Capítulo 38: Sibilla Satanica
"Yo era joven y ambicioso. Ansiaba por encima de todo el conocimiento y la sabiduría. Y él era viejo, muy viejo, tan viejo como que había visto pasar eras y edades enteras como un solo instante de nuestra vida mortal. Él era viejo y eterno, y yo era joven y ambicioso. Me dejé seducir por él.
Ignoro si la mujer que te concibió te ha hablado de cómo era. Lo cierto es que tenía un aspecto corriente, no era un prodigio de hermosura y perfección como tú. Era muy alto, rubio de ojos azules. Siempre vestía de negro, muy elegantemente. Había elegido llamarse Joachim Karel, tomando un nombre mortal que procediera del hebreo, como era costumbre entre los Nephilim. Así escogió tu madre el tuyo, sin duda.
Él... vino a mí una noche de tormenta. Yo ya había llegado a diácono en mi imparable ascenso, y dormía un sueño febril entre los manuscritos que mi solícito protector, el entonces cardenal Ratzinger, me había dejado consultar. Alcé los ojos en un determinado momento, asustado por el repentino estallido de un relámpago, y entonces le vi allí, reclinado en un rincón.
Quien no haya visto jamás la sonrisa de un Nephilim no puede saber qué se siente. Que Dios me perdona la blasfemia, pero es ver sonreír a un ángel... y a la vez a un demonio. Él no era tan atractivo como lo eres tú, pero en aquel momento, qué digo, en toda la eternidad que él vivió, no existió criatura tan terrible e irresistible en toda la Tierra.
Así le vi yo, como una puerta abierta a la eterna sabiduría, como un mar de promesas. Yo entonces tenía mucho orgullo y poco temor de Dios, pese a mi fervorosa farsa ante mis superiores, y presté oídos a sus tentadoras, zalameras, venenosas palabras."
Detuvo su relato con un jadeo, estremeciéndose. El dolor de sus pobre articulaciones había aumentado. Sentía que los huesos se le estaban rompiendo como bajo golpes de martillo.
(...)
- Ercole Monteleone – susurró Karel torciendo la boca en una lupina sonrisa – Para ir camino de la alta jerarquía de tu Iglesia, andas traqueteando entre textos muy inapropiados.
El joven diácono, aturdido, dejó caer el pergamino y lanzó una mirada de pánico a los rollos y códices que había desperdigado por la mesa de consulta.
- ¿Quién eres? – balbució, pues el verlo de negro temió que fuera un inspector del Santo Padre.
Pero Karel, por toda respuesta, avanzó hasta la mesa, tomó un documento y lo observó con desinterés. Luego barrió con su aguda mirada el resto de documentos.
- Necronomicon, Malleus Maleficarum, Biblia Negra... y... uhm, ¿qué es esto? ¡Vaya! Un manuscrito de la Lux Veritatis que habla de los Nephilim y de Lilith...
Arrojó el documento de nuevo sobre la mesa.
- Ciertamente inapropiados para lo que se supone que debe ser un santo varón. Yo no me haría ilusiones respecto a lo que pensará uno de tus superiores respecto a alimentar tu alma con semejantes lecturas. Sin embargo, las conserváis en vuestra biblioteca. Gran ironía.
- ¿Sois un inspector?
Karel volvió a mostrar su sonrisa torcida.
- Soy algo mucho peor para ti. Imagino que ya habrás leído bastante como para interpretar esto.
Abrió la mano, mostrando una cicatriz de algo grabado a fuego, algo que en efecto, el diácono Monteleone identificó como la marca de un Nephilim.
- Farsante.- tuvo el valor de farfullar- esa marca se la puede hacer cualquiera. ¿Has venido para burlarte de mí?
La mesa vibró bruscamente, y se desplazó en dirección horizontal hasta estrellarse contra la pared, arrastrando lámparas, jarrones y sillas, y desperdigando los manuscritos.
- Los largos siglos me han dotado de paciencia para todo, excepto para insolencias de mortales.
Ercole retrocedió hasta la pared, temblando violentamente.
- Yo s-sólo soy... un... po-pobre diácono...
