Uno más
Llegó a su límite. El cuerpo apenas la respondía. Sabor salado había sustituido completamente a la carencia de sabor, al toque insípido de la saliva. Como una caricia, sintió la sangre escurriendo por su sien, goteando hacia su oscuro uniforme. El ojo derecho había sido ocultado por un velo rojo.
―Esto...¿es todo?
Gruñó. Miró a Sukuna como pudo, notando como su visión se nublaba ligeramente por el dolor. Le costaba moverse, respirar. Algunos huesos cedieron ante el ultimo golpe y perforaron su pulmón, o eso era lo que creía. No era un doctor para evaluar los daños que su cuerpo tenía tras la pelea.
―Creí que serias mejor, que me darías aquello que anhelo―sintió la urgencia en aquella burlesca voz. Llenaba sus oídos, su cabeza como si estuvieran golpeando su mente como si fuera un gong―. Pero esperé demasiado de un simple hechicero, de un humano normal.
Desprecio. Sintió el desprecio en aquellas palabras, como fue dirigido hacia él. No lo sintió completamente personal. Sukuna se refirió con aquel desprecio a toda la congregación de hechiceros y humanos del mundo. Las maldiciones odiaban a los humanos y viceversa. Aunque los últimos no despreciaban tanto a las maldiciones, pues apenas unos pocos podían verlas.
―Pensé en dejarte vivir, en crecer cuando sentí la energía maldita en tu interior―notó el tono calmado con el que el Rey de las Maldiciones se dirigía a él. Parecía estar rememorando algo―. Fue intenso, un punto que me hizo pensar en lo que podrías "alcanzar" si crecías lo suficiente. Me equivoqué.
¿Él se equivocó? ¿Aquella maldición se equivocó en dejarlo vivir, en permitirle seguir respirando? Apretó los labios, formando una fina línea que desapareció, haciendo extraño su rostro. Nunca necesitó de nadie que le permitiera vivir, que le permitiera crecer para ser mejor.
―Itadori―oyó su voz rasposa. Tragó duro mientras hizo un esfuerzo por ponerse en pie―. ¡¿Me oyes, Itadori?! ¡Voy a patear a Sukuna! ¡Voy a despertarte a golpes!―se paró sobre sus piernas. Estiró el brazo izquierdo hacia el frente al mismo tiempo que retrajo un poco el derecho. Giró el cuerpo hacia el lado izquierdo, desplazando al mismo momento la pierna derecha hacia atrás―. Voy a traer al idiota―dejó que el aire escapara de su boca. El pecho se hundió ligeramente y tensó los músculos bajo la ropa. Sintió como la energía maldita estalló a su alrededor, envolviéndolo como una cobertura de plástico―. Debo domar a cada una de las diez sombras. Debo hacerlo si quiero dominar a la más poderosa―cerró la mano izquierda, formando un puño―. ¡General Divino de las Ochos Hojas Diferentes del Sila: Demonio Mahoraga!
Sintió el peso sobre su cuerpo, como la energía escapó de él como si alguien se la estuviera drenando. Sin permitir que el dolor lo cegara, apretó la mandíbula inferior y tensó todo su cuerpo ante el peso extra de aquella poderosa energía.
―¡Oho!
Técnica de Sombras de Diez Tipos. Esa era su maldición, una que lo ligaba con los Zenin, sus familiares más cercanos. Él era un Zenin de sangre, mas no de pensamiento.
―¡Veo a donde vas!―jadeó, mirando a Sukuna―. ¡Vas a utilizarlo para pelear conmigo! Esto, de cierta manera, es excitante.
Se permitió sonreír. Él ya no iba a combatir. Mahoraga estaba fuera de sus capacidades de hechicero y no estaba dentro de sus ataduras. Era una bestia sin sentimiento ni control, un shikigami poderoso que devastaría la ciudad con el enfrentamiento que estaba por venir.
―Me alegro―dejó caer los brazos―. ¡Por qué voy a derrotarte!
―Es una poderosa declaración. ¿Con qué lo respaldaras, Megumi?
No tenía algo con que respaldar aquella declaración; pero de cierta manera tenía a "alguien" para respaldar sus propias palabras. El Demonio Mahoraga no era un espíritu purificado, por lo que no lo reconocía como su dueño, al contrario que con otros shikigami. Ningún otro chamán pudo lograr una purificación para dominar al shikigami, el más poderoso dentro de los diez.
―Lo respaldo con él: Demonio Mahoraga.
Ni siquiera se movió. Recibió aquel golpe y salió despedido hacia atrás. No tardó ni un segundo en sentir como su cuerpo se estrellaba contra una pared, como su espalda gritó de dolor.
[Lo dejo en tus manos...Mahoraga]
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