Capítulo 12: Dos vidas entrecruzadas

Atrás quedó el camino de los crucificados. Lara hubiera querido decirle algo a Kurtis. Pero no le salían las palabras. Le había sugerido enterrar los cuerpos, y de inmediato había sonado descabellado. ¿Dónde cavar ciento veintiuna tumbas? Luego le preguntó si quería enterrar a su padre.

- ¿Para qué? – suspiró él con abandonamiento – Ellos le clavaron allí. Murió como había vivido. Ninguna tumba le haría mejor justicia que esa cruz.

Lara le miró, horrorizada. Estaba segura de que Kurtis estaba perdiendo el juicio. Pero no insistió. Había que seguir adelante, pese a todo. Aunque un estremecimiento le recorría la espina dorsal con sólo imaginar qué podía esperarles allá delante que fuera más horrible que la fosa pútrida o el camino de los crucificados.

La ciudad ya no le parecía tan hermosa. Con todo, allí estaba, envuelta en una belleza sobrecogedora. Puede que pese a todo Tenebra no fuese el nombre más adecuado, ya que aunque los edificios estuviesen tallados en roca negra, la luz del agua los teñía de un azul plateado. En conjunto, la ciudad entera parecía resplandecer como cristal líquido. La arquitectura era fina y elegante, sinuosa como sus antiguos habitantes.

Habían dejado atrás el puente y al alcanzar la puerta de las murallas, Lara se había fijado en una inscripción tallada en el dintel de la entrada. Para sacar a Kurtis de su melancólico ensimismamiento, le había pedido que le tradujera aquella lengua Nephilim que sólo él conocía ya.

- Dice únicamente: Hasta que el Paraíso nos sea devuelto.

Tenía bastante sentido, arguyó Lara. Hasta que pudieran volver al cielo, aquella Edén sería su hogar. Kurtis en cambio negó con la cabeza y dijo:

- No lo creo. Los Nephilim son descendientes de los ángeles caídos. No tenían ningún Paraíso al que regresar, ya que nunca habían salido de él.

Lara se encogió de hombros. Atravesaron las puertas, dejando atrás el puente decorado con inmensas estatuas de ángeles, cada uno con su nombre, según le iba traduciendo Kurtis: Miguel, Gabriel, Rafael, Uriel, y el condenado Samael, el Lucifer de la tradición bíblica.

El lago resplandecía y su luz azulada los cegaba. Lara se había inclinado sobre el borde del puente para examinar aquella agua luminosa, hasta que Kurtis, tirando suavemente de su brazo, le recordó que estaba inclinándose demasiado.

Una vez dentro de las calles de la ciudad, Lara se obligó a no entrar edificio por edificio para no emplear más tiempo del previsto. Todo era bello pero estaba vacío, el polvo y las telarañas cubrían todos los interiores. Hacía mucho que Tenebra, o Edén, se había convertido en una ciudad muerta. Nada ni nadie quedaba allí.

Lara, seguida por Kurtis como un autómata, había llegado a una amplia plaza. Por las calles se habían dispuesto canales que hacían circular el agua y formaba un anillo que rodeaba la plaza.

- ¡Claro!- exclamó de pronto, entusiasmada – El agua no es un adorno urbanístico ni una reserva de subsistencia: es, simple y llanamente, un sistema de iluminación perpetua. No hay candiles, ni lámparas, ni farolas, ni nada que sirva para encender luz, ¡era el agua lo que les iluminaba!

Su compañero no respondió. Al fin y al cabo, ¿quién podía pensar en los sistemas de iluminación Nephilim después de haber dejado atrás un auténtico cementerio de masacrados? Pero Lara seguía siendo exploradora ante todo, y aquello la fascinaba.

Se inclinó de nuevo sobre la corriente de agua, decidida a llevarse una muestra. Sacó la cantimplora de su mochila y la vació sin dudar. Luego la llenó de aquella agua luminosa y la guardó satisfecha.

¡Crac!

