Capítulo 22: Confrontación desigual
Era de noche en Inglaterra. Winston, después de revisar todas y cada una de las puertas de acceso a la Mansión, cerró la puerta principal y ascendió plácidamente por las escaleras.
- ¿Señorita Deli? – llamó con voz suave.
En la barandilla apareció Radha. La muchacha había pegado un buen estirón desde que se hallaba en Surrey. Winston estaba convencido de que se debía a la buena comida y el clima, más amable que en la India. No llevaba más de un mes, pero estaba alta y más redondeada de formas, y poco quedaba de la chiquilla flaca y ajada que había venido del otro lado del trópico. Estaba a punto de cumplir los quince años (aunque obviamente ella no lo sabía) y parecía que se convertiría en una bonita adolescente.
Desde la partida de Lara, Winston se había encargado de ella con total dedicación, como un día se encargó de la propia Lara. Le había enseñado música y literatura, además de inglés, en el que la chica había logrado notables progresos (y qué remedio, si allí nadie entendía su lengua nativa) aunque seguía teniendo un fuerte deje hindú.
- Señorita Deli – repitió el mayordomo – ya va siendo hora de acostarse.
Radha asintió y se metió en el cuarto al instante. A Winston le sorprendía una docilidad y obediencia tan grandes, después de lo mucho que le había costado controlar a la rebelde Lara. Pero ésa era otra de las lecciones que en la India se aprendían... a palos.
Se deshizo la trenza (había adoptado el peinado por resultarle más cómodo) y empezó a cepillarse la negra mata de pelo mientras miraba por la ventana. A veces, aquel cielo, tan oscuro de noche y normalmente nublado de día, la asustaba. Estaba en un país extraño y entre extraños. Echaba de menos a Lara pero se daba cuenta de que también ella era una extraña, y aquel amable anciano, que era tutor y maestro a la vez, también lo era. Pero no había vuelta atrás. No quedaba ya lugar para ella en la India. Tendría que hallarlo en Inglaterra.
Apagó la luz y se tendió en la cama. Permaneció un rato mirando al techo. Debía haber pasado media hora cuando oyó un sonido en la planta baja.
Debe de ser Winston, pensó.
Al poco rato, oyó un estallido de cristales rotos. Dio un salto. A pesar de su avanzada edad, Winston no estaba nada ajado y aunque le temblaran las copas y las bandejas en la mano, jamás le habían caído. (El viejo solía contarle orgulloso a la niña la anécdota de cómo, hacía dos años, había dejado frito a un fornido mercenario con un único golpe de candelabro en la cabeza, aunque Radha no terminara de creérselo).
La muchacha fue hasta la puerta y la abrió. Abajo, todo estaba oscuro. Entonces vio claramente una sombra ascender por la escalera... un ruido de pasos... y no era Winston, a juzgar por su corpulencia y su agilidad.
No gritó. Cerró la puerta y corrió por el cuarto hasta el balcón. De pequeña había jugado trepando a los muros y a los árboles de su aldea y hasta había llegado a saltar de tejado en tejado, por lo que no le resultó de gran dificultar descender hasta el patio agarrándose a la tubería de desagüe.
Al llegar abajo, oyó con toda claridad cómo se venía abajo la puerta de su cuarto. Se encendió la luz y entonces...
- ¿Dónde diablos está? – oyó que gruñía una voz... una voz de hombre.
- ¡Por el balcón! – siseó otra voz.
Radha contuvo un grito y empezó a deslizarse, pegada a la pared, en dirección a la puerta de la cocina, que estaba junto a la pista americana con la que Lara solía entrenar. Se colaba por ella en el momento en que uno de los dos matones, con un gruñido, se dejaba caer al patio saltando desde el balcón.
¿Quiénes eran aquellos hombres? ¿Qué querían?
La muchacha se metió corriendo en la cocina, la atravesó como una exhalación, y de repente, dio un grito de dolor y trastabilló. Acababa de pisar un cristal roto, probablemente lo que había producido el sonido que la había alertado.
Cojeó hasta el recodo del pasillo y, mordiéndose el labio inferior, tanteó el pie herido y se sacó el cristal clavado. La luz de la cocina se encendió entonces, y Radha comprendió, horrorizada, que sus perseguidores sólo tenían que seguir el rastro de sangre para encontrarla.
Se lanzó escaleras arriba otra vez, presa del pánico, pese a que el pie le sangraba abundantemente. Alcanzó la puerta del dormitorio de Winston y la abrió.
