Capítulo 3: Recuerdos en la distancia
El British Museum rebosaba de vida y actividad. Con todo, no era hora de visitas, ya que eran más de las diez de la noche. Aquella noche se celebraba un acto académico al que habían asistido las más prestigiosas figuras de la arqueología y toda suerte de historiadores. No era para menos: Lara Croft había regresado de la India con la estatua de Durga, y lejos de apropiársela, como rumoreaban las malas lenguas, había cumplido su palabra de donarla al museo.
Todo estaba dispuesto para el acto. Se había habilitado una de las salas con una tarima y un púlpito y micrófono, frente a varias hileras de asientos ocupadas por diversas celebridades que murmuraban entre sí.
Los murmullos cesaron en cuanto el director del British subió al púlpito y encendió el micrófono.
- Buenas noches.- dijo a modo de inicio – Como saben hoy nos reunimos aquí para presenciar una de las donaciones más importantes a nuestro museo en los últimos años. La estatua de Durga llevaba años perdida y muchos la suponían un tesoro inexistente. Ahora la tenemos aquí, pero no soy yo quien les ha de hablar de esta joya histórica. Damas y caballeros, con todos ustedes, Lady Lara Croft, duquesa de Saint Bridget.
Hubo una salva de aplausos.
Maldición, pensó Lara mientras subía a la tarima con su más encantadora sonrisa. Odiaba con todas sus fuerzas que la llamaran por su título nobiliario, que sonaba pomposo y rimbombante, carente de toda personalidad. Pero era un mal necesario que estaba obligada a usar en aquellas altas esferas, ya que la alta aristocracia británica no toleraba ninguna Doña Nadie entre sus filas.
Nada más ponerse frente al micrófono, una horda de flashes casi la cegó. Oyó rumores y cuchicheos y supo que la estaban analizando al detalle.
- Buenas noches, damas y caballeros.- dijo jovialmente y sin dejar de sonreír, haciendo gala de su impecable oratoria- Estoy encantada de estar aquí esta noche.
Les lanzó una mirada amable mientras pensaba: Espero que os guste lo que veis, hatajo de chupópteros criticones.
La verdad es que su aspecto era cautivador. Nadie sabía a ciencia cierta cuántos años tenía, pero todos coincidían en que rozaba los cuarenta. Con todo, Lara aparentaba casi diez años menos; alta, guapa, esbelta y encantadora. Aquella noche lucía un traje de noche rojo sangre y llevaba el cabello recogido en lo alto de la cabeza, con dos pequeños mechones ondulados que le enmarcaban el rostro.
Lara era querida por muchos y odiada por tantos otros. Los solteros aristócratas del Reino Unido se pegaban por lograr captar un mínimo de su atención y se decía que recibía a diario miles de propuestas de matrimonio procedentes de diversas partes del mundo. Ella los rechazaba siempre a todos. Algunos la emparejaban con aquel individuo serio y misterioso que había estado a su lado dos años atrás, durante los juicios por el asesinato de Werner Von Croy, del que había sido acusada. Pero no se le había vuelto a ver junto a él y ella mantenía el silencio sobre aquello como con todos los aspectos personales de su vida.
- Y bien – continuó – como dijo Jack el Destripador, vayamos por partes.
Se oyeron algunas risitas ahogadas y otros tantos se escandalizaron. Encantada con el revuelo que había armado con aquel comentario, Lara hizo unas señas a un par de operarios que se aprestaron a depositar una urna cubierta con una cortina de terciopelo a su lado. Se acercó y, retirando la tela, descubrió la bella estatua, logrando que durante un instante todos enmudecieran.
- Prohibidas a partir de ahora las fotografías con flash.- advirtió en tono severo – Podrían dañar la estatua.
"He aquí una de las piezas más bellas de la India. Según antiguos textos en sánscrito, esta estatua que representa a Durga, diosa de la guerra y de la venganza, se hallaba en uno de los templos de Khajuraho, construidos por la dinastía Chandella entre el 950 a.C y 1050 de nuestra era. Pero la estatua fue robada, probablemente por bandidos adoradores de la diosa y oculto en algún templo perdido más allá de Lucknow. Estuve estudiando algunos mapas y llegué a la conclusión de que ese templo debía existir aún, pues se trataba de un lugar donde nadie salvo los bandidos se hubiera atrevido a acercarse. Encontré el templo y, oculta en una falsa recámara, la estatua."
