Capítulo 44: La Senda Amarga

Kurtis se acuclilló tras la roca, mientras revisaba el contenido de su último cargador. Oteó el horizonte, pero la maldita bestia parecía haber desaparecido. Con todo, no se dejó engañar. Tenía demasiada experiencia como para fallar a aquellas alturas.

No sabía cuánto tiempo llevaba en aquel lugar. No era cómo se había imaginado la Vorágine, aunque, en cualquier caso, Kurtis siempre había sido hombre de poca imaginación. Sólo sabía que el tiempo que llevara allí (¿días? ¿semanas? ¿meses? imposible precisarlo) lo había empleado en una constante lucha por la supervivencia, una lucha que (tenía esa negra impresión) empezaba a perder.

La visión que tenía ante sus ojos era una árida extensión, de la cual no se veía el final, formada por secas dunas de tierra y rocas. Nada crecía allí y el cielo que cubría aquel sitio (si cielo podía llamarse) era un tapiz color plomizo sembrado de nubes de tormenta que no se movían ni descargaban lluvia alguna. De día vivía en la penumbra y de noche en la más negra oscuridad. No había luz, nada se movía, y los únicos seres que había eran los que ponían su empeño en matarle.

Amartilló la pistola y volvió a otear el desolado paisaje. Tenía pocas expectativas de sobrevivir. Hacía mucho que se le habían acabado las provisiones, no tenía nada que comer ni nada que beber. Se alimentaba de la carne y de la sangre de sus enemigos. Tan sólo le quedaba un cargador para su pistola, atrás había dejado toda su munición consumida y todas las otras armas. Por suerte, el Chirugai le serviría hasta el final.

Había sufrido numerosas heridas, pero ya no tenía nada con qué curarlas. Todo cuanto llevaba encima era una camisa hecha jirones y los restos de lo que habían sido unos pantalones aún sujetos a sus muslos.

Probablemente nunca había estado en peor situación ni había tenido tan clara certeza de su inminente muerte, pero curiosamente y por primera vez, se sentía en paz consigo mismo. Había hecho lo correcto. Él recorrería la Senda Amarga, pero Lara estaría a salvo. Pensó en su futuro hijo durante un instante, pero lo apartó bruscamente de su mente. No debía pensar en que nunca le iba a ver.

Entonces, su agudo oído captó un gorgoteo. Se alzó violentamente y vio tras él a una mantícora agazapada, que le observaba con su macabra sonrisa.

- Qué lista eres, bruja.- le espetó.

Soltando un estruendoso chillido, el demonio se arrojó sobre él, clavándole las zarpas en el desprotegido pecho. Le rasgó la carne pero no llegó más adentro, pues él rodó y se sacó a la bestia de encima de una patada. Era absurdo tratar de vaciar el cargador contra ella, sólo había algo realmente capaz de herirla.

Pero la mantícora era una bestia inteligente y esquivó varias veces el haz del Chirugai, mientras se resistía a atacar, propiciando el agotamiento de su rival. Kurtis ya había contado con eso y simuló estar cansado, desprotegiéndose por un instante. Cuando la mantícora se le lanzó a la garganta, la aferró por la cabeza y se la rebanó de un solo tajo.

Permaneció inmóvil unos instantes, jadeando. Tenía el pecho cubierto de sangre, pero no miró sus heridas. Era prioritario aprovechar el cadáver. Lo descuartizó y luego engulló la carne cruda, ya que no tenía fuego que encender, y se bebió la sangre.

¿Cuánto tiempo podría aguantar así? De momento parecía servir. De momento las criaturas que le atacaban las podía vencer con mayor o menor dificultad. Aunque él sabía que esperarían a que estuviera realmente débil para enviarle algo peor.

En aquel momento, sólo el odio podía mantenerle en pie. Habría querido ser un hombre normal, pero ellos le habían convertido en aquello. De modo que hasta que le mataran, se encargaría de que lo lamentaran.

(...)

Marcus no estaba muy lejos de él, pero no iban a encontrarse, al menos de momento. El anciano había permanecido sentado bajo una roca. Al contrario que Kurtis, no disponía de ningún medio para defenderse y hubiera podido morir de inmediato, pero nada ni nadie vino a atacarle. Tal como había esperado, la Senda Amarga del Sabio iba a tomar un cariz muy distinto de la Senda del Guerrero.