- ¡Winston! – gritó angustiada - ¡Hay hombres ahí...!
No recibió respuesta. Encendió la luz, y soltó un grito de horror. El anciano yacía boca abajo en el suelo, completamente inmóvil, junto a la cama y aún vestido con su uniforme de mayordomo.
¿Habrían sido capaces de matarle?
- ¡Ya te tengo, pequeña fulana! – siseó una voz a sus espaldas, y de repente Radha se sintió levantada por los aires y sostenida entre dos inmensos brazos.
Empezó a chillar y a patalear, pero una manaza le tapó la boca.
- Rápido – siseó el otro – larguémonos de aquí.
El "otro" era un hombrecillo de apariencia inofensiva que daba órdenes al otro, un tipo bastante fornido.
La mano que le tapaba la boca se reemplazó por un pañuelo empapado en un líquido que olía espantosamente mal... Radha sintió girar el mundo a su alrededor... y se desvaneció.
***************
- Entendido.- dijo Schäffer al walkie-talkie - ¡Excelente trabajo, Hugh! Se lo diré inmediatamente a la Señora. Corto y cambio.
Colgó el aparato y se dirigió hacia la furgoneta que tenía aparcada junto a las rocas. Sentada sobre una de ellas, estaba Betsabé, con el rostro cubierto por un velo blanco, cual si fuera una virgen musulmana. Alrededor de la zona estaban desplegados los hombres de Schäffer, con sus respectivos vehículos, y a ella no le gustaba que la miraran en exceso. Sólo contemplaban su rostro los que ella consideraba que debían contemplarlo, en el momento que ella quería.
- Mi Señora – Schäffer inclinó el torso – acabo de recibir noticias de Hugh. Todo ha salido a pedir de boca. Tienen ya a la niña hindú en su poder.
- Perfecto.- contestó ella calmadamente.
- Ahora quisiera... presentarle al hombre que ha exigido.
- Tráelo.
Schäffer se giró hacia el grupo de soldados e hizo una seña a Sciarra, que se acercó lentamente. Betsabé le observó a través del velo. Decididamente, era un taimado, un repugnante bandido y un desalmado. Pero lo que importaba es que había trabajado para Monteleone. Le sería más que útil.
El italiano se detuvo a pocos pasos y se quedó mirando intrigado a la dama velada. No la había visto el día en que visitó a Monteleone.
- Ésta es la Señora, la dama Betsabé.- dijo Schäffer – La servimos y la obedecemos, tanto a ella como a la doctora Boaz. Si sigues con vida, es gracias a ella, puesto que ella exigió tu liberación.
Sciarra observó con desconfianza el rostro velado, y dijo:
- Preferiría ver la cara de mi nueva jefa, si no le importa.
- ¡Insolente! La Señora sólo muestra el rostro a quienes ella elige...
Pero aún no había acabado Schäffer de decir esto, cuando en un gesto elegante, Betsabé levantó el velo y mostró su rostro sonriente a Sciarra, que soltó un jadeo de asombro y retrocedió dos pasos, con los ojos desorbitados.
- ¿Me dedicarás tu vida y tu voluntad, Giacomo Sciarra? – susurró ella.
Él tragó saliva antes de responder.
- Sí, Se-Señora.
Ella dejó caer de nuevo el velo. La entrevista había concluido. Schäffer agarró del brazo al atontado Sciarra y se lo llevó hacia el grupo de mercenarios, que estaban atareados limpiando y montando armas, aunque todos habían alzado la vista en cuanto ella había alzado su velo.
- Sé lo que piensas.- sonrió el alemán, mirando con sarcasmo a Sciarra – Piensas que jamás has visto una cara tan preciosa y tan divina. Pues oye bien: jamás verás otra igual en este mundo... ni en el siguiente. Ella es dueña de nuestras vidas desde el momento en que pasamos a servirle. Pero no cometas el pecado de pensar en ella como en una mujer más... no lo es. La mujer más adorable de la Tierra no es sino polvo a su lado. Tampoco debes pensar jamás en ella como mujer a la que puedes poseer. Por tu anterior jefe he sabido que eres bastante pendenciero. Aquí no escucharemos tus caprichos... aquí sólo nos deberás tus servicios. Ahora estás en La Cábala, y como decepciones a la Señora, o a mí mismo, recibirás tu pertinente castigo.
El italiano asintió, demasiado aturdido para responder.
**************
El padre Dunstan llamó una y otra vez al timbre de la verja exterior, pero no halló respuesta.
