Capítulo 29: El ritual
Densas espirales de incienso se elevaban en el aire. Frente a Betsabé ardían velas rojas que daban a su piel pálida un matiz dorado.
Estaba sola, en la oscuridad de su cámara, serena y tranquila. Se había despojado de sus ropas y soltado su cabello para mostrarse a su divina Madre tal y como ella la había engendrado, desnuda y vulnerable. Avanzó serenamente hasta introducirse en el círculo de sangre (su propia sangre, brillante y plateada) que había trazado en el suelo.
Hincó una rodilla en el centro del círculo mágico y juntó las manos en actitud de oración, mientras su larga cabellera se desparramaba por sus hombros desnudos y cubría su esbelto y delicado cuerpo. Las varas de incienso y las velas que ardían no alcanzaban a calentarla, pero de todos modos ella jamás sentía frío ni calor.
Con la diestra sujetaba un afilado puñal (el puñal del sacrificio que, hacía dos años, la había revelado como ser inmortal, el puñal de Gertrude), con la siniestra se tocaba el corazón que le latía apresurado entre los pequeños pechos.
Cerró los ojos, y cuando su mente estuvo libre de todo pensamiento, entonó con su voz melodiosa la oración que Gertrude le había enseñado. La Invocación a Lilith.
Escúchame, Madre Lilith. A Ti te hablo.
Tú que habitas en morada oscura, Ten Misericordia de tu Hija.
Tú que respiras azufre, Ten Misericordia de Tu Hija.
Tú, cuya belleza es más radiante que el Sol y más misteriosa que la Luna, Ten Misericordia de Tu Hija.
Tú, cuyo seno engendra lo inmortal, cuyas manos aplastan lo mortal, Ten Misericordia de Tu Hija.
Tú, cuyos labios destilan la sangre del enemigo, Ten Misericordia de Tu Hija.
Tú, que eres el Principio y el Fin de toda vida, Ten Misericordia de Tu Hija.
Escúchame, Madre Lilith. A Ti te hablo.
Oh, Princesa de Bulinka, escucha la llamada de Tu Hija.
Oh, Venus Ilegítima, escucha la llamada de Tu Hija.
Oh, Esposa de Samael, escucha la llamada de Tu Hija.
Oh, Tú, Que fuiste Primera en Nacer, escucha la llamada de Tu Hija.
Oh, Tú Que Te haces a Ti Misma, escucha la llamada de Tu Hija.
Oh Tú, Madre de Todos Nosotros, escucha la llamada de Tu Hija.
Ángel de Oscuridad.
Reina de la Vorágine.
Señora de las Bestias.
Hermosa como el mar, fuerte como los cimientos de la Tierra.
No tengas en cuenta mi soberbia, no tengas en cuenta mi falta de fe.
Ven a mí ahora, pues yo te invoco.
Escúchame, Madre Lilith... ¡a Ti Te hablo!
En el momento en que exclamaba el fin de la letanía, bajó con decisión la hoja y se hizo un corte entre los senos, siguió bajando hasta llegar al ombligo, momento en que se le resbaló el puñal de entre los dedos y se dobló en dos, jadeando de dolor.
La herida no era profunda, pero sangró profusamente, salpicando con un chorro brillante el centro del círculo. Una somnolencia extraña la invadió y estuvo a punto de desvanecerse sobre el charco de su propia sangre, pero entonces notó que la herida se cerraba y recuperaba las fuerzas. Pero no tuvo valor para alzarse. Se quedó allí doblada, temblando por una sensación que jamás había experimentado antes: el miedo.
Había alguien más allí... con ella.
Notó una presencia frente a ella, en el borde del círculo. Permaneció con la frente pegada en el suelo, mientras en sus cabellos se secaba la sangre del charco, temblando. Y de pronto, una Voz, que no era única sino que parecía surgir de cien bocas distintas a la vez, habló:
Me has llamado, Hija. Aquí estoy.
Sintió que el miedo que la atenazaba se le enroscaba en la garganta como un manojo de espinas. Entonces, unos dedos largos y fríos le agarraron la barbilla y le obligaron a alzar la cabeza, y entonces sus ojos contemplaron a la Gran Diosa, su Madre.
Su apariencia era dulce y terrible a la vez. Tenía el aspecto de una mujer alta, altísima (mucho más que ella, si cabía) cuyos cabellos albinos le llegaban hasta el suelo. Poseía el delicioso cuerpo de un ángel virginal, de pechos llenos y estrechas caderas, en cuyos suaves miembros se enroscaban pequeñas serpientes negras, y no había ni una sola mata de vello en toda su resplandeciente piel. Los dedos que sujetaban la barbilla de Betsabé tenían uñas que parecían cuchillos, pero la sujetaban con afecto. Dos alas casi transparentes se desplegaban a sus espaldas, y sus ojos le causaron más terror que otra cosa, porque eran blancos como si estuviese ciega, pero no había duda de que la veía perfectamente... y a la vez era tan hermosa que sintió cómo se le deslizaban las lágrimas por las mejillas... ella, que jamás había llorado desde su nacimiento.