Se giró sobresaltada, y entonces vio que Kurtis había desaparecido. ¿Cómo había podido perderle de vista? Pero, ¿qué había sido aquel sonido?

Sacando una pistola, avanzó hacia un gran edificio cercano, que lo mismo podía ser un templo, un mercado, o una mansión particular.

Se pegó al marco de la puerta y miró hacia dentro, pero sólo vio oscuridad y un destello plateado al fondo.

Lo que había crujido no podía ser madera, ya que la ciudad entera era de roca y no había una sola pieza de madera, ni puertas ni ventanas, ni cristales. Sólo piedra.

Lara avanzó pegada a la pared por el interior de la sala, dirigiéndose hacia el destello plateado. Tanteó de nuevo su mochila y encendió una bengala.

La estancia circular estaba vacía, a excepción de la hermosa estatua de un ángel femenino. Éste, a diferencia de los arcángeles masculinos del puente, estaba desnudo, y tenía la larga cabellera suelta, las enormes alas extendidas y los finos brazos elevados. A pesar de estar enteramente tallado en mármol (y su blancura contrastaba con la negrura de las paredes) parecía estar a punto de alzar el vuelo, ya que sólo apoyaba un pie en su pedestal y se inclinaba graciosamente hacia delante. Su cuerpo tenía pequeñas serpientes enroscadas, rodeándole los senos, la cintura y los muslos. En su brazo izquierdo portaba un corto cetro de plata, que era lo que destellaba en la oscuridad.

La bengala se consumió y Lara encendió otra. Acercándose, trepó por la estatua (era bastante más grande que ella) y se encaramó al cuello del ángel, extendiendo un brazo hacia el cetro.

- ¡Lara, no!

Dio un respingo, sobresaltada, y vaciló, a punto de caerse de la estatua. Se agarró justo a tiempo de la esbelta cintura del ángel.

Kurtis estaba de pie en el centro de la sala.

- ¿Por qué haces eso? – le espetó ella, furibunda - ¡Primero desapareces y ahora me das un susto de muerte! ¿Por qué...?

- No toques ese cetro.- le advirtió, acercándose rápidamente a ella.

Lara frunció el ceño. ¿Quién era él para decirle lo que podía o lo que no podía hacer? ¡Bueno fuera! Se iba a enterar él de quién mandaba allí...

Extendió de nuevo los dedos hacia el hermoso cetro de plata. Casi al instante, Kurtis se encaramó a la estatua y con un descaro considerable, agarró a Lara por la cintura y trató de apartarla de allí. Pero ya había cogido el cetro, y con un chirrido, lo sacó de la mano del ángel.

Hubo un destello, un fogonazo. Lara se sintió caer hacia atrás, pero no soltó el cetro. Entonces, una luz cegadora la envolvió, y perdió el sentido.

*********

Al principio fue como si una cortina blanca se extendiera ante él. Luego se vio a sí mismo sobre aquella cordillera nevada, barrida por los vientos. Sin embargo, no notaba el frío ni el azote del viento, y sabía que no estaba realmente allí pese a que veía con toda nitidez lo que estaba sucediendo ante sus ojos.

Había un avión estrellado a poco metros de allí. Los restos aún ardían. Y a través de la ventisca de nieve, vio a una figura que se había arrastrado lejos de los escombros y yacía medio derribada sobre la nieve. Era una mujer, mejor dicho, una muchacha de unos veinte años.

Se acercó lentamente a ella. No supo cómo lo hizo ya que no sintió sus pies hundirse en la nieve, pero de todos modos pronto estuvo a su lado. La muchacha estaba ligeramente herida pero no parecía grave, a lo más, algunas contusiones y un brazo roto, que se sujetaba mientras gemía con la cara hundida en la nieve. El pelo, de un castaño dorado, se le había soltado y ondeaba en torno a su cabeza inclinada, mientras temblaba aterida de frío y de dolor.

La muchacha alzó lentamente el rostro, y sobrecogido, la reconoció, ¡era Lara!