Suspirando, repasó una vez más al preciado códice, pero todo ya estaba asombrosamente claro para él. No podía creerlo, pero lo había interpretado hasta la última palabra. Las revelaciones eran terribles, pero lo sensato es que su boca permaneciera sellada hasta el momento propicio.

Suspirando de nuevo, se arrebujó en su manto y miró a su alrededor. Todo era nada. Sólo se oía silencio. El vacío silencio primigenio.

(...)

Se oyó un relámpago a lo lejos. Pero la lluvia no llegó.

Lara abrió lentamente los ojos. Estaba tendida boca arriba bajo un cielo preñado de nubes. Se incorporó despacio, oteando el desierto a su alrededor. No era Siria, desde luego. Debía estar en la Vorágine, aceptó con naturalidad.

A unos pocos pasos de ella, se encontraba Betsabé. No había nadie más. La muchacha Nephilim estaba arrodillada en el suelo, con la cabeza baja y las manos entrelazadas en el regazo. Parecía estar meditando.

Betsabé nunca había tomado una actitud claramente hostil ni agresiva hacia ellos, pero pese a todo a Lara le confundía esa actitud de cándida inocencia, de cordero degollado diría ella, que había adoptado recientemente y no sabía si creerle o desconfiar.

La naturaleza de Lara se impuso. Desconfió.

- ¡Eh!- le gritó, levantándose.

Betsabé volvió lentamente el rostro. La expresión de éste podría haber roto más de un corazón. Pero el de Lara era de acero.

- ¡Pareces una mártir camino del anfiteatro!- le espetó.

- Eso es lo que soy.- respondió en voz tan baja que no le oyó.

Observó a la exploradora erguida a su lado. Se había puesto una camisa ancha y no ceñida para ocultar su embarazo, pero los pantalones eran largos y ajustados y llevaba todo su equipo. La mirada de la inglesa era impaciente y desconfiada.

- ¿Dónde estamos? ¿Y cómo es que estás aquí conmigo?

- Estamos en algún lugar impreciso de la Vorágine, al inicio de nuestra Senda Amarga. Estoy contigo porque debo custodiarte a ti y a la criatura que llevas en el vientre para que lleguéis sanas y salvas al altar del sacrificio.

- ¡Qué amable por tu parte!- dijo Lara irónicamente – Por un momento casi me he sentido tentada de darte las gracias. ¿Dónde están los demás? Imagino que ya tendrás a cada uno colocadito en su sitio.

Betsabé se retorció las manos en un gesto de inquietud totalmente impropio de ella.

- Ya no tengo el control de esta situación. Es cosa de Ella. Los otros están aquí también, siguiendo su propia Senda. Quizá estén a no menos de cuatro pasos de ti, pero no los verás, ni ellos a ti. No verás a ninguno de ellos mientras transites la Senda.

- Debí imaginar que tramaríais alguna cosa por el estilo. En fin, no estoy dispuesta a perder el tiempo. Haz lo que te venga en gana, pero no pienso preocuparme lo más mínimo de ti.

Le dio la espalda y echó a andar hacia un lugar indeterminado. Betsabé se alzó y echó a caminar silenciosamente tras ella.

En cuanto a Lara, no tenía la menor intención de dejarse sacrificar. No sabía qué haría todavía, pero no se dejaría inmolar como un cordero. No sin luchar, al menos.

(...)

Al principio, Giselle no vio nada. Porque aquello, para ella, no era nada. Un desolado paisaje a base de arena y polvo. Se levantó, sacudiéndose el polvo de la falda. Luego comprobó que estaba más o menos bien y soltó un suspiro de fastidio. Para alguien como ella, que creía en la ciencia y en la sensatez por encima de todo, aquella situación era ridícula, y se mantenía pese a ello escéptica con lo que pudiera ocurrir. Sin embargo, ni eso logró ahogar un atisbo de confundido pensamiento... ¿sería aquél el lugar donde reencontraría a Karel? Sonaba estúpido y pueril, pero ya nada parecía estar en su sitio.

