Capítulo 44- El sacrificio del rebelde.


Perdido, confundido y desorientado; así se sentía Tora mientras caminaba por aquel oscuro y desconocido bosque agreste. La noche venía acompañada de una fina y vaporosa neblina que más parecía una suave tela de seda flotando en el aire.
Los inseguros pasos del joven profesor de matemáticas se ahogaban al hundirse en la húmeda y fangosa tierra viscosa. No tenía idea de hacia dónde debía ir exactamente; el portal que había abierto conscientemente, una vez más, falló, llevándolo al centro de un bosque completamente desconocido para él.
No estaba seguro de cuánto había caminado; no llevaba reloj de pulsera y su chaqueta, en cuyo bolsillo delantero guardaba su celular, la había olvidado en casa de Keiske. Por lo tanto, la tortuosa caminata se le antojó lenta y eterna. Cansado, se detuvo un momento para tomar aire, pues este comenzaba a faltarle; se estaba rindiendo. Se inclinó hacia adelante y apoyó sus manos sobre los muslos, respirando agitadamente. En ese momento, deseó con todas sus fuerzas estar cerca de Chifuyu, no seguir caminando, simplemente llegar a ella sin dar un paso más... Y sin imaginarlo, ocurrió: al incorporarse, miró a su alrededor y, con sorpresa, descubrió que ya no estaba en el bosque, sino dentro de una casa grande, oscura y lúgubre.

Una vez más, se había trasladado de un lugar a otro sin moverse realmente. Ahora se encontraba en medio de una sala principal apenas iluminada por la luz del fuego que salía de la chimenea, situada en la pared opuesta a la puerta de entrada, como una especie de bienvenida a esa gran mansión aparentemente abandonada.
—Vamos, Tora —se dijo a sí mismo murmurando—. Chifuyu te necesita... ahora más que nunca.
Mientras pronunciaba esas palabras, se frotó las manos e intentó concentrarse. Lo único que tenía en mente en ese momento era estar con Chifuyu.
—Estar con ella, no cerca de ella —susurró, con los ojos cerrados.

Con un movimiento de la mano, volvió a dibujar un círculo en el aire, y un tercer portal creado por él se abrió esa noche. No muy seguro de haberlo logrado, atravesó aquel portal con los ojos cerrados, mientras contenía un poco la respiración.

Entonces, cuando la cegadora luz del portal dejó de penetrar sus párpados y la punzante sensación de agua helada acariciando su piel cesó, abrió los ojos y se encontró en lo que supuso era un laboratorio.

Buscó a Chifuyu mirando a su alrededor, pero al principio no vio a nadie. Era como si la habitación estuviera abandonada. Lo único que podía distinguir, aparte de los múltiples artículos de laboratorio, era la gran pared de vidrio con agua que emitía una fría luz verdosa. Esta iluminaba tenuemente la habitación, creando confusas sombras amorfas en el techo y las paredes. En esa ocasión, la matriz estaba vacía, llena únicamente de su característico líquido amniótico, que de vez en cuando burbujeaba como una pecera.

Se preguntaba dónde estarían aquel sujeto y su loca secuaz; también se preguntaba dónde estaría Chifuyu y si había llegado al lugar correcto. Internamente, rezaba con todas sus fuerzas para que no fuera demasiado tarde. Frustrado, golpeó una mesa de metal, haciendo caer estrepitosamente varios tubos de ensayo y vasos de precipitados llenos de líquidos extraños. Algunos explotaron al chocar con el suelo, expulsando humo y vapores con un olor extraño y no muy agradable.
Aunque ese ataque de ira alivió un poco su tensión, sabía que no tenía tiempo que perder. Chifuyu estaba en alguna parte de esa casa y debía encontrarla.

Exhaló, cerrando los ojos y apretando la mandíbula, pero enseguida la relajó, soplando para expulsar el aire lentamente por la boca. Contó hasta diez mentalmente, esperando que funcionara. Movió la cabeza de un lado a otro, haciendo crujir los huesos del cuello, y luego agitó los brazos rápidamente a los costados, todo con el propósito de relajarse y recuperar la concentración.