Una Lara juvenil, en el umbral entre la adolescencia y la edad adulta, una Lara aterrada que miraba con ojos desorbitados el avión incendiado y hecho trizas mientras sollozaba en voz baja:

- ¡Están... muertos! ¿Me he quedado yo sola?

Extendió la mano para tocarla, para decirle que no estaba sola, pero su mano no podía alcanzarla ni ella le veía. Aquello había ocurrido hacía mucho, y él no había estado entonces, como tampoco estaba ahora realmente.

Lara, malherida, empezó a arrastrarse sobre la nieve. Tenía la falda y las medias rotas y la chaqueta desgarrada. No sobreviviría mucho tiempo al frío. Pero aún así siguió arrastrándose lentamente, sin mirar atrás, apretando los labios con fuerza, aunque las lágrimas le bañaban la cara...

********

Al principio, ella vio sólo oscuridad. Luego las sombras empezaron a tomar forma. Oía un goteo persistente dentro de aquel agujero y sabía que el aire debía ser húmedo e irrespirable, pero aún así no sintió nada. Paseó su mirada por las paredes de piedra y dedujo que estaría en una especie de mazmorra o celda antigua.

En un rincón, había una madre acurrucada con su hijo. Al principio no la distinguió bien, porque la mujer tenía la piel oscura y además iba cubierta de pieles. Un bonito dreamcatcher, que ella recordaba haber visto anteriormente – ah, ¿pero dónde? – le colgaba del cuello. El niño era aún muy pequeño, no tendría más de 6 años, y en verdad no se parecía nada a la mujer: tenía el pelo oscuro y los ojos azules.

De pronto, se oyó un violento golpe, procedente del techo, que era de madera. El niño se encogió y soltó un gemido y la madre se apresuró a taparle la boca.

Una voz grave, tenebrosa, resonó en la cámara superior. Ella la reconoció de inmediato: ¡era la voz de Eckhardt!

- No me estás ayudando mucho, amigo.- susurró con voz sinuosa el Alquimista Oscuro – Entrégame a la madre y al niño y te dejaré en libertad.

Al cabe de unos instantes, se oyó un sollozo, un gorgoteo, y la voz temblorosa de un anciano respondió:

- Yo no... no sé dónde...

Se oyó otro violento golpe y a continuación, un repugnante crujido de huesos rotos. El alarido del desgraciado desgarró los muros.

La madre cerró los ojos y empezó a rezar en silencio, mientras apretaba al niño contra su pecho.

- Yo estoy dispuesto a perdonar una vida.- continuó Eckhardt – Al fin y al cabo, tú, viejo Maestre, ya no eres peligroso para mí. Pero necesito a esa madre y a su niño. Es más, incluso podría dejar en paz a la madre, si me lo suplicas, pero entrégame el niño.

- No... no puedo...

Otro golpe brutal. Más huesos rotos. El niño, empapado de sudor, temblaba en brazos de la madre mientras fijaba sus desorbitados ojos en el techo de madera, del cual caía un suave polvillo.

- El niño, el niño... – insistía Eckhardt.

- ¡No puedo!

Y entonces el paciente Alquimista, inflexible, mandó prolongar durante largo rato la tortura. Pero el Maestre, el viejo Maestre, que había acogido en su casa a la madre y había jugado con el niño en sus brazos, no dijo ni una palabra del escondrijo. Finalmente, lo mató...

********

- ¿Qué es eso?

Lara, enfundada en las tupidas pieles de los nativos tibetanos, miraba con expresión turbada a Zhong Yi, el cazador de Tokakeriby que la había recogido medio inconsciente en las cercanías del pueblo montañés. El hombre acababa de arrojarle un pesado fusil a los pies.

- ¿Esto?- dijo Zhong Yi, descubriendo sus encías desdentadas con una horrible mueca - ¡Esto es un arma!

Los ojos castaños de Lara chispearon y durante un momento, volvió a aflorar su vena aristocrática.

- ¡Ya sé que es un arma, idiota! ¿Pero para qué me la das?

- Para que la uses, sin duda.

Soltó una risa seca y arrojó al suelo las aves que había cazado aquella mañana. Pero la joven seguía mirándolo furibunda.