No me tengas miedo, Hija. Lo que ves de mí es sólo una imagen que puedo trasladar a este lugar para responder a tu Invocación. Siglos ha que moro en las entrañas de la Vorágine y mi dulce letargo no me impide atender las demandas de mis devotos. No me temas, pues.
Betsabé asintió débilmente y Ella le soltó. Su cuerpo esbelto resplandecía con una luz más fuerte de la que ella podría reflejar jamás... y devoraba la oscuridad de la estancia.
Ahora, la diosa miraba a su alrededor, y su hermoso rostro de había deformado en una mueca terrible.
¿Dónde está?, siseó con aquella voz múltiple. No veo a mi amada Sacerdotisa. No veo a Gertrude. ¿Dónde ha ido?
Betsabé se estremeció.
- Murió, Madre mía. Fue envenenada por... por mi madre mortal, Giselle Boaz, que no le tenía afecto alguno.
Se oyó un siseo agudo, como si miles de serpientes hubiesen bufado a la vez, y Betsabé vio asomar dos colmillos entre los pálidos labios de la diosa.
¡Cómo se atreve! Pagará caro el asesinato. Gertrude me era querida como una Hija Inmortal. Era una Sacerdotisa fiel y buena. ¡Pagará por lo que le ha hecho!
Los ojos transparentes del ángel se volvieron entonces hacia ella.
¿Por qué me llamas, pues, Hija? ¿Qué me pides?
Betsabé tragó saliva y trató de que no le temblara la voz.
- He visto a través del tiempo y del espacio, y he accedido a conocimientos que pocos mortales dominan hoy en día. Sé que tu Divina ira llevó a mis hermanos a la destrucción, pero esta indigna Hija tuya alberga el consuelo de que Tu Oscuro Corazón quiera ablandarse... pues soy la única que te queda... y devolverme la paz que arrebataste a mis antecesores.
"Tengo en mi poder Tu Sagrado Cetro y el Orbe Inmortal... y que obtenga los puñales será cuestión de tiempo. Te ruego, Madre mía, que tengas a bien destruirlos para que ya nada pueda dañarme... y juro por esta sangre que he vertido en Tu honor que consagraré el resto de mi inmortalidad a servirte y hacer lo que mande Tu Santa Voluntad".
Con un estremecimiento, volvió a tocar la frente con el suelo y extendió sus dos manos, que rozaron los suaves y fríos pies de la diosa.
Lilith tardó en hablar, y entonces dijo:
Tu sangre me es muy cara y en verdad creo que tú eres mi Hija querida, a pesar de que fue un seno mortal el que te engendró. La simiente que te dio vida pertenecía a uno de mis más queridos Hijos, al que se hacía llamar en vida mortal Joachim Karel, uno de mis Primeros Nacidos, que sin embargo me traicionó y causó mi ira.
Esto lo dijo con un siseo tan furibundo que Betsabé jadeó:
- Te ofrezco mi vida en pago de ese agravio que mi padre cometió contra Ti.
Y yo la acepto, sonrió Lilith, descubriendo sus afilados colmillos, porque veo que tu corazón es puro y no se ha manchado con la podredumbre de los mortales. Ven a mí, Hija, y bebe de Mi Sangre, para borrar de tus venas esa infame sangre mortal que te legó Giselle Boaz, y lleves sólo la sangre de los Inmortales.
Betsabé seguía temblando como una hoja cuando se levantó. Lilith se acercó hasta ella y le rodeó la cintura con uno de sus brazos. Le tenía tan cerca que sintió su ardiente aliento en el cuello.
¡Eres hermosa!, exclamó, regocijada, ¡jamás vi que una Hija mía fuese tan bella! En verdad pareces engendrada en mi propio seno. Hagamos realidad eso.
Lilith se hizo un corte con la afilada uña en el cuello. Un reguero de sangre luminosa le corrió garganta abajo y se deslizó por sus senos, que ya se apretaban contra los suyos. Cariñosamente, instó a Betsabé a aplicar su boca a la herida y a sorber aquella sangre que sabía como el acero pero era dulce como la miel. Ella dejó de temblar y se entregó extasiada a aquel honor que pocos de su raza habían tenido a lo largo de los siglos. Mientras tanto, Lilith perforó el muslo de Betsabé con sus propias uñas y dejó que la sangre manara a borbotones por allí, aunque su Hija estaba tan extasiada que no sintió dolor alguno.
