Capítulo 34 (Final)
Perdí la noción del tiempo. No sé durante cuánto condujo mamá a toda velocidad, solo que cuando desperté todo mi alrededor me pareció extraño. Las luces de los edificios y automóviles bailaron en mis lágrimas. Me dolía el corazón de tanto llorar, pero no era un llanto desesperado o tormentoso, era callado, del que se reprime y sufre por dentro. Consumido en silencio como una vela en la oscuridad.
En medio del caos pude sentir una sutil vistazo de reojo, recordé entonces que no estaba sola. No tuve valor de mirarla a la cara, a sabiendas tendría todo el derecho de reclamarme. Había arruinado lo que ella protegió por años. Debía odiarme, tanto como yo lo hacía.
—Ya sé que me equivoqué —escupí antes de que me alcanzara su reclamo. En un arrebato le propiné un fuerte golpe al tablero, deseosa de liberar mi ira, de castigarme—. Una maldita ingenua —sollocé furiosa rompiendo a llorar porque el dolor era más destructivo que cualquiera de mis barreras. Quería morirme, quería que todo ese dolor que me ahogaba lo hiciera de una vez en lugar de alargar mi agonía.
Esperé el castigo, el reproche, pero nunca llegó, su lugar fue usurpado por un profundo suspiro, cargado de melancolía.
—Todos lo hemos sido —admitió para sí.
Tardé en comprender su tristeza, ella también lo vivió con papá. Cuando le contó su secreto pensó que el amor bastaría, que su cariño haría no pudiera rechazarla. Falló, igual que yo, pero al menos a ella le quedaba el consuelo de saber que alguna vez la amaron, así fuera un instante. Yo siempre fui parte de un juego.
—¿Qué voy a hacer? —solté, perdida.
Mi vida se había venido a abajo, Nicolás no solo me había roto el corazón, me había arrebatado la fe en las personas, me expuso ante ellas e incluso conociendo mi fragilidad me entregó para que me lincharan. ¿Cómo me presentaría en la preparatoria después de lo que provoqué?
—Nadie tiene pruebas de que tú ocasionaste el caos, solo sospechas que alguien lo hizo —remarcó con la vista fija al frente. Fue un consuelo, porque peso a que su tono ausente no la apoyó, su sacrificio tuvo voz propia—. Yo asumiré la responsabilidad, Jena —me sorprendió. Parpadeé aletargada. Ella, que había jugado con maestría, estaba dispuesta a entregarse por mí, por mí que no había hecho más que juzgarla—. Tengo que irme lejos —me puso sobre aviso. Me tensé de saber que ahora sí estaría completamente sola—. Aquí el problema es qué piensas hacer tú —añadió, dándome un vistazo. Me hubiera gustado tener una respuesta, no tenía la menor idea, incluso cuando pensar en el mañana era lo primero que tuve que hacer, mi mente se resistía a imaginar lo que sucedería a la siguiente salida del sol—. Estoy segura que tu padre no te desprotegera —asumió—, puedes quedarte en casa. Ya no me necesitarás tanto porque eres mayor de edad.
No me dio tiempo de digerir ese escenario antes de añadir otro, dándome un vistazo discreto:
—O podrías venir conmigo —propuso.
Supe enseguida a qué se refería, eché la mirada al cristal sin querer escucharla, pero no tuve el valor de decírselo, por primera vez quise darle la oportunidad de hablar.
—Lo que te pasó por Nicolás es solo una prueba de lo que tendrás que soportar aquí, Jena. Las personas traicionan —me recordó. Cerré los ojos, atormentada—, y cuando tienes un secreto como el nuestro tu vida corre peligro. No puedes confiar en nadie —me recordó lo que siempre advirtió y creí podía cambiar—. Pero donde voy nadie te rechazaría —me aseguró—, allá perteneces. Serías tú con total libertad. Lo que te espera aquí es una vida llena de decepciones y miedos, siempre cuidándote, reprendiéndote, fingiendo ser lo que otros esperan. Sin embargo, en tu hogar podrías alcanzar la gloria, ser importante —prometió. Dudé contemplando el brillo en sus ojos—. Cuando naciste me dijeron que estabas destinada a grandes cosas, tal vez solo tienes que lanzarte al vacío para demostrarte lo que puedes lograr.
