Capítulo 6
—Esto debe ser una jodida broma...
Es que ni siquiera había una razón lógica para que volviéramos a coincidir, pero ahí estaba el condenado destino arruinándolo de nuevo. En otras circunstancias hubiera alzado la voz, protestado sin contenerme, pero siendo honesta no pude. No sé la razón. Sentía las palabras atoradas en mi garganta, luchando por salir, quemándome el pecho, mas fue tal mi desconcierto que lo único que atiné a hacer fue dejarme caer en el asiento, asimilándolo.
Necesitaba ordenar mis ideas, eran tantas que terminaron amontonándose impidiendo lograra concentrarme. Para empezar, ¿quién demonios era ese lunático? ¿Cómo terminó aquí? Esta mañana ni siquiera sabía de su existencia y ahora no solo le reconocía sin problemas, sino que estaba obligada a soportarlo durante más de veinticuatro semanas. Como si no pudiera ponerse peor, en manos de él recaía parte de mi éxito. Cerré los ojos agobiada. No podía perder lo que tanto deseaba por culpa de alguien más.
Pasé el resto de la reunión lamentándome. Ni siquiera me di cuenta cuándo terminó hasta que noté que la gente a mi alrededor se levantó para abandonar el lugar. Por inercia mi mirada se dirigió a la puerta, y en medio del caos lo encontré. El choque de nuestras miradas produjo la suficiente energía para hacerme saltar de mi silla. Caminé a zancadas hasta el comité.
—Él no puede ser mi pareja —escupí golpeando el escritorio, explotando como un volcán. Mi reclamo despertó la atención del resto, todos olvidaron sus planes de marcharse a casa, fijándose en mí. Sabían que el espectáculo acababa de comenzar.
No me marcharía sin conseguir una solución aunque por la manera en que me contempló la directora del comité, con esa calma que contrastaba con el temblor de mi mano presa de las emociones supuse no sería una batalla fácil de ganar.
—¿Por qué no? —cuestionó haciéndose la tonta.
—¿En serio necesitan una respuesta? —solté sin pensar, señalándolo. Las explicaciones sobraban—. Para empezar, él ni siquiera debería estar participando —añadí. Tenía la pinta de un auténtico fracasado.
—Esa no es forma de referirse a tu compañero —reprendió mi crueldad. Mordí mi lengua para no soltar una maldición.
—Exijo un cambio —insistí ignorando su sentimentalismo barato. A mí nadie me arruinaría los planes, ni él, ni el estúpido comité. Mi actitud de diva pareció chocarle porque contrario al resto no se achicó, infló el pecho intentando lucir imponente.
—Pues no los hay —concluyó tajante, retándome con la mirada. Simplemente no. Una sonrisa se deslizó en sus labios cuando no encontré un contrataque—. Así que te conformas o puedes retirarte —resolvió encogiéndose de hombros. Estaba claro que se trataba de una amable invitación.
Apreté la quijada sintiendo la sangre hervir en mis venas, desacostumbrada a que alguien se atreviera a confrontarme. Analicé su seguridad, en su mirada había un brillo peculiar que delataba su satisfacción, entonces comencé a unir las piezas. Se trataba de un tema personal, pero no hallaba la razón. Estaba segura que jamás me había metido con las chicas de sexto grado...
Ladeé la cabeza, escaneando esos ojos que me resultaban familiares. Pero sí con las del club de matemáticas, en el que ella formaba parte.
—Lo hicieron a propósito —deduje en voz baja. Era la venganza de la tonta de Aranza. La desgraciada no lo negó, de hecho hasta dejó escapar una sonrisita maliciosa, reconociendo había dado con el hilo escondido—. ¡Me asignaron con el peor candidato para que renunciara!
—Fue la suerte, Jena —se justificó con falsa inocencia, revoloteando sus pestañas.
—La suerte no existe —alegué para que se ahorrara saliva con sus excusas, no funcionaba conmigo—. Se equivocaron, voy a ganar esa corona así me emparejen con una escoba —declaré, porque si antes me interesaba, ahora lo haría sin importar el precio—. Veremos quien se ríe al final, bola de arpías —solté furiosa antes de marcharme, aguantando los deseos de estamparles el puño en su sonrisita perfecta.
Los estudiantes asustados se hicieron a un lado para no estorbarme. Pegué un portazo al abandonar el aula luchando con mis ganas de gritarles que se pudrieran en el infierno. Enfadada sacudí los dedos, deseosa de desaparecer ese horrible cosquilleo que adormecía mis manos. Todo lo que había planeado en los últimos dos años se había ido al caño por una tontería y no sabía cómo demonios encausarlo. No entendía en qué momento las cosas se me habían escapado de mis manos, o quizás solo me negaba a aceptar que el castigo eran las consecuencias de mis acciones.