—Aquí vamos una vez más —se dijo, abriendo los ojos—. Chifuyu —susurró para sí mismo. Al pronunciar aquel nombre, un nuevo portal lo transportó al sótano de aquella tétrica casa, y descubrió al fin que lo había logrado.

Se encontraba de pie en el descanso de la escalera. Al final de esta, Kisaki miraba los peldaños con un dejo de asombro que intentaba disimular. El hechicero no esperaba que el hijo perdido de los Baji aprendiera tan rápido un conjuro tan complicado; se sentía un idiota por haberlo subestimado tanto.

Tora bajó cada escalón apresuradamente hasta llegar al final y adentrarse en la oscura habitación. Frente a frente con Kisaki, no le dirigió ni una palabra; simplemente se miraron unos segundos antes de que Tora apartara la vista y advirtiera la presencia de Chifuyu.

El cuerpo de la joven mortal estaba casi completamente inmovilizado, amarrado con hebillas de cuero desde los brazos hasta las piernas, como si fuera una paciente psiquiátrica a punto de recibir un tratamiento de electroshock sobre una camilla. Su visibilidad era limitada. Su ropa estaba desgarrada; la camiseta que llevaba puesta había sido cortada hasta poco antes de sus pechos. Sus jeans seguían intactos, aunque estaban arremangados torpemente hasta las rodillas.

Generalmente, las víctimas de Kisaki estaban semidesnudas sobre esa camilla, pues primero las adormecía con alguna poción o hechizo, y luego se tomaba su tiempo para desnudarlas antes de continuar. Pero en esta ocasión tenía prisa y lo hizo al revés. No es que tuviera un verdadero apuro por convertir a Chifuyu en un avatar; simplemente se había encaprichado tanto con ella durante meses que la espera se le hacía eterna. Cuando finalmente la atrapó casi sin esfuerzo, el hechicero se sintió como un niño con juguete nuevo, ansioso por sacarlo del empaque.

Chifuyu había sido recostada a la fuerza sobre la cama antes de ser sedada, por lo que no hubo tiempo de quitarle la ropa correctamente ni de prepararla como de costumbre para crear su nuevo avatar.

Kisaki apartó la mirada de Tora y se acercó a la joven mortal. Por otro lado, el joven docente no quitaba los ojos del hechicero. Entonces se acercó más, y Chifuyu pudo verlo por primera vez desde esa perspectiva limitada, en la que apenas podía ver el techo y los costados.

—¿Qué haces aquí? —preguntó sorprendida.

Tora la ignoró. Adoptó una postura que ni él mismo reconocía, pero que le gustaba. Si quería rescatar a su amiga, debía ser fuerte y plantear su propósito con convicción, aunque Chifuyu se opusiera. Era la única idea que tenía desde que decidió ir por ella, y ya no podía echarse atrás.

—Vaya, si no es... ¿el hijo pródigo? —comentó sarcásticamente el hechicero científico—. Agradezco la visita, pero estoy muy ocupado.

El silencio se adueñó del frío lugar por unos minutos, mientras Luna se acercaba a Kisaki lentamente, rellenando una jeringa metálica con un líquido azul eléctrico que luego le entregó al hechicero.

—Gracias, querida Luna —murmuró Kisaki, tomando el mentón de Chifuyu con una mano para ladearle la cabeza y sosteniendo la jeringa con la otra, lista para inyectarla.

Chifuyu sintió el pequeño pinchazo de la aguja, pero esta no llegó a penetrar.

—No vine de visita —respondió Tora abruptamente, interrumpiendo a Kisaki. Su tono era serio—. Ni siquiera me complace estar aquí.

—Bien, sea lo que sea a lo que viniste, hazlo rápido. No tengo tiempo para ti —dijo Kisaki con indiferencia.

Tora miró de reojo a Chifuyu, y algo le incomodó.