Echó a andar, mirando a su alrededor con desconcierto. Por una vez, lamentó que Schäffer no estuviera a su lado. El fornido alemán era capaz de conservar la calma en medio de un terremoto, y nada ni nadie lograban calentarle la cabeza. Ella, en cambio, se desesperaba por momentos.

- ¡Maldita zorra! – exclamó, fuera de sí - ¡Betsabé! ¡Ya está bien de este juego! ¡Sácame de aquí, a la de ya!

Pero tan sólo le respondió el silencio. Furibunda, echó a caminar con más energía, pero al poco rato hubo de detenerse y quitarse los zapatos, porque aquellos afilados tacones amenazaban con dejarla hundida en la maleable tierra. Dolorida, siguió adelante un rato más, que no pudo calcular, pues no había sol para orientarse ni soplaba viento alguno; hasta que se le desgarraron las medias y los pies empezaron a estar en carne viva. Entonces, se desplomó en el suelo, vencida, pero decidida a no llorar.

- En mala hora te concebí – gruñó, dirigiéndose de nuevo a su hija - ¡Debí haberte estrangulado en tu cuna!

Luego volvió a resoplar. Agotada, se reclinó en el suelo, a falta de mejor lecho sobre el que tumbarse, y permaneció largo rato ensimismada. Debió dormirse por el agotamiento, pero fue un sueño sin descanso, poblado de imágenes atormentadoras.

Para cuando despertó, la realidad se reveló peor que sus sueños.

Había oscurecido un poco, pero todo seguía en su sitio. Ni una nube se había movido. Pero lo que antes estaba vacío, lo que había sido un yermo desierto sin nada, de repente se había poblado de figuras.

Eran personas, seres humanos. Cientos, miles de ellos. Dondequiera que mirara, había filas y filas de gente, que se perdían en el horizonte. Estaban rígidos, silenciosos, de pie, y mirándole fijamente con el rostro totalmente inexpresivo.

Giselle cayó en la cuenta, aterrada, de que podía reconocerlos. La mayoría iban vestidos con una bata de hospital inconfundible: la que ella les había proporcionado cuando los trajeron a la fuerza a su centro. Distinguió con claridad a la encantadora niña que se le había muerto hacía meses cuando el tratamiento se avecinaba exitoso. Vio con claridad al estudiante italiano cuya vida había segado a base de inyecciones aún en vida de Karel, poco antes de recibir la noticia de que debería hacerse cargo de Lara Croft. Hacía meses, años, de la muerte de aquellas personas, y ella los había ido olvidando conforme sus cuerpos iban a parar el fondo del mar, pero ahora estaban allí y le miraban fijamente.

Se echó a temblar. Algo le decía que debía mantener la cabeza fría, pensar racionalmente, llegar a la conclusión de que aquello era ilusorio, pero aquellos rostros resultaban horriblemente reales, pese a que ninguna brisa agitaba sus ropas o cabellos.

El silencio era mortal.

- ¿Qué queréis? – gritó Giselle, pero no halló respuesta.

Se giró bruscamente para calibrar cuánta gente la rodeaba, pero entonces un grito se le ahogó en la garganta al ver a las dos personas que tenía más cerca, justo detrás de ella.

Una era el erudito Vladimir Ivanoff. Lo reconoció porque tenía la cabeza aplastada, ya que era imposible reconocer sus facciones. El cráneo se había hundido por un lado y sólo un ojo la miraba inquisitoriamente a través de aquella pulpa sangrienta.

Y justo a su lado, estaba la muchacha turca. Pero al contrario que los otros, ésta parecía resplandecer levemente. Sus cabellos se movían y se le agitaba levemente la bata blanca que llevaba.

- ¿Qué queréis? – balbuceó con voz temblorosa - ¡Marchaos!

Giselle.

Dio un respingo. Selma había movido los labios, pero la voz exangüe que había resonado en sus oídos no parecía surgir de ellos. La miró fijamente, aturdida.

Giselle...

- ¡Qué! – gritó, al borde de la histeria.

Te hablo yo, que estoy en el filo entre la vida y la muerte, en nombre de aquellos que no tienen voz.

- ¿Qué es lo que queréis de mí? – exclamó ella por tercera vez.

Lo que tú has querido siempre. Venganza.

