Capítulo 26
Debí suponer no sería fácil librarme de esa arpía. Camila, eufórica por haber encontrado la oportunidad de devolverme el golpe, se deslizó por la habitación azotando sus manos para capturar la atención de cada uno de los presentes. Reconocí esa sonrisa triunfal mientras se movía como si fuera la dueña del lugar.
—No sabía que además de estar participando para el Reinado Estudiantil también querías coronarse como la reina de la hipocresía y la doble moral, Jena —me atacó.
Entrecerré mi mirada, despreciándola.
—No es nada contra ti —aclaró dirigiéndose a un incómodo Nicolás que no sabía cómo actuar— , todo lo que has dicho es muy cierto —aceptó siendo justa—. Pero tú, Jena, dándote golpes de pecho por algo que provocaste —regresó su atención a mí antes de darme la espalda para contemplar a la gente—. ¿O no fue ella la que nos puso contra las cuerdas, la que dictó las reglas del juego y convirtió el instituto en un infierno? —los cuestionó refrescándoles la memoria. Tragué saliva, deslumbrando como uno a uno volvía a ponerse a la defensiva. El encanto había acabado—. ¿Acaso olvidan lo que le hizo a Ulises, a Aranza o a mí?
—Ustedes eran unos miserables —escupí sin poder quedarme callada. De eso no me arrepentía—, solo me encargué de poner la basura en su lugar.
Aceptaba mi culpa por ser indiferente, por permitir otros hirieran a inocentes, por repartir miedo y no respeto, pero lo de ellos se trató de un ajuste de cuentas.
Camila sonrió complacida al notar mordí su anzuelo.
—Eso, muestra quién realmente eres, Jena —celebró con la mirada brillando. Era su venganza. Si yo había logrado la escuela entera la exiliara, ella no permitiría me marchara con la admiración de la gente. Cambió de presa, fijando sus pupilas verdes en él—. ¿Esa es razón suficiente para humillar a alguien? ¿Está aprobado llamar basura a las personas? —cuestionó con falsa inocencia. Lo entendí, lo estaba poniendo a prueba. Si Nicolás me apoyaba le daba la espalda a sus ideales, perdería credibilidad ante las personas que estaban comenzando a verlo como un referente.
Y no permitiría que hiciera tan sacrificio por mí.
Nicolás abrió la boca, pero me adelanté.
—A él no lo metas en esto —le advertí apretando los dientes, impidiéndole contestara.
El rostro se Camila se iluminó, me tenía justo donde deseaba, acorralada. De vuelta en el escalón número uno del odio público.
—Escuchen —elevó la voz, aún con la mirada puesta en mí, usurpando el puesto de un político—, el plan de Nicolás para acabar con el acoso escolar me parece perfecto —destacó, dándole honor a quién lo merecía—, incluso me apunto como la primera voluntaria para apoyarlo —le avisó contenta.
Nicolás parpadeó extrañado.
—Pero les pido que lo piensen dos veces antes de confiar en Jena —añadió mordaz, señalándome—, nunca sabes qué información usará en tu contra. Díganme, ¿quién pondrá su vida en manos de la misma persona que lo llevó al fondo del abismo? —Sus talones resonaron al acortar la distancia entre las dos, planteándose frente a mí con el mentón en alto. Tampoco bajé la guardia, fingí entereza aunque por dentro estuviera a un impacto de desboronarme—. La gente como tú, Jena, no cambia, está en su esencia hacer daño —repitió las palabras que conocía de memoria—, puedes intentar engañarnos, pero al final nunca dejarás de ser lo que eres ahora —predijo inyectando veneno en cada sílaba—: un mounstro.
Un mounstro. Eso era desde que nací, y lo único que hice a través de los años fue fortalecer un destino del que no podía escapar. Mis ojos comprobaron en un vistazo lo que provocaba. Nunca amor, solo miedo.
Lo entendí. Con el corazón a punto de escapar mi pecho, pero sin deseos de mostrarme afectada forcé una elegante sonrisa, me di la vuelta, tomé el maletín que descansaba sobre una de las mesas y lo colgué de mi brazo antes de marcharme abriendo camino entre la muchedumbre sin perder el temple. Podía sentir todas las miradas al pendiente de cada uno de mis pasos, por lo que me obligué a no agachar la cabeza ni siquiera cuando crucé los pasillos vacíos. Mis pasos fueron lo único que perforaron el silencio hasta que llegué al estacionamiento. Sin mirar atrás divisé mi automóvil, esperándome para emprender la huida.
