Capítulo 7

—Dime que no es cierto, por favor.

Ese fue el dramático saludo con el que me recibió Camila la mañana siguiente. La incredulidad en su rostro me espantó. Estaba pálida, daba la impresión que me habían acusado de algo inhumano, y que no fuera clara sobre la razón paralizó mi corazón. Todas mis pesadillas tenían el mismo inicio.

Los latidos comenzaron a acelerarse de imaginar supiera la verdad. Asustada mantuve mis dedos en la puerta de mi vehículo por si fuera necesario huir.

—Sobre... —comencé temerosa, intentando disimular el profundo miedo que me helaba la sangre, empujándola a que terminara. Rogando a mis adentros porque no hubiera dado con lo que había guardado con tanto recelo. Todo menos eso.

—¡Que Nicolás Cedeño es tu pareja para el reinado! —se escandalizó.

Volví a respirar aliviada, después de la crisis de mamá esta mañana mis nervios estaban al borde del infarto. Cedeño era el menor de mis problemas.

—¿Lo conoces? —la cuestioné adelantando que sí. Y si no lo hacía, para esa mañana ya debía tener hasta su tipo de sangre.

—De milagro —se burló encaminándose a mi lado. El estacionamiento estaba lleno de estudiantes—. Es el tuerto del B —lo describió divertida. Fruncí las cejas, me pareció un apodo igual de estúpido como el que se lo inventó—. En verdad lo siento por ti, Jena —me contempló compasiva.

Aquel pequeño atisbo de pena que había despertado en mí se esfumó cuando me hizo pegar tremendo grito porque al estar distraída no percibí se había acercado, apareciendo de la nada a unos pasos de la escalera.

—¿Te asusté? —preguntó sonriéndome al verme llevar mis manos al pecho, intentando recuperar el aliento.

Maravilloso, lo que quería, llamar la atención, pensé ante la mirada de todos los curiosos

—No, qué va, estoy practicando el grito de independencia, idiota —le reclamé sarcástica.

—Te falta afinar un poco los detalles, pero vas bien —opinó con gracia.

Camila a mi costado abrió los ojos sorprendida por la confianza que usó. Nadie solía hablarme de ese modo, no sabía por qué él sí. Quién le dio permiso. En un impulso quise reclamarme su atrevimiento, más preocupada por lo que ella pudiera pensar que por iniciativa propia, sin embargo, volvió a dejarme con la palabra en la boca. Nunca se callaba.

—Solo quería recordarte que hemos quedado hoy.

Camila pasó la mirada de uno a otro, anonada.

¡Pero no lo digas así!

—Para planear lo del reinado —aclaré deprisa, remarcándolo para mi amiga y cualquier otro que estuviera de metiche escuchando.

Él frunció las cejas extrañado sin borrar la sonrisa tonta.

—Para planear lo del reinado... —repitió despacio, con un deje de alegría—. ¿Para qué otra cosa sería?

No encontrar una respuesta dejó a la luz mi tonta preocupación, me sentí ridícula. Era yo la que me hacía ideas en la cabeza.

—¿Entonces nos vemos en la tarde? —insistió sacándome de mi ensoñación.

—Sí, sí —contesté aletargada.

Nicolás me dio otra sonrisa, pero fingí no verla hasta que se dio la vuelta para seguir su camino. Sentí la mirada inquisitoria de mi amiga sobre mi hombros, deseosa de inundarme de preguntas, pero algo logró contener su lengua. Para mí desgracia, el remedio resultó más caro que la enfermedad.

Maldije entre dientes cuando sentí alguien clavó sus dedos en mi cintura por la espalda. No tuve que dar la vuelta para saber de quién se trataba.

—¿Qué pasó, Jena? ¿Preparándote para ganar el concurso? —lanzó burlón echando a un lado a mi amiga para pasar su brazo por mis hombros. Apreté los puños, asqueada de su contacto—. Vas a arrasar —añadió soltando una carcajada en mi oído cuando a lo lejos vio como Nicolás estuvo a punto de tropezar.

—No te metas en lo que no te importa —escupí quitándomelo de encima, irritada por el sonido de su risa—. Aunque supongo que es inútil, ya lo hiciste —lo acusé—. ¿Debo agradecerle a tu noviecita en turno?

Ulises escondió mal una media sonrisa. Detestaba a ese descarado con toda mi alma.