Tu sangre impura se vaciará entera por esta herida. Debes beber de mí si quieres vivir. Yo impediré que esta herida se cierre, porque para mí nada hay imposible. Y renacerás a una nueva existencia en la que no serás ya un híbrido medio mortal, medio Nephilim, sino que serás pura y entera Hija mía, serás una Primera Nacida.
Betsabé se aferró a su Madre y sorbió su sangre con desespero. Le pareció que flotaba y que sus pies ya no tocaban suelo. La piel de la diosa era cálida y suave, como sus senos, y de repente sus alas las envolvieron a las dos en un abrazo y se dejó llevar.
No supo cuánto duró aquel rito sagrado e íntimo. Al final, Lilith cerró la herida de su muslo y la apartó suavemente de su cuello. Ella jadeaba, con la boca chorreando sangre, y de pronto se deslizó entre sus brazos y quedó tendida en el suelo, henchida de plenitud.
Me complaces en extremo, dijo mientras se cerraba la herida de su cuello, tendré mucho gusto en hacer lo que me pides. El Orbe y los Tres Puñales serán destruidos. El Cetro estará en tus manos y gobernarás junto a mí las Legiones de mi Esposo. Pero antes de ello, mi Niña Bendita, me ofrecerás un sacrificio especial.
- Todo honor y toda gloria a Ti, Reina del Infierno.- susurró Betsabé, en estado de éxtasis – Te daré lo que me pidas, aunque sea mi alma entera.
Lilith se inclinó y sus alas le acariciaron el cuerpo.
He visto que la asesina de mi Sacerdotisa se propone dar muerte cruel al último de los Lux Veritatis. No es ésa mi voluntad. No conocerá ese hombre la muerte aquí, en esta fortaleza, ni bajo sus manos.
Siguió inclinándose hasta que sus labios mortecinos rozaron su oído.
Quiero que saques a este hombre de la prisión y lo lleves hasta mi reino, en la Vorágine. Le sacrificarás en mi altar, porque me complacerá mucho mostrar a los Ángeles cómo el último de sus guerreros muere por mi causa. Y con él sacrificarás a su amante, la Amazona, la asesina del Oscuro Alquimista, cuyo seno mortal ya está engendrando a un nuevo guerrero de la Luz.
Betsabé se estremeció al oír aquello, y sus ojos se desorbitaron.
- ¡Cuyo seno... ya está engendrando...! – repitió con un jadeo.
Será mi Gran Sacrificio. Con ello demostraré a Yahveh, y a todos sus esbirros celestiales que me condenaron a morar en la Sombra, que no hay superior a mí en el Cielo, en la Tierra y en el Infierno. Verterás en mi altar la sangre del padre, de la madre y de su hijo, y los Cielos se estremecerán ante mi Gran Poder.
Se alzó lentamente y su brillante silueta empezó a desvanecerse.
Haz esto por mí, Betsabé, Hija de Karel, Hija Mía, y yo destruiré la causa de tu aflicción.
Betsabé sonrió a través de sus labios manchados de sangre, y mientras perdía la conciencia, susurró:
- Todo honor y toda gloria a Ti, Señora de las Bestias. Se hará Tu voluntad.
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Maddalena pasó los primeros días en la Isla fascinada por todo lo que veía.
Después de pasar un severo examen médico (gracias a Dios, sus clientes aún no le habían transmitido los temido males que afectaban a las de su clase) y recibido una todavía más severa monserga acerca de la disciplina, recibió ropas limpias y nuevas y un uniforme de auxiliar. De inmediato se encontró trabajando en una inmensa fortaleza de pasillos brillantes y cámaras aisladas donde pacientes de todas las edades y ambos sexos sufrían atrozmente.
Al principio, Maddalena creyó que era una especie de hospital militar y secreto. Su jefa, la doctora Giselle Boaz, era una mujer atractiva y encantadora que transmitía una indudable sensación de confianza a sus empleados. Claro que Maddalena sabía que algo fallaba en todo aquello... le daba la impresión de que aquella mujer, que al parecer mandaba allí como manda un general, estaba sumida en una profunda depresión, que se reflejaba en la dureza con que trataba a los pacientes, nada parecida a su habitual don de gentes.
A los pocos días, Maddalena quedó convencida de que allí algo iba terriblemente mal. El dolor de los pacientes era terrible y algunas intervenciones le parecían crueles e innecesarias... a ella, que apenas sabía nada de medicina. Pero desarrolló su tarea de limpieza y atención primaria a los pacientes con eficacia. No se necesitaba mucho para poder hacer eso.
Sin embargo, fue al quinto día cuando quedó patente el horror que moraba en aquellas cámaras aisladas. Había pasado los turnos buscando ansiosamente a Kurtis, esperando verlo encerrado en alguna cámara, amarrado a alguna camilla, pero no había rastro de él.