- Un miserable mortal, que es peor. Pero estás corrupto por la ambición y aprendes de textos prohibidos. Es lo que basta para servir a mi propósito.
Ante la aturdida mirada de Monteleone, el Nephilim tomó unas hojas de papel en blanco y las arrojó despreciativamente sobre él.
- Escribe, monaguillo.- se burló – A los de tu calaña siempre les ha gustado parlotear y escribir.
Ercole tomó temblorosamente el papel y buscó algo para escribir. Incluso su curiosidad era mayor que su miedo, y no tenía fuerzas para resistirse.
- ¿Qué escribo?
- Voy a hablarte de la caída de Samael. Es hora de que vuestro pomposo hatajo de predicadores deje de contar mentiras a la chusma. Si veo que vales para esto, quizá luego te hable de Lilith. Apuesto a que tus textos no te van a contar nada tan interesante.
Sin decir más, el diácono sujetó convulsamente la pluma y procedió a transcribir la voz intensa de aquel inmortal que por primera vez, revelaba a un ser humano uno de los grandes misterios de todos los tiempos.
(...)
El anciano cardenal alzó la vista y contempló a la hija inesperada de quien fuera su confidente. La hermosa joven sonreía calmadamente.
- No quieres que te hable de tu padre.- murmuró al fin – Quieres que te hable de lo que me mandó escribir.
- Eres sagaz, anciano.
- Debí imaginarlo. Vienes a que te hable y luego me matarás.
Betsabé hizo un gesto cansado con la mano.
- Estáis todos obsesionados con la muerte. Imagino que debe ser algo estimulante, dado que os hace vivir demasiado deprisa. ¿Para qué iba yo a matarte, si vas a morir de todos modos esta noche?
Ercole soltó una amarga carcajada.
- Si todos tus predecesores hubieran pensado como tú...
- Háblame de ese manuscrito que te hizo redactar. El que quemaste.
Los ojos verdes de la mujer le escrutaron sin piedad. ¿Cómo podía saberlo todo con sólo mirarle? Tembló. Había olvidado cuán terribles resultaban aquellas criaturas.
- Sí, lo quemé, lo admito. – se retorció dolorido en su butaca – Lo quemé cuando mis fuentes me informaron de que él había muerto, y no podía volver para castigarme. Eran palabras malditas. Su misma existencia hacía llorar a los ángeles.
Sus ojos se desviaron hacia la mortecina luz de la lámpara, y luego miraron el bulto que ella aún mantenía enrollado en su regazo. Como impulsado por un resorte, el brazo de Betsabé destapó bruscamente la tela.
- Oh, Santa María. – es todo lo que alcanzó a murmurar el anciano.
Allí estaban. El Orbe y los Fragmentos. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Cuántas veces había soñado con ellos, mientras devoraba los manuscritos prohibidos, tratando de imaginarlos, ansiando tocarlos... los tenía allí ahora, y el dolor de sus huesos era tan intenso que ni tan sólo podía extender una mano.
- Al fin te has hecho con ellos, poderosa señora. Al fin, pues, llegan los días oscuros. Ella despertará de nuevo... y gracias al cielo, yo no viviré para verlo.
- Todos lo van a ver.- siseó Betsabé – Todos. Los habitantes de la Tierra. Los que moran en el cielo. Los que penan en la Vorágine. Las almas errantes, perdidas, que no tienen hogar. Todos. El despertar de Lilith no pasará desapercibido ni a la forma de vida más rastrera jamás creada.
- Entonces, que Dios se apiade de nosotros.
Y sin más, siguió hablando...
(...)
Marcus tenía grandes dotes oratorias, pero ni siquiera su mejor oratoria le servía para dar solución a la situación que tenía enfrente. Largas horas de consulta, toda la comunidad movilizada con tal de ayudarle a buscar en los archivos del monasterio, y cuanto tenían eran vagas alusiones o textos incomprensibles. Se sentía desesperado.
- Llega, pues, el Anticristo, y nada tenemos con qué combatirle.
Alzó la vista del códice que examinaba, sorprendido, y vio a Nikos Kavafis de pie. Se alteró.
