avanzar más rápido.
Al poco rato, miles de manos frías cayeron de nuevo sobre ella.
(...)
- ¿Cómo era mi padre?
La pregunta la pilló desprevenida. Estaba vendándose un zarpazo de íncubo en el muslo. Alzó la mirada, sorprendida, y miró fijamente a Betsabé, que se sentaba en el suelo cerca de ella, con las rodillas juntas y las piernas plegadas a un lado con modestia.
- ¿Estás tratando de iniciar una conversación conmigo?
Betsabé esbozó una sonrisa burlona.
- ¿Y con quién vas a hablar? ¿Con tu bebé?
Lara torció la boca.
- Probablemente me diría cosas más interesantes.- masculló, apretando la venda con fuerza – De tu padre lo único que tengo que decir es que ojalá haya tenido mal reposo.
- No hay reposo. Los Nephilim, como el resto de los inmortales, nos desvanecemos al... ser destruidos. Sólo los mortales conocen otra vida, porque tienen alma. Nosotros no la tenemos.
- Ya me había dado cuenta.- gruñó ella, limpiándose los restos de sangre con saliva, porque no quería desperdiciar el agua.
Betsabé sonrió débilmente.
- Creo que era diferente a mí.
- Por supuesto. Era un hombre.
Poco acostumbrada a los sarcasmos de Lara, la Nephilim arqueó las cejas. Hasta que no la vio reír entre dientes no supo que se estaba quedando con ella.
- No, realmente no se parecía a ti. No era tan bello. – escupió la palabra – Ni trataba de ir haciéndose amigo de la gente. La víctima no simpatiza con el verdugo, de modo que cierra la boca y déjame en paz.
Ella le ignoró y añadió:
- La idea de mi padre era engendrar un hijo en ti. Si te escogió para ello, es que algún mérito muy fuerte debes tener. A los Nephilim les repugnan los mortales, por lo que he llegado a saber.
- La única idea del pervertido de Karel era humillarme y vengarse de mí, porque yo había matado a Eckhardt y a su precioso Durmiente.
- Sin embargo, yo te hubiera preferido como madre.
Lara echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
- ¡Yo también! – siseó – Te hubiera clavado el Fragmento del Orbe en el gaznate nada más nacer. ¡Y todos mis problemas resueltos!
Lejos de ofenderse, Betsabé sonrió.
- Y tanto. Pero la vida no es tan sencilla como parece, ¿verdad?
Pero Lara realmente no tenía ganas de hablar. Se reclinó en una roca -¿antes estaba ahí?- y cerró los ojos, dispuesta a descansar al menos un rato, sin dedicarle ni una mirada más a su indeseada acompañante.
Betsabé la observó en silencio. Ahora había dejado caer la cabeza sobre el hombro y un mechón de pelo castaño, rojizo de sangre, le cubría medio rostro. Estaba magullada y levemente herida por los continuos ataques de las criaturas de la Vorágine, pero ello no parecía echar abajo su fortaleza. Claro que ella no sabía ni la mitad de cosas que ahora atormentaban a Betsabé, una carga más pesada que aquel hijo no iba a nacer.
En el fondo, ella envidiaba a los mortales. Los había envidiado desde que conoció a Lara y a Kurtis. Nunca lo diría a nadie, pero a menudo, oculta en estados y dimensiones a los que sólo los inmortales podían acceder, los había espiado a los dos. Concretamente cuando de encerraban en su habitación y se abandonaban uno en brazos del otro. Betsabé sabía qué era aquello y por qué los mortales sentían una atracción por ese acto que superaba las meras funciones biológicas, pero no podía entenderlo. Para ella, había algo repugnante, sucio, en aquella especie de danza lenta, prolongada, en que dos personas se desnudaban, se besaban, mordían y lamían, para luego fundirse en una ola agitada de cuerpos entrelazados, regados de sudor y saliva, que parecían querer engullirse el uno al otro en medio de una algarabía de suspiros, gemidos y hasta auténticos gritos de placer, que en principio ella confundió con el más intenso dolor.