—No, pero sí a la suerte —inventó—. En una de esas ese niño te enseña algo interesante —me comentó malicioso. Alcé una ceja fastidiada, contando hasta diez para no matarlo—. Al menos a perder —destacó, dándome en el orgullo antes de salir corriendo como un cobarde.

El eco de sus carcajadas me torturó. Me hubiera gustado poder responder que se equivocaría, que nada podía robarme el triunfo, pero por primera vez no tenía la respuesta.

Quizás fue la presión, los comentarios o miradas curiosidad, pero ese día se me hizo eterno. Cansada y de mal humor, me colgué la bolsa en el hombro determinada a pasar por alguna heladería cercana. Necesitaba un poco de azúcar en mi vida.

Sin embargo, apenas había puesto un pie fuera del instituto, cuando mis planes se fueron al demonio. Recordé algo de último momento, había olvidado por completo la reunión con Nicolás Cedeño. Titubeé, pasando la mirada del estacionamiento al interior del colegio.

Podía dejarlo plantado, no estaba de humor para soportarlo, mañana si tenía tiempo me disculparía y asunto arreglado, concluí sacando las llaves del vehículo dispuesta a irme a casa, pero ni siquiera logré ensartarlas cuando una punzada de culpa me golpeó. Al menos le avisaría porque tenía la pinta de ser de los que se quedaba toda la tarde esperando.

Silencié esa voz que me susurró me arrepentiría para esquivar a las personas que desesperados buscaban la salida. A medida que me acercaba a la cafetería, donde asumí él estaría, la concurrencia fue descendiendo, así que solo tuve que soportar un par de miradas asombradas que no entendían porque me movía a contracorriente.

Para ser honesta, yo tampoco tenía una razón clara.

Entrando a la cafetería comprobé acerté en mis pronósticos al encontrarlo en una mesa cerca de barra de comida. Estaba concentrado en sus casos, al grado que no se percató de mi presencia hasta que estuve frente a él. Examiné de punta a punta la torre de hojas y los marcadores esparcidos a lo largo de la madera.

—¿Qué es todo esto? —No pude contener mis dudas.

Nicolás dejó caer el lápiz por la sorpresa. Ojalá hubiera podido reírme de su sobresalto, pero me interesó poco a comparación de una respuesta. No lo entendía.

—Jena —me saludó contento poniéndose de pie antes de ofrecerme su mano. Dudé. Arqué una ceja porque no pensaba comportarme como un anciano. Nicolás pareció entenderlo, tímido pasó sus dedos por su cabello, disimulando no le afectó mi rechazo—. Compré hojas de color porque se ven mejor, al menos yo puedo hacerlo —me platicó animado regresando a su sitio.

Perdida en su parloteo dejé mis cosas a un costado sentándome frente a él, escuchándolo atenta. Tenía que reconocer me había sorprendido.

—¿Tienes buena caligrafía? —curioseó.

La duda me escupió de nuevo al presente, agité la cabeza para concentrarme. Fui a decirle que debía marcharme, reconocer, pero al final pensé que cinco minutos no harían una gran diferencia.

—No, terrible —mentí usándolo de excusa para librarme del trabajo. No pensaba ser su secretaria.

Nicolás alzó la mirada, afilándola como si pudiera ver si mentía o no.

—Cómo sabré cuando mientes o no —me cuestionó.

—Nunca lo harás —concluí satisfecha el mi mentón entre mis manos entrelazadas—. Soy una estupenda mentirosa —lo puse sobre aviso, orgullosa de mi habilidad.

Esperé una muestra de desconfianza, pero a cambio recibí una sonrisa peculiar, como si le diera ternura, cualquiera pensaría le había soltado algo adorable.

—Qué hay de ti, ¿cómo sabré que tú mientes? —lancé a la defensiva.

Estaba claro no era sincero, nadie tiene tanto aguante. Él fingió pensarlo, mirando el techo.

—Tal vez nunca lo harás —usó mis propias palabras en mi contra, encogiéndose de hombros. Ya no era divertido—. En una de esas soy tan bueno como tú —declaró astuto, apuntándome con el lápiz.

Ni en sus sueños. Ahí estaba una de las cosas que más detestaba de ese tipo, la forma de contraatacar sin miedo. El muy cínico hasta parecía gozar al retarme con su sonrisita de niño bueno.

—Te haces el listo conmigo —lo acusé.