- Este Winston está cada día más sordo. – bufó, impacientado.
Acudía cada día a dar lecciones de cristianismo a la pequeña hindú. Estaba convencida de que su alma pagana debía abrirse camino a la luz de Cristo... ¡era impensable que una criatura que iba a criarse en Inglaterra siguiera quemando incienso ante la efigie de una diosa con exceso de brazos!
Pero no se podía decir que hubiera tenido mucho éxito... cuando le habló del Evangelio, se le había quedado mirando estupefacta, y al mencionar la concepción de María a través del Espíritu Santo, se había echado a reír. Aquello había precisado la intervención de Winston, que había dicho con mucha educación:
- Abraham, deberías esperar un poco... la chiquilla tiene su religión... quizá esta no sea la mejor manera de...
Pero él, tozudo, había insistido en volver todos los días, y aún le daba la impresión de que Radha luchaba por no estallar en carcajadas cada vez que le hablaba de la virginidad de la Madre de Dios.
- ¡Dios Santo! – volvió a suspirar - ¿Por qué nadie me abre? ¿Es que esa niña también es sorda?
Dio la vuelta a la mansión y se metió en la cripta. Deseando que nadie pasara por allí cerca, se puso la Biblia bajo el brazo, se ajustó el sombrero, se arremangó la sotana y empezó a trepar por la hiedra. A medio camino, perdió pie y tuvo que apoyarse en la lápida de Von Croy, que reposaba allí.
- Perdóneme, profesor.- susurró el cura al arqueólogo sepultado.
Se impulsó, pasó una pierna por encima del muro, y aterrizó al otro lado. Jadeando por el esfuerzo (ya no era un hombre joven) se encaminó hacia la Mansión.
La puerta estaba abierta.
Se detuvo, desconfiado, y entonces vio el rastro de sangre que salía y cruzaba el patio. Santiguándose rápidamente, entró corriendo en la casa.
- ¡Winston! ¡Ra-rra! – nunca pronunciaba bien el nombre de la niña - ¿Estáis bien?
La única respuesta fue el silencio. Angustiado, subió corriendo las escaleras. En ese momento, oyó una vocecilla débil:
- ¿Abraham?
Se giró. Winston estaba allí, sentado en el suelo, con el cabello revuelto y el uniforme desarreglado.
- ¡Bendito sea el Señor, Jeeves! ¿Qué te ha pasado?
Se inclinó y ayudó a levantarse al anciano, le acompañó hasta una silla y le dio un vaso de agua.
Winston apuró el agua y, tras soltar un suspiro, comenzó a sollozar:
- La niña... ay, la niña.... la pequeña...
- ¿Qué, qué? ¿Dónde está?
- Se la han llevado... ay... ¿qué va a decir mi Lara? ¡Ay... qué va a decir!
No dijo más. Hundió el rostro entre sus arrugadas manos y siguió llorando, desconsolado.
**********
Betsabé se levantó parsimoniosamente y se acercó a la furgoneta. Al verla moverse, Schäffer acudió inmediatamente junto a ella:
- Mi Señora... no deberíais hacer eso... podría ponerse violento...
Ella sonrió:
- Te recuerdo que he sido yo quien le ha reducido.
Él asintió, pero se adelantó y le abrió la puerta trasera. Con una mano, le ayudó a subir y luego subió tras ella, cerrando la puerta. Luego se colocó entre ella y el prisionero. A pesar de que todos sabían que era perfectamente capaz de autoprotegerse, Schäffer estaba decidido a desvivirse por ella todo lo que hiciera falta.
En el fondo de la furgoneta estaba sentado Kurtis. Se había despertado. El tremendo golpe que se había dado le había dejado una costra de sangre por la cara y el cuello. Era de esperar que estuviese más que atontado, pero Schäffer, que no destacaba precisamente por su ternura, había ordenado que le ataran los brazos... con hilo de alambre. Para su sorpresa, la piel de los brazos aparecía cubierta por regueros de sangre, lo que significaba que había intentado liberarse, pese a que las púas podían clavársele y desgarrarle la carne, cosa que en efecto había pasado.
Una de dos, pensó Schäffer, o este tío es idiota, o los tiene muy bien puestos.
Betsabé se sentó y se alzó el velo. Kurtis la observó sin mediar palabra. Parecía extrañamente sereno y su rostro era totalmente inexpresivo.
- Espero que esto te haya ayudado a reflexionar. – susurró ella entonces – Si sigues resistiéndote sólo lograrás salir más malherido.