La primera vez casi había vomitado del asco. Pero ni siquiera eso la apartó de la fascinación que le producía aquello. Noche tras noche, acudió a espiarles, al menos siempre que no hubiera tenido algo que hacer. Poco a poco la sensación de náuseas se redujo. Se le aceleraba el pulso al contemplar aquello, ella que a sus casi tres años de vida en un cuerpo mortal de veintitantos era absolutamente virgen y nunca hubiera tolerado que la tocaran. Había algo tremendamente misterioso y sagrado en aquello, algo que estaba prohibido a los inmortales. Si Karel hubiera estado vivo, le habría dicho a su hija, con evidente desprecio, que era un precio repugnante que había que pagar por la reproducción. Los Nephilim sólo habían copulado por perpetuarse y se trataba de uniones frías, mecánicas y desprovistas de toda emoción, que nada tenía que ver con lo que ella estaba contemplando.
Fue entonces cuando empezó a sentir una envidia casi enferma. Ella deseaba experimentar lo que ellos sentían. Era un deseo casi febril, enfermizo. No sabía que cualquier hombre del mundo habría vendido su alma por tenerla entre sus brazos, porque Betsabé no era consciente de su belleza sobrehumana. Apenas se había mirado al espejo y el rostro que le devolvía la mirada le parecía absolutamente corriente. La sola idea de que un mortal hiciera con ella lo que Kurtis le hacía a Lara la hacía temblar de la cabeza a los pies, en medio del limbo absoluto entre el horror y la curiosidad.
Y además, aquello no coincidía con nada de lo que le habían enseñado Gertrude y Giselle. Kurtis Trent era un asesino, un carnicero cruel y repugnante, que disfrutaba derramando sangre y había jurado liquidar a todos los inmortales. Lara Croft era una puta, porque las mujeres como ella sólo podían ser putas, y además era tan sanguinaria como él, y reían continuamente pensando en las vidas que habían aniquilado. Todo eso no tenía nada que ver con lo que estaba viendo. Las manos asesinas de aquel hombre temblaban levemente al acariciar el cuerpo de ella, al recorrerlo suavemente con la yema de los dedos, como si temiera quemarse con el ardor de su piel. Aquella zorra, supuestamente incapaz de sentir la menor emoción hacia nadie en el mundo, cerraba los ojos y se abandonaba a aquellas caricias, a aquellos besos, y se estremecía cuando los brazos fuertes de su compañero la estrechaban contra sí o la embestía a cada impulso de...
Enrojeció hasta las orejas. Se palpó la cara, aturdida, y dio gracias a que Lara no podía verla, adormecida como estaba. Lo que le sucedía no podía explicárselo.
Una parte de ti es humana, Betsabé, y eso no lo puedes cambiar, le había dicho Marcus repetidas veces. Ahora esa frase la atormentaba. Ni tan siquiera la sangre de Lilith lo podía cambiar.
(...)
Se arrastró concienzudamente hasta un par de rocas que no había visto antes. No importaba, sabía que las habían puesto ahí expresamente para él.
- Qué amables.- gruñó Kurtis.
El pie estaba torcido y contusionado. No se iba a poder levantar de nuevo, a menos que lo colocara en su sitio. Ya lo había palpado y no estaba roto, pero se hinchaba por momentos y pronto no iba a poder llevar la bota puesta. En fin, en cuanto más rápido lo hiciera, antes acabaría.
Se incorporó como pudo, encajó el pie entre el estrecho vacío que dejaban las dos rocas entre sí, y una vez estuvo perfectamente sujeto, inspiró profundamente, contó hasta tres y giró la pierna bruscamente. El crujido de la articulación magullada al volver al sitio, junto con el latigazo de dolor, estuvo a punto de hacerle perder el sentido. Trastabilló y se desplomó en el suelo, soltando una retahíla de tacos, blasfemias y maldiciones que no empleaba desde los días en que estuvo en la Legión.
Tumbado boca arriba, jadeante, juró matar al maldito Moloch apenas se le pusiera de nuevo por delante. Durante un rato contempló aquellas nubes frías y estáticas que eran el cielo de aquel lugar, hasta que se desvaneció de puro agotamiento.
Le despertó el llanto de un bebé.
Se incorporó bruscamente, con el Chirugai en la mano, y miró a su alrededor, con el corazón desbocado. No sabía cuánto rato había estado dormido, pero sin duda era una imprudencia por su parte.