Si aquel quisquilloso público esperaba algún detalle escabroso acerca de los peligros a los que se había tenido que enfrentarse, los posibles enemigos o trampas que pudiera haber albergado aquel lugar; se quedaron con las ganas, puesto que Lara pasó rápidamente a analizar la estatua.
- Como ven – dijo presentándola con un amplio movimiento de la mano – el hecho de que su valor sea incalculable es algo que salta a la vista. La diosa está enteramente tallada en marfil puro, opaco por su antigüedad, mientras que el tigre sobre el cual cabalga está tallado en nácar. Por tanto se trata de dos piezas ensambladas. Los ojos del tigre son rubíes y los de la diosa esmeraldas. La exquisita filigrana con la cual están talladas las ropas y los aderezos de Durga está salpicada de pequeños zafiros. Los brazos de la diosa parecen haberse roto y vuelto a ensamblar con gran acierto. Cada cimitarra que empuña está forjada en oro. En conjunto supone toda una joya del arte hindú.
Tras un murmullo de aprobación, una nueva salva de aplausos y un cálido apretón de manos por parte del satisfecho director del British, Lara se dispuso a abandonar el estrado, pero entonces se oyó una voz que dijo:
- ¿Y qué nos cuenta de esa niña que ha traído consigo? ¿Es adoptada?
Lara frunció el ceño. Cómo no, era un periodista del corazón.
- Se llama Radha Deli, y no es una adopción.
- ¿Por qué la trajo entonces? ¿No la reclamará nadie?
- En la India ya había alcanzado el estatus de mujer y es viuda, de modo que nadie va a interesarse por ella.
Se oyeron murmullos complacidos. La hija de Lord Croft ya no sabía qué hacer para llamar la atención. ¡Ahora se dedicaba a rescatar viudas hindúes de su funesto destino!
- Algunas bocas afirman que es una hija suya nacida a causa de sus anteriores viajes a la India. ¿Es eso cierto?
- Algunas bocas como la suya, ¿no? – espetó Lara, con bastante sequedad – Según este tipo de bocas, señor Comosellame, tengo más de una veintena de hijos diseminados por el mundo y otros tantos amantes abandonados.
- Pero, ¿entonces...?
- Otra pregunta insolente como ésa, y no tardaré más de cinco minutos en averiguar quién es usted y para quién trabaja. Y una vez lo sepa, me encargaré de que no vuelva a trabajar de periodista el resto de su vida.
El tono frío y afilado de la voz de Lara acalló cualquier murmullo. El desdichado periodista se levantó, rojo como la grana, y abandonó la sala farfullando excusas incoherentes. La tensión que reinaba en el ambiente se disipó cuando el director dio por clausurado el acto y a continuación la gente se trasladó a otra sala para explayarse con un baile. Lara, a pesar de que era una excelente bailarina, declinó amablemente todas las ofertas de varones esperanzados y salió a uno de los balcones para respirar y librarse un poco de aquel asfixiante ambiente aristocrático que la perseguía por doquier.
Selma Al-Jazira estaba apoyada en la baranda. Lara se recostó a su lado.
La joven arqueóloga turca había cambiado mucho durante aquellos dos años. Era una joven bonita, de piel broncínea y cabello y ojos oscuros, como la mayoría de los turcos, y se había vuelto más jovial y activa, pero el velo de tristeza que empañaba sus ojos no se retiraba. La pérdida de sus seres queridos y de su trabajo en Capadocia aún era una pena que la corroía por dentro.
- Has estado maravillosa – le dijo con un brillo en sus dulces ojos negros – Me encanta cuando pones a la gentuza en su lugar.
- ¡Bah! – dijo Lara, haciendo un aspaviento – Ya sabes cómo es esa gente. Me miran babeando pero en el fondo están pensando: "¡Ahí va esa ramera de Lara Croft! Vive como un gamberro mientras a su familia se le cae la cara de vergüenza."
- Eso no es verdad – protestó Selma, que adoraba a Lara. - ¿Y qué si lo fuera? Eres mejor que todos ellos juntos, con sus títulos y sus escudos. Pero vamos a dejarlo. A mí sí que me vas a decir de dónde sacaste a esa chiquilla.
Lara se quedó pensativa un momento.
- No sé por qué me la llevé. Tropecé con ella y estaba dispuesta a dejarse morir. Las hindúes son así, parece que lo digan de broma pero si las pierdes de vista te las encuentras ya cadáveres. Supongo que si la hubiera dejado estaría ahora muerta, o la habrían encontrado los suyos y le habrían dado mala muerte.
- ¡Pobre criatura! – se lamentó Selma – A veces pienso que soy muy afortunada.