- Padre, estás todavía demasiado débil. Permite que vuelva a llevarte a...
- Por favor, no puedo quedarme echado. No en estas circunstancias. El Anticristo viene... y yo creí verlo en un Nephilim que fue fácil de abatir.
Marcus frunció el ceño, mientras el abad tomaba asiento a su lado. Se movía lentamente, torturado por el dolor de sus aún recientes heridas.
- Yo no le llamaría el Anticristo.
- ¿Cómo definirías pues, el despertar de esa horrible diablesa? Llámese Satanás o Lilith, lo cierto es que el Maligno amenaza con ensombrecer la Tierra. Durante siglos hemos ayudado en todo lo que hemos podido a tu Orden contra quienes creíamos los mayores enemigos de la humanidad, esos Nephilim... la nuestra es la historia de un fracaso.
- No muy diferente de la nuestra.- sonrió Marcus – Todo cuanto tenemos ahora es un Luchador que no quiere luchar y una criatura no nacida, en el punto de mira de todas las fuerzas oscuras. No es un panorama muy bueno.
Nikos asintió.
- Ojalá tuviera la gran fe que tenía mi predecesor. Él hubiera sabido qué hacer. – sacudió la cabeza, como queriendo alejar tales pensamientos, y murmuró - ¿Qué consultáis, pues, Sanador?
Marcus hizo una mueca y enseñó el texto al abad. Éste leyó:
- Inocencia, Sabiduría, Ocultismo, Impureza, Angelical Esencia, penden de los dedos de un Guerrero y de una Amazona.
- Dios mío.- murmuró el abad, sorprendido. - ¡Al fin habéis hallado algo!
- ¿Eso crees? Yo no estaría tan seguro. Sigue leyendo.
- Un Guerrero y una Amazona a dos deben sacrificar. Por su causa su sangre han de derramar, mas no mancharán sus manos de sangre.
- Si quieres mi opinión.- bufó Marcus – esto es un batiburrillo incomprensible.
Nikos sonrió.
- Bueno, yo soy un eclesiástico, y tú un Sanador. Si no logramos interpretar esto, no vamos a tener más pistas. Déjame seguir leyendo.
- La sangre vertida clama desde la tierra. Sangre inocente, sangre sabia, sangre impura, sangre oculta, sangre angelical pueden salpicar la tierra.
- No veo dónde veis la incomprensión. – farfulló Nikos - ¡Yo lo veo muy claro!
- ¿Sí, verdad? – a Marcus le costaba contener el sarcasmo – Amigo mío, ése es el problema. Está tan claro que no nos está diciendo nada. ¡Se limita a repetir las palabras de la dichosa profecía!
- Déjame leer, Marcus – dijo, tomando el códice, quizá le saque algo.
Ved con ojos límpidos lo que es la Verdad. Nada es tan claro como lo muestran nuestros ojos mortales. Inocencia no es inocencia, impureza no es ausencia de pureza. La sabiduría muchas caras tiene, y lo que está oculto a los ojos se muestra con claridad al mundo. El ángel puede ser demonio.
Nikos rió.
- Es bastante... irónico. Es y no es. Puede ser cualquiera, pero no es lo que parece ser. Parece que este texto no nos lleva a ningún lado...
Marcus gruñó.
- ... pero...
- ¿Pero qué?
- Bueno, es obvio que no debemos confiarnos. ¿Teníais alguna hipótesis acerca de quienes podían ser los elegidos?
- El erudito Ivanoff propuso que tanto él, como Selma o como yo podíamos ser el Sabio. Según él, la dama Betsabé podía ser el Ángel, mientras que vio en la señorita Manfredi el Impuro...
Nikos volvió a reír.
- Ese Ivanoff es bastante agudo, pero... parece dar bastonazos de ciego. Ciertamente Betsabé podría ser un demonio que parece ángel, pero el caso del Impuro y el Sabio es demasiado obvio... y este texto nos advierte que no debemos obviar nada.
- Kurtis tampoco pareció satisfecho con esa propuesta. La verdad es que las criaturas del Mal no diferencian una prostituta de una mortal... "normal" digamos. No ven más impureza en una que en otra. Son sucias mortales, y punto.
