Capítulo 30

El fin de semana junto a Nicolás fue un vistazo al paraíso antes de descender al infierno. Tal vez por eso disfruté cada segundo a su lado. Comencé a extrañarle antes se marchara, cuando detuve el vehículo frente a su casa ese domingo por la noche tuve el impulso de pedirle se quedara conmigo, de incitarlo a la locura de huir de esa horrible ciudad cargada de malos recuerdos para construir una nueva vida lejos. Por fortuna no cedí a mi arrebato, incluso le mentí en la cara con una enorme sonrisa para mantenerlo tranquilo.

—¿Estás segura que no quieres que te acompañe y hable con tu madre?

Había insistido todo el camino con lo mismo, una tierna idea que ponía en riesgo su cabeza. Además, ya tenía suficiente con rendirle cuentas a su familia, que no estaban contentos con sus fugaces vacaciones, para seguir con la mía.

—No, todo irá bien —le aseguré como si confiara en mi propio engaño.

Nicolás dudó, pero tras un corto beso decidió fiarse de mi pronóstico. Agité mi mano eufórica, forzando una sonrisa, mientras me despedí de él a través del cristal. Mantuve mi actuación hasta que cerró la puerta, entonces sí, lejos de testigo solté un profundo suspiro para descansar mi mandíbula.

Aferré los dedos al volante, aceptando no tenía escapatoria. Era momento de enfrentar a la bestia.

Nunca le tuve miedo a mamá, algo que mi padre jamás pudo presumir, pero confieso que cuando llegué a mi solitario hogar, apenas iluminado por la luz que escapaba del comedor, y me dispuse a subir a mi habitación, escuchar su voz a mi espalda me puso los pelos de punta.

No creí estuviera esperándome, pero para mi sorpresa, la hallé sentada en uno de los amplios sofás, dándome la espalda. Desde donde estaba solo deslumbraba su silueta, su corto cabello ahora teñido de rubio y el anillo que destacaba en el dedo anular.

—¿Dónde estuviste, Jena?

No sonó a reclamo, sino a simple curiosidad. Acomodé mi maletín, preguntándome por qué por primera vez eso en lugar de darle calma, me hizo sentir vacía. Tal vez en el fondo quería que le importara lo que pasara conmigo. Ya no quería ser hija del viento.

—Por ahí —vagué sin entrar en más detalles, deseando ella buscara indagar.

No lo hizo, ni siquiera porque no llegué a dormir durante dos noches. Apreté los labios, al pie de la escalera, firme como una estatua, esperando algo que jamás llegó. Me rendí, cansada me dispuse a dejar pasar su indiferencia, subí deprisa a mi cuarto, pero a mitad del camino mi cuerpo se paralizó. Frené sin explicación, recordando las palabras de Nicolás. Había esperado toda mi vida que otros notaran estaba ahí, quizás debía cambiar de táctica. Nada de lo que deseaba llegaría solo con pedirlo, era yo quien debía mover las piezas.

Tensa pasé saliva, buscando aclarar mi voz, antes de alzarla.

—Me enteré de algo... —solté de la nada, sosteniéndome de la barandilla. No me pregunten por qué lo hice, simplemente sentía que si no se lo decía me convertiría en la cómplice de un acto tan cruel. Despacio giré solo para comprobar sus ojos celestes estaban fijos en mí desde la primera planta. Respiré hondo, apoyé mi cuerpo en el pasamanos, inclinándome sin despegarle la mirada—. Papá tiene una amante.

Así de simple.

Aguardé por el estallido, los gritos, el escándalo... Nunca llegaron. Su mirada se ensombreció, pero no deslumbré ninguna pizca de asombro.

—Vaya... —murmuró sin perder el temple.

Fruncí las cejas ante su falta de reacción. No derramó una sola lágrima, ni siquiera el coraje alborotó uno de sus cabellos. ¿Cómo era posible que una noticia de ese tamaño no le provocara nada?, me pregunté sin comprenderla. A mí la imagen casi me había arrancado el corazón. Entonces lo entendí.

—Tú lo sabías —deduje en voz tan baja que fue un milagro ella pudiera oírme.

Pero lo hizo, la forma en que evadió mi mirada me lo confirmó. Un nudo se atascó en mi garganta, de pronto sentía que ni siquiera podía compartir el dolor con ella. Bajé como un huracán, deseando escucharlo de su propia voz. Ella se mantuvo erguida cuando me planteé frente a ella, sintiéndome un puño de polvo.

—No, pero lo sospechaba desde hace mucho —admitió.

Y por la frialdad que aplicó supuse que serían años. Parpadeé desconcertada. Yo fui la única tonta que siguió creyéndose el cuento de la familia.

—Entonces también debes saber que tiene otros hijos con Carolina —lancé con cierto resentimiento, porque me habían robado el derecho de conocer a mis propios hermanos.