Lara miraba la luna, ausente. Pensaba en confiar la custodia de Radha a alguna institución, ya que ella no veía la posibilidad de hacerse cargo, y apenas oía lo que comentaba Selma acerca del trato de las mujeres en distintas zonas del mundo. Al cabo de un rato, no obstante, estas palabras la sacaron de su ensimismamiento:
- ¿Has vuelto a verle?
- ¿Eh? ¿A quién?
- No te hagas la tonta. Ya sabes. Él.
Selma exhibía una traviesa sonrisa. La turca era una romántica empedernida y disfrutaba tratando de sonsacarle a Lara lo que ella no quería decir.
- No. No he vuelto a saber nada.- respondió, sintiéndose de repente muy incómoda.
- Han pasado dos años, Lara. ¡Dos años! Parece ayer cuando los monjes de Meteora me lo trajeron herido y ardiendo de fiebre. ¿Qué habrá sido de él?
- No lo sé. Ni siquiera me lo he preguntado. – mintió Lara, que antes se hubiese dejado abofetear a reconocer que no había pasado un solo día sin que ella pensara en él, y que a veces aún soñaba con su maliciosa sonrisa y sus penetrantes ojos azules. – Lo más probable es que me haya olvidado. Tenía demasiados problemas y preocupaciones.
Se encogió de hombros, como si le diera lo mismo, dio media vuelta y abandonó el balcón. No quería hablar de ello. Las últimas palabras de Selma le llegaron mezcladas con el ritmo de un vals:
- ¡Yo no lo creo!
****
Marie Cornel salió al patio y se protegió los ojos con una mano. El ardiente sol de México caía sin piedad sobre la oscura y curtida piel de la india.
Marie estaba cerca de los sesenta, pero nadie hubiera dicho que se trataba de una anciana. La larga cabellera que en su juventud había sido negra como el ala de un cuervo ahora estaba salpicada de mechones plateados, pero su cuerpo seguía siendo esbelto y firme, a base de haber pasado la mayor parte de su vida huyendo para salvar su vida y la de su hijo de unos incansables perseguidores.
A fuerza de golpes, a base de sufrimientos, de continuos riesgos y temores, sin nada más que su propio instinto heredado de su tribu navaja, Marie Cornel, esposa de un Lux Veritatis y madre de un Lux Veritatis, había sobrevivido cuando la llamada Guerra de las Sombras se había llevado por delante a la Orden entera y a sus familias. Y había sobrevivido porque sólo ella había tenido el valor de separarse del hombre que amaba con la esperanza de dar a su hijo una oportunidad. Otras tuvieron miedo, permanecieron junto a los suyos... y murieron con ellos.
No Marie. Ella huyó y siguió huyendo, mientras su hijo crecía y se fortalecía del mismo modo que ella había aprendido a endurecerse para no sucumbir al dolor y a la desesperación.
Suspiró y sacudió la cabeza para alejar los funestos pensamientos. No debía compadecerse de sí misma, ella era la afortunada, y no los que habían muerto.
- ¿Qué ves, Kurtis? – murmuró con una sonrisa en los labios.
En el centro del patio había un hombre de unos treinta y pocos años, agachado junto a una moto, sucio de aceite de motor y con una llave inglesa en la mano. Al oír la familiar pregunta, todo un lema para él, se giró hacia Marie y gruñó:
- Veo un maldito motor que me está tocando ya... las narices.
La mujer rió y se sentó en el primer escalón del porche, mientras jugueteaba con el dreamcatcher colgado de su cuello.
- No sé qué interés te produce esa máquina infernal... no te da más que problemas.
- Ya no se usan corceles negros para desplazarse, así que me tengo que conformar con esto.- contestó él con sorna, levantándose y limpiándose la mugre en los pantalones.
Hacía dos años que él había vuelto y la había liberado de su largo cautiverio, no tanto real como psíquico, una obsesionante idea de echar a correr y ocultarse de un enemigo que ya no existía, que no volvería a perseguirla para matarla. Entonces Marie descubrió que se había habituado a vivir escondida, mezclada con la gente de su tribu en una ingrata reserva. Reintegrarse en el mundo le había costado y en cierto modo seguía siendo un alma solitaria, tan solitaria y cerrada al exterior como la de su hijo. En aquellos dos años Marie se había establecido en aquel rancho de México y se dedicaba a la cría de ganado y a hacer de curandera y partera para los lugareños, que la respetaban y le tenían cariño. Kurtis la visitaba a veces pero nunca permanecía mucho tiempo con ella. Marie nunca hablaba de él a nadie y para el resto del mundo era como si no existiera. No había parecido físico entre madre e hijo y por lo tanto nadie les podía relacionar. Era a su padre a quien se parecía.