Con quien se encontró, en cambio, fue con Radha Deli.
Fue a media tarde, al salir de limpiar las heridas de una pobre anciana, cuando oyó chillar una voz aguda que resonaba en todo el pasillo. Acudió corriendo y se encontró con el celador Ralph, que aguardaba sereno ante una cámara abierta, de donde salían los chillidos. En el interior oyó la voz de Giselle.
- ¡Estáte quieta! ¿Me oyes? Esto sucede porque tu amiga Lara Croft necesita saber dónde estás. Y es una mujer muy desconfiada, ¿sabes? ¡Si no le mandamos una prueba de que estás aquí, no nos creerá! Sería una pena, ¿no?
Volvió a oírse un chillido desgarrado seguido de un estallido de sollozos. Maddalena se apoyó contra la pared, mareada, mientras oía a Giselle murmurar:
- Ya puedes soltarla, Karl. Bueno, Hugh, aquí los tienes. Espero que lleguen frescos a su destino.
- No te preocupes, Maestra. Llegarán en buen estado.
- Bien. Pues ya sabes lo que debes hacer.
Maddalena vio salir a un hombrecillo bajo de aspecto inofensivo que llevaba una caja pequeña de cartón en las manos. Pasó a su lado sin fijarse en ella y alcanzó a ver una gota de sangre en la tapa... llena de horror, la muchacha se dominó y logró alcanzar el marco blindado de la puerta.
Allí dentro, acurrucada en un rincón, había una niña de unos catorce años. Por sus rasgos, a Maddalena le pareció que debía ser india o pakistaní. Un guardia se inclinaba sobre ella y trataba de sacarle el brazo que tenía obstinadamente escondido bajo la chaqueta.
Al verla asomarse, Giselle se giró hacia ella... y Maddalena contuvo un grito. La atractiva doctora iba salpicada de arriba abajo con sangre y esgrimía un afilado bisturí en la mano.
- Ah, Giulia, me alegro que estés aquí.- suspiró la rubia – A ver si logras restañar las heridas... he tenido que intervenirla y su cabezonería no me ha dejado opción.
Maddalena no la escuchaba, sino que miraba, con la boca abierta de puro horror, la manita que Karl por fin había conseguido extraerle de bajo las ropas: a la niña le faltaban los dedos anular y meñique de la mano izquierda. Giselle se los había amputado.
- Vámonos.- instó Giselle al guardia, chasqueando los dedos – Te dejo con Ralph, Giulia, él te ayudará con el material.
Se marcharon mientras el celador accedía con la bandeja del material y, con palabras afectuosas, trataba de convencer a la niña para que le enseñara la mano herida. Por fin, Maddalena reaccionó y trató de restañar los muñones lo mejor posible, después de haberle anestesiado localmente. La niña les lanzó una mirada dura.
- Dios mío – se atrevió a susurrar Maddalena - esta niña estaba perfectamente sana... ¡como todos los pacientes en este hospital! ¿Qué está pasando aquí?
Ralph la miró con sarcasmo.
- Venga, Giulia, la doctora experimenta, sabe lo que se hace. Nosotros la servimos y no hacemos preguntas, ¿entendido?
La mano quedó vendada y Ralph se retiró, pero Maddalena se quedó plantada en la puerta, incapaz de retirarse. Los ojos negros de la niña se clavaban en ella duramente.
- Lo... lo lamento.- susurró entonces la pelirroja – No sabía... no sabía nada de lo que hacen aquí. ¿Me entiendes en inglés? Yo... me llamo Giulia.
La niña entrecerró los ojos.
- Radha Deli.- dijo de repente.
Maddalena trató de pensar entonces en lo que Giselle había dicho acerca de una... una tal Lara Croft. ¡Claro! La exploradora británica. ¿Acaso...?
- Oye, chiquilla, por casualidad no habrás visto u oído hablar de Kurtis Trent? Creo que podría estar en esta fortaleza...
Ella sacudió la cabeza y expresó en su deficiente inglés:
- Él salvó mi vida y mi honor cuando yo era muy niña, pero ya no puede salvarme nadie. No sé si estará aquí, pero espero que no, porque entonces no estará bien. Y yo quiero irme...
Empezó a balancearse adelante y atrás, atormentada.
- ¡Quiero irme! – sollozó - ¡Por favor, ayúdame!
Maddalena se llevó las manos a la boca, desesperada.
- Si supiera cómo...
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- ¿Estás tratándome de decir, Marie, que siempre lo has sabido?
Lara miraba estupefacta a la mujer india, tranquilamente sentada en el sillón del recibidor de la Mansión Surrey. No hacía ni dos horas que Lara y Dunstan había regresado de Roma, y Marie les había estado esperando allí, trasladada por los efectivos de Justin. Lara apenas había tenido tiempo de saludar a Winston y acallar sus remordimientos por el rapto de Radha.