Aceleré en el último trayecto sintiendo mis fuerzas flaquear a medida se amontonaban las emociones y exigían libertad. Liberé con mis dedos temblorosos las llaves y celebré cuando encajó en la cerradura. Deseosa de refugio me eché en el asiento, cerré de un portazo y me aprisioné en ese pequeño espacio. Al fin, libre de miradas, solté un pesado suspiro, cargado de tristeza, de impotencia. Apoyando mi cabeza en el respaldo escaneé el techo luchando por contener las lágrimas que se deslizaron como una avalancha.
Eres una estúpida, Jena.
Golpeé de un manotazo el volante, buscando sacar el dolor que amenazó con envenenarme, y desesperada aparté el cabello que nubló mi vista cristalizada. Eres una idiota, siempre lo has sido, me reproché mi ataque de ingenuidad. ¿Cómo pude creer resultaría? No se puede borrar el pasado.
Pegué un respingo cuando un golpeteo en el cristal me escupió en el presente.
Alarmada busqué al testigo de mi resquebrajamiento, la calma tocó mi corazón cuando reconocí la mirada de Nicolás. Me fue imposible leer sus labios a través de la ventana así que me incliné para levantar el seguro, permitiéndole el ingreso. Él ni siquiera lo pensó.
—¿Cómo estás? —preguntó preocupado, acomodándose en el asiento a mi costado.
Desconociendo la respuesta preferí guardar silencio. Pese a que su mirada me escaneó con angustia, yo lo evadí perdiéndome en el cielo nublado. Si las cosas seguían así no demoraría en caer un aguacero.
—Camila tiene razón —murmuré para mí, carente de emoción, hallando mi voz en el fondo de mi garganta—. Soy un mounstro, nunca voy a dejar de serlo por más que me esfuerce...
—No, eso no es verdad, Cuervo —alegó Nicolás, deseoso de darme consuelo. Le dediqué una mirada fría que él ignoró—. Escucha, eres una buena persona...
—Deja de mentirme —reproché. Detestaba esa clase de mentiras. Prefería una verdad aniquilante que un dulce engaño. Sin poder mirarlo a la cara volví los ojos al frente, en las nubes que oscurecían el cielo. La tormenta de acercaba, casi podía sentir la electricidad recorrer mis venas cada que un relámpago tocaba tierra a lo lejos—. ¿Una buena persona hubiera usado sus influencias para sacar a Ulises del equipo? —lancé conociendo mejor que nadie la respuesta. Nicolás guardó silencio, sin el valor de engañarme—. ¿Una buena persona hubiera humillado a Aranza? ¿Una buena persona hubiera ventilado el secreto de Camila?
Mi voz se quebró en la última nota. Un nudo apretó mi pecho al enfrentarme a mi pasado. Yo siempre supe que mi historia estaba repleta de fallas, pero nunca me había sentido prisionera de mis propios errores, no hasta que la esperanza de volver a empezar tocó a la puerta.
—¿Una buena persona estaría llorando metida en un automóvil porque todo el mundo la odia? —murmuré sollozando. Estaba volviéndome débil, no podía creer me comportara de forma tan patética—. Camila, tiene razón, la historia no cambia.
No importa lo mucho que intentes reescribir sobre la tinta permanente, las frases debajo no desaparecerán solo con desearlo.
—No, se equivoca. No sé si ella pueda, pero tú sí —aseguró Nicolás cegado por sus sentimientos, sin usar la lógica, ni el juicio. Sacudí la cabeza, apreté los labios para no seguir llorando—. Jena, estabas tan contenta. Está bien, tal vez las palabras no tienen valor —aceptó—, pero eres fuerte, puedes demostrarlo con hechos. Nadie puede alegar contra ellos. Yo sé que puedes hacerlo...
—Estás apostando a la ficha perdedora, Nicolás —le advertí. Aún estaba a tiempo de salvarse—. ¿No temes a que te traicione cuando menos lo esperes? —dudé.
Lo había hecho con otros, ¿por qué asumía él quedaría exento?
—Sé que no lo harás —manifestó con una confianza que me desconcertó, dibujó una sonrisa inocente—. Me arriesgaré porque confío en ti, Cuervo.