Kurtis no respondió. Era imposible descifrar lo que le pasaba por la mente. Y su mente era un terreno vedado incluso para la propia Betsabé, cosa que la fascinaba y la irritaba a la vez.
Observó con calma a su prisionero. No sabía de dónde sacaba tanta tranquilidad. Debería estar preso del pánico... o quizá es que no había comprendido aún qué le esperaba.
- ¿Sabes por qué te buscábamos? – prosiguió ella.
Kurtis se encogió de hombros.
- Dímelo tú y ahórrame saliva.
En ese momento, Schäffer se adelantó y le dio un tremendo puñetazo. Kurtis se dobló, soltando un jadeo, pero volvió a enderezarse.
- La próxima vez que le hables en ese tono, te parto las piernas. – dijo el matón.
Kurtis fijó una mirada desafiante en el rudo alemán, y con un gesto de desdén, escupió hacia un lado. Le había partido el labio con el golpe y empezó a sangrar abundantemente.
Betsabé miró al jefe de los mercenarios y dijo:
- Déjanos solos, Schäffer. Luego te llamaré.
- Pero Señora...
- Hazlo.
Él se inclinó respetuosamente y salió, cerrando la puerta de la furgoneta.
Kurtis se había reclinado contra la pared. Un hilo de sangre le bajaba desde el labio, por la barbilla y la garganta, hasta empaparle la camiseta. Junto con la brecha en la cabeza y los brazos desgarrados, ofrecía un triste aspecto, pero seguía estando sereno como un mar en calma.
Betsabé observaba fijamente la sangre que corría. Se levantó, avanzó hasta él y se inclinó hasta tenerle a la altura de los ojos. Él le sostuvo la mirada.
La hermosa dudó unos instantes. Luego tendió la mano y con la punta de los dedos le rozó los labios. Se apartó y se volvió a sentar, mientras observaba fascinada la sangre que le impregnaba los dedos. De pronto alzó la vista, sonrió... y se acercó los dedos ensangrentados a la boca, mientras lamía lentamente el líquido rojo con la punta afilada de su lengua.
Kurtis no se había movido. Nada había dicho. Pero seguía sosteniéndole la mirada. Era bastante osado. Pocos hombres soportaban mirarla tanto tiempo seguido. Y desde luego ninguno había tenido el privilegio de contemplarla así.
- Sangre roja.- murmuró ella – Sangre salada. Es curioso. Tu sangre no debería ser así. No eres un mortal cualquiera.
- ¿Qué clase de criatura eres? – dijo él entonces.
Ella sonrió, descubriendo sus blancos dientes.
- ¿Importa realmente? Lo que quiero es que sepas por qué estás aquí. Hace dos años tú diste muerte a un ser divino... y ahora ha llegado al día de la venganza.
De repente, llamaron a la puerta. Betsabé se apresuró a dejar caer el velo sobre su rostro. Pero era Schäffer.
- Señora... la doctora Boaz quiere hablar contigo... está al teléfono...
Desde luego, Kurtis captó muy bien aquello. Conque la doctora Boaz... cuando ella se retiró para atender la llamada, Schäffer se quedó observándolo un momento. La verdad es que le compadecía un poco. Era bastante atroz lo que le esperaba a aquel desgraciado, pero no había duda que se lo merecía.
- Ah, disculpa por lo del puñetazo – se burló Schäffer, dándole la espalda.
- Yo en tu lugar, me preocuparía más por lo del hilo de alambre.- contestó Kurtis con serenidad.
- ¿Por qué? – se rió el otro - ¿Porque te duele mucho?
- No. Porque me he soltado.
Schäffer se giró estupefacto... para ver cómo Kurtis saltaba de su asiento y le estampaba un codazo en la sien. Cayó contra las puertas de la furgoneta, que se abrieron de golpe, y el matón rodó por el suelo.
Kurtis no perdió tiempo. Saltó al suelo y echó a correr hacia las rocas.
A sus espaldas, oyó gritar a Betsabé:
- ¡Detenedlo!
Se armó un revuelo en la base. De repente, todos empezaron a cargar con rapidez sus armas. Schäffer se levantó del suelo, todavía aturdido con el golpe, para encontrarse con el rostro indignado de Betsabé.
- Señora, lo lamento, no sabía que sería capaz de...
- Tráelo de vuelta.- dijo ella, sin alzar la voz – Esto es un desierto. No llegará muy lejos. Y lo quiero vivo.