- ¿Cuándo acabará esto, Kurtis? – suspiró, de nuevo desalentada – Llevas dos años en que no has tenido paz. ¿Es que piensas acabar con todos los demonios del mundo? Ni viviendo cien vidas como la que vives ahora lograrías acabártelos. ¿Cuándo descansarás?
- Cuando esté muerto y enterrado. – fue la seca respuesta.
Marie se levantó y se acercó a él. Volvía a estar concentrado en el motor.
- Ya tuve bastante con perder a tu padre, y ni siquiera tuve un cuerpo al que enterrar. – dijo sin que le temblara la voz – No luché durante años por protegerte de La Cábala para que ahora eches a perder tu vida en una lucha que no tiene final. La deuda con tu padre está más que saldada, mataste a su asesino y acabaste con La Cábala. Eso debería bastar.
Kurtis no respondió, y Marie sabía que no le arrancaría una respuesta ni con tenazas. Siempre había sido parco a la hora de hablar y cuando se empeñaba en no hacerlo era como topar con un muro de ladrillos.
- ¿Adónde vas esta vez? – probó de nuevo.
- A Nueva York. La prensa dice que se han visto extrañas criaturas en las alcantarillas y han encontrado cadáveres petrificados.
- ¿Basiliscos? – sugirió ella.
Kurtis negó con la cabeza.
- Los basiliscos no saldrían del alcantarillado para cazar, ni siquiera de noche. Los ataques han sido deliberados. Creo que se trata de una Gorgona.
- ¡Una Gorgona! – Marie ahogó un grito - ¡Es demasiado peligroso!
- Si no la encuentro yo antes, otros la verán y será un desastre. Además, sabes que me las he visto con cosas peores. Bueno – anunció satisfecho, levantándose y soltando la llave inglesa – esto ya está. No hagamos esperar más a esa condenada Gorgona.
Metió los brazos en un barril de agua y empezó a lavarse el rostro.
- ¿Sabes? Lara Croft ha salido hoy en televisión.
Si Marie esperaba alguna reacción por parte de su hijo, se quedó con las ganas. Kurtis siguió lavándose como si hubiera oído llover.
- Parece que ha vuelto de uno de sus viajes con una estatua. Hicieron un reportaje acerca de esa reciente donación al museo británico. Es una mujer realmente extraordinaria. La profecía de la Amazona sólo hubiese podido referirse a ella, fue impresionante cómo...
Kurtis se dio la vuelta lentamente. Exhibía una mueca en el rostro a medio camino entre el hastío y el sarcasmo.
- Por favor, madre – dijo recalcando esta última palabra – dime a dónde quieres llegar o moriré de intriga. Y sería una pena después de todo a lo que he sobrevivido.
Marie suspiró. Qué bien la conocía.
- Eres como tu padre. Él podría haber tenido a la mujer que hubiese querido, pero sólo amó a una. Y aunque no seas un maestro en dar detalles, yo sé que todavía te acuerdas de ella. No sé cómo pudiste...
- Vaciló.
- ¿Dejarla escapar? – acabó la frase Kurtis.
Ella no respondió. Había notado en su voz un cierto tono peligroso.
- No puedo creer que tú me digas eso a estas alturas.- continuó él – Tú que abandonaste a mi padre por salvarme a mí la vida, y no le volviste a ver en años.
- Lo hice porque La Cábala se valía de la agresión a los seres queridos para atormentar a los de la Orden, ¡como muy bien sabes! Tuve que dejarle para evitar que le hicieran daño a través de nosotros dos. Pero nunca, nunca dejé de amarle.
- Pues por eso mismo yo quise sacar a Lara de esto. Yo no voy a tener paz nunca, y lo sabes.- Marie bajó la cabeza al decir él esto– Ella ya hizo demasiado por nosotros. No se merecía vivir lo que yo vivo cada día.
- Por eso te pido que dejes este modo de vida.
Él sacudió la cabeza, con una sonrisa de amargura.
- Ya lo intenté, ¿te acuerdas? La Legión. Y aún allí ellos vinieron a buscarme, y sabes que no estoy hablando de La Cábala. No me dejarán hasta que muera.
Y, arrojando el trapo con el que había estado secándose el mojado cabello, pasó al lado de Marie y entró en la casa, cerrando de un portazo.
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