- ¡No pienso salir a cazar venados contigo! ¡Quiero volver a Inglaterra!

Otra carcajada abrupta.

- Pero, mi pequeña estúpida, ¡nunca volverás a Inglaterra si no empiezas a disparar esa cosa! ¿Entiendes?

- ¡Evidentemente, no!

- ¡Eres tonta de verdad! ¿De verdad te crees que el avión va a venir a buscarte aquí, en Tokakeriby? No, mi pequeña idiota, para poder volver a tu patria, tienes que atravesar medio Nepal, tienes que llegar a Katmandú. ¡Y una vez allí, ya te las apañarás! Pero hasta que llegues allá, ¿cómo diablos vas a defenderte, eh? ¿De los lobos, de los bandidos, eh, bonita? ¿O crees que te respetarán por tu carita de muñeca?

Lara enrojeció de rabia mientras el montañés seguía burlándose de ella. Se levantó, dispuesta a abandonar la cabaña, pero Zhong Yi la detuvo con un gesto de la mano.

- Alto ahí. Yo te acompañaré hasta la frontera de Nepal. Pero una vez allí, tendrás que hacer el camino sola, y si no sabes disparar un arma para defenderte, preciosa mía, entonces cualquier animal o persona con que te topes podrá destrozarte del modo en que le dé la gana. Ahora coge ese fusil, que te voy a enseñar a disparar como un hombre.

- Pero yo no quiero matar a nadie... – musitó ella en voz baja.

Durante unos instantes, el cazador permaneció silencioso. Luego volvió a mostrar su horrible sonrisa:

- Ah querida mía, pero tendrás que hacerlo, tarde o temprano, si quieres sobrevivir. Esto no es Inglaterra. Aquí la vida se defiende con sangre. La primera vez que mates a un hombre, sufrirás. Dejarás de dormir. Pero créeme... en cuanto te acostumbres a hacerlo... acabará gustándote... sí, te gustará... ¡te gustará, te gustará!

Y estalló en grotescas carcajadas, mientras la muchacha, pálida, alzó los ojos y, frunciendo el ceño, se apoderó de la pesada arma y se levantó para encararse con su severo maestro.

*************

De nuevo, ella vio a la mujer que era madre. Ahora que la veía a la luz del día, supo que era una nativa americana, quizá una piel roja o una sioux, quién sabe. Era hermosa a su manera, y nunca había visto a nadie con una cabellera tan elaborada, trenzada artísticamente de un modo encantador.

Parecía un poco más adulta, pero resplandecía de felicidad. La atroz escena de la mazmorra parecía haber quedado atrás y ahora sonreía abiertamente al hombre que se dirigía hacia ella.

Durante un momento, sintió que le daba un vuelco el corazón, ya que aquel hombre fornido se parecía mucho a Kurtis, tenía la misma piel, los mismos cabellos y los mismos ojos. La india se arrojó a sus brazos y le besó en la boca..

- Te he esperado tanto tiempo... – murmuró ella, con los ojos llenos de lágrimas.

- No pude venir antes.- respondió él. - ¿Cuántos años...?

- Quince.

- Quince, Marie... quince. Pero ya estoy aquí. – frunció el ceño - ¿Dónde está?

La india sonrió, complacida.

- No le vas a reconocer. Está altísimo.

- Y girándose hacia la casa, gritó:

- ¡Kurtis!

Entonces ella le vio salir, y sintió por él un atisbo de reconocimiento. Era un joven en efecto, alto, que rondaría los diecisiete años. Apenas tenía un asomo de barba en el rostro e imitaba la característica expresión de su padre con el ceño fruncido. Eran como dos gotas de agua.

- ¡Vaya, vaya!- exclamó Konstantin jocosamente – La última vez que te vi ibas en pañales.