El abad hojeó un poco más el códice. En algunos puntos la tinta estaba corrida y semiborrada, algunas páginas estaban carcomidas y hacía mucho que había perdido las tapas.
- ¿Quién escribió este manuscrito? – inquirió Marcus - ¿Lo sabes? Lo hallé en uno de los sótanos cerca de la cripta.
- ¿Qué título lleva?
- Ó Onirikón Daimonión. El Sueño del Diablo.
Nikos se quedó parado un momento, luego esbozó una sonrisa.
- Qué... qué paradójico. Así que es hacia esto hacia donde nos llevan los acontecimientos....
- ¿Por qué? Jamás oí hablar de este libro.
- Ni tú, ni nadie ajeno a este monasterio. Y mucho menos los novicios más jóvenes. Este libro está prohibido. El abad Stefanos del siglo XIV lo mandó guardar y prohibió acceder a él.
- ¿Por qué no lo quemó entonces? Pero... ¿me estás diciendo que de verdad este libro fue escrito en el siglo XIV?
El abad se echó a reír.
- No, en absoluto. Fue escrito mucho antes. Este libro ya era viejo cuando él mandó guardarlo. Quizá tuvo miedo de quemarlo.
Marcus se echó atrás en la silla. Temblaba ligeramente.
- Si esto no es una falsificación...
- Te aseguro que no, hermano.
- ... entonces tenemos entre nuestras manos un libro que habla de la Orden, de las profecías, de un Guerrero y una Amazona... ¡escrito varios siglos antes de que la Orden naciera... de que Loanna von Skopf naciera! En nombre de lo sagrado, ¿quién escribió esto?
Nikos sonreía.
- En teoría está prohibido hablar de esto, pero vivimos tiempos difíciles... y siempre hay algo de información que se filtra. A mí me habló de este libro mi predecesor Minos, en su lecho de muerte. Qué curioso...
- ¡Habladme de él! – instó, más que sugirió, el Sanador.
(...)
Ochenta años de vida había hollado la tierra, y al fin era hora de partir. Minos Axiotis yacía en su lecho de muerte. Su mano ya flácida apenas lograba sostener el rosario. Sus ojos estaban fijos en su querido icono de la Theotókos, el que había presidido su despacho durante tanto tiempo, que había mandado traer frente a su cama.
A sus pies, sujetándole la mano, Nikos Kavafis, quien había sido elegido sucesor, se mantenía con el rostro inclinado. La pérdida inminente de quien había sido guía e inspiración para toda la comunidad había caído como un jarro de agua fría sobre ellos, pese a que era patente que estaba ya muy viejo y enfermo.
- Nikos...
El monje abrió los ojos. Minos tenía el rostro vuelto hacia él, pero era obvio que ya no veía nada. Las pupilas mortecinas no apuntaban en ninguna dirección.
- Nikos, debo decirte algo. Es sobre... el libro prohibido. Ó Onirikós Daimonión.
Él frunció el ceño. Sin duda eran desvaríos de un moribundo.
- Descansad, patéras. El Señor os aguarda.
- ¡No! – el grito brotó con sorprendente energía de los labios exangües – Debí haberte hablado de esto mucho, mucho antes. Escúchame, te lo ruego. Me estoy muriendo...
Nikos inclinó la cabeza en señal de respeto.
- Ese libro... será vuestra guía cuando el Mal regrese.
- ¿De qué habláis, santo padre? El Mal ha muerto. Nosotros lo vimos morir, y acabar el dolor.
Minos negó agotadamente con la cabeza.
- El Mal siempre regresa. Siempre vuelve, y vuelve fortalecido. Aquello sólo fue una batalla. Debes... debes ayudarles...
- ¿A quiénes, padre?
- A Kurtis. A Lara. Siguen en peligro. El códice prohibido...
Un acceso de tos le impidió seguir. Nikos tomó una jarra de agua de la mesilla y escanció un vaso, que acercó a los labios del moribundo.