Kurtis había desaparecido entre las rocas, pero más adelante seguía habiendo sólo polvo y piedras. Era cierto. No tenía adónde ir en aquella gran inmensidad.
- ¡Vamos! – gritó Schäffer - ¡A por él!
Los hombres se reunieron a su alrededor, otros trajeron los vehículos.
- ¡Será un placer! – siseó Sciarra, cargando su arma.
****************
Kurtis sentía un dolor tremendo que le corría desde los hombros hasta las manos. Un dolor a flor de piel, mezclado con la sensación caliente y pegajosa de la sangre deslizándose por los brazos y goteando por la punta de los dedos. Había zonas en que se había desgarrado la carne hasta el hueso. Y en el brazo izquierdo, tenía una tira de piel colgando literalmente de la carne viva.
¿Valía la pena aquel esfuerzo supremo en liberarse?
Agazapado tras una roca, esperó con paciencia, notando cómo el corazón le golpeaba en el pecho semejante a un tambor. Oyó los gritos y las maniobras de sus perseguidores. Oyó los motores de sus vehículos. Tenía que moverse, aunque fuera para distraer su mente de aquel dolor desesperante que le daba ganas de gritar.
Se levantó y echó a correr. No tenía sentido quedarse. Llegarían pronto. Tampoco el de querer esconderse. El rastro de sangre le delataba.
Oyó gritos a su espalda, y de repente, llovieron tiros a su alrededor. Pero qué le tenían que enseñar aquellos mozalbetes a él. Sabía ya como operaba la agencia de mercenarios que fundara su ex-amigo Gunderson. Eran muy capaces de asustar a alguien haciéndole creer que le disparaban, cuando en realidad se le quería vivo. Pero él ya se conocía aquél truco.
Sciarra, por desgracia, no lo conocía. Entusiasmado con la idea de dar caza a aquel fugitivo, decidió disparar a matar. Y era muy buen tirador, en efecto.
En el momento en que Kurtis se detenía junto a un montículo para coger aire, el italiano, flexionando la pierna, apuntó y disparó. La bala le dio a Kurtis justo en la rodilla.
- ¡Touché! – exclamó Sciarra, triunfante, cuando le vio trastabillar y caer al suelo. Cuando iba a recargar el arma, un compañero le detuvo:
- ¿Estás loco? ¡No hay que matarle!
Kurtis se agarró la rodilla, jadeando, y tras examinar la herida, masculló en voz baja:
- Se acabó. Ya me habéis tocado bastante las pelotas.
Se acercaban. Podían verle a los lejos, como una diminuta figura agazapada junto al montículo.
- Vamos - urgió Schäffer por el walkie-talkie, saltando de la camioneta – y tened cuidado. Puede resultar peligroso.
No se equivocó. De repente, y sin explicación alguna, se oyeron gritos y al instante, presenciaba una escena que le rondaría en la memoria por mucho tiempo.
Uno a uno, sus hombres estaban siendo desarmados. Las pistolas, las metralletas, eran arrancadas de sus manos como si un brazo fuerte tirara de ellas y salían volando para aterrizar lejos. Los mercenarios, que eran jóvenes la mayoría, retrocedieron aterrados.
- ¡Maldita sea! – aulló Schäffer, corriendo hacia ellos - ¡No os asustéis de sus trucos! ¡Cogedle de una put...!
No acabó la frase. Por encima de su cabeza pasó volando un mercenario, que chillaba aterrado mientras agitaba brazos y piernas. Aterrizó sobre el cristal del parabrisas de la camioneta, que se hizo añicos. Luego vio a otro, y otro.
¿Cómo diablos hacía eso? ¡Seguía allá, oculto tras la roca!
- ¡Eh, jefe! – gritó Sciarra - ¡Yo creo que habrá que cargárselo!
Schäffer soltó un bufido y avanzó dos pasos. De repente, notó una brisa fresca a su espalda... y al girarse, se quedó cosido al suelo de horror. La camioneta se había alzado del aire y, tras dar dos vueltas de campana, aterrizó unos metros más adelante, aplastando a un grupo de soldados.
El resto no se lo pensó dos veces. Dio media vuelta y echaron a correr.
Schäffer volvió a maldecir a aquellos cobardes. Pero claro, ¿de qué se quejaba? ¡Aquel malnacido estaba exterminando a sus muchachos!
- ¡Sciarra! – gritó, recogiendo una escopeta - ¡Ven conmigo!