Aquel comentario no divirtió en absoluto al joven, quien siguió mirando al extraño que era su padre. Era la primera vez que le veía en su vida, pero no había duda alguna de que era él. A veces le había parecido que era una leyenda y que su madre se inventaba a aquel héroe de la Lux Veritatis que hacía lo posible y lo imposible por la supervivencia de la Orden y por liquidar a la Cábala, pero en fin, era real, allí estaba.

A pesar de que llevaba mucho tiempo sin ver a su esposa, lo cierto era que lo primordial era su hijo. Así que le rodeó el hombro con su fuerte brazo – haciendo caso del gesto de retroceso, por pura desconfianza, que hizo el muchacho – y se lo llevó aparte para hablar con él.

- Tu madre me ha contado por carta.- le susurró – que ya has manifestado el Don.

El Don. Así llamaban ellos a aquellos horribles poderes que le volvían loco desde hacía tiempo. Cristales que explotaban cuando estaba enfadado, mesas que se volcaban solas, situaciones y personas que él podía ver a través del tiempo y del espacio. El Don.

- Es hora que te enseñe a luchar con ello.- terció Konstantin, decidido – O nunca serás uno de nosotros de verdad.

- ¿Y qué pasa si no quiero serlo? – dijo él, con su rebeldía de adolescente.

El hombre se giró lentamente, y Lara se estremeció, porque exhibía la misma mueca sardónica que años después, su hijo sabría imitar con total precisión.

- No puedes rechazar el Don. No es un regalo, es un deber. Te hemos estado protegiendo durante todos estos años por ello. Recuerda al viejo Maestre, que murió por guardarte a ti y a tu madre del Alquimista Oscuro. Tu madre y yo hemos sacrificado nuestras vidas por ti y por la Orden entera. En realidad, ya deberías saberlo.

- Ya sé manejar las armas de fuego.- insistió Kurtis, tozudo – Eso debería bastar.

Konstantin volvió a reír.

- Eso está bien para los hombres vulgares. Pero para ti sólo es el principio. Ahora debes aprender a usar... esto.- y con su dedo índice dio un golpecito a la frente del muchacho – Cuando sepas usar bien esto, serás más fuerte que cualquier arma de fuego en este mundo.

*************

- ¡Lara, me parece que has perdido la cabeza!

Indignado, Lord Croft daba vueltas a su lujoso despacho, mirando de reojo a su hija, que estaba plantada frente a él con la mirada desafiante. Iba vestida con pantalones y casaca, un atuendo que jamás habrían estimado conveniente para una señorita de su edad, así como aquellos aires de yegua bravía que trataban de controlar inútilmente desde su adolescencia.

Sentada en una silla, la delicada Lady Croft, su madre, observaba boquiabierta a su hija, preguntándose que habría hecho mal en su educación para que el resultado fuera aquello.

- Estoy decidida.- dijo Lara, cruzándose de brazos, otro gesto demasiado masculino para la firme etiqueta de la alta sociedad.

- ¡No, no y no! - rugió el lord, fuera de sí – No, Lara, tú no puedes hacernos eso, tú no puedes traicionarnos de ese modo, y si lo haces, ya no eres nuestra hija...

- ¡Basta, Henshingly! – murmuró la madre en voz baja, y girándose hacia Lara, habló con voz suave – Lara, cariño, entiendo que todo esto del accidente y la supervivencia en el Himalaya te haya trastornado. Entendemos que has pasado hambre y frío y que has tenido que hacer cosas horribles para salvarte... Pero ahora estás de nuevo en casa, con nosotros, y no vamos a permitir que te vuelva a suceder nada malo...

- No lo entiendes.- dijo Lara, con los dientes apretados – Estoy perfectamente. Os lo he dicho ya: quiero ser arqueóloga, quiero viajar como exploradora a lo largo y ancho del mundo.

- ¡Ésa no es ocupación para chicas de tu clase! – gimió la dama, escandalizada - ¡Ese trabajo sucio y mal remunerado es sólo para las pobretonas, para las marimachos que se pasan la vida llevando pantalones y durmiendo sin techo! ¡Nosotros, Lara, te hemos educado para ser una mujer de verdad, para ser una señorita!

- ¡Pues ya no quiero serlo!