Sobre la mesa había un portátil abierto, reciente adquisición de la Mansión, en cuya pantalla aparecía un expectante Zip conectado por videoconferencia.
- La Orden siempre ha conocido la existencia del lugar donde mora Lilith, así como su ubicación – replicó Marie con calma – y a sus parientes también se nos informaba de ello. Es una especie de... código de seguridad.
- Es decir, enteraos de dónde vive el Diablo por si acaso viene a comeros.- replicó con sarcasmo el informático.
Lara se sentó, aturdida.
- No debería extrañarme que exista una deidad como Lilith y que habite en un lugar físico y real... pero la verdad, no me esperaba esto. Preferiría que Betsabé siguiera siendo nuestra mayor enemiga... al menos, ya sé un poco cómo tratar a los Nephilim.
- Betsabé sigue siendo nuestra mayor enemiga – recalcó Marie, alzando el dedo índice – Lilith lleva en letargo nada menos que seiscientos años, y no despertará a menos que algo o alguien la fuerce a hacerlo.
- ¿Y qué puede despertar a esa Bella Durmiente? – inquirió Zip.
- Que Betsabé la invoque... – Marie frunció el ceño – No, así sólo lograría convocar su espíritu. Se necesita algo más que eso para alzarla.
- ¿Una grúa o algo así?
Lara se giró hacia la pantalla, furibunda.
- Zip, si sigues haciendo chistes burdos de todo lo que comentamos, te sacas esos auriculares y que se ponga Selma o Vlad. Me interesa tratar con gente seria para asuntos serios.
- Vale, vale tía. Sólo quería darle un toque de humor...
En ese momento sonó el timbre, y de detrás de la escalera salió Winston.
- Yo abriré... – murmuró.
Lara iba a decirle que no, pero Zip estaba hablando de nuevo y captó su atención:
- Vlad está que trina con la nueva información. Dice que cuando esto acabe, se pasará por el Vaticano a charlar con el intelectual cardenalito ese, si no se ha muerto antes. Ejem, el cardenal, no Vlad, claro. Pero... ¿debemos suponer que esa Lilith vive en el mismísimo infierno, con rugientes hogueras y eso, y que todo Lux Veritatis que se acerca se queda frito o lo asan a la parrilla?
Marie sonrió por primera vez en muchos días, y entonces agregó:
- Lilith vive en la Vorágine... que es el nombre que los hombres de la Edad Media dieron a lo que nosotros llamamos Infierno. La Vorágine no es un lugar físico ni geográfico, Lara, no es un sitio donde corre la lava y hay hogueras. La Vorágine es la matriz que engendra a los demonios. Ellos nacen de allí, y se propagan por el mundo, y como no son animales como pueden serlo los elefantes o los delfines, no procrean, son estériles: cuando uno muere, la Vorágine crea otro. De ahí que los demonios jamás se acaben. De ahí que la tarea de los Lux Veritatis sea infinita.
- Diantre.- murmuró Zip.
- La Vorágine tiene un acceso en la faz de la Tierra, que tanto yo como el cardenal te hemos indicado, Lara, pero una vez franqueas el umbral, no se sabe nada más.
Lara se retorcía la trenza con el dedo.
- Ahora me dirás que todo incauto que se aventura allí jamás regresa.
Marie sacudió la cabeza.
- No. No se conoce de nadie que haya ido jamás allí. En la Orden se consideraba que aventurarse allí era de estúpidos. La lucha era contra Eckhardt, la Cábala, los Nephilim y los demonios... ya tenían bastante como para pensar en meterse en la mismísima boca del lobo. Nadie ha ido jamás allí, Lara. Es una locura. Es la Vorágine.
La exploradora sonreía.
- Siempre me dicen lo mismo de otros sitios, Marie.
- ¿No estarás pensando en ir?
- Si Betsabé me obliga a hacerlo, lo haré. No pienso permitir que despierte a ese monstruo.
Marie soltó un suspiro de consternación.
- Lara, tú no sabes... si Tenebra te pareció aterradora, es porque no has visto la Vorágine. ¡Ni yo! ¡Ni nadie vivo en este mundo! La Vorágine es el mismo seno del Mal, no sólo duerme allí Lilith, sino también su esposo Samael, el ángel tenebroso que vosotros denomináis Satanás. Jamás llegarías mucho más allá del umbral. Jamás llegarías a ver el rostro del Caído y la Señora de las Bestias. Antes te devorarían las criaturas que su mismo seno engendra.
- Me estoy cagando en los pantalones. – sentenció Zip.
- Además – continuó Marie, sin hacer caso del comentario del chico – piensa en mi hijo. Piensa en Kurtis. Él es más importante que esa Betsabé y su recondenada Diosa. Es a él a quien están matando en estos momentos mientras perdemos el tiempo en debatir.