Relamí mis labios, saboreando mis lágrimas. Parpadeé deprisa para alejar las nuevas, las palabras de Nicolás fueron una caricia a la herida que llevaba abierta desde que tenía memoria. Nadie había puesto su fe en mí como él me la entregó. Tal vez aún quedaba una razón para no fundirme en el fango. ¿Cómo podía darme el lujo de abandonar el barco si alguien estaba poniendo su corazón en mis manos? No podía fallarle. No a él.
—¿Sigue en pie lo de huir de la ciudad si algo salía mal? —escupí de la nada, con mis ojos fijos en el volante, mientras limpiaba con mis manos los rastros en mis mejillas.
El aire se volvió más pesado de aspirar.
—¿Qué?
—Mi familia tiene una cabaña al sur de la localidad —le expliqué con la mirada perdida—. Pienso pasar el fin de semana allá, no soportaría estar un minuto más aquí, necesito un descanso, alejar recuerdos, ordenar mi cabeza... —Entonces sí que dejé de escapar de su mirada. Mis ojos azules recorrieron su semblante en el que bailaba la incertidumbre—. Estaba pensando que, si quieres, puedes venir conmigo.
La propuesta lo tomó por sorpresa. Frunció las cejas extrañado, torció sus labios, meditándolo mientras sus dedos jugaban con el cierre de la mochila en su regazo. Siendo honesta, no esperaba que dijera que sí.
—Nunca he salido de la ciudad —susurró. No supe cómo interpretar su respuesta. Hubiera agradecido un claro sí o no. De todos modos, me fue sencillo deducir no estaba jugando con mis emociones, ni prolongando mi inquietud, solo no sabía qué contestar. Intenté adivinar cuál era su mayor preocupación.
—Si quieres podemos ir a tu casa y preguntarle a tu papá —propuse un plan de lo más estúpido, sin experiencia en el tema. No me culpen, en la mía nadie me pedía explicaciones, por eso tomaba mis propias decisiones sin angustiarme por sus opiniones. Y los chicos con los que solía salir parecían regodearse al retarlos.
Nicolás que sí usaba la cabeza, negó sin pensarlo. Era una locura.
—No. Les avisaré en el camino —concluyó.
Quise insistir, pero él lució convenciendo cuando asintió para sí antes de regalarme una sonrisa diferente. Distinguí una mezcla de adrenalina por romper las reglas y orgullo por lanzarse a lo desconocido. Debí sentirme culpable. Debí.
—Tus padres van a odiarme —adelanté. A mí me parecía mejor que hablara con ellos, parecían una familia compresiva, aunque al repensarlo no sé si al grado de validar una escapada—. Me acusarán de llevarte al lado oscuro.
—Eso haces, Cuervo —concedió divertido.
El sonido de su risa logró sacarme una débil sonrisa que calentó el centro de mi pecho. Aunque afuera comenzó a llover, era una caída ligera que dio la impresión solo buscaba acariciar las flores.
—Yo sí le haré una visita fugaz a mi padre —avisé poniéndome el cinturón de seguridad—. Tengo las llaves, pero quiero preguntar si puedo ocuparla este fin de semana —me excusé, a sabiendas no se negaría. Él nunca me decía que no. En el fondo me avergonzaba admitir deseaba uno de sus abrazos, poco importaba si fueran frágiles como el cristal. Necesitaba escuchar uno de sus te quiero, pese a ser falsos—. Y aprovecharé para verlo.
Extrañaba sus visitas, las noches en que cenábamos y hablábamos de sus clientes durante horas aunque no lo entendiera, solo para disfrutar de su compañía. Me hacía falta.
—¿Hace mucho tiempo no lo ves? —curioseó Nicolás al ponernos en marcha, notando la melancolía que no logré disfrazar.
—Ya casi he olvidado su cara —exageré divertida. Temí a él sí le hubiera sucedido—. Siempre tiene mucho trabajo.
Por esa razón, no me sorprendió cuando Lucía, su secretaria, me negó el acceso argumentando era imposible modificar su agenda por una visita inesperada.
—Oh, vamos, tú sabes que esas reglas no aplican para mí —argumenté sin dejarme intimidar, cruzándome de brazos sobre el mostrador. Repitiendo el mismo guión que aplicaba cada que la obligaba a romper una de las órdenes de su superior.
—Ya sabe como es su padre... —intentó convencerme, sintiéndose entre la espalda y la pared.