Sin embargo, por la forma en que su rostro se transformó, dejando caer la mandíbula, gritó la novedad le había caído como un balde de agua fría.

—¿Qué? —escupió—. ¡Maldito hijo de perra! —gritó enfurecida, moviendo las manos con tal fuerza que dio la impresión deseaba azotarlo contra la pared—. ¿Cómo pude ser tan infeliz? —se quejó al aire, caminando en círculos para disipar el cúmulo de energía que se amotinaba en su pecho.

—¿Vas a pedirle el divorcio? —dudé en completa incertidumbre.

Mamá se detuvo, el huracán cambió de dirección cuando esa pregunta impactó su nube de pensamientos. Pareció preguntárselo a sí misma, la respuesta no tardó en llegar, al menos no más que la venganza que hizo brillar sus pupilas, tan azules como resplandece un rayo a mitad de la tormenta.

—¿Y hacerle el camino más sencillo? —se burló, volviendo a tomar el sartén por el mango. Pareció deleitarse porque la vida le regaló la oportunidad de cobrárselo—. Ese será su castigo —concluyó satisfecha—. Me obligó a vivir escondida para cuidar su apellido, ahora sus hijos tendrán que padecer lo mismo.

Escuchándola entendí porqué ambos entrelazaron sus caminos, eran iguales de egoístas. Negué con una sonrisa, chasqueando la lengua. Ni siquiera viendo la tempestad sobre ellos, eran capaces de hincarse.

—Es tan gracioso como cada uno culpa al otro de su desdicha y ninguno es capaz de responsabilizarse de la propia —reconocí, sintiendo lástima por ellos. Cegados por el odio preferían desperdiciar su vida a cambio de oscurecer la de su enemigo.

Mamá no protestó, tampoco me interesó escuchar su excusa, así que me dispuse a alejarme, pero un par de pasos bastaron antes de que una tonta duda me asaltara. Había prometido intentarlo, sabía que si lo dejaba para después jamás lograría volver a reunir el valor, así que con el corazón haciendo estragos en mi pulso decidí acabar con esa tortura de un solo disparo.

—Por cierto... —inicié, a sabiendas me arrepentiría—. Pienso que es una idea descabellada, pero le prometí a Nicolás que haría el intento y suelo cumplir con mi palabra, así que quería decirte que a finales de mes habrá un evento en la escuela, donde premiarán a la pareja de la generación, dieron autorización de que acudieran los padres de los alumnos y si gustas puedes ir —solté tan rápido que aún me pregunto cómo pudo entenderme.

Jamás olvidaré la forma en que miró ante esa invitación. Fue una mezcla de perplejidad que la dejó muda, la desarmó e incluso cuando no movió un solo músculo pude ver su escudo al piso, haciéndose pedazos.

—¿Yo? —susurró, extrañada—. ¿Tú estás participando?

Que no se notara lo informada que estaba de mi vida.

—Sí, pero las posibilidades de llevarme la corona han descendido de forma considerable —admití y que no me generara malestar me hizo sentir orgullosa. Estaba dándole valor a las cosas que sí lo tenían—. Así que si no te importa verme recibir el cuarto lugar puedes acompañarme —propuse, encogiéndome de hombros.

No obtuve una respuesta inmediata, pero incluso cuando un pesado silencio la suplantó no tuve dudas de lo que diría, sus ojos, fieles espejos del alma, hablaron por sí solos. La imagen de mamá, fuerte e imponente, pero desquiciada por hacerse oír, desapareció, por un instante me pareció estar frente a otra mujer. Una igual de desorientada que la chica que aguardaba ansiosa por una oportunidad para reescribir su historia.

—Sí, sí —respondió, obligándose a despertar. La sonrisa que brotó sin permiso lució tan inocente que terminé imitándola—. Sí, iré encantada —prometió. Asentí, quise compartirle los detalles, pero como una niña entusiasmada me ganó la partida—. Hace tanto que no voy a un evento escolar que no tengo la menor idea de qué haré, debo pensar qué me pondré...

—Sí, creo que eso sería importante —agradecí pusiera el tema sobre la mesa porque no creí hiciera mucha gracia apareciera en un evento de gala con una de sus coloridos vestidos o una pañoleta donde brillaba un enorme amuleto.

De todos modos, mi madre no se ofendió por mi falta de sensibilidad, enfuscada en sus planes tomó mi mano, dejándome helada.

—Entonces échale un vistazo a lo que tengo y dime qué es lo que están buscando —me animó. No opuse resistencia cuando me arrastró escaleras arriba, guiándome hasta su habitación.

Esa sensación de su mano junto a la mía y una sonrisa natural en sus labios hizo escocer mis ojos, porque aunque tal vez solo se trataba de un espejismo era fascinante imaginar podía volverse una costumbre.