- Recuerda tu juramento... – siseó Lord Croft en voz baja.

Lara se giró hacia su padre, retándole, lívida, acusadora.

- Recuerda tu juramento.- repitió él – Diste tu palabra de matrimonio al hijo de Lord Farrington. ¿Va a parecerle a él bien que su esposa vaya dando tumbos por el mundo como una ramera?

- No voy a casarme con Farrington.

El padre dio un puñetazo contra la mesa, haciendo vibrar la lamparilla de cristal.

- ¡Estás loca! ¿Cómo quieres que rompamos un compromiso de ese calibre? ¿Quieres que a tu madre se le caiga la cara de vergüenza? ¿Cómo vamos a poder presentarnos ante la sociedad con tu actitud?

- Esa boda – prosiguió Lara, tratando de mantenerse serena – se concertó sin mi aprobación.

- ¡Lara! – protestó Lady Croft - ¡Es el mejor partido que podíamos encontrarte! ¡Hemos trabajado mucho por ese compromiso! ¡Y nos diste tu palabra!

- Sí... sí, os la di.- suspiró ella – Pero ya no quiero casarme. Id y decidle a Farrington que se busque otra mujer para su hijo. Yo ya os he dicho qué quiero hacer de mi vida.

- ¡Nunca! – aulló Lord Croft - ¡Antes te vería muerta y enterrada que vistiendo de hombre y comiendo polvo en el otro confín de la Tierra!

Ella le observó con frialdad durante unos instantes. Meses atrás, antes del accidente, aún habría temblado ante él. Pero ya no. Ya no.

Dando media vuelta, se alejó a grandes zancadas, en dirección a la puerta.

- ¡Es tu culpa! – oyó gemir a su madre, dirigiéndose a su marido - ¡Tú le permitiste ir de aventura con ese tal Von Croy, tú le llenaste la cabeza con esas tonterías!

Cuando Lara aferró el pomo de la puerta, oyó a su padre decir:

- Lara Croft, es tu última oportunidad. Cruza esa puerta y te juro por mi tumba que nunca volveré a llamarte hija mía.

Ella sólo dudó unos instantes. Luego, sin volver la vista atrás, abrió la puerta de un tirón y salió cerrándola de un portazo.

En su sillón, Lady Croft rompió a llorar.

***********

Un disparo. Y otro. Y otro.

Kurtis bajó la vista y vio teñirse de rojo la tela de su camisa. Se tocó el pecho y supo que le habían alcanzado. Antes de doblarse en dos, tanteó la herida y supo que la bala le había salido por detrás, en dirección al hombro, sin dañar el pulmón. Había tenido suerte.

Desplomándose en el suelo, soltó el fusil y cerró los ojos, mientras la metralla seguía lloviéndole alrededor.

¿Por qué estaba allí? ¿Por qué?

- ¡Eh, eh tío!

Abrió los ojos. Allí estaba el bueno de Clarkson, mirándolo con su cara pálida de yanqui, mientras soltaba corriendo su fusil y se arrodillaba junto a él.

- ¡Caray, Trent! ¿Te han jodido, eh? – examinó unos momentos la herida y dijo - ¡Venga, que esto es nada! ¡A levantarse!

De un tirón, le puso en pie. Kurtis vio que su sangre salpicaba los brazos de su compañero, que empezó a tirar de él.

- Vamos, Trent. Hace rato que todos están en retirada. Ese cerdo iraquí se va a enterar, ya verás. Cuando volvamos con refuerzos, se va a liar la de Dios es Cristo...

Y entonces, su cara se iluminó.

- ¡Eh, mira, allá están los nuestros! ¡Eeeh, vosotros!

Soltando a Kurtis, avanzó unos pasos, alejándose de él, quien, demasiado débil, se quedó en su sitio, taponándose con la sucia mano el agujero de bala.

Clarkson no llegó muy lejos. A los pocos metros, todo estalló.

Kurtis despertaría horas más tarde en la enfermería de la base. Al abrir los ojos, se encontró con la cara grave del sargento de su regimiento.