Por un lado conocía el carácter de su jefe, pero también mi obstinación. Sabía que no me iría sin verlo. Habíamos atravesado la misma discusión cientos de veces y siempre fue el mismo ganador. La menor de los Abreu era un rival de temer.
—Tengo una idea —me compadecí de su dilema, llegando a un acuerdo por la salud mental de ambas—. Lo visitaré durante tres minutos —remarqué, señalando su libre de pendientes para que lo anotara—. Él se enfadará durante el primero —reconocí con un mohín—, le diré que fue mi culpa, me responsabilizaré de todo, inventaré que entré sin autorización y te limpiaré de este asunto. Lo dejará pasar —asumí, como siempre lo hacía cuando era yo la causante del lío—, lo pondré de buen humor y antes de que puedas darte cuenta estaré afuera. Yo contenta, y tú con tu puesto intacto —propuse sonriéndole como una buena negociadora—. ¿Tenemos un trato?
Fue una avalancha de información que no pudo contener.
—Está bien, pero no tardé mucho —me pidió.
—Prometido —le agradecí con una sonrisa triunfal—, tengo prisa. Nicolás —lo llamé despertándolo.
Mordí mi labio para no reírme de su expresión, parecía un niño perdido en una juguetería estudiando admirado cada mueble. Pegó un respingo al verse atrapado, con un ademán de cabeza le pedí me siguiera.
—¿Tu padre trabaja aquí? —curioseó incrédulo estudiando los detalles, alcanzándome.
—Para ser más exacta, él es el dueño —lo corregí. No contuve mi risa cuando dejó caer su quijada—. Y si te lo estás preguntando, sí, en unos años yo quedaré al mando —murmuré para mí—, aunque no tenga ni la menor idea de cómo lo haré.
No podía fallar, no cuando todo el patrimonio de los Abreu recaía en mis manos. Ser una buena empresaria era lo único que mi padre esperaba de mí, y siendo honesta, prefería cumplir ese camino que el ligado a mi segundo apellido.
Distraída en mi debate, tardé en caer en cuenta, Nicolás se había quedado atrás. Frené dándole tiempo de igualarme, pero él no se movió. Arqueé una ceja, sin comprender qué lo detenía.
—¿Qué haces ahí? —lo cuestioné confundida, volviendo sobre mis pasos, estando a unos pasos de la puerta principal.
Ladeé el rostro mientras Nicolás acariciaba su cuello, cohibido. Tuve la impresión que en sus mejillas se extendían un sutil sonrojo.
—No sé si sea correcto que tu padre me vea —expuso su tierna inquietud.
Me pareció tan tierno que no pude evitar soltar una risueña risa que él correspondió con una adorable sonrisa, sin entender qué me causaba tanta gracia.
—¿Le tienes miedo? —lo reté divertida.
—¿Debería?
—Oh, sí, claro que sí. Mi padre es un ogro que devora hombres vírgenes como tú —dramaticé, oscureciendo mi voz—. Adivina quién es la encargada de atraerlos con sus encantos hasta aquí. Has caído en la trampa, Cedeño.
—¿Al menos dejaré de ser virgen antes de morir?
—Idiota —mencioné riéndome de su media sonrisa antes de propinarle un travieso empujón—. A mi padre mi vida sentimental le preocupa poco —admití encogiéndome de hombros. Mi vida en general—. Nunca me cuestiona nada, no le interesa con quién salgo, ni siquiera sabe si he tenido novio o no. Tiene muchas cosas de qué preocuparse para angustiarse por esas nimiedades. De todos modos, no quiero que te sientas presionado, ni que organice una boda solo porque eres el primer chico que me acompaña, así que puedes esperarme aquí —sugerí con una sonrisa relajada, mostrándole unos cómodos sofás.
—¿Este es el momento en el que uno esconde el anillo de compromiso? —preguntó con un deje de gracia que me robó una enorme sonrisa.
Sin embargo, la alegría se esfumó de golpe apenas empujé la puerta y di con la escena del otro lado. La risa murió en mis labios. Mi estómago se sacudió con violencia al encontrar a mi padre besando apasionadamente a una mujer sobre su escritorio. Olvidé cómo respirar, el aire escapó a mi alrededor. Fue tal mi impresión que se me escapó un quejido que llamó su atención. Algo dentro de mí se hizo pedazos cuando sus ojos aterrados chocaron con los míos, confirmando mi pesadilla se había vuelto realidad.
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