Capitulo 38 - Primogénito.
Sus ojos estaban a punto de salir de sus órbitas, su mente estaba bloqueada y la única parte de su cuerpo que podía mover ligeramente era su cabeza, que giraba de un lado a otro, intentando reconocer dónde estaba. Para Tora, era difícil comprender cómo había llegado hasta ese lugar; ni siquiera estaba seguro de dónde se encontraba realmente, hasta que a lo lejos pudo distinguir a un gran grupo de enfermeras y doctores caminando por un pasillo de paredes tan blancas como los uniformes de aquellas señoritas, que se movían de un lado a otro, entrando y saliendo por distintas puertas numeradas. Por un momento, se preguntó si se había desmayado y lo habían llevado al hospital mientras estaba inconsciente o si quizás se trataba de un sueño, porque de haberse desmayado, de seguro habría despertado acostado en una camilla dentro de una habitación y no estaría de pie en lo que parecía ser una sala de espera. Así que, sacando sus propias conclusiones, terminó convenciéndose de que aquello era imposible, especialmente porque todo lo que veía era muy vívido.
Lo último que recordó antes de llegar ahí fue haber estado discutiendo con Keisuke, pero este hizo un extraño acto de escapismo que Tora no podía entender. En ese momento, él deseó estar con Chifuyu y, de paso, poder darle su merecido de una vez por todas a Keisuke.
—¿Qué está sucediendo? —preguntó Tomo con notable curiosidad.
—No estoy muy segura —respondió Vicky, extrañada.
Por su parte, Ryoko, quien estaba sentada junto a la joven pareja, se levantó lentamente mientras se llevaba una mano al pecho.
—Dios... es Kazu —susurró con la voz temblorosa. Ella no dejaba de mirar a Tora ni un solo instante, y su corazón latía con muchísima fuerza. Algo en su interior le decía que no se equivocaba; aquel joven desconocido de mirada desorientada era su hijo, su Kazu, aquel a quien había dado por perdido y muerto hace mucho tiempo.
Caminó hasta donde se encontraban Keisuke y Tora, y se abrió paso entre un grupo de distraídos doctores que se cruzaban en su camino. Estos no miraban por dónde caminaban, ocupados como estaban revisando algunas fichas médicas y conversando entre ellos, sin fijarse en lo que sucedía a su alrededor, mientras Ryoko intentaba llegar al encuentro del recién llegado.
Temiendo que pudiera estar equivocada y queriendo evitarle una decepción, Douglas y Hina intentaron detenerla.
—Mamá, espera —la llamó Hina, tratando en vano de seguir sus pasos.
—Ryoko, no vayas —dijo su esposo, casi alcanzándola. Sin embargo, ella no parecía escuchar ni a su hija ni a su esposo; simplemente, seguía caminando a pasos rápidos y cortos, como si un poder magnético la atrajera, haciéndole perder todo sentido de la realidad. Douglas pudo oírla susurrar repetidamente: "Es mi Kazu", sin siquiera voltear hacia atrás. Sus ojos estaban fijos en el desconcertado y confundido Tora.
—Kazu —dijo la hechicera, acercándose a ellos.
—¿Qué? —dijeron al unísono Keisuke y Tora, en un tono de sorpresa. Ryoko alzó su mano lentamente y la posó en la mejilla de Tora.
—Eres tú, Kazutora —insistió la hechicera. Tora, asustado, apartó su rostro de manera brusca, dejando la mano de Ryoko suspendida en el aire.
—No... No sé de quién me habla, señora —dijo él, retrocediendo un paso.
—Ryoko, no creo que sea el momento ni el lugar... —intentó persuadir Sr. Baji jalando delicadamente su brazo, pero la mujer no le dejó terminar la frase y se zafó del agarre de su esposo, acercándose un poco más a Tora.
—Es mi Kazu —insistió—. Lo siento aquí —se llevó una mano al pecho y, luego, intentó nuevamente posar su mano en la mejilla de Tora. Este, al sentir el frío tacto de la mano de aquella mujer, dio otro paso atrás.
—Está confundida, señora —dijo él.
—No, no lo estoy. Eres tú... —dijo ella entre lágrimas.
—¿Cómo llegaste hasta aquí, Tora? —preguntó Keisuke, interrumpiendo a su madre mientras se paraba frente a Tora, llegando incluso a apartarla de su lugar con el codo de manera algo brusca, mientras se cruzaba de brazos. Para él, era imposible creer que su némesis de pronto tuviera poderes mágicos como todo hechicero y, encima, que pudiera ser su hermano perdido. Pese a que su madre se empeñaba y se veía esperanzada en la posibilidad de que él fuera el niño perdido que Kisaki les arrebató, Keisuke prefirió no alimentar aquellas esperanzas.
Tenía que averiguar qué estaba sucediendo realmente, sobre todo porque los tiempos no estaban para confiar en cualquier persona, y mucho menos en Tora, su eterno rival, quien nunca fue santo de su devoción y mucho menos de fiar. Se negaba a creer que él pudiera ser su hermano perdido; no podía ni quería aceptarlo. Sin embargo, debía comprobar quién era exactamente aquel mortal que ahora, de pronto, era un hechicero, o eso parecía ser.