El italiano obedeció, pese a que no dejaba de mirar, horrorizado, a la camioneta que ahora ardía, consumiendo los restos aplastados que habían quedado debajo.
Se acercaron hacia la roca...
- ¡Ya vale, Kurtis Trent! – gritó entonces el alemán – ¡A mí no me asustan tus trucos de magia! ¡Me los sé todos! Creo que no te acuerdas de mí. Yo era aprendiz cuando el jefe Gunderson se dejaba el pellejo cazándoos a ti y a esa puta de Lara Croft por Rumanía, Egipto y Alemania, hasta que acabasteis con él en Grecia. ¡Pero me acuerdo muy bien de todo aquello! ¡Ahora yo soy el jefe y no me asustas!
- Lara Croft no es una puta.- respondió la voz de Kurtis, serena, mientras se levantaba y aparecía ante ellos - Ni tú tampoco eres ningún jefe.
Sciarra observó, incrédulo, la carnicería que aquel loco se había hecho en los brazos con tal de escapar, y luego observó que cojeaba debido a su tiro bien dado en la rodilla.
- Has hecho mal en tu intento de escapar.- dijo entonces el jefe – Y ahora de nada te sirve estar ahí plantado. Acepta que por una vez has sido derrotado, y da la cara como un hombre.
- Yo he sido derrotado muchas veces.- replicó Kurtis – Y lo seré muchas otras más. Tú y los tuyos, en cambio, seréis derrotados una sola vez... la de vuestra muerte.
- ¡Acabemos! – bufó Sciarra, exasperado - ¡Me da asco tanta palabrería!
Se acercó hasta Kurtis y con un gesto grosero, lo agarró del brazo y tiró, obligándolo a caminar y clavándole los dedos con toda saña, sabiendo que le dolía con ganas. Sin embargo, apenas lo tocó, de repente sintió como una bofetada invisible que le diera en toda la cara y se encontró empujado hacia atrás. Tropezó con Schäffer y ambos fueron a dar al suelo.
Kurtis echó a correr de nuevo, pero ya no tenía fuerzas. Había perdido bastante sangre por la pierna y el uso de su capacidad mental le había dejado exhausto. En ese momento, oyó rugir un motor cerca, y para su estupefacción, apareció el jeep de Selma, que estaba siendo conducido por Zip.
- ¡Kurtis! – gritó la muchacha turca, tendiéndole la mano - ¡Vamos!
De un impulso, lo subió al jeep en el momento en que la metralla impactaba contra las puertas del jeep.
- ¡Joder! – gritó Zip, cubriéndose la cabeza con las manos.
- ¡Arranca! – ordenó Selma.
El chico pisó el acelerador a fondo y levantó una nube de polvo que cortó la persecución del alemán y el italiano. El jeep desapareció en cuestión de segundos.
- Bueno – carraspeó Sciarra - Me da a mí que esa bonita Señora va a cabrearse bastante.
************
- ¡Oh Dios mío, Kurtis!- gimió Selma - ¡Tus brazos!
El hombre se dejó caer en la parte trasera del jeep y soltó un suspiro de agotamiento.
- ¿Cómo me habéis encontrado?
- De pura potra.- respondió Zip, nervioso, con la vista fija en la carretera – Pasábamos y entonces vimos volar una camioneta y varios tíos por el aire. Supuse que sería cosa tuya... ¡la madre que te parió, tío! ¡Si yo pudiera hacer eso!
La muchacha rebuscaba frenéticamente en el equipaje de mano.
- ¿No hay ningún botiquín o algo así por aquí? ¡Está sangrando de un modo horrible!
- El equipaje es cosa tuya, princesa. Yo sólo llevaba mi ordenata.
Kurtis se apoyó contra la pared del maletero y cerró los ojos. Casi no notó a Selma, que le vendó los brazos con dedicación y luego le hizo un torniquete en la pierna. Cuando acabó, la muchacha estaba sucia de sangre y doblemente histérica que antes de empezar.
- Espero que esto sirva... ¡cuánto lo siento! ¡Qué salvajes!
- Zip.- murmuró entonces él al abrir los ojos – Voy a guiarte hasta un sitio. Pero en cuanto lleguemos, tendréis que iros inmediatamente y dejarme a mí allí.
- ¿Adónde? – preguntó el chico.
- Al lugar donde están Lara y mi madre. Ellas irán con vosotros.
Selma y Zip se miraron, preocupados, pero ni uno ni otro osó replicarle.
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