—¡Jena!
Estaba tan envuelta en mi mundo que no me percaté que alguien me seguía. Frené en seco al escuchar mi nombre en una voz desconocida, llamándome. Al regresar la vista atrás hallé al mismo muchacho de esa mañana, mi nuevo problema. Notando había logrado despertar mi atención disminuyó el ritmo de sus pasos hasta alcanzarme. Sin embargo, nunca llegó a mí, se quedó a unos pasos. Esperé acortara la distancia, nunca lo hizo.
—¿Podemos hablar? —me preguntó cuidadoso.
—¿Por qué demonios te quedas ahí? —lo cuestioné alzando una ceja, extrañada por su comportamiento, nada en él era normal.
—Te prometí no me acercaría a menos de un metro de ti —argumentó, refrescando mi memoria.
Respiré hondo, pidiendo paciencia.
—No seas tonto —murmuré siendo yo esta vez la que acortó la distancia entre los dos, pero sin cruzar la línea prudente. Supongo que sus antecedentes me empujaron a tomar ciertas preocupaciones.
—Primero que todo, quería disculparme contigo por mi comportamiento de esta mañana —soltó de la nada, sorprendiéndome porque sonaba sincero, como si en verdad lo lamentara—. Me comporté como un verdadero patán. No tenía ningún derecho a besarte sin tu autorización... —admitió sin mirarme a la cara—. Y entiendo perfectamente me odies y no te cayera en gracia estemos juntos en el proyecto —expuso. Me crucé de brazos examinándolo, no se necesitaba ser un genio para semejante deducción—, pero ya que no permiten hacer cambio te doy mi palabra que intentaré hacer el camino sencillo para los dos —aseguró alzando una mano.
Arqué una ceja, ¿de dónde demonios sacaba tantas palabras este chico?
—Te aseguro que nada de lo que puedas hacer lo facilitará —respondí. No era un elemento, sino él por completo el verdadero problema.
—Sí, sé a lo que te refieres, pero todavía tenemos seis meses para reunir puntos —planteó optimista, mostrándose indiferente ante mi insulto. Esperé que me mandara al diablo, pero ahí estaba, sonriéndome con una calidez que me desconcertó.
Definitivamente necesitaba ayuda profesional.
—Tienes razón —cedí con falsa condescendencia—. La desesperanza es el enemigo de la gente exitosa. Déjamelo a mí —le informé restándole importancia. Mis talones no terminaron de dar la vuelta cuando volvió a abrir su insoportable bocota.
—Pero somos un equipo —argumentó fastidiándome la existencia. Piri simis in iquipi, maldije.
—En contra de mi voluntad —remarqué.
—Eso quedó claro hace un rato, pero eso no cambia que ahora estemos juntos en esto —insistió sin dar su brazo a torcer. Tuve ganas de golpearlo.
—No lo repitas tanto a menos que tu objetivo sea torturarme —me quejé cansada llevando una mano a mi cabeza—. ¿Por qué mejor no me dices por qué te inscribiste? —le exigí, cambiando la atención. Calló, tomándolo por sorpresa. Me crucé de brazos, esperando, pero todo quedó en un balbuceo torpe. Ni él pareció hallar una razón—. No te ofendas, pero no tienes el perfil.
—Oye, eso fue muy prejuicioso —comentó.
—Llámalo como quieras, pero no me cuadra que alguien como tú esté interesado en la corona —opiné examinándola desconfianza.
—Nadie lo está más que tú —concluyó acertando.
—¿Sabes que el comité te asignó como mi pareja porque te considera el elemento más débil? Es su manera de joderme la existencia —le conté con una arrolladora sinceridad que por primera vez sí parece afectarlo, dando un paso adelante.
Quise sonreír celebrando logré anotarle un punto cuando un atisbo de asomo ensombreció sus facciones, pero no me nació. De hecho, un inusual arrepentimiento me recorrió cuando percibí bajó la mirada avergonzado a sus tenis.
—Bueno, no importa —se recompuso, acomodando la mochila—. Puedo demostrarles que se equivocan, a todos, incluyendo a ti —determinó.
Pinté un mohín, hasta resultaban tiernos sus esfuerzos, pero para su pesar necesitaba más.
—Menos palabras, más acción —me despedí sin querer mirarlo más. Había algo en él, que me ponía incomoda. No sabía qué nombre darle.
—Podemos empezar a diseñar los folletos —mencionó alzó la voz para detenerme.
Y entonces mi ración de lástima se esfumó.
—¿De qué demonios estás hablando? —dudé.
—Tenemos que hacer publicidad, ¿no? —preguntó tomándose el atrevimiento de emprender camino a mi lado. No sabía quién demonio le había dado permiso de acompañarme, pero no me dio tiempo de echárselo a la cara—. Lo dijeron en la reunión, escoger un eslogan, pegar carteles, intentar ganar votos... —enumeró—. Sería bueno empezar con tiempo.
—Sí, sí, sí, pagare a alguien porque los haga —concluí, restándole importancia encontrando chocante su entusiasmo.
—Eso es trampa —dedujo lo evidente.
—Dios, no te pongas moralista —escupí—. Besas a una chica de la nada, pero te escandalizas por unos papeles. Ten un poco de coherencia, por favor —le refresqué la memoria. No pudo protestar. Qué hermoso era cuando estaba en silencio—. Además, nadie con una vida va a perder el tiempo haciendo cartelitos como niños de preescolar.
—Yo lo haría.
Silencio incómodo.
—Eso no me contradice.
—¿Entonces te veo mañana? —me preguntó con una sonrisa, ignorando el insulto.
—¿Qué?
—Que si mañana tienes libre para reunirnos e iniciar la planeación. Podemos quedar cerca, a unas calles hay una cafetería que...
—No, lo siento, estaré ocupada —inventé porque él y trabajar, me daban náuseas.
—¿Pasado mañana? —lo intentó.
—Estoy ocupada todos los días. No puedo cancelar mis planes —dramaticé, sin prestarle atención. Le di un guiño a la gente que nos miraba intrigados por los pasillos, fingiendo todo estaba bajo control.
—Si quieres podemos juntarnos después de clases aquí —propuso otra alternativa, sin poder mantener la boca quieta un minuto. Un minuto era lo único que le pedía—, en la cafetería o biblioteca. Una hora, para que no afecte mucho tu horario.
—Acabas de darme una idea —acepté, frenando. Extendí mis manos como si le mostrara un enorme panorámico, él siguió el movimiento de mis dedos—. ¿Qué tal si usamos El testarudo Nicolás para describirte? —declaré solemne.
En respuesta sonrió. Fue una sonrisa amplia, auténtica, de esas que dicen mucho sin hablar.
—Me gusta más El tenaz Nicolás Cedeño —corrigió echándose flores. Dejé escapar una falsa risa. Vaya, el colmo del descaro—. Queda mejor contigo, ¿no? Debo estar a tu altura —sumó divertido.
Para eso necesitaba volver a nacer, pensé, pero no se lo dije, no por humanidad sino porque el sonido de un estruendo claxon, a unos pasos de la salida, me hizo pegar un salto. Intenté disimular el susto, aunque por la discreta sonrisa que escondió delató fui una mala actriz.
Molesta busqué al causante del escándalo y hallé una vieja camioneta pintada de verde fosforescente estacionarse frente a la puerta principal. Contraje el rostro preguntándome quién sería el desquiciado que usaría algo parecido.
—¡El barco ha llegado a puerto! —gritó un anciano que la conducía. No pude verlo bien a lo lejos, pero me pareció estaba hablando en mi dirección. Por la forma en que Nicolás agitó su mano descubrí tenía razón—. ¡Pero si es tu novia puedes tardarte todo lo que quieras! —añadió a la nada, desconcertándome. Parpadeé, aletargada. ¿Novia?, me horroricé.
—Debo irme —me despertó Nicolás—. Es mi tío —explicó algo que no le pedí—. Ignóralo, está un poco loco —mencionó jovial.
—Así que es de familia —murmuré.
Ese comentario despertó un malestar callado, pero lo olvidé cuando un estruendo me devolvió al presente.
—Nicolás —insistió golpeando el puño contra el volante. Tuve que cubrirme la cara para disipar la pena.
—¿Entonces nos vemos mañana? —me preguntó sonriendo. Fue raro que me mirara de ese modo, como si fuéramos amigos de toda la vida cuando nos habíamos conocido esa mañana.
—No te prometo nada.
—¡Entonces mañana! —dio por hecho optimista, ignorándome, bajando a toda prisa las escaleras.
Abrí la boca para protestar, pero me rendí, resultaría inútil alegar estando tan lejos. Negué cruzándome de brazos, mirándolo subir a la camioneta y saludar al anciano.
Definitivamente no tenía lo indicado para ganar y supongo que él lo sabía mejor que nadie. Entrecerré los ojos, analizándolo. ¿Entonces por qué se había unido al concurso? Esa duda no dejaba de darme vueltas en la cabeza. Y tal como siempre sucedía cuando algo no me dejaba en paz, me propuesta dar con la respuesta. Descubriría, de una u otra forma, qué buscaba el tal Nicolás Cedeño.
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