— Yo... no lo sé — respondió Tora, aún más confundido.
— ¿Eres hechicero? — preguntó Keisuke, como si fuese un policía interrogando a un criminal.
— ¿Qué...? ¡No, eso no existe! ¿De qué estás hablando? — tartamudeó, intentando en vano entender qué estaba pasando en ese lugar; cada palabra que escuchaba de Keisuke o de Ryoko era para él un hilo más de aquella telaraña tejida por confusiones y dudas que se formaban dentro de su cabeza, llegando incluso a sentir una fuerte jaqueca. — No te creo, eres un hechicero y lo has ocultado todo este tiempo — le recriminó Keisuke, sintiendo más rabia aún. Se preguntaba por qué no quería admitirlo si era tan evidente. Todos vieron cómo apareció de la nada, y aunque Keisuke no lo vio, aquello fue obvio, ya que en cuestión de segundos, Tora apareció ahí de pronto desde su departamento, que estaba bastante lejos. — ¿Qué? ¡Estás loco! — contestó Tora, dando un paso más atrás para alejarse de allí. No obstante, cuando dio media vuelta, Keisuke se le adelantó rápidamente e interpuso en su camino.
— ¿Trabajas para Kisaki? — continuó Keisuke. Tora no respondió; simplemente miró a Keisuke, aún más confundido y colérico. Enseguida le dio un fuerte empujón para hacerlo a un lado, pero Keisuke volvió a interponerse en su camino.
— ¡Contesta! ¿¡Kisaki te envió!? — esta vez, agarrándolo del cuello de la camiseta.
— ¡No lo conozco! ¡Ni siquiera sé de qué estás hablando! — gritó Tora, entre molesto y confundido, intentando liberarse del agarre del hechicero, tomando su brazo con ambas manos.
— ¡Eres un hechicero y lo estás ocultando! — acusó Keisuke una vez más — ¡Confiesa ya! — vociferó sin soltarlo.
— ¡Keisuke, basta! — intervino Ryoko — ¡Estamos en un hospital, por el amor de Dios! — Keisuke soltó a Tora de inmediato, respiró un poco para recuperar el aliento y, poco a poco, logró calmarse. Se cubrió el rostro con una mano mientras caminaba de un lado a otro; se frotó los ojos, pellizcó ligeramente el puente de su respingada nariz y volvió a dirigirse a Tora, quien lo observaba con ira en los ojos mientras se arreglaba la camiseta y respiraba agitadamente.
— Bien... — continuó — si no eres un hechicero y no sabes de qué rayos hablo, dime: ¿cómo crees que desaparecí de tu casa? — No lo sé — contestó Tora, cortante — eres un raro.
— ¿Cómo apareciste aquí? — continuó el hechicero, ignorando el último comentario de su rival.
— NO-LO-SÉ — contestó Tora, enfatizando cada palabra de esa respuesta.
— No te creo.
— Ese es tu problema. — ¡Responde! — gritó Keisuke abalanzándose hacia él, pero los demás lo detuvieron para evitar que Tora fuese golpeado. Sin embargo, éste, lejos de retroceder, se puso en posición de defensa. — «Deja el escándalo, Keisuke, y mejor usa la persuasión» — le aconsejó Edward. Con rabia, Keisuke se soltó bruscamente del agarre de quienes intentaban detenerlo, y admitiendo que el Avatar tenía razón, tuvo que respirar profundo, contar hasta diez mentalmente y mantener la calma. Enseguida se acercó a Tora, caminando con pasos tan firmes como un elefante corriendo, de modo que una vez más Tora tuvo que retroceder, pero el hechicero lo detuvo sujetándolo de ambos lados de la cabeza, obligándolo a mirarlo a los ojos para que su poder de persuasión surtiera efecto.
— Dime cómo apareciste aquí — dijo en un tono persuasivo e imperativo.
— Yo... simplemente estaba pensando en lo mucho que deseaba seguirte, encontrarte y partirte tu cara de niño bonito — respondió Tora con ira, pero obediente ante la persuasión mental de Keisuke.
— ¿Trabajas para Kisaki? — No conozco a ningún Kisaki.
— ¿Te envió Mia o Akane?
— No.
— «Es obvio que no tiene idea de todo esto, mejor pídele a Hina que vea su pasado».
— Hina — llamó Keisuke en un tono más calmado, pero sin perder la seriedad — haz lo tuyo — ella, obedeciendo, tomó la mano de Tora, pero él intentó apartarla.
— Tranquilo, no haré nada malo — dijo Hina, transmitiéndole tranquilidad. El joven docente no ofreció resistencia esta vez; de pronto, sintió que podía confiar en ella, pero eso era solo porque Keisuke comenzó a usar su poder de empatía, transmitiéndole tranquilidad y confianza a Tora.
Mientras Hina sujetaba la mano de Tora, sus ojos se clavaron en los de Keisuke para transmitirle todo lo que vería a través del confundido profesor.