—¿Por qué la ataste? Ella vino aquí casi voluntariamente. ¿Temes que se escape?

—No, es solo una precaución, querido Kazu. No quiero que se produzca un desastre después —respondió Kisaki, mostrando la jeringa y sonriendo con orgullo mientras exhibía su amarillenta pero alineada dentadura.

Tora no respondió a esa indirecta; ni siquiera entendió el mensaje implícito del hechicero.

—Vine a negociar contigo —soltó de pronto el joven profesor de matemáticas.

Kisaki y Luna intercambiaron miradas fugaces, pero, lejos de sorprenderse, solo mostraban sarcasmo y curiosidad.

—¿Negociar conmigo? —repitió Kisaki burlándose—. Yo no negocio con nadie.

—Eso no es lo que me han dicho —respondió Tora—. Sé que te gusta negociar, como si fueras un verdadero traficante. Lo hiciste con mi padre biológico y luego con mi hermano. ¿Por qué no ha de ser igual conmigo? Al parecer, tus socios favoritos son los Baji, y dado que pertenezco a esa familia, no me queda más que negociar contigo también.

—Lo siento, yo ya tengo lo que quería.

—¿Estás seguro? ¿Por qué malgastarías tus poderes en una simple mortal cuando podrías usarlos en un hechicero?

—¿Te refieres a ti? ¿Un hechicero que ni siquiera sabe usar sus propios poderes?

—Ah, no me subestimes, te sorprenderías de lo rápido que aprendo. Es más, sé que te sorprendió verme pasar por un portal... ¿no es ese uno de los conjuros más difíciles de realizar?

—Suerte de principiante.

—No, no lo creo... yo lo llamaría destino. Míralo de este modo: los hechiceros ya tienen a un avatar hechicero de su lado, que casualmente es mi hermano... Keiske. Tú, por otro lado, podrías hacer de mí un avatar para que pelee de tu lado en la guerra que quieres librar.

Chifuyu se sintió mareada; no por las apretadas correas que dificultaban su circulación sanguínea, ni por el olor a cloroformo en el ambiente o el dolor de cabeza que la aquejaba. No; la razón era más sencilla: nunca pensó que una de las personas que se conectaba a su mundo resultara ser, en realidad, un hechicero, y no solo eso, sino que también era el hermano perdido de su novio. Todo aquello era demasiada información para procesar en ese momento y en esa situación. El aturdimiento no le permitía organizar sus ideas con claridad; bastante tenía con estar en una camilla a punto de ser objeto de un experimento.

Las náuseas tampoco tardaron en aparecer. Y es que el impacto de aquella revelación fue tan fuerte que Chifuyu no pudo reaccionar de otra forma. ¿Es que acaso había más secretos? En su momento, enterarse de la naturaleza de Keiske y luego de la existencia de Edward ya había sido lo suficientemente impactante para ella. Pero descubrir que Tora, a quien siempre consideró un puente entre lo mortal y lo mágico, resultaba ser un hechicero... era simplemente inconcebible.

—Un avatar-hechicero de mi lado... —se dijo Kisaki en tono reflexivo— suena tentador. El caso es que tú ya fuiste objeto de penitencia.

—Así es, cuando era un niño —respondió Tora—. Pero en aquel entonces no tenía idea de la existencia de mis poderes; ni siquiera recordaba a mis padres biológicos, así que supongo que el castigo no tuvo gran efecto.

—En eso te equivocas, Kazu... sí que funcionó. Vi a tus padres sufrir y rogar para que los ayudara a encontrarte.

—Sin embargo, hoy ya soy todo un hombre y sé el potencial que puedo alcanzar —Kisaki soltó una risotada ronca.

—¿Te enteras de que eres un hechicero hace tan solo unos días y ya pretendes ser un experto?

—Te dije que no me subestimes —replicó, cortante—. No sabes de lo que soy capaz.

—Si tú lo dices... —contestó Kisaki, encogiéndose de hombros—. ¿Qué tienes en mente?