Un gesto de dolor cruzó el rostro de Lara y se giró para que Zip no la viera. Sí, tenía razón, maldita sea, pero no sabía adónde ir... ¡no tenía la menor pista acerca de su paradero!
- Señorita...
Lara alzó los ojos y se encontró con que Winston la miraba solícito, apesadumbrado. En las manos sostenía un paquete.
- Acaba de llegar esto para usted. Si quiere puedo abrirlo...
- No, gracias. Ya lo hago yo. Deberías ir a descansar.
El anciano obedeció y Lara esperó a que sus pasos se perdieran en la planta superior. Luego echó una mirada desconfiada al paquete y lo abrió mientras decía:
- Comunica a Vlad y a Selma todas las novedades, Zip. Te llamaré en cuanto sepamos algo más.
El chico asintió y la ventana se cerró al instante. Lara ya había extraído la envoltura del paquete y se encontró con una caja de cartón. Su mirada, y la de Marie, se quedaron paralizadas observando una pequeña mancha marrón sobre la tapa.
- ¿Eso es... sangre? – murmuró Marie.
Lara deslizó la mano por el borde de la tapa. En el medio segundo que tardó en alzarla, miles de pensamientos atravesaron su agotada mente a la velocidad de la luz. De pronto vio el contenido, y la tapa le resbaló de entre los dedos y fue a parar al suelo.
- ¡Oh... Dios mío! – gimió Marie, tapándose la boca con las manos.
Allí, dobladitos como dos comillas, había dos dedos, cortados de raíz. Eran un anular y un meñique, de piel morena y uñas muy cortas, que empezaban a pudrirse. Estaban sobre una nota doblada salpicada de sangre. Lara sacó la nota de debajo de los dedos y se la pasó a Marie. Ésta la abrió y vio un mensaje escrito a máquina:
ESTO SE LO MANDA RADHA DELI CON TODO EL CARIÑO
DENTRO DE TRES DIAS DEBE ESTAR EN EL MUELLE DEL TAMESIS A LAS DIEZ DE LA NOCHE
LLEVARA LOS FRAGMENTOS DEL ORBE CON USTED
SI NO APARECE LE SEGUIREMOS ENVIANDO LA NIÑA A PEDAZOS
HASTA QUE SOLO QUEDE SU CABEZA
QUE TENGA USTED UN BUEN DIA
- Hijos de puta.- siseó Lara, a punto de ahogarse. La caja le resbaló del regazo y los dos pequeños dedos rodaron por la alfombra.
De repente le vino una arcada y se dobló en dos. Notó la mano de Marie en el hombro.
- Déjame... – jadeó – esto...
- Tranquila, Lara. Debes calmarte. Así es como trabajan ellos... ¿de quién son estos dedos?
Alzó la vista.
- De... de Radha. Es... la niña que secuestraron. La que estaba bajo mi tutela. Dios... la saqué de la India para que no siguieran haciéndole daño...
Cerró los ojos con fuerza y trató de contener las lágrimas. Las sienes le martilleaban.
No seas hipócrita, no trates de engañarte a ti misma. No lloras de rabia, no lloras de pena por esa pobre criatura a la que le acaban de arrancar dos dedos por las buenas y seguramente en vivo... lloras de alivio, mala pécora, lloras porque te alegras de que hayan sido los dos dedos de Radha y no los dos ojos de Kurtis... anda, confiésalo, egoísta, durante un momento creíste que te encontrarías con sus dos ojos ahí, sobre el papel, tan azules, mirándote sin vida...
- ¡Lara! ¡Lara, respira, mujer, que te vas a ahogar!
Inspiró profundamente y el aire fue como una ola de fuego que le abrasó los pulmones. Abrió los ojos y vio a Marie recogiendo con cuidado los dos dedos y poniéndolos en la caja.
Se levantó, sintiendo una ola de furia que la llenaba de pies a cabeza. No, no le habrían arrancado los ojos a Kurtis aún, pero quizá le estaban haciendo otras cosas igualmente horribles, y ahora aquellos cabrones tenían la jeta, la mala sangre, de amenazar con enviarle a Radha a pedacitos, como si fuese una ternera para congelar, y a citarla para negociar lo innegociable.
- ¿Quieres jugar sucio, verdad, puta? – siseó entre dientes, dirigiéndose a una Betsabé que no estaba presente – Muy bien. Juguemos.
***************
Kurtis cerró los ojos un momento. Nadie podía negarle aquello. Liberarse por cinco escasos segundos. Liberarse de la brillante luz del foco de aquella sala de torturas, de los reflejos de las superficies metálicas, de las caras que le rodeaban, algunas sádicas, otras indiferentes... de la visión de sus dedos aplastados en aquella prensa.