- Hijo – farfulló en cuanto hubo bebido – Ese libro fue escrito en el siglo VII de nuestra era. Hablaba de cosas que aún no existían , como la Orden de la Lux Veritatis, o la Amazona. Lo escribió una persona... una mujer...
Otro acceso de tos. De nuevo le dio de beber. Pese a saber que aquello era impío, Nikos ya podía sentir el aguijón de la curiosidad atormentándole por dentro.
- Esa mujer... fue una profetisa que vivía en las montañas de Siria. Una mujer que se denomina a sí misma en el manuscrito como Sibilla Satanica.
- ¿Una sacerdotisa del Diablo?
Minos asintió.
- ¿Cómo podemos tener semejante horror en nuestra biblioteca? – jadeó Nikos.
- Porque es un horror que podría salvar a muchos en un momento determinado. Escúchame... esa mujer profetizó el despertar de un antiguo mal... un mal que vendrá a castigar, a vengar, a destruir. Llegado el momento, debes ayudar con ese manuscrito a quien te lo pida.
- Pero, padre...
- Júralo, hijo.
- ¡No debemos jurar!
El viejo abad sonrió amargamente.
- Hay muchas cosas que no deberíamos hacer y las hacemos. Jura, hijo...
La respiración se hizo más lenta, más mecánica. Poco a poco, las pupilas se le dilataron y los labios quedaron entreabiertos.
Nikos depositó la mano sobre su pecho e inclinó la cabeza.
- Recibidle, ángeles del Señor. Guárdale, Señora del Cielo.
(...)
Nikos se estremeció al acabar de hablar. Se miró las manos, horrorizado, mientras se le llenaban los ojos de lágrimas.
- ¡Nikos! – exclamó Marcus - ¿Te encuentras bien?
- ¡Oh, Santo Dios! – sollozó - ¡Ahora lo recuerdo! Tuve un demonio dentro de mí...
- Eso ya pasó. Estás curado y purificado.
Nikos soltó un grito de pesar. Luego hundió el rostro en las manos.
- ¡Cómo pude olvidarlo! ¡Lo tuve dentro de mí y él me susurraba esa profecía continuamente! ¡Cómo pude olvidar ese libro, cómo pude no hacer caso del último aliento de Minos!
- Valor, Nikos. Aún estamos a tiempo. Podemos ayudar. Parece que este códice sí es valioso, luego nos dedicaremos a estudiarlo y hacer saber a Kurtis y a Lara las novedades que obtengamos.
Apretó la mano del monje, que seguía ofuscado. Luego, ambos retornaron a la lectura.
(...)
Llevaban media hora de carretera en jeep, a través del árido paisaje, después de haber dejado atrás Damasco. Eran dos vehículos, uno conducido por los gemelos, y en otro Lara, Kurtis y Maddalena. Pese a las protestas de la exploradora, era Kurtis quien iba al volante.
- Si te hiciera caso en todo– masculló él, mirando de reojo a su copiloto – acabarías haciendo puenting al noveno mes, Lara. Deja de comportarte como una loca.
Ella le lanzó una mirada envenenada y luego se concentró en el mapa que examinaba.
- Creo recordar que tenías una moto.- susurró con suavidad la pelirroja desde el asiento trasero.
- Debió de quedársela tu amigo Monteleone.- respondió Kurtis. – Espero que le sirva de veneno.
Lara sonrió. Kurtis sabía perfectamente, aunque no Maddalena, que el mafioso había muerto.
- Ahora, cuando llegues a una especie de intersección, gira a la izquierda.- indicó la exploradora, y se apartó un mechón de la frente llena de sudor.
- ¿Estás segura de que necesitamos a esos dos?
- Es un poco tarde para enviarlos de vuelta, después de que les hice venir de Estados Unidos.- se rió Lara – Sí, les necesito. Ellos conocen la excavación. Tengo entendido que es enorme. Podría hacerlo yo sola, pero eso nos llevaría mucho tiempo, y tiempo es lo que no tenemos.
Maddalena se encogió de hombros. No lograba entender nada. ¿Qué buscaban? ¿Qué era lo que estaba punto de pasar?
Lo sabes, bella Giulia. Lo sabes.