No había nada allí, salvo el mismo desolado paisaje. Sin embargo, seguía oyendo llorar al niño con toda claridad, como si lo tuviera al lado.
Se alzó torpemente. En cuanto apoyó el pie, una ola de dolor como fuego líquido le ascendió por la pierna. La hinchazón tardaría en desaparecer, pero al menos el hueso estaba en su sitio. Anduvo una docena de pasos, cojeando, y se detuvo. El llanto se hacía más fuerte por momentos.
- ¿Es ésta vuestra nueva broma? – gritó a pleno pulmón, mirando alrededor. - ¡Vais a tener que trabajároslo más!
En aquel momento aún no sabía que los lloros de aquel bebé invisible se prolongarían durante las siguientes horas, cada vez más intenso, resonándole en los oídos. Había algo desesperado en aquellos sollozos, como si estuviera sufriendo un dolor insoportable o la acometiera la más absoluta tristeza.
Nunca lo sabría, pero resistió aquello durante ocho horas. Luego fue perdiendo la calma progresivamente, en tanto que aquel llanto se intensificaba más y más. Pronto el desasosiego y la rabia más honda se apoderaron de él, por la sensación de abandono que le producía aquel llanto. ¿Qué fibra sensible suya, de las pocas que le quedaban, estaban tratando de tocar?
- Basta.- masculló entre dientes. Apretó con fuerza los dedos entrelazados para disminuir el temblor nervioso de las manos - ¡Ya basta!
Aquellas palabras, siseadas entre dientes, se convirtieron en gritos de rabia al cabo de cuatro horas después. Querían volverle loco, y lo estaban consiguiendo. Trató de cerrar los ojos pero el llanto le perseguía. Se tapó los oídos pero resonaba dentro de su cabeza. Al final se sumió en una oscura negrura, encogido en sí mismo, meciéndose sin consuelo, mientras aguardaba el fin de aquel suplicio.
Abrió los ojos al percibir el olor metálico de la sangre.
Ante él se abría un horrible espectáculo. Diseminados por la arena, esparcidos como piedras arrojadas al azar, hacía cientos, miles de diminutos cuerpecillos de bebés. La mayoría eran fetos que habían concluido su crecimiento. Estaban ensangrentados unos, putrefactos los otros, algunos habían sido troceados, otros exhibían aún el cordón umbilical colgando, o estaban parcialmente envueltos en la placenta amoratada. Distinguió niños y niñas de varios meses de gestación, ninguno sobrepasaba el año de vida, por lo que podía distinguir.
El llanto aumentó aún más de intensidad, si ello era posible.
Se alzó bruscamente. Buscó la respuesta a aquella horrible visión que la Vorágine le mandaba y el Don, siempre ingenioso, acabó por descubrirle qué significaba aquello, por qué se lo estaban mostrando, qué le estaban anunciando. Y ya fue demasiado para él.
Soltó un grito horrible y cayó de rodillas, agarrándose la cabeza. Le habían derrotado. Ya estaba. No podía resistir ni un momento más aquella existencia. No quería vivir por ver si aquel funesto augurio se cumplía o no. Ellos ganaban.
Con una determinación horrible, pausada, se llevó la mano al cinturón y desenganchó el mortífero Chirugai. Lentamente, acercó el borde del disco a su garganta. En realidad, era sencillo. Bastaba una sola orden, un mero imperativo mental, y las cuchillas se dispararían. Conociendo el alcance violento de aquella arma, seguramente no sólo le atravesarían el cuello, sino que prácticamente lo decapitarían de un tajo. Tanto mejor.
Cerró los ojos para no ver aquel mar de cuerpecitos palpitantes, que giraban las cabezas hacia él y agitaban espasmódicamente brazos y piernas, e inspiró para dar la orden de activarse a aquel disco metálico.
Una mano firme, recia, pareció salir de la nada y agarró violentamente su muñeca, dándole un brutal tirón hacia delante, en el momento en que las cuchillas salían disparadas. Apenas llegó a sentir un pinchazo leve en la garganta, que no le arrancó más que un hilo de sangre. Soltó un grito de frustración al comprobar que estaba salvado, y mientras luchaba por comprender qué había pasado, una voz fuerte y segura sonó a su lado.
¡Ánimo, hijo mío! ¡Ya no estás solo!
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