Me quedé en el umbral acostumbrándome a la imagen de mamá abriendo de par en par las puertas de su armario. Sus manos anhelantes desordenaron las piezas guardadas, revisando cada una con una ilusión que jamás le había visto. Por eso no la hice esperar cuando con un ademán me pidió le ayudara a estudiar viejos vestidos, olvidados entre el polvo y recuerdos. Dando pequeños vistazos, entre las sobrias telas, y su sonrisa infantil que la hacía lucir más joven, descubrí que en su arsenal destacaban bonitos diseños.

—No imaginé tuvieras vestidos tan elegantes —reconocí admirada.

—Solía usarlos todo el tiempo —me contó distraída, mostrándome uno rojo vino que seguro acaparó los escaparates de tiendas de prestigio hace años—. Cuando tu padre me obligaba a ir a sus eventos de etiqueta —murmuró en complicidad—. Él cuidaba mucho no le avergonzara. Ya sabes, era la "señora Abreu".

La ingenuidad con que lo contó hizo arder una herida que creí había cicatrizado. Devolviendo la mirada a la fila de ropa que desfilaba ante mis ojos, noté esos atuendos que tanto detestaba, pero que parecían hacerla tan feliz. Me pregunté si realmente ella lo habría sido alguna vez o siempre había vivido para cumplir expectativas de otros. Siempre hablaba abrumada de sus deberes como esposa de un importante empresario, heredera de un apellido, sucesora de un legado. Siempre dispuesta a interpretar el papel que complaciera al resto, igual que yo.

—Creo que cualquier cosa que te pongas te quedará bien —concluí sin querer volver a repetir los errores que cometieron conmigo. Mamá creyó se trataba de un vano cumplido, me agradeció con un ademán y una sonrisa, continuando en su búsqueda por lucir perfecta. Por un instante, me vi en ella, preocupada por cumplir expectativa a cambios de no dejar a la vista una sola de mis heridas—. Nicolás, me dijo que tal vez no somos tan distintas —murmuré recordando su consejo—. Quizás tenía razón.

—¿Quién es Nicolás? ¿El chico con el que estás saliendo? —curioseó distraída probándose por encima un traje sastre color esmeralda.

—Algo más que eso —reconocí haciéndole justicia a mis sentimientos.

Nicolás no era un romance pasajero, era de los que te marcan. Fue su nombre el que desencadenó la avalancha, el que me llevó a cuestionar un montón de cosas, quien me ayudó a recuperar la fe perdida. Conocerlo había cambiado el curso de mi historia. Antes lucía inquebrantable, mas me sentía vacía, ahora me daba permisos que meses atrás eran un no rotundo: mostrarme vulnerable, llorar, cuestionar, soñar, ser feliz, ser yo misma.

Y supongo que mamá lo notó porque me dedicó una mirada peculiar, analizando mi silencio.

—¿Confías en él?

—Más que nadie en este mundo —respondí segura, sin pensarlo, sonriendo a su recuerdo. Como jamás creía lo haría. Yo que siempre consideré ridículos a los que entregaban todo de sí, ponía mi vida en sus manos con los ojos cerradas. De no ser así jamás lo hubiera hecho cómplice de mis mayores miedos—. Tanto que... —Callé, pero me obligué a ser sincera. Ya no quería más mentiras. Fuera lo fuera empezarían con la verdad, no importaba cuanto doliera—. Le confesé mi secreto.

Mamá dejó de respirar, sus manos temblorosas soltaron uno de los vestidos. Se perdió en el suelo al igual que la luz de sus facciones, toda esa alegría fue sustituida por el horror. El tiempo se detuvo.

—¡¿Qué hiciste qué?! —gritó enloquecida, deseosa de asesinarme con una mirada. Incluso cuando me tomó de los hombros para sacudirme no me acobardé—. ¡¿Jena, es que perdiste la cabeza?!

—No —exclamé zafándome con la misma bravura—, pero pensé que lo haría si no lo hacía.

—¿No te das cuenta? ¡Acabas de poner contra las cuerdas tu vida!

—Pues correré los riesgos —acepté firme. Mamá negó sin poder digerir mi falta de cordura—, lo prefiero a seguir escondiéndome como una criminal. ¿Cuál fue mi error? —la cuestioné rebelde, manteniendo el mentón en alto. Afiló la mirada, pero que no supiera responder no me dejó dar un paso atrás—, no voy a pagar por un delito que no decidí.

—No tienes idea de cuanta gente daría lo que fuera por poseer lo que tienes —murmuró resentida por ser una malagradecida.

Solté una risa amarga, lo que ella llamaba una bendición fue la maldición que arrastré.