Retrocedió un par de pasos y trató de apartarse, pero estaba rodeada.

- Tonterías.- farfulló- Estáis muertos. ¡Muertos, muertos, muertos! Idos y dejadme en paz.

Selma inclinó la cabeza ligeramente hacia un lado.

No será posible.

Dando un grito de rabia, Giselle se abalanzó sobre ella, pero sus manos no tocaron sino aire. Atravesó la etérea figura de la muchacha turca sin sentir absolutamente nada entre los dedos. Sin embargo, se había lanzado con tanta energía contra ella que, al atravesarla, trastabilló y fue a chocar con la primera persona que había tras ella. Y ésta, pese a ser, o parecer, alguien que estaba muerto, era espantosamente sólida y real. Giselle volvió a gritar, pero en ese momento el otro le aferró el cuello y empezó a apretar.

(...)

Maddalena jamás había estado tan asustada en su vida.

Había confiado tan ciegamente en que tras atravesar el limbo se hallaría junto a Kurtis que al verse sola en aquel inhóspito lugar la dominó el pánico. Miró a su alrededor, y al no ver nada se dejó caer sobre la seca tierra y empezó a mecerse adelante y atrás, lamentándose. No duró mucho esto, ya que de pronto volvió a oír a su odiada y eterna compañera.

¿Por qué lloras, Giulia? ¿No te dije que te daría lo que más quisieras?

- No está aquí.- respondió ella.

¡Oh, sí! Muy cerca. Pero no le puedes ver.

- Quiero verle.

Muy bien. Para mí no hay nada imposible. Mas te advierto que él no te verá, ni tú podrás interactuar con él, al menos de momento.

- No me importa. Quiero saber si está bien.

Fue decir aquello y vislumbrarle en el horizonte. De un salto se incorporó y corrió hasta él, aunque se paró a cierta distancia, por una precaución que realmente no necesitaba adoptar.

El estado de Kurtis era lamentable aunque parecía bastante despejado y seguro de sí mismo. En aquel momento había hincado una rodilla en el suelo y se estaba arrancando los últimos jirones de lo que había sido su camiseta, que ya no le cubría el torso y tan sólo podía entorpecer sus movimientos. Rápidamente rasgó aquello en tiras que usó para envolverse algunas heridas. No dejaba de otear a su alrededor con una aguda mirada, lo que acabó por convencer a Maddalena de que realmente no podía verla.

- No entiendo por qué tiene que sufrir tanto.- murmuró en voz alta la joven- No veo por qué os mostráis tan crueles con él.

Es la eterna guerra, Giulia. Pero va a llegar a su fin pronto. Muy pronto, sí.

Se oyó un rugido a lo lejos. Kurtis se alzó rápidamente, sosteniendo el Chirugai en su mano. Ella vio, horrorizada, cómo unos seres deformes, horribles, surgían de la arena, se acercaban a él. Pretendían rodearle, pero el Lux Veritatis rápidamente se desmarcó hacia atrás, con una adusta sonrisa, mientras con la mano les indicaba, provocativamente, que se acercaran.

Maddalena comprendió, en su interior, que parte, si no toda, de su Senda Amarga, era presenciar aquello sin poder intervenir, sin poder proporcionarle consuelo o alivio, ya que no podía serle de otra ayuda.

Exactamente, querida Giulia.

(...)

Lara miró a su alrededor y se replegó detrás de una roca. Desde hacía rato, percibía algo, pero no sabría decir qué. Betsabé junto a ella, daba la exasperante sensación de saber qué era y cuándo iba a hacer acto de presencia, pero la exploradora estaba decidida a no mendigarle información. Que se quedara con sus misterios.

Amartilló las pistolas con calma, mientras Betsabé oteaba el horizonte.

- Ahí vienen.- anunció con indiferencia.

Eran leves bultos oscuros, que avanzaban con una rapidez sorprendente. Al principio Lara no los distinguió bien, pero entonces captó formas antropoides, corpulentas, con sus cabezas coronadas por cuernos retorcidos, como de carnero. Tenían unas extremidades inferiores extrañas, como de avestruz, que las impulsaban a correr a una velocidad increíble.

- Íncubos.- dictaminó Betsabé de nuevo.