Así fue como pudieron ver el pasado. Dos pequeños niños, de tres y dos años, deambulaban por el bosque mientras sus padres estaban a tres pasos detrás de ellos. Los pequeños corrían entre los árboles tan rápido como sus cortas piernas se lo permitían, mientras reían, inundando con su alegría todo el lugar. Las pequeñas aves cantaban a su alrededor y sus padres gritaban sus nombres de forma juguetona y cantarina. De pronto, un hombre misterioso tomó en brazos al mayor de los niños, quien pronto empezó a llorar, llamando a papá y mamá. Desesperados, intentaron ir tras él, buscarlo; pero el niño mayor ya no estaba. Solo podían oír su llanto desesperado resonando por todo el bosque y a su pequeño hermano gritando su nombre, como si su querido hermano mayor hubiese muerto. Pero el niño mayor ya no estaba; la tierra se lo había tragado.
La imagen cambió. Ahora el niño era mayor (un preadolescente de unos once o doce años) y vivía en una hermosa mansión en Hiroo, Tokio. Su padre era una eminencia en cirugías cardíacas, y su madre, una famosa actriz, ambos muy ocupados para pasar tiempo en familia.
El niño se encontraba en su gran habitación, repleta de juguetes caros, consolas, videojuegos e instrumentos musicales que solo tenía como adorno. Sin embargo, su instrumento más amado era una imponente batería, la cual no dejaba de tocar siempre que estaba solo, lo que sucedía casi todo el tiempo desde que llegaba de la escuela. Muchas veces, incluso cuando no estaba frente a los bombos y platillos, movía los brazos en el aire siguiendo el compás de la música que escuchaba en sus audífonos. Otras veces, golpeaba la mesa con cucharas o lápices, intentando seguir el ritmo de alguna melodía que le venía a la cabeza mientras desayunaba o estudiaba. A pesar de todas sus posesiones materiales y los mimos constantes de la servidumbre, en su mirada se reflejaba la tristeza de una soledad que lo acompañaba desde siempre, propia de un niño con pocos amigos (amigos por conveniencia) y que carecía del cariño de sus padres desde que tenía memoria. La memoria había borrado todo rastro de aquellos momentos felices en el bosque. Para él, aquello era solo un vago recuerdo, o un sueño recurrente que no significaba nada.
Pasaron los años, y el niño ahora era un hombre hecho y derecho. Terminó sus estudios de pedagogía en matemáticas y un doctorado en medicina general. Pronto heredaría la clínica privada de su padre. A sus veinticinco años, impartía clases de matemáticas en la prestigiosa University of Tsukuba, en Tokio.
Vivía en un departamento en la zona de Kanto que compartía con tres chicas muy atractivas, pero solo una de ellas llamaba su atención: una estudiante de veterinaria en la misma universidad donde él daba clases. Se encontraban frecuentemente en los pasillos, pero no hablaba con ella por razones profesionales. A veces se encontraba con uno de sus colegas, a quien, desde el principio, había visto como un rival. No solo porque ese colega estaba con la chica que le gustaba, sino también porque había algo extraño en él que no le inspiraba confianza.
—Esto es imposible —susurró Keisuke cuando cortaron la conexión y volvieron a la realidad del presente.
—Por primera vez estoy de acuerdo contigo —dijo Tora.
—Kazu... —dijo Ryoko, intentando acercarse a él.
—No, señora, mi nombre es Tora Hanemiya, y me niego a creer todo esto. No soy uno de ustedes, no puedo ser uno de ustedes —dijo, mirando a todos con repudio.
—Créelo. Soy tu madre, él... él es tu padre, Douglas —dijo señalando a su esposo—. Y él es tu hermano menor, Keisuke —añadió acercándose a su hijo—. Y esta jovencita —señaló posando las manos sobre los hombros de Hina— es tu hermanita. La adoptamos años después de que te fuiste, pero siempre supo de ti.
—Siempre te vi como mi hermano mayor, aunque nunca te haya conocido —añadió Hina dulcemente.
—Sí, y te hemos buscado todos estos años —continuó Ryoko.
—No —susurró Tora, negando con la cabeza—. ¡Usted no es mi madre, y tampoco tengo hermanos! —dijo, mirando a Keisuke con desprecio.
—Somos tu familia —sollozó la hechicera.
—¿Y sabe qué? Estoy bien. No necesito otra familia más que la que siempre he tenido, y mucho menos necesito un grupo de fenómenos como ustedes.
—Pero, Kazu —insistió Ryoko, posando su mano en el brazo de Tora.
—¡No! —gritó, alejándose de ella, y al mismo tiempo una llama salió de su mano cuando ella lo tocó, rompiendo los ventanales de la sala. El sistema de incendios se activó, y una especie de lluvia comenzó a caer sobre la planta.
Doctores y enfermeras corrían de un lado a otro, tratando de salvar a madres y bebés, mientras Tora se escabullía en medio del caos, alejándose sin mirar atrás. Así como Keisuke se negaba a aceptar a Tora como parte de su familia, Tora se negaba a creer y aceptar que formaba parte de una familia misteriosa de hechiceros. Nunca había creído en esas cosas y no iba a empezar a hacerlo ahora, aunque muchos hechos en su vida demostraban lo contrario.
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