Se estremeció de miedo y miró aterrada a su alrededor.
Yo nunca te dejo, ni a sol ni a sombra, susurró la Voz, jamás lo olvides.
(...)
- ¡Ah! – suspiró Wilbur - ¡Mi hermoso! No lo han destruido. – se giró hacia los demás – Bienvenidos al templo de Astarté.
Era enorme, en efecto. Una inmensa estructura medio en ruinas, con algunas paredes grabadas y algunas con restos de pigmentos. Lara lo observó, encantada, pero se conminó a ir al grano.
- Debemos ponernos en marcha. ¿Algún lugar sospechoso al que dirigirnos?
- Que nos conduzca adonde vio las mantícoras.- instó Kurtis.
Cuando los tres hubieron desaparecido entre las ruinas, William se dejó caer al pie de una columna y encendió un cigarro. Luego observó a Maddalena, que se había sentado a la sombra con aire ausente.
- Gasté los mejores años de mi vida en este templo.- murmuró, mirando con una sonrisa los hermosos grabados de animales – Cuando lo encontramos, apenas eran dos piedras mal puestas. Y fíjate ahora cuándo desenterramos .- suspiró – Estoy admirado de que esos mamones lo respetaran. Estoy por cambiar mi opinión respecto a ellos.
Ella se abrazó las rodillas, sin mirarlo. Él sin embargo no le quitaba la vista de encima.
- No entiendo qué pasa aquí. Cada vez estoy más confundido. Mi hermano se pone a desvariar como un loco, al igual que cuando abandonamos en este sitio, y encuentro a Lara totalmente cambiada. – arrojó el cigarro - ¿Qué sabes tú de esto? ¿Quién eres, y quién es él? ¿Es su amante, verdad?
La pelirroja paseó su vista por la estructura, incómoda.
- No es asunto mío.
- ¿No? ¿Y qué haces con ellos? ¿Acaso tú también eres su amante?
No hubo respuesta.
- No me gusta ese tío. No me gusta nada. Creo que no es de fiar. ¿Debo creerme todas esas chorradas de Lilith y del descenso al infierno?
Silencio.
- ¿No será una trampa, verdad?
(...)
- Éste es el bothros. Los arqueólogos denominamos bothroi a ...
- ... a los pozos de ofrendas de todos los templos.- Lara sonrió sarcástica.- ¿Vas a enseñarme arqueología a estas alturas, Wilbur?
El rubicundo americano, acuclillado frente al pozo, sonrió como un niño a quien su madre riñe.
- Déjame disfrutar, Lara. Además, puede que tu amigo aprenda algo.
Kurtis se inclinó a la vacía oscuridad y olisqueó.
- ¿Cuánta profundidad hay?
- Unos seis metros hasta el suelo. Pero he traído una escaleri...
Antes de que pudiera concluir la frase, Kurtis se había lanzado por el agujero. Wilbur soltó un grito.
- ¡Qué haces, hombre de Dios! ¡Te vas a romper las piernas!
Una luz titiló abajó, y vieron a Kurtis de pie entre restos de cascajos iluminando con su linterna a su alrededor. El arqueólogo estaba boquiabierto.
- ¡No es posible! ¡Tendrías que tener los huesos de titanio para no rompértelos! ¡Hay una caída de seis metros, repito!
- Seis metros no es nada para Kurtis.- Lara sonrió, algo envidiosa del Don que le permitía ralentizar la velocidad de caída. – Pero despliega esa escalerilla, Wilbur, si no quieres que nos rompamos nosotros las piernas.
Sacudiendo la cabeza, el arqueólogo ajustó, con ayuda de Lara, la escalerilla de cuerda, y descendieron por ella. Al llegar abajo y pisar los restos de cerámica, la mujer se inclinó y alzó una estatuilla alada de símbolos inconfundibles.
- Lilith – anunció, triunfante - ¿Sigues pensado que este templo estaba dedicado a Astarté?
- No empieces, Lara.
Kurtis estaba acuclillado junto a un hueco en la base de la pared del pozo, escrutando con su linterna sus contornos.
- Aquí hay un túnel. Lo bastante ancho como para que gatee una persona... y se mueva con total libertad una mantícora.
Wilbur empezó a temblar, pero hizo un esfuerzo para contenerse.
- Esas cosas salieron de ahí. Éramos muchos... pero... ¿qué haces?
Kurtis se estaba escurriendo por el hueco. Lara fue junto a él.
- ¿Estás seguro? – exclamó – Si vienen, ¿cómo vas a defenderte en un espacio tan estrecho?
- No están aquí. – jadeó el hombre – No las percibo por aquí cerca.
El americano sacudió la cabeza, no sabiendo si dar crédito.
- Voy contigo.- dijo Lara gateando tras él.
- Lara...
- ¡No empieces! Si no hay mantícoras, no hay peligro. ¡Y nadie se ha muerto por gatear un rato!
Con un gruñido, Kurtis continuó hacia delante.
- ¿Vienes, Wilbur?
- Yo... si eso... os espero aquí.
(...)
Veinte metros más adelante, vieron la salida. Por suerte el suelo estaba cerca. Kurtis se deslizó fuera del hueco y plantó los pies en el suelo. Luego, ayudó a Lara a salir.
- Increíble.- anunció, satisfecha - ¿Quién iba a decirlo?
Estaban en una ancha cueva subterránea que parecía ventilarse con corrientes de aire procedentes de galerías superiores que llegaban hasta la superficie. Frente a ellos, había una especie de estructura pétrea muy extraña, como un huevo, al que se entraba con una escalera central tallada en piedra. Había algunas antorchas encendidas.
- Ahí vive alguien.- afirmó Kurtis.
- ¿Qué clase de persona puede vivir enterrada así? – farfulló Lara, que ya se dirigía hacia la escalinata. Kurtis la cogió del brazo.
- ¿Has pensado que puede ser peligroso?
Lara se levantó la ancha camisa y mostró la pistola que tenía metida en el cinturón.
- Ya voy armada. Vamos.
Ascendieron por la roca oscura en dirección al huevo de piedra. Una cortina raída cubría la entrada, detrás de la cual se advertía un resplandor rojizo.
- ¿Crees que deberíamos llamar a la puerta? – se burló Lara – Es lo prescrito referente a la educación para los sitios decentes.
- Éste no es un sitio decente. – sonrió Kurtis, y apartó la cortina de un tirón.
Al principio, una vaharada de humo perfumado les impidió ver nada. Dieron un par de pasos al interior, y entonces Lara soltó una exclamación.
Estaban en una habitación circular, que hubiera parecido más grande de no estar abarrotada de trastos: frascos, botellas, libros, muebles, cortinas, y miles de cofres, estanterías llenas de objetos y bultos enrollados en telas raídas. Frente a ellos, y tras un enorme brasero donde se quemaban algún tipo de especias aromáticas y que iluminaban con una fantasmal luz rojiza la estancia, había un amplio trono de madera, con almohadas raídas. Y sentada en ella, había una niña.
Si es que se la podía llamar niña, a juzgar por su pequeño tamaño, y porque en su cuerpo, desnudo y pintarrajeado de ocre y de rojo, no había indicios de madurez todavía. Pero su aspecto resultaba horrible. Bajo las líneas de pintura que cubrían su cuerpecillo, se adivinaban diversas escarificaciones hechas a cuchillo. Tenía el cuerpo entero marcado. El cabello estaba tan sucio y enmarañado que era imposible determinar su color, pero de él pendían diversos huesecillos y cráneos diminutos (¿de ratón?) a modo de decoración. Lara le calculó unos ocho o nueve años de edad.
Había estado rígida en un asiento que era cinco veces más grande que ella, pero al poco rato entreabrió ligeramente los ojos. Al principio, Lara se horrorizó del color blanco lechoso que tenían, pero luego comprobó, avergonzada, que no había nada monstruoso en aquellos ojos. Sencillamente, la niña era ciega.
- Disculpa que te hayamos molestado.- dijo Lara. De pronto se sintió estúpida, pero lo cierto es que no sabía cómo reaccionar ante una aparición semejante.- Nosotros...