- ¿Estás sordo o qué? – oyó decir a aquella voz tan atormentadora, la voz de Giselle - ¿Sabes lo que has hecho? ¿Sabes lo que hiciste? ¿Sabes por qué se te castiga?
Siempre lo mismo. Un día, y otro, y otro. Las torturas cambiaban (haber mantenido las descargas eléctricas por más tiempo hubiera significado su muerte) pero siempre eran las mismas preguntas, las mismas palabras, una y otra vez. Si lo que le estaban haciendo no lo mataba, estaba seguro de que la verborrea de Giselle sí lo haría.
Sentado sobre una silla, vestido sólo con unos pantalones raídos (la única prenda de ropa que le habían dado desde que le hicieran trizas las otras, y después de haberse pasado cuatro noches en cueros en la celda) y con las manos sobre una mesa, Kurtis trataba de mantenerse tranquilo y digno ante su horrible situación. Tenía los dedos de ambas manos pillados en una pequeña prensa de pisar papel cuya manivela manejaba un frío Schäffer, que parecía disfrutar con cada vuelta de manivela, que aplastaba un poco más el espacio entre ambas valvas.
- ¿Y bien? – insistió Giselle, sentada frente a él, con las mejillas enrojecidas - ¿No tienes nada que decir?
-Machácame los dedos un poco más o mátame – dijo Kurtis, girándose hacia Schäffer – pero haz que no tenga que aguantar a esta pedorra ni un segundo más.
Mientras Giselle se quedaba boquiabierta por su descaro, Schäffer sonrió con maldad y dio otra vuelta a la manivela. Se oyó un crujido horrible de huesos y el doloroso siseo del aire que se escapó entre los dientes apretados de Kurtis.
- Eres un caradura y un maleducado.- murmuró Giselle – Me provocas constantemente con tu insolencia, pero por muy grosero que seas, nada adelantará tu muerte. Me aguantarás hasta el final, quieras o no, y sabe Dios que esto es sólo el principio.
Se inclinó de nuevo hacia él:
- Como no contestas, te contestaré yo: te machaco los dedos porque con ellos mataste a un ser divino. Hay que asumir las consecuencias, Lux Veritatis, y tú no asumiste ninguna cuando apuñalaste a Joachim Karel.
No es verdad, dijo una voz en su interior, tú las asumiste, claro que las asumiste. Asumiste que podías morir si Lara fallaba, si no descubría la Verdadera Opción. Pero jamás dudaste de ella. Asumiste que, si no le matabas, ese cerdo tomaría a Lara por la fuerza y cometería una atrocidad. Todo lo demás no importa. Deja que esta bruja hable. Qué sabe ella...
Otra vuelta de manivela. Otro crujido. De pronto, y mientras su mente se evaporaba (¿era él el que estaba gritando tan fuerte?) tomó conciencia de lo que se habían convertido sus dedos: muñones de carne chafada rellenos de astillitas de hueso, no más grandes que un trozo de pipa. A través de su mirada empañada, le pareció ver un reguero oscuro que destilaba de la prensa... ¿era su sangre? ¿Y esa costra negruzca que se había desprendido? ¿Una uña?
De pronto, tuvo la deliciosa visión de la cabeza de Giselle estallando en pedazos como una sandía madura... vamos, Trent, puedes hacerlo... ordénaselo a tu mente y reviéntale la cabeza a esa puta, qué se ha creído, que puede reducirte al polvo machando tus huesos en una prensa, vamos, reviéntala, total, porque te haya hecho bailar en el Trono no te puedes dar por vencido...
Se lo tragó la oscuridad y no vio nada más. Ah, bendita oscuridad. ¿Quién decía que lo oscuro era malo? La oscuridad era su amiga. No ver más ese horrible foco apuntándole a la cara... dejándole ciego con su luz...
¿Y qué eran esas voces distorsionadas que pululaban por encima de él?
- Sacadle las manos de la prensa. Así. A ver, echemos un vistazo...
- Está en estado de shock, doctora. No podemos hacerle más por hoy.
- Llamad a la auxiliar de turno. Hay que cortar la hemorragia.
Y de repente, un siseo oscuro a su alrededor. La voz burlona de Marcus, otra vez: ¡Sí, hijo mío, déjate matar como a un borrego! ¡Dales la victoria como ellos ansían! Tantos años luchando, derramando la sangre de nuestros hijos, de nuestras esposas, para que ahora el último Luchador se gane la palma del martirio dejándose asesinar! Muy bien, irás al Cielo, estarás entre los primeros cristianos que fueron tan estúpidos como tú de dejarse matar, pero ellos no podían luchar, pregúntale a las santas de Sicilia, ¿pudieron esas pobres chicas evitar que las sacrificaran como a corderos? ¡Pero claro, ellas no tenían el Don, mientras que tú sí! ¡Anda, déjate matar, hombre, que piensen que han ganado, después de tanto sufrir!