- Y yo creía que esas cosas sólo existían en las Biblias medievales.- dijo Lara, que ni en esas circunstancias se resistía a hacer un chiste.

Los gruñidos de los demonios se dejaron oír, entremezclados con risas crueles y frías. Parecían divertirse con lo que les esperaba.

- Es una partida de caza.- dijo aún la Nephilim.

- ¡Y nosotras las presas!

Lara se subió a la roca y cargó la escopeta. Apuntó con fría precisión y en el primer tiro abatió a uno e hirió a otro. El primero se deshizo en una nube negra, pero para su horror, de la sangre que salió de la herida del segundo se generó otro íncubo que se unió rápidamente a la partida.

- ¡Mierda! – exclamó Lara.

Eran ocho en total. Estaba claro que no podía fallar.

- Su punto débil es el arco superciliar.- indicó la bella.

- ¡Ya me he dado cuenta, Doña Perfecta! – estalló Lara, que odiaba que la desconcentraran cuando estaba apuntando.

Con absoluta sangre fría logró abatir a cuatro certeramente antes de que les alcanzaran. Lara no se sorprendió de que los íncubos no atacaran a Betsabé (de hecho, no le dirigieron ni una mirada, pese a que trataron por todos los medios de no rozarse con ella) y se reunieran alrededor de la roca, riendo burlonamente. El rostro de aquellos seres hubiera podido desafiar cualquier cuadro de El Bosco. Las fauces afiladas se les alargaban hasta los lados de la cara, y sorprendentemente, eran ciegos, por lo cual parecían olfatear perfectamente a la mujer. Uno de ellos lanzó un zarpazo en dirección a Lara, que se equilibraba sobre la abrupta roca, y la alcanzó en el muslo. Sintió un tremendo escozor y la sangre caliente deslizándose por la pierna, pero ni siquiera paró a mirarse la herida ni se concedió un gemido de dolor. El ataque le había puesto el íncubo a tiro y lo despachó de un disparo.

De pronto, notó un tirón por la espalda y se desequilibró. Soltando un grito cayó hacia atrás y fue a caer entre la maraña de íncubos. De pronto tres pares de zarpas se aprestaron a desgarrarle la piel. No dudó en desenfundar el cuchillo y acometerlas a navajazos. Los chillidos de aquellos repugnantes seres la ensordecían.

A través del rabillo del ojo creyó ver a Betsabé encaramarse a la roca. Parecía un hada caída con aquel vestido roto. La Nephilim cerró los ojos y formó un óvalo con las dos manos. Casi al instante su cuerpo entero empezó a resplandecer con una luz azulada maravillosa. El frescor que emitía le llegó hasta su ardorosa piel.

Las mandíbulas de un íncubo se le hundieron en al hombro. El dolor fue más de lo que podía tolerar y soltando un grito se revolvió y lo acuchilló. Vio penetrar la hoja a cámara lenta entre los dos glóbulos blancos que eran los ojos sin luz de aquel ser, y al instante se desintegró en un vapor negro. Pateó con rabia a los otros dos, que prácticamente le estaban arrancando la carne de las piernas a mordiscos, y aprovechando que engullían algo de su piel, dio dos certeros golpes de cuchillo en las frentes de los demonios. Al instante se había librado de ellos.

Se desplomó, dolorida, jadeante. Tenía las piernas empapadas de sangre y llenas de mordiscos. Notaba correrle la sangre por la espalda desde el hombro. El dolor era absolutamente punzante. Aunque nada era tan quemante como la furia que sentía por dentro.

- ¡Debería hacer lo mismo contigo, zorra! – soltó.

Betsabé la miró en medio de su aura azulada, y dijo:

- Desagradecida. ¿Quién ha estado protegiendo a tu hijo, sino yo?

Aturdida, Lara se dio cuenta que en ningún momento del doloroso combate había sido consciente que, de hecho, estaba embarazada, y que podría haber tenido peores consecuencias. Boquiabierta, observó a Betsabé, y entonces vio algo que flotaba suspendido entre el óvalo que formaban sus manos unidas por las puntas de sus dedos.

Era la pequeña imagen, similar a un holograma, de un diminuto embrión humano.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top