No continuó, porque entonces la niña emitió un siseo semejante al de una serpiente. Los pálidos labios, pintados con alguna sustancia negruzca, se entreabrieron, mostrando unos dientes amarillentos y afilados.
Kurtis dio un paso y apartó suavemente a Lara, cubriéndola en parte como para protegerla de la niña.
- Kurtis - murmuró ella – Da miedo, pero sólo es una chiquilla, no puede...
- El hombre es más sensato que tú, mujer.
Había hablado. La miró, aturdida, porque la voz ronca que había salido de aquella horrible boca no parecía la de una niña, sino la de una vieja decrépita.
- ¿Hablas mi idioma? – preguntó Lara, todavía rodeada por el brazo de Kurtis.
- Hablo todas las lenguas de los mortales y de los inmortales. Los Antiguos me compensaron con ese don.
La masa blancuzca que eran sus ojos se movía lentamente, girando en las cuencas.
- Pero si sólo eres una niña. ¿Quién te dejó aquí? ¿Dónde están tus padres?
El diminuto pecho se hinchó y la criatura soltó una seca carcajada.
- Yo no tengo padres. Quizá los tuve hace mucho tiempo, pero murieron, mientras que yo he visto pasar edades y edades enteras en la Tierra. También fui niña hace mucho, pero quedó atrás. Ahora ya soy muy vieja, y muy sabia.
- No entiendo qué dices.
- Es normal. Pero si quieres respuestas, abre ese enorme armario que tienes a tu derecha.
Lara se giró hacia el mueble, pero Kurtis la agarró.
- ¿Estás loca? – le siseó al oído - ¡No tienes ni idea de qué hay ahí!
- No temas, Hijo de la Luz.- siseó la niña – No seré yo quien haga daño a la Amazona.
La exploradora se soltó de su abrazo y se dirigió al armario. Era como si no fuera ella misma. Kurtis le lanzó una mirada furiosa, y sí, estaba siendo estúpidamente incauta, pero la curiosidad la devoraba por dentro, y había algo que la impulsaba a hacer lo que aquel monstruo le dictaba.
Abrió de un tirón las desvencijadas puertas del armario, que chirriaron sonoramente, y entonces retrocedió y soltó un grito de horror.
Había una pila de cabezas amontonadas en diversos estantes. Eran cabezas disecadas, cabezas de anciana, con la boca y los ojos cosidos, el pelo gris enmarañado coronando algunas, una seca calva en otras... había diez, veinte, treinta...
- Se cuentan por miles. – indicó la niña – Desde que nací hasta ahora, éstos son mis anteriores avatares. Los guardo en miles de armarios diseminados por mis dominios. ¿Entiendes ahora, Amazona? Yo nací en el siglo VII de vuestra era. Desde entonces, he nacido, he muerto y he vuelto a nacer, y cuando mi cuerpo moría, ocupaba otro y guardaba mis anteriores cuerpos para venerarlos. Por desgracia se pudrieron con los siglos y sólo puedo conservar mis cabezas.
Lara sintió que le invadían las náuseas. Las cabezas despendían un fuerte olor. Se tambaleó, y Kurtis la sostuvo.
- ¿Qué monstruosidad es ésta?
- No es ninguna monstruosidad. Es el don de la reencarnación. Sólo yo lo gozo de entre todos los mortales.- la niña se recolocó en el trono – Espero que tu insana curiosidad esté satisfecha, Amazona.
Las náuseas arreciaron. Se contuvo para no vomitar. Cerró el armario de un golpe. El olor a cadáver, las especias que se quemaban... el olor a sangre... a mugre... Pensó, irónica, que si vomitaba sobre el alfombrado suelo, no iba a ensuciar más aquella repugnante sala de lo que ya lo estaba.
- ¿Quién eres? – farfulló.
La ciega cerró los ojos un instante, ocultando la gelatina blanquecina en su tiznado rostro.
- Yo soy Sibilla Satanica. – susurró, descubriendo los afilados dientes de nuevo – Y vosotros, intrusos, ¿qué habéis venido a hacer en mis dominios?
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