—Libera a la chica —respondió Tora— y tómame a mí para tu experimento.

—¿Y si me niego?

—Tal vez quieras enfrentar tus habilidades con las mías. Así quizá te convenzas de tu error al subestimarme... Después de todo, soy solo un principiante.

El hechicero rió, negando con la cabeza. Luna lo imitó, soltando una carcajada más estridente y desquiciada.

—No, no es necesario —dijo Kisaki.

—¿Aceptas el trato?

—No tan rápido, mi querido Kazu. Primero dime... ¿qué ganas tú con todo esto?

Tora miró a Chifuyu: indefensa, desprotegida. Quería olvidar el trato, tomarla y salir huyendo, pero sabía que eso solo empeoraría las cosas para ambos.

—Su libertad —contestó finalmente—. La suya... y la de su familia. Tú quieres a un Baji; yo soy uno... no la quieres a ella.

Los minutos pasaban de manera tortuosamente lenta en la casa de Keiske, y la angustia aumentaba cada vez más. Deseaba salir corriendo, pero, por otro lado, no podía simplemente irse y dejar a su primo Ryusei y su familia, quienes habían aparecido sin previo aviso en la puerta de la casa de Keiske. Él no sabía qué hacer y no podía dejar a sus visitantes así como así.

—¿Dónde está el tío Keiske? —preguntó Akari, una niña de unos siete u ocho años, hija de Ryusei y Aiko, la esposa de este.

La pregunta provocó varias reacciones. Keiske se la quedó mirando entre sorprendido y confundido; Ryusei se atragantó con su vaso de whisky, y Aiko la reprendió. En cambio, Daiki, el hermano mayor de la niña, ni se inmutó, como si aquel comentario fuera algo normal.

—Discúlpala, Keiske, su imaginación la hace decir cosas que van más allá de lo posible, aunque es una pequeña hechicera —se excusó su primo.

Keiske no dijo nada; simplemente negó levemente con la cabeza y comenzó a agitar su pie de forma inconsciente sobre la rodilla al sentarse en el butacón después de servirles algo de beber a sus visitantes.

—¿Qué sucede? —preguntó Ryusei—. Te ves algo angustiado, Keisuke.

—Sí... es Chifuyu, ha desaparecido.

—¿Qué? —exclamó sorprendido Ryusei.

—Sí —replicó, poniéndose nuevamente de pie y caminando de un lado a otro como un león enjaulado—, sí, sí, ha desaparecido.

—¿Estás seguro? Tal vez solo salió a tomar aire.

—¿Dejando solos a los mellizos? Además, intenté llamarla al celular, pero lo dejó en su habitación.

—¿Dejó solos a los mellizos? —espetó la esposa de Ryusei.

—Sí.

—Pues eso es extraño —dijo Ryusei.

—«Sabes lo que ocurrió en realidad; él se la llevó», le comentó Edward. «Kisaki vino a cobrar su penitencia y tú la dejaste sola» —lo acusó.

Keiske intentó ignorar la voz del avatar, pero sabía que tenía razón. Ese día había pasado más tiempo en la comunidad y en casa de Tomo que con Chifuyu y sus hijos. Seguramente Kisaki lo notó y simplemente aprovechó aquel descuido para llevársela.

—Debo ir por ella ahora mismo, y creo que tengo una idea de dónde puede estar.

—Te acompaño; Aiko y los niños deben ir al hotel.

—Pero ¿y los mellizos? ¿Quedarán solos? —preguntó la mujer.

—Tienes razón, quédense aquí; Keiske y yo iremos por...

—¡Chifuyu! —exclamó Keiske al abrir la puerta y ver a su novia con la ropa desgarrada, las pupilas dilatadas y el rostro pálido como el papel. Ella no alcanzó a decir palabra alguna; intentó dar otro paso, pero simplemente se desplomó entre los brazos de su novio, quien reaccionó a tiempo para evitar que ella cayera al suelo.

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