—Bien, entonces no te creíste realmente lo soy. Tal parece no soy un actor tan brillante —se burló de sí mismo. En contra de mi voluntad se me escapó una disimulada sonrisa ante su ingeniosa respuesta. Sí, había que admitir era menos tonto de lo que creía—. Bueno, al menos te hice reír y según cuentan por ahí no sueles hacerlo con frecuencia —mencionó. Eché la mirada a un lado, evitándolo, sin querer darle la razón—, a menos que estés torturando a alguien o algo por el estilo —añadió.

—Tú sabes mucho de mí, en cambio yo no sé nada sobre ti —expuse la desigualdad de condiciones. Me ponía en desventaja, y odiaba estarlo.

—En realidad, tampoco sé nada de ti, más allá de lo que dice la gente. De eso nunca se sabe cuándo es verdad o no —expuso.

—Todo es cierto, de hecho soy mucho peor —aseguré, robándole una carcajada tan genuina que me dejó desconcertada. Fue tan auténtica que lo primero que pensé fue que, aunque jamás lo diría en voz alta, el sonido no resultaba tan desagradable. Hasta me pareció un poco contagiosa, o al menos de eso culpé a la discreta sonrisa que se liberó sin mi permiso.

—Dudo que "La temible Jena" sirva para ganar adeptos, no está mal para un matadero, pero no le gustará a la gente —argumentó como si fuera todo un experto.

—¿Tengo el perfil de qué busco agradar a otras personas?

Esta vez no contestó, prosiguió a examinarme a detalle con esa vivaz mirada que de cerca daba la impresión de ser un pozo sin fondo, como si pudiera leer lo que estaba en mi alma. Tomándose en serio su tarea recorrió sin disimulo desde mi frente hasta el mentón, noté le resultó difícil concentrarse. El fugaz encuentro duró apenas un instante, más la intensidad dejó claro no fue un accidente. Nicolás se obligó a echar la mirada a un lado, avergonzado. Casi lo pude oír reprenderse por su transparencia. Yo no podía estar más feliz, ese pequeño descalabro me había revelado existía una manera de recuperar el control.

—Pues... No... Creo que no —titubeó nervioso sin saber dónde meter la cara—. De todos modos, no me gusta ponerle etiquetas a la gente —confesó incómodo, encogiéndose de hombros.

Tuve el impulso de comenzar un debate sobre los prejuicios, pero discutir contradecía mi estrategia, así que hice mi mayor esfuerzo por mostrarle una dulce sonrisa.

—¿Sabes qué estaba pensando? —dije de pronto, capturando su atención por la forma en que suavicé la voz, casi rozando la coquetería—. Esta cafetería es horrible...

—¿En serio? A mí me gusta —me interrumpió, llevándome la contraria.

A ti lo que te gusta es colmar mi paciencia, pensé obligándome a contener una maldición. Respiré hondo, pidiendo paciencia mientras forzaba una sonrisa.

—Volviendo al punto —retomé la charla, para no distraerme. No debía perder el punto—. Estuve pensando en lo que dijiste de reunirnos en otro sitio...

—¿Hablas del negocio que está cerca de aquí? —me interrumpió animado, haciendo memoria. El plan pareció gustarle—. Sí, podría ser, no está...

—En mi casa —solté de golpe, noqueándolo.

Me miró como si le hubiera pedido fugarnos. Parpadeó aletargado, tuve que resistir mis ganas de reírme de su expresión

—¿En tu casa? —repitió inseguro.

—Sí, aquí hay mucho ruido, no puedo concentrarme —inventé con falsa inocencia, revisando el área—. En mi casa nadie nos molestaría —me justifiqué, pero él no lució convencido—. ¿Qué sucede? ¿Nunca antes visitaste a alguien para un proyecto escolar? —me burlé de su recelo—. Es exactamente lo mismo.

—Supongo que tienes razón... —admitió después de pensarlo.

Asentí complacida antes de arrebatarle la hoja que tenía entre sus manos para garabatear mi dirección. Sentí su mirada sobre mí, sonreí al atraparlo estudiándome antes de entregárselo de vuelta.

—Preguntaré que camión pasa cerca —mencionó tímido.

No debía hacerlo, pero confieso que disfruté robarle un poco de su confianza al cambiar de método. Lo había tomado por sorpresa y al menos eso me hizo sentir que la balanza se equilibró.

—Pásate antes de la siete —le pedí, evitando una tragedia.

—¿Debo llevar algo además de las hojas? —cuestionó deprisa al mirarme recoger mis cosas.

—No —lo tranquilicé sin disimular la sonrisa—. Esta vez yo voy a sorprenderte.

Era una promesa. No podía imaginar lo que tenía preparado para él.

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