- ¿Soldado Trent? – murmuró.

Él asintió débilmente.

- Vaya suerte la que ha tenido, soldado. Usted y Clarkson estaban demasiado cerca de...

- ¿Cómo está?

- ¿Clarkson? Está muerto. Pisó una mina, el pobre diablo.

Kurtis cerró los ojos. No era la primera vez que perdía a un amigo, pero cada vez volvía a sentir aquella sensación de abandono. Todos morían, menos él.

El sargento le escrutaba con su severa mirada, frotándose la barba de varios días.

- ¿Cuántos años tiene, soldado Trent?

- Veinticinco.

- Y en nombre de Dios, ¿qué demonios hace usted aquí? ¿Qué crimen cometió?

Lo decía porque los hombres que servían en la Legión Extranjera solían ser criminales que cambiaban penas penitenciarias o incluso sentencias de muerte por un abnegado servicio militar.

- Desobedecí y me rebelé a mis superiores.- dijo él haciendo una mueca, al recordar el rostro de su padre.

El sargento enarcó una ceja. Ni aquello sonaba a crimen, ni había soldado más obediente y fiel que Kurtis Trent. Claro que no tenía derecho a sonsacarle sus crímenes, si él no quería.

- Bueno .- dijo, alzándose pesadamente de la cama – Lo siento por Clarkson, pero así es la vida. La guerra es una mierda, Trent, y nosotros los imbéciles que removemos esa mierda mientras nuestros mandamases aposentan sus aristocráticos culos en sillones. Pero aún lo siento más por ti; me acaban de decir en la enfermería que se les ha acabado la morfina. Vas a pasar mala noche, chaval, pero...

Rebuscó en su vieja casaca y sacó una petaca, que arrojó al enfermo. Kurtis la cazó al vuelo.

- ¡El mejor vodka ruso! – canturreó con voz festiva – Dos tragos y no te acordarás ni de quién es tu madre, Trent. Que te recuperes pronto.

Kurtis le devolvió el saludo militar (que le pareció muy ridículo al estar acostado en una camilla) y permaneció varias horas mirando al techo. Al final, cuando el dolor de la herida empezó a hacerse insoportable, abrió el tapón de la petaca y se la llevó a los labios.

*************

Abrió los ojos lentamente, y la primera inspiración le resultó dolorosa, como si lo que entrara a pulso en sus pulmones no fuera aire, sino fuego.

Lara estaba a pocos metros de él, encogida contra la pared, aferrando el cetro de plata en su mano derecha mientras le escrutaba con expresión ceñuda.

- ¡Tú! – exclamó - ¿Por qué has hecho eso?

- ¿Qué? – murmuró Kurtis, frotándose la nuca.

- ¿Cómo que qué? ¡Te has tirado encima de mí y me has hecho caer de la estatua! ¡Me he dado un golpe tremendo! ¿Y por qué diablos has hecho eso?

- ¿Hacer el qué? – dijo él, frunciendo el ceño - ¡Sólo te he apartado para que dejaras de toquetear ese maldito cetro!

La exploradora le observó desconfiada, mientras hacía voltear el cetro con un elegante movimiento de su mano.

- Pues ya ves, no quema ni nada. No ha salido ningún rayo dispuesto a fulminarme ni la estatua ha cobrado vida para matarme. ¡Eres un exagerado!

- Podría haber sido peligroso.

- ¿Y crees que no sé defenderme? – ella se levantó y le dominó desde su alta estatura - ¡Aléjate de mí!

Y se apartó, asqueada, como si él la repugnara.

Mientras se alejaba, con el corazón palpitante, Lara pensó si no acabaría volviéndose loca. ¿Era real aquello que había visto? ¿La mazmorra, la madre y el niño, el legionario en el frente? ¿Había sido cosa de Kurtis... o de aquel maldito cetro?

Bajó la mirada. La bella vara de plata, labrada con formas extrañas y acabada en una curiosa voluta, parecía únicamente lo que era: un cetro de plata.


Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top