Desde que tuve uso de conciencia rechacé todo lo relacionado a los Cuervos y me desviví por calzar en el mundo de papá, me resistí a lo relacionado con la magia porque la consideraba el origen de mi desgracia, pero ahora las cosas habían cambiado. No tenía nada a que aferrarme, descubrí que el amor de padre vivía solo en mi cabeza, que Nicolás me había traicionado, que nunca me quiso, que solo me usó para vengar a la chica que realmente quería, había pedido mi escudo, estaba vulnerable ante las personas que me conocían y sabía que nada volvería a ser igual. Ni siquiera yo.
Así que decidí arriesgarme, ya no tenía nada que perder. Esa misma noche, limpié las lágrimas y llené mis maletas a toda prisa con el retrato de mi padre de testigo. Llevé solo lo indispensable, abandoné los recuerdos qu hacían más daño que bien, después de todo, las lecciones seguían latente en mis heridas abiertas.
Abandoné esa casa contemplando cada rincón con cierta tristeza, en ese lugar donde me refugié por años había vivido cientos de desilusiones. Echando la mirada atrás aún podía ver a la niña que aguardaba en la escalera por un abrazo de papá o un mimo de mamá que nunca consiguió. Lo que más dolió fue saber que intenté con todas mis fuerzas ser feliz en aquellas paredes vacías y que mi esfuerzo solo alargó el sufrimiento.
Respiré hondo cuando encontré a mamá cerrando la cajuela con el equipaje, esperándome. Dejé mi triste final por uno completamente incierto. Nadie sabía lo que me esperaba, ni siquiera yo misma.
Estuve a punto de dar un paso cuando el celular en mi bolsillo vibró. No tuve que ver de quién se trataba para adivinarlo.El nombre de Nicolás apareció como lo había hecho durante toda la noche, lo rechacé por centésima vez antes de recibir un mensaje. Era el recordatorio número cien de sus mentiras.
Cuervo, por favor, hablemos. Prometo que si después no quieres volver a verme lo entenderá, pero solo necesito que me escuches. Te amo.
Esa fue la última mentira que le permití. El dolor había dejado un vacío en mi pecho que rellené con un sentimiento igual de poderoso. Tiré el aparato al piso mientras seguía sonando, ya no lo necesitaría. Nada de lo que me ataba al pasado me haría falta. Llevé una mano a mi cuello donde distinguí el dije que me había regalado, dolió, y esa también fue la última vez que me permití sufrir por él. Lo arranqué antes de arrojarlo. Y entonces distinguí la tierra del jardín se abrió y por ella se asomó una larga raíz. Di un paso atrás cuando tomó el aspecto de una garra, atrapó ambos objetos tragándoselos al fondo.
Y por primera vez, ser testigo de mi poder, no me asustó sino que me hizo enganchar una victoriosa sonrisa. Volví la mirada a mamá que esperaba por mí dentro del automóvil y no la hice esperar. Esta vez la seguridad me inundó, a sabiendas estaba a punto de tomar la apuesta de mi vida, me deslicé con firmeza encajando el tacón de mis botines. Erguida, ataviada completamente de negro, le di muerte a mi antigua vida para empezar una donde no me doblegaría ante nadie. Era un nuevo inicio. El que no pedí, pero tal vez necesitaba.
Pudo ser cosa mía, pero tuve la impresión que el pequeño cuervo, oscuro como mi corazón, que detuvo su andar sobre el vehículo vino a darme la bienvenida. Me detuve un instante para mirarlo directo a los ojos, sabía lo que significaba, algo estaba a punto de cambiar y me sentí liberada cuando por primera vez no sentí miedo. Inundada por una vibra extraña y a la par de una sonrisa extendí mi brazo. No hice nada más, apenas el ave tuvo donde sostenerse voló hasta mí para aferrarse de mi chaqueta de cuero negro. Le sonreí a mi nuevo amigo, entendiendo su mensaje. Después del final siempre viene otro inicio.
Esa noche enterré a Jena Abreu y liberé a la Cuervo que intenté contener por años. Dejé de esconderme, me apropié de la tinta con la que escribiría mi nueva historia. En aquel momento nadie, ni si quiera yo misma, sospechaba lo que podía alcanzar. Mi única certeza fue la promesa que le hice en silencio a mi corazón herido, una que repetía lo que años atrás recitaron al pie de mi cuna: llegaría el día en que todos querría ser Jena Cuervo. Y sí, para desgracia de algunos, no se equivocaron, era un monstruo, uno que no permitiría olvidaran su nombre. Había llegado mi hora, y llegaría la de ellos.
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