Eso le había gritado, una y otra vez, en las largas noches de la celda, mientras el frío se le calaba en los huesos. No quería ponerse la capa de seda... sabía que ella la había dejado allí y antes prefería dormir desnudo que tocar aquello... maldita fuera ella y la puta que la parió... y poco a poco, la fiebre se le había ido encasquetando en el cuerpo. Le hacía más vulnerable a la tortura, pero eso hacía que se rindiera antes y lo dejaran en paz por más tiempo...
Oyó a alguien llorar. Una mujer lloraba a su lado. ¿Lara? No podía ser. Lara estaba lejos, muy lejos, gracias a Dios, no podía verle, allí tendido en el suelo, cubierto de quemaduras, de cortes y de morados, convulsionándose de fiebre, con las manos trituradas. Pero, ¿quién lloraba por él en aquel horrible lugar? ¿Quién se apiadaba de su miserable destino?
Abrió los ojos. Habían apagado el foco, menos mal. Notaba el frío suelo de mármol clavándose en su espalda. Notó un dolor intenso en la nuca, aparte de aquella sarta de pinchazos ardientes que sentía en sus manos... o lo que quedaba de ellas. De repente, la mesa, la silla y la prensa le parecieron muy altas, muy lejanas... ¿había caído desde tan alto? No veía a Giselle ni a Schäffer, sólo a la mujer que lloraba, inclinada sobre él.
La miró de cerca y vio que era una muchacha joven, pelirroja, con los ojos de un curioso color dorado y pecas sobre la nariz. Al principio no la reconoció, luego...
- ¿Maddalena? – balbuceó, extrañándose de lo ronca que sonaba su propia voz.
- Shht. No hables. – murmuró ella, secándose las lágrimas – Te estoy vendando los dedos... oh Dios mío, tus pobres manos... Dios, Dios, ¿qué te han hecho, Kurtis?
Él cerró los ojos, demasiado agotado para contestar, mientras ella seguía sollozando y toqueteándole los dedos. Le hacía tanto daño que tenía ganas de agarrarla por el cuello, pero, ¿con qué, si tenía las manos a cachitos?
- ¿Qué haces aquí, Maddalena? – murmuró mortecinamente.
- Giulia, Kurtis. Mi nombre es Giulia. Olvida ese otro nombre, jamás fue mío.
La puerta se abrió de golpe y la mujer dio un respingo.
- ¿Ya has acabado? – se oyó la voz grotesca de Schäffer.
Ella se levantó para encararse con el alemán.
- Las vendas sujetarán los fragmentos de hueso y contendrán la sangre, pero... las heridas se le pueden infectar y hacer gangrena. Necesita que...
- No necesita nada, bocazas. – replicó abruptamente el otro – Si se le infecta, le cortaremos los dedos, tanto mejor. Ahora largo, se te necesita en otra parte.
Maddalena, desesperada, aprovechó el último instante para rodear a Kurtis con un brazo y ayudarle a sentarse y apoyarse en la pared. Mientras lo hacía, los labios ardientes del hombre le rozaron el oído y le oyó susurrar:
- ¿Estás loca? ¡Márchate de aquí, podrían reconocerte! ¿Por qué has venido?
No pudo oír más. Schäffer la apartó de un tirón y la sacó de la habitación, empujándola hacia el pasillo. Ella no pudo contenerse:
- ¡Ese hombre está muy enfermo! – aulló - ¿Qué diablos creéis que estáis haciendo? ¡Estáis todos locos, todos! ¡Dios mío, esto no es un hospital, es un matadero!
No vio llegar la bofetada. La manaza derecha del alemán impactó contra su mandíbula y la arrojó contra la pared. El muro le dio en la sien y se desplomó aturdida en el suelo.
- Se te pide que calles y colabores.- siseó Schäffer – Como vuelva a oír algo así, te juro que lo vas a lamentar. La doctora necesita ayudantes, no criticones. Ahora cósete la cremallera y largo de aquí.
Maddalena se levantó, tocándose el mentón inflamado, y huyó por el pasillo. Iba tropezando y sollozando, no por el dolor de la mandíbula, que por poco no le había partido, sino por lo que acababa de ver.
Se paró en un recodo, inspirando mientras no dejaba de temblar como una hoja. Por suerte, el alemán no la había reconocido, pero su suerte no iba a durar mucho... y las fuerzas de Kurtis tampoco.
Apretó los dientes, pese al dolor, y se encaminó decidida a su taquilla. A por los documentos.
Sensato, o no, iba a hacer que la escucharan. Y si no les convencía... bueno, tenía que correr el riesgo. Tenía que hacerlo.
Por Kurtis.
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