—Entonces ve y regálaselos a ellos —escupí—, a mí no me interesa. Yo solo quiero tener una vida normal —confesé superada, la desesperación hizo flaquear mi voz. Retrocedí hasta dejarme caer en la cama, estrujé mi cabello—. Dime si alguna vez no deseaste salir a la calle sin el miedo de cometer un error que te desterrara, mostrarte tal cual eres, ser como el resto.

Un molesto silencio suplantó los gritos, de pronto todo ese ruido que entorpecía cada movimiento cedió a la melancolía. Ahí, intentando mantenerse en pie, noté cómo mamá titubeó. Bajó la mirada, sumergiéndose en una realidad que negó por años y ahora la había alcanzado. Aspiró profundo, como si pudiera llenar el vacío en su pecho.

—Muchas veces —reconoció en voz baja. Suspiró mientras se acercó para sentarse a mi costado, sin mirarme. En sus pupilas reinaba una penetrante tristeza—, hasta he olvidado la cuenta. Hace un rato, por ejemplo, cuando me enteré de lo de tu padre me fue imposible no preguntarme si hubiera sido distinto de yo serlo —se sinceró enredaron sus dedos entre sí. Era la primera vez que mamá expresaba de forma abierta su dolor, pero aquel destello de debilidad duró un instante—. Pero aunque se desee, una no puede dejar de ser una Cuervo.

—Lo sé —le dije, conociendo mejor que nadie las reglas. Guardé silencio apenas un segundo, no volvería a callar lo que sentía—, pero quiero que mis errores y aciertos se den por mí misma, no por serlo.

Deseaba que las personas me vieran a mí, tomar mis decisiones por lo que dictara mi corazón, no orillada por lo que dictaba viejos legados. Para emprender el vuelo necesitaba liberarme de esas cadenas, del peso que otros habían depositado en mi espalda.

Mamá me contempló como si estuviera ante un acertijo indescifrable.

No pudo entenderme, nunca lo haría.

—¿Qué fue lo que hice mal contigo, Jena? —se reprochó decepcionada de sí misma.

En verdad que me esforcé porque no doliera, pero supongo que a pesar de la experiencia acumulada seguía siendo vulnerable a su rechazo. Ni siquiera esperaba que un día se sintiera orgullosa de mí, solo deseaba que, por una vez, en su mirada no brillara la desilusión. Obligué a las lágrimas a quedarse dentro, a no ver la luz porque ser libre no borraría el dolor.

—No lo sé, a veces también me pregunto qué hay mal en mí —compartí, vagando en memorias oscuras—. Y sé que hay mucho, pero llámame ingenua, solo quería que ustedes me quisieran a pesar de eso —me confesé. Durante toda mi infancia me desviví por ganarme una de sus sonrisas, ansié ser especial para ellos, y creí que ser su hija sería una razón suficiente—. ¿No has deseado que alguien te ame sin importar no seas lo que esperaba? —la cuestioné, esta vez sin exigencias, buscando un consejo.

Ella no contestó, la cuestión azotó su corazón. Llevó su bonita mirada, cargada de remordimientos, a la nada, dibujando en las paredes ayeres que no regresarían, preguntándose si el final hubiera sido distinto de arriesgarse a cambiar el orden de las piezas.

Cada uno jugó el papel que le pidieron, y aunque la actuación había ganado cientos de elogios los intérpretes no podían ser más infelices. Buscamos en la gente aplausos vacíos que ahora no podían luchar con el eco ensordecedor de nuestro mundo cayendo a pedazos.

Cuando mamá dejó de engañarse dejó ir el primer sollozo, se dio permiso de llorar por años de agonía y desencanto. Las lágrimas inundaron los áridos caminos que sonrisas falsas habían surcado. Afuera de ese mundo de fantasía que había creado para mantener felices a los demás estaba sola, tan sola como yo. Entonces despertó, sus ojos se fijaron en mí como quien ha caminado a oscuras, tanteando a ciegas algo de que aferrarse, hasta que descubre que la cuerda ha estado siempre a su costado.

En una mirada pude leer una tormenta de pensamientos, palabras tropezando en su garganta sin hallar el orden, y cuando aceptó no existían las palabras decidió saltar al vacío. Sin aviso, despareció la distancia abrazándome con fuerza. Me quedé de piedra sin hallarme entre sus brazos, intentando acostumbrarme a esa nueva sensación de su cercanía mientras ella lloraba en mi hombro, necesitándome. Necesitándome como yo lo hice muchas noches, tal vez como aun lo hacía. Percibí el ritmo de su corazón, su cuerpo sacudiéndose entre el llanto, cobijándome como si intentara pegar las piezas rotas.

Y a pesar de que eso no sucedería, que la tinta que escribió el pasado era inalterable, la simple intención, dibujó una débil sonrisa. Era como un sueño, tal vez despertaría, pero por un segundo no me preocupó otro tiempo